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DESPEDIDO

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—¡Señorita Hyuga! ¿Señorita Hyuga? ¿Puede venir un momento, por favor? —La voz del señor Roshi rasga el aire, temblando de rabia—. ¡Ahora mismo!

Toco el silbato, coloco el cartel de fuera de servicio en la silla, me aseguro de que no quede ningún niño pequeño sin supervisión paterna dentro del agua y me dirijo a la piscina de recreo, donde el señor Roshi está de pie al lado de Sai. Me fijo en ambos. De nuevo, el señor Roshi parece estar a punto de sufrir una apoplejía. Sai, con expresión divertida y con cara de resaca, le mira con los ojos entrecerrados por la luz del sol.

«Oh, no».

—Esto —dice el señor Roshi señalándome— es un socorrista.

—Ahhh —comenta Sai—. Ahora lo entiendo.

—No, usted no lo entiende, jovencito. ¿Y usted se hace llamar socorrista? ¿De verdad se hace llamar socorrista?

Conozco esa expresión de Sai. Está intentando decidir si hacerse o no el listillo.

Al final dice: —Mis amigos pueden llamarme Sai.

—¡No me refiero a eso! —El señor Roshi se vuelve hacia mí—. ¿Sabe cuántas faltas ha acumulado este joven?

Solo lleva trabajando en el Castillo desde hace una semana, así que me aventuro a hacer una estimación por lo bajo.

—Mmm… ¿Cinco?

—¡Ocho! ¡Ocho! —Como el señor Roshi siga así va a terminar sufriendo un caso de combustión espontánea—. Ocho faltas. Usted lleva trabajando aquí dos veranos. ¿Cuántas faltas tiene?

Sai se cruza de brazos y me mira. «Confraternizar en el trabajo» supone cuatro faltas, pero no ha dicho nada de verme con Naruto; ni a mí, ni por lo visto tampoco a Sakura.

—No estoy segura.

Sí que lo sé. Ninguna.

—¡Ninguna! —exclama el señor Roshi—. En el breve espacio de tiempo que lleva trabajando con nosotros, este jovencito ha… —Alza la mano y empieza a enumerar con los dedos—… tomado comida del bar sin pagar, dos veces. No se ha puesto la gorra, tres veces. Ha permitido que otra persona se sentara en su silla de socorrista…

—Era un niño pequeño —le interrumpe Sai—. Quería saber lo que se veía. ¿Qué tenía? ¿Cuatro años?

—La silla no es ningún juguete. También ha abandonado su puesto sin colgar el cartel de fuera de servicio, otras dos veces.

—Estaba aquí mismo, en la piscina —se queja Sai—. Solo me dediqué a hablar con algunas muchachas. Me hubiera enterado si alguien se hubiera ahogado. No estaban tan buenas como para no notarlo. —Esto último me lo dice a mí, como si me debiera una explicación por ese inusual sentido de la responsabilidad.

—¡Pero si ni siquiera se dio cuenta cuando me puse detrás de usted y carraspeé! ¡Carraspeé tres veces!

—¿No notar lo del carraspeo es una falta distinta a lo de no colgar el cartel? ¿O también me va a poner tres infracciones por los tres carraspeos? Porque de ser así…

La cara del señor Roshi se contrae en una mueca y se endereza todo lo que un hombre tan bajito puede enderezarse.

—¡Usted! —apunta con el dedo al pecho de Sai— no tiene el espíritu del Castillo.—Da un golpecito en el pecho de mi amigo con cada palabra que dice.

Los labios de Sai tiemblan. Está a punto de echarse a reír. Otro mal movimiento por su parte.

—¡Despedido! —estalla el señor Roshi.

Oigo un suspiro detrás de mí y me doy la vuelta. Se trata de Sakura.

—Una semana —susurra—. Todo un nuevo récord para ti, Sai.

El señor Roshi gira sobre sus talones y espeta: —Por favor, entregue el uniforme y accesorios que son propiedad del club en la oficina.

—¡Qué fastidio! —comenta Sai mientras mete la mano en el bolsillo de la sudadera que hay colgada en su silla de socorrista y saca un paquete de Marlboro—. Me hacía ilusión quedarme con la gorra.

—¿Ya está? —La voz de Sakura sube tanto de tono como de volumen—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¡Es el cuarto trabajo del que te despiden desde que te expulsaron del instituto! ¡Tu tercer instituto en tres años! ¡El cuarto trabajo en tres meses! ¿Cómo pueden despedirle a uno tantas veces?

—Bueno, en mi defensa diré que el puesto como taquillero de cine era aburrido a más no poder. —Se enciende un cigarrillo.

—¡Y eso qué más da! ¡Solo tenías que vender entradas! —grita Sakura. Sai no ha alzado la voz en ningún momento, a diferencia del señor Roshi. Y Sakura, que odia montar una escena, no se da cuenta de que es precisamente eso lo que está haciendo ahora mismo. Un grupo de niños nos mira con los ojos como platos. La señora Yamanaca vuelve a tener el teléfono móvil en la mano—. Y la cagaste dejando entrar gratis a cualquiera que conocieras.

—Cobraban un riñón por las palomitas y la bebida, no creo que perdieran mucho dinero.

Sakura se lleva una mano al pelo, que lo tiene húmedo no sé si por el calor o por la frustración que debe de estar sintiendo.

—Luego estuviste en un centro para la tercera edad y diste marihuana a los residentes. ¿Drogas a los ancianos, Sai? ¿Qué clase de persona hace algo así? —La señora Yamanaka se acerca en nuestra dirección con el pretexto de dirigirse hacia el bar.

—Mira, Saku, si tuviera todo el día el culo pegado a una silla de ruedas y en un lugar como ese, lo único que desearía es que alguien se apiadara de mí y me diera un poco de hierba de la buena. Esos pobres desgraciados necesitaban un poco de distracción de la cruda realidad. Lo que hice fue como un servicio público. Tuvieron esa sesión de baile. Luego ese jueguecito a lo American Idol. Estaban teniendo un día de mierda. Parecía el «Día Internacional de Torturar al Anciano». Necesitaban…

—Eres un puto perdedor —farfulla Sakura, que nunca dice palabrotas—. Es imposible que seamos familia.

Entonces sucede algo que me deja con la boca abierta. El comentario parece dar en el blanco porque un atisbo de dolor cruza por la cara de Sai. Después cierra los ojos y los vuelve a abrir para enfrentarse a Sakura.

—Lo siento, hermanita. Pero compartimos el mismo útero. Podría estar cabreado porque te tocaran los mejores genes, pero viendo lo miserable que parece tu vida, no lo haré. Te los puedes quedar todos.

—Está bien, paren ya —intervengo yo, igual que solía hacer cuando eran pequeños y se peleaban rodando por la hierba, dándose puñetazos, pellizcos y tirones de pelo. Cuando los veía así, siempre tenía miedo de que alguno saliera herido. Sin embargo, ahora parece que pueden hacerse mucho más daño usando palabras como armas arrojadizas.

—Hinata —dice Sakura—. Volvamos al trabajo. Necesitamos mantener los empleos que «todavía» tenemos.

—Claro —grita Sai después de que su hermana se bata en retirada—. ¡Porque así podrás conservar estos maravillosos uniformes! ¿Cada uno tiene sus prioridades, verdad, Saku? —Recoge su gorra del suelo, la deja sobre la silla de socorrista y apaga el cigarrillo sobre ella.

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