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QUIERO APRENDERLO TODO DE TI

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—Pues ya has conocido a mi madre —le digo a Naruto esa misma noche, cuando estamos recostados sobre el tejado.

—Y que lo digas. Ha sido impresionante. Y también bastante embarazoso.

—Pero la limonada hizo que mereciera la pena, ¿verdad?

—La limonada estaba bien —comenta él—, pero lo mejor de todo fue la hija.

Me incorporo, me acerco a la ventana de mi habitación y la abro. Después meto ambas piernas y me vuelvo hacia Naruto.

—Vamos.

Esboza una deslumbrante sonrisa que contrasta con la penumbra reinante y alza ambas cejas, pero me sigue sin dudarlo mientras yo cierro con cuidado la puerta de mi habitación.

—Estate quieto —le digo—. Quiero aprenderlo todo sobre ti.

Minutos después, Naruto está tumbado de espaldas sobre la cama, vistiendo solamente un par de pantalones cortos. Yo estoy arrodillada a su lado.

—Creo que ya lo sabes todo sobre mí. —Extiende una mano y me quita la goma elástica que llevo en el pelo, de forma que este cae sobre su pecho.

—No. Todavía quedan muchas cosas. ¿Tienes pecas? ¿Marcas de nacimiento? ¿Alguna cicatriz? Voy a encontrarlas todas. —Le rozo con los labios el ombligo—. Mira, acabo de darme cuenta de que tienes el ombligo metido para dentro. Guardaré esa información en mis archivos personales.

Naruto deja escapar un suspiro.

—No sé si voy a poder quedarme quieto. ¡Jesús, Hinata!

—Y fíjate, justo aquí debajo… —Paso la lengua por la línea que hay debajo de su ombligo—… tienes una cicatriz. ¿Te acuerdas cómo te la hiciste?

—Hinata, ni siquiera me acuerdo de mi nombre cuando me haces eso. Pero no te detengas. Me encanta la sensación de tu pelo sobre mi piel.

Muevo la cabeza, haciendo que mi cabello le roce aún más. No sé de dónde ha salido esta seguridad en mí misma, pero ¿a quién le importa? Ver el efecto que tiene sobre él supera cualquier vacilación o vergüenza.

—No creo que pueda tener una imagen al completo con esto puesto. —Tiro de la cinturilla de sus pantalones.

Cierra los ojos y toma una profunda bocanada de aire. Me deslizo poco a poco hacia abajo, pasando los pantalones por sus caderas.

—Boxer. Lisos. Sin ningún dibujo animado ni nada por el estilo. Me lo imaginaba.

—Hinata, déjame verte. Por favor.

—¿Qué es lo que quieres ver? —Estoy concentrada en terminar de quitarle los pantalones. Y también estoy usando esto un poco como excusa porque toda la valentía que he demostrado hasta ahora ha mermado en cuanto le he visto en calzoncillos y me he percatado de que no es precisamente inmune a mí.

Ya sabia lo que era tener delante de mí a un chico excitado. Pero este es Naruto y ver lo que le hago, lo que puedo hacer con él, hace que se me seque la boca y que otras partes de mi cuerpo ardan de una forma a la que no estoy acostumbrada.

Naruto estira la mano y me echa el pelo a un lado para poder desabrochar la cremallera del vestido. Tiene todavía los ojos cerrados, pero cuando esta empieza a bajar los abre y puedo ver ese maravilloso tono azul de su mirada. Me acaricia los hombros y me baja el vestido, tomando mis manos para sacármelo de los brazos. Me estremezco de la cabeza a los pies y no precisamente de frío.

Me hubiera gustado llevar ropa interior sensual; en vez de eso llevo un sujetador beis de lo más normal, uno de esos que tienen un pequeño arco en el centro. Sin embargo, al igual que me siento atraída por sus sencillos bóxer, él parece hipnotizado por mi práctico sostén. Sus pulgares recorren la parte frontal, siguiendo el contorno de mis pechos y haciendo círculos sobre ellos. Ahora soy yo la que intenta inhalar profundamente pero se me corta la respiración cuando noto sus manos en mi espalda, intentando desabrochar el cierre.

Miro hacia abajo.

—Ah. Tienes una marca de nacimiento. —Le toco el muslo—. Justo aquí. Parece una huella digital.

Naruto me quita el sujetador y susurra. —Tienes la piel tan suave. Ven, acércate.

Me tumbo encima de él, piel contra piel. Naruto es alto, yo no. Pero cuando estamos así, encajamos a la perfección y todo mi cuerpo se relaja contra la fuerza del suyo.

Cuando la gente habla de sexo lo hace parecer todo o muy técnico, o absolutamente fuera de control. Pero nadie habla de esta sensación de plenitud, de saber que tu cuerpo ha sido creado para este otro.

No obstante, no vamos más allá de estar tumbados juntos. Siento el corazón de Naruto palpitar bajo mi piel y percibo cómo se encoje debajo de mí, seguramente avergonzado porque su necesidad es más palpable que la mía. Así que le acaricio la mejilla y le digo por primera vez (sí, yo, la muchacha que nunca le ha abierto su corazón a nadie):

—Tranquilo. Te quiero.

Naruto me mira directamente a los ojos.

—Sí —susurra—. Estoy tranquilo. Yo también te quiero, mi Hina.

Durante los días siguientes a nuestra discusión sobre Naruto mamá opta por seguir tres caminos: a) el del silencio, acompañado de suspiros, frías miradas y murmullos hostiles; b) interrogarme sobre los planes que tengo para cada hora del día; y c)establecer unas normas muy rígidas: «No pienses ni por un instante que ese muchacho va a entrar en esta casa mientras yo estoy fuera, jovencita. Sé lo que pasa cuando dos adolescentes se quedan solos y ni loca voy a permitir que suceda bajo mi techo».

Lucho con todas mis fuerzas para no replicarle que, en ese caso, ya nos las apañaremos para encontrar un asiento trasero cómodo o un motel barato. Naruto y yo estamos cada día más unidos. Soy adicta al olor de su piel. Me interesan todos los detalles de su día a día, la forma cómo analiza a los clientes y proveedores, que resume de manera concisa pero con empatía. Me cautiva la manera que tiene de mirarme mientras hablo, con esa sonrisa incierta, como si estuviera escuchando mi voz y al mismo tiempo absorbiendo todo mi ser. Estoy encantada con todo lo que conozco de él y con cada parte nueva que voy descubriendo día a día.

¿Se siente mi madre también así? ¿Cómo si cada trozo de Obito hubiera sido diseñado específicamente para hacerla feliz? La idea me disgusta un poco. Pero si es así, ¿qué tipo de persona soy que no me gusta tenerlo cerca para nada?

—Vas a tener que encargarte por mí, preciosa —dice Sai nada más entrar en la cocina. Yo estoy sacando unas focaccia del horno y espolvoreando queso rallado en ellas—. Necesitan más vino. Creo que no ha sido una buena idea ponerme como sommelier. Horai ha dicho dos botellas de pinot grigio —señala con tono divertido.

Sin embargo está sudando y seguramente no por el calor que hace.

—¿Por qué te lo han pedido a ti? Creía que estabas aquí como asistente, no como camarero. —Mi madre ha traído a doce posibles donantes a cenar. Ha encargado el menú a un servicio de catering, pero no quiere que nuestros comensales se enteren, así que soy yo la que les está sirviendo la comida precocinada, calentándola antes.

—A veces la línea entre una cosa y otra es muy fina. No tienes ni idea de cuántas jarras de café y bandejas de rosquillas les he llevado desde que entré a trabajar en la campaña de tu madre. ¿Sabes cómo abrirlas? —Hace un gesto hacia las dos botellas que he sacado de la bandeja inferior del frigorífico.

—No, pero me lo imagino.

—Odio el vino —comenta pensativo—. ¿Puedes creer que nunca me gustó su olor? Sin embargo, ahora mismo me metería esas dos de un solo trago. —Cierra los ojos.

Quito la lámina de metal que tienen en la tapa e inserto el sacacorchos en una de ellas; un sacacorchos nuevo que se parece más a un molinillo de pimienta que a otra cosa.

—Lo siento, Sai. Si no quieres volver allí, ya las llevo yo.

—Qué va. Se están jactando demasiado. Por no hablar del fanatismo que se respira en el ambiente. Ese tal Danzo es un imbécil de primera.

Estoy de acuerdo con él. Danzo Shimura es un abogado especializado en derecho tributario y un experto a la hora de ser políticamente incorrecto. A mi madre nunca le gustó ya que es un tipo bastante machista y siempre está gastando bromas al respecto, como decir que todos los años se viste de luto cuando se conmemora el aniversario en el que las mujeres pudieron votar por primera vez.

—No entiendo por qué está aquí —digo yo—. Obito es del sur, pero no es tan fanático como él… o eso creo.

—Porque es jodidamente rico, nena. O como diría Obito, «tiene tanto dinero que se compra un barco nuevo cada vez que al viejo le sale una humedad». Eso es lo que importa. Soportarían mil cenas peores que esta con tal de que les diera un poco.

Me estremezco de tal modo que rompo la mitad del corcho de la botella.

—Maldita sea —espeto. Sai intenta hacerse con la botella, pero me alejo de él—. No pasa nada, voy a intentar sacar la parte que se ha roto.

—¿Sai? ¿Por qué tardas tanto? Mi madre entra por la puerta de la cocina y nos mira.

Le enseño la botella.

—¡Vaya por Dios! —se queja—. Como caiga algún trozo de corcho dentro va a echar a perder el vino. —Me la quita de las manos, la examina frunciendo el ceño y decide tirarla a la basura. Después se dirige al frigorífico y saca otra. Me acerco para abrirla, pero se hace con el sacacorchos y se encarga ella misma con suma destreza. A continuación hace lo mismo con la segunda botella.

En cuanto termina le pasa una a Sai.

—Ve a la mesa y rellena las copas de todos.

Mi amigo suelta un suspiro.

—De acuerdo, Horai.

Mama toma una copa de vino del estante, la llena y le da un buen sorbo.

—Sai, recuerda que no puedes llamarme así en público.

—Sí, senadora. —Sai sostiene la botella como si fuera dinamita a punto de explotar.

Mi madre bebe otro sorbo de vino.

—Está delicioso —dice con aire ausente—. Creo que la cena está yendo muy bien, ¿verdad? —Dirige la pregunta directamente a Sai, que responde con un gesto de asentimiento.

—Casi puede oírse el sonido de las carteras al abrirse —comenta él. Si su tono de voz ha sido un poco sarcástico, mi madre no se ha dado cuenta.

—Bueno, no lo sabremos hasta que no tenga los cheques en mi poder. —Se termina la copa de un trago y me mira—. ¿Me queda todavía carmín en los labios?

—Solo un poco. —La mayoría se ha quedado en el borde de la copa.

Suelta un bufido de impaciencia.

—Voy arriba a ponerme más. Sai, ve al salón y rellena los vasos. Hinata las focaccias se van a quedar frías. Sírvelas con un poco de aceite de oliva.

Gira sobre sus talones y se va hacia las escaleras. Nada más salir, le quito a Sai la botella de vino y le doy la de aceite.

—Gracias, preciosa. Esto no es tan tentador.

Miro la copa con los restos de lápiz labial.

—Se la ha bebido de una sola sentada.

Él se encoge de hombros.

—A tu madre no le gusta tener que pedir nada a la gente. No es su estilo. Me imagino que un poco de alcohol para que le infunda valor no le viene mal.

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