He vuelto, disculpen la demora. Este capítulo salió muy extenso y la vida y sus cosas se me atravesaron varias veces mientras lo escribía. ¡Gracias por el apoyo hasta ahora!
Es el final, pero aún queda el epílogo.
•
—Pensé que deberías conservarlo —dijo Albert mientras se adelantaba hacia el escritorio de la biblioteca—. Me disculpo si te causa dolor.
Tras la conversación en el sótano, le dejó a solas para recomponerse; lapso que utilizó para informar a Louis de todo lo que conversaron. Ahora se reunieron allí los tres miembros de la extinta familia Moriarty, como correspondía en las ocasiones importantes.
Con un movimiento reverente, Albert puso ante sus ojos un reloj de bolsillo antiguo con marcas de oxidación en los bordes. William lo tomó de su mano y lo observó; no tenía mancha alguna de sangre, pero estuvo seguro de que el coronel lo llevaba consigo en el momento de su muerte.
Nunca hubiese creído que volvería a él en tales circunstancias.
—Lo guardaré bien —aceptó con la misma solemnidad, y lo depositó con cuidado dentro del bolsillo de su cárdigan—, es lo mínimo que puedo hacer por él.
Sintió la mirada preocupada de Louis, pero negó en silencio y levantó el rostro. Contempló a cada uno con tranquilidad y luego les cedió la palabra.
—Quiero escucharlos a ustedes; después les contaré lo que decidí.
•
No había mucho que empacar; el tiempo que Sherlock estuvo hospedándose en aquella casa apenas se preocupó de sacar lo justo y necesario de su maleta. Aun así, se sintió desalentado mientras estaba en ello; no iba a extrañar el sitio, pero sí a Liam. A fin de no dudar, tuvo que recordarse varias veces que estaba alejándose por su bien, y que si dejaba de contestar sus llamadas podía hacerle una visita. Sería un vampiro pero no iba a deshacerse de él con esa facilidad. No ostentaría ya el título de su novio pero todavía se consideraba su amigo.
Su intención fue marcharse antes de que el sol se escondiera, para ahorrarse una despedida incómoda, pero el día antes fue precisamente él quien le pidió que esperara hasta el anochecer. Preveía un último intento de convencerlo de regresar a Londres.
Antes de la hora, tuvo cuidado en dejar el cuaderno de anotaciones de Albert Moriarty en el mismo lugar en que lo encontró, sobre el escritorio de la biblioteca. Apenas había intercambiado unas cuantas palabras con él durante los días anteriores, y sea como fuere, nunca pudo conseguir la oportunidad de devolvérselo en persona sin que sus hermanos lo advirtieran. Esperaba que de esa forma no surgieran más conflictos entre los tres.
—¿Ya estás listo —escuchó, tiempo más tarde, que él le preguntaba, desde la escalera—, Sherly?
Sonaba imperturbable, y al girar sobre sí mismo para verlo, constató que lucía de la misma forma. Tan apacible y abierta era su expresión que le dejó sin palabras. Tuvo que carraspear, rascarse la cabeza y elegir otra dirección para mirar antes de conseguir que su lengua se pusiera en movimiento.
—Desde hace horas. Espero que todavía pase el bus.
—Lo dudo mucho, por eso voy a llevarte —propuso Liam mientras bajaba—. ¿Aceptarás ahora?
—Tramposo —replicó, pero se dio la vuelta y le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera—, te diré la dirección por el camino.
Esta vez se subieron a un vehículo diferente, de color blanco y menos envergadura. Para incomodidad de Sherlock, Liam insistió en guardar el equipaje en su lugar, y aunque protestó un poco, le era imposible defenderse contra su actitud solícita. En momentos como aquel hubiese elegido su faceta gélida; o quizás solo había olvidado lo que era recibir tanta atención.
Mientras viajaban por la carretera anochecida, no se sintió agobiado por un clima tenso, como creyó que podría suceder. Respiró el aire limpio de los bosques, y pensó que estaba en completa calma. Le pareció retornar a una temporada de su relación con Liam en que las complicaciones no eran más que hipótesis sobre el futuro, las horas dulces en que podía zambullirse en un silencio grato.
Estaba yendo más lejos de lo que debía en sus divagaciones; pareció hacerle notar su compañero, pues de inmediato empezó a hablarle.
—¿Es un buen sitio ese, en el que vas a quedarte? —Le pareció un intento torpe de interrumpir la quietud, algo extraño en él.
—Tan bueno como puedo pagar —dijo con una sonrisa para matizar el tono impertinente—, pero no es que me preocupe.
Su frase quedó suspendida en el aire y dejó que su mirada, fija ahora en él, le pusiera fin. Esperaba que la insinuación, más impulsada por la antigua costumbre que por otro motivo, no arruinase su buen ánimo. De ninguna manera pensó que él iba a corresponder con gesto alguno. Sin embargo, Liam existía para sorprenderle, resucitaba de su sueño una y otra vez para eso.
Él sonrió, justo como hizo un día en que sus sentidos estaban demasiados embotados para fijarse en cualquier otro detalle que no fueran los dientes sobresaliendo de su boca.
—Por supuesto, ¿qué serías tú sin las aventuras, Sherly? Una vida sin sobresaltos te da alergia —el gesto de su rostro se suavizó hasta convertirse en una curva entrañable, los ojos se desviaron hacia el camino oscuro—. Pero ahora voy a pedirte que te aburras un rato y escuches una historia mía.
Esperó un instante y Sherlock, atónito, consiguió asentir. Lo afirmó después en voz alta al darse cuenta de que él no estaba mirándolo.
—Adelante.
A partir de ese punto, William retomó la conversación que tanto había evadido. Remontándose primero a la nefasta noche que vivieron hace no mucho, comenzó diciéndole que era al menos parcialmente responsable de las acciones de Moran. No habría llegado hasta ese punto si no le hubiese convertido en su seguidor; lo que a su vez tampoco pudo ser posible de no tener cierto objetivo en la mira.
—Yo existí en un mundo sin esperanza y quise hacer algo por cambiarlo —dijo mientras atravesaban una de las aldeas cuyo nombre Sherlock no recordaba—. La imagen del Imperio Británico que hay en los libros de historia debe parecer majestuosa ahora, pero en su interior estaba corrompido por el sistema de clases. Para muchos todo era miseria.
—Un aristócrata que intentó ir contra el status quo —comentó Sherlock ante la pausa de su interlocutor, que esperaba una intervención suya—. Nada común para la época.
—Es algo que no calza, por supuesto. Lo que pasa es que Louis y yo solíamos vivir en la calle.
A la espera de que continuara hablando, Sherlock dejó de respirar; toda su atención estaba centrada en Liam y su voz desapasionada. Decidió no interrumpir de nuevo hasta la conclusión del relato.
Él prosiguió describiéndole una imagen muy diferente del pasado al que creyó que pertenecía, al ser de clase acomodada: la marginalidad, el hambre y el frío del invierno. El desprecio del que eran objeto los pobres. Explicó las formas en que utilizaba su inteligencia y sabiduría adquirida de los libros para subsistir, los métodos que desarrollaron ambos para evitar el peligro. En su memoria permanecían frescos incluso los nombres de los lugares y sus respectivas direcciones. Cien años de distancia disueltos como la neblina que atravesaban los vehículos en la carretera.
Sherlock no olvidaba los comentarios e insinuaciones que leyó en las anotaciones de Albert; cuando este apareció en el relato de Liam comprendió el rumbo que la historia iba a seguir. La primera vez que derramaron sangre; la mansión incendiada por esas mismas manos infantiles. No le costaba imaginar que al estar desprovistos de cualquier guía que no fuera él y su intelecto, depositaron todas sus esperanzas en aquel proyecto inalcanzable.
—No podía fallar, y no lo hice. Destruí a todos los demonios que anidaban en el imperio hasta que solo quedé yo —continuó Liam, con las manos apretadas alrededor del volante—. Al desaparecer también, el mundo podría resurgir de las tinieblas.
De estar ahí lo hubiese impedido, pensó Sherlock, aunque sonara arrogante hasta para sus propios estándares. Mientras lo oía despertaba en él la necesidad de entrar en la historia y desviarla de ese rumbo; entendía la impotencia que debieron sentir sus secuaces al verlo sucumbir bajo el peso de sus acciones, la culpa y el deber que les apartaba de seguirlo a ese destino.
¿Habría sido capaz Sherlock de hacerlo cambiar de parecer? Métodos aparte, ese fue el fallo primordial del plan de Albert.
—Odiaba ese mundo, Sherly, lo odiaba tanto —dijo e incluso sonrió—, y deseaba morir más que nada. Pero de pronto no solo no podía hacerlo, sino que el demonio que creía que era yo se había trasladado al plano físico. Me transformé en un ser abyecto. —Dejó de mirar el camino para darle un vistazo a su rostro serio—. ¿De qué servía que el plan hubiera sido un éxito si monstruos como nosotros seguíamos existiendo? Fue como si nada de lo que hice tuviera sentido.
Liam guardó silencio de nuevo, quizá arrepintiéndose de confiarle tantos secretos a una persona que pretendía dejar atrás pronto. Sherlock había perdido la noción del tiempo. A su lado comenzaban a transitar mayor cantidad de automóviles, por lo que ya debían encontrarse más cerca de la ciudad de lo que calculaba.
—He continuado por inercia desde esos días —dijo al cabo de un rato—. Cuando te conocí, y aunque pude haberte ignorado, sentí algo por primera vez en años. ¿Cómo describirlo? Yo transitaba en el vacío, en un desierto oscuro, y tú te me acercaste con una antorcha.
Cuando la historia terminaba, Sherlock se sobresaltó. Liam había soltado aquello sin variar su tono, y de no haber estado observándolo de cerca no hubiese advertido en su rostro los signos de la emoción.
Disminuyó la velocidad hasta que se detuvieron a la vera del camino.
—Estar contigo ha sido como volver a vivir, algo que he rechazado todo este tiempo —admitió—. Más que eso, ni siquiera cuando fui humano me permití mucha libertad. Yo existía para mi objetivo.
Liam, que para entonces había apartado las manos del volante, las tenía juntas sobre el regazo y las apretaba en un intento de reprimir su temblor. Sherlock se inclinó para cubrirlas con la suya.
No lo rechazó, pero negó con un gesto cuando quiso hablar.
—Casi mueres debido a que viniste. En ese momento entendí dos cosas; y en base a ellas tomé una decisión.
—¿Qué pensaste?
—Supe que continuarán ocurriendo desgracias a la gente cercana a mí si no acepto el pasado, y también que no soporto dejarte —le enfrentó con sus ojos, brillantes y sangrientos, y Sherlock sintió que enviaban una llamarada contra su corazón—. Aunque lo mejor sea separarnos, no quiero.
—Esperaba que fuera así —soltó Sherlock, deshaciendo el nudo de su garganta. A pesar del entusiasmo que lo embargó, hizo lo que pudo por controlarlo y apretó su agarre—. Da igual, no es eso lo que quería decirte. Para mí fue lo mismo, ¿sabes? Conocerte puso mi mundo de cabeza, en el buen sentido.
—No creo que esa frase tenga un sentido bueno.
—Entiendes lo que quiero decir; no me lleves la contra en momentos importantes.
Él liberó una mano (cálida después del contacto) para frotarse los ojos. Mientras estaba en ello, Sherlock continuó declarando:
—Si has vuelto a vivir, como dices, debes continuar haciéndolo, Liam. Ya te dije: tienes más posibilidades a tu haber que cualquier humano —repitió, sonriendo—, yo estaré para ayudarte. Ahora que sé cómo te sientes, no creas que me largaré por las buenas.
Liam abrió la boca para responderle, pero enseguida se arrepintió y apretó los labios. Después de unos instantes de consideración en los que Sherlock respiraba con alivio, sujetó otra vez el volante.
—Terminemos esto en la ciudad. Se te hará muy tarde.
En cuanto lo dijo, Sherlock comenzó a sentirse impaciente por llegar. Se acomodó en su asiento de nuevo y miró por la ventana. La luz procedente de los edificios ya era visible, y mientras los veía aproximarse, Liam le solicitó indicaciones.
El hotel económico de tres pisos en que había reservado un cuarto estaba en la Strada Dimitrie Cantemir; calle algo alejada del centro. Cuando llegaron ante su fachada gris, Liam se bajó del automóvil antes que él. Le siguió abajo para decirle que podía hacerlo solo, pero al verle abrir el maletero se quedó al costado con expresión curiosa.
Liam sacó su equipaje, y enseguida puso sobre el pavimento otras dos maletas, que ciertamente no pertenecían a Sherlock.
—Esta es la situación, Sherly. Yo tampoco seguiré en casa de mi hermano.
Abrió la boca y miró a su alrededor, negándose a creerlo. ¿Después de tanta obstinación en serio iba a retractarse con esa facilidad? Casi temía dejarse llevar por la esperanza. Tal vez era el comienzo de otro truco para inducirlo a desistir.
—¿Me permitirás entrar a tu habitación o no? —dijo Liam en tanto cerraba el compartimiento.
Con movimientos rígidos, Sherlock tomó sus propias pertenencias sin hacer alusión al doble significado de la frase. Iban a mitad de camino cuando se inclinó para preguntar:
—¿Por qué no me lo dijiste antes de salir de casa?, sí que te gusta jugar conmigo.
—Te debía otras explicaciones primero —contestó con simpleza—, y existía la posibilidad de que prefirieras quedarte a solas después.
—No te dejaría escapar así —dijo, relajándose un poco—. Adivino que tienes tus condiciones.
De nuevo Liam evitó contestar. Luego de entrar al edificio y registrarse de forma breve en la recepción, subieron hasta la segunda planta en silencio. En el ascensor, Sherlock metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar un cigarro, pero se contuvo y la retiró. No era una buena forma de empezar.
El cuarto, por supuesto, tenía una sola cama de plaza y media y cortinas regulares. Con sus muebles oscuros y paredes lisas de color crema, todo lucía limpio y a la vez extremadamente simple en comparación con su lugar de hospedaje previo. Dejó el equipaje en cualquier sitio cerca de la puerta, y tras cerrarla, fue a sacar la silla del escritorio para sentarse.
Aceptando que le cediera la cama, Liam tomó asiento en una de sus esquinas. Le miró con una expresión suave antes de empezar a hablar.
—Hablé con mis hermanos y ellos aceptaron mi decisión. Puede decirse que al fin estamos en paz.
—¿Eso significa que vienes a Londres conmigo? —dijo, queriendo asegurarse desde el comienzo—. ¿De verdad están conformes con eso? Después de…
Se quedó callado. Sus pensamientos se concentraron en Louis, que aunque le detestara hasta hacía poco, compartió con él sus preocupaciones y hasta le aconsejó. Sabía lo apegados que eran, por ende una separación, aunque fuera temporal, no sería fácil.
—Ellos lo entienden —continuó él—, ahora diferente a la vez anterior. Cada uno de nosotros necesita espacio.
Lo decía con una convicción tranquila, sin rastro de pesadumbre, por lo que a Sherlock no le quedaron dudas de que lo habría deliberado durante horas, sopesando ventajas y desventajas sin encerrarse en una única postura como hizo antes.
—Iré a Londres contigo, pero antes debo dejarte en claro una cosa —advirtió—. No consentiré que te vuelvas mi sirviente, ni de ningún otro vampiro— recalcó al final.
Ya fuese porque en algún momento le leyó el pensamiento o se limitó a deducirlo de sus palabras y acciones, fue su turno para sentirse atrapado.
—¿Piensas que tengo vocación servil? —preguntó de forma retórica, mientras se apartaba el cabello oscuro de la frente y desviaba los ojos de los suyos, tan precisos y acusadores—. Pasa que tampoco quiero dejarte, eso es todo.
—Sherly, has visto el caso de Moran —dijo, y le pareció que vacilaba un segundo antes de nombrarlo—. Me equivoqué con él, pero a ti jamás te arrebataría la libertad. No serías tú si la perdieras.
—Oye…
—Los humanos no están hechos para soportar una vida tan larga, ni aunque sean 150 años —continuó con su siguiente argumento.
Sherlock, que se había levantado para acercarse a él, se quedó estático mientras él le observaba con melancolía. Su mano flotó suspendida en el aire, a medio camino de su rostro.
Después de unos segundos, Liam la sujetó y oprimió la palma contra su propia mejilla.
—Quiero que tengas la libertad de hacer lo que desees, como siempre hiciste antes de que nos conociéramos —dijo mientras cerraba los ojos al sentir su calor—. Incluso si un día decides irte.
—¿Y si quisiera ser como tú?
Liam abrió los ojos, aunque en ellos no había disgusto. Apretó sus dedos y dijo, sin endurecer la voz:
—No tienes que hacer ese sacrificio. Ese no.
—Y no lo veo así, creo que puedo ganar mucho más que perder. —Tenía la garganta comprimida por las emociones, pero se las arregló para carraspear y sonar convincente—. Esta vida que tengo, corta o larga, pretendo compartirla contigo. Aunque sería mejor si es larga.
No pensó en planteárselo de aquella forma y en esa oportunidad, cuando acababan de superar la peor crisis que una pareja pudiese tener. Sin embargo, dado que él estaba exponiendo sus intenciones y sentimientos más sinceros, le correspondía añadir su parte a los asuntos a tratar.
—En 100 o 200 años es bastante posible que pienses diferente, ¿tendrías la fuerza para soportarlo? —Soltó su mano y se giró con un movimiento de cabeza para invitarlo a sentarse también.
Sherlock lo hizo, e intentó también pensar en lo que haría una versión suya del futuro. Pero era inútil anticiparse de esa forma; solo podía concluir que tendría que buscar maneras de evitar el aburrimiento.
Aunque estando junto a Liam dudaba que eso le llegase a incordiar muy a menudo.
—No te deslumbres por la idea de lo que somos, Sherly. En el mejor caso, nosotros tres estamos malditos —continuó él con suavidad—. También debes considerar las limitaciones.
—No me gusta madrugar, si eso quieres decir —soltó para aligerar el ambiente—. Pero está bien. Tampoco esperaba que me mordieras ahora. Aunque si tienes hambre…
Liam sonrió un poco, casi con resignación, y se recostó de costado. Sherlock quería unirse a él, pero mientras se quitaba la chaqueta y los zapatos, le surgió otra preocupación.
—¿Cómo pasarás el día?
—Me meteré bajo la cama.
—Será incómodo —murmuró, poco convencido. Tendría que asegurarse de poner protección extra encima de las cortinas.
Se tendió a su lado sobre la colcha con olor a detergente. Liam yacía ahora con los ojos cerrados; cuando le pasó el brazo por el pecho, giró el rostro unos centímetros para poder verlo.
—Sherly —dijo en voz baja—, siento haberme negado a escucharte.
Le abrazó con más fuerza; no quería que siguiera culpándose.
—Yo también. Te traje más problemas de los que tenías —admitió Sherlock—. Sería comprensible que no quisieras volver a verme.
A Liam, que entonces se volteaba del todo para acomodarse entre sus brazos, se le escapó una risa al oír lo último.
—Te tienes en poca estima. Por eso haces cosas arriesgadas.
—Mira quien lo dice —le contestó.
Dejaron el asunto por la paz con un beso. El roce áspero de sus colmillos despertó los deseos que había enterrado por falta de esperanza de volver a tenerle; como solía pasarle cuando compartían caricias más audaces. Podía decir que Liam se esforzaba muchísimo para apenas tocarlo con ellos, pero todavía no tenía la suficiente experticia para besar, y Sherlock tampoco.
—Con calma, Sherly —le detuvo él después de un rato. Se alejó una vez que la emoción les sobrepasaba—. Ni siquiera puse el auto en el estacionamiento.
Refunfuñando entre dientes por la excusa, Sherlock se apoyó sobre los codos.
—No te tardes. O pensaré que me abandonas.
—¿Estamos dramáticos? —dijo Liam, sonriente, mientras se acomodaba la ropa y colocaba los zapatos—. Pero no, estaré de regreso antes de que hayas fumado 3 cigarrillos. Descuida.
Se agachó a la altura de su rostro para darle un último roce de labios y después se volvió con un movimiento fluido.
—Disfruta la cena. —Le despidió, no sin un toque de amargura, antes de que cerrara.
Se estiró sobre los cojines, malhumorado. Le fastidiaba el empeño con que él decidió ceñirse a la idea de no beber ni un sorbo de su sangre mientras estuvieran en Rumanía, aunque supuso que sus proposiciones le dejaron lo bastante perturbado para no arriesgarse a hacerlo.
Liam cumplió con su palabra; regresó en menos de una hora, y traía para él un presente: una caja de chocolates caros, la que hacía unas semanas le había prometido.
—Si me los das tú es que tienen algo especial —observó mientras examinaba la cubierta reluciente.
—Estos no se derriten tan rápido —señaló Liam. Cuando Sherlock abrió la caja, él sacó uno de los bombones y lo tomó entre sus dedos—. Tengo un juego para ti.
Con una mirada incitadora, Sherlock abrió la boca mientras él inclinaba la pieza cuadrada, de color marrón oscuro. Le dio una mordida y luego el vampiro continuó:
—Llévalos contigo y cuando quieras fumar, come uno. Intenta terminarla antes que los cigarros.
—Verdaderamente odias que fume, ¿eh?
—Decías que quieres prolongar tu esperanza de vida: te doy una mano.
Aún con el regusto dulce en su paladar, asió a Liam por el cuello y lo acercó. En su boca no consiguió hallar el sabor de la sangre.
—¿Qué me voy a ganar si lo hago? —susurró, y antes de que terminara de decirlo, los labios de Liam se curvaron contra los suyos.
—Tal vez te muerda de nuevo. Un poco.
—Já, con eso sales ganando tú.
Atrapado entre sus brazos, Liam le permitió continuar desde el punto en que lo dejaron antes. Incluso más que el acto en sí, le satisfizo comprobar que él lo ansiaba. Quiso creer que podía consolarlo de sus penas, ahora que conocía en detalle, aunque fuese por unas horas.
Después de esa noche, el tiempo transcurrió de forma agradable; Liam le pidió dejar el hotel y se trasladaron a Cluj, ciudad en que había comenzado la travesía, y donde pasaron algunas noches dedicadas al descanso. Era evidente que él no estaba de humor para recorrer el lugar y distraerse, pero hizo lo posible por hacerle compañía.
Una semana después tomaron un vuelo con destino a Londres, luego de que Liam se lo propusiese. Podía admitir que su resolución lo tomó desprevenido; había esperado que volviera a reunirse con sus hermanos una última vez o encontrárselos en el aeropuerto, pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro.
Lucía sereno durante el viaje. Cuando le tocó la mano para atraer su atención hacia sí, Liam lo observó con ojos lánguidos.
—No me arrepiento. —Se enderezó y echó un vistazo a las penumbras de la ventana—. Aunque nos demoramos mucho, ¿no tendrás problemas en casa por…?
—Déjalo estar, ya le comenté a John que volvería —respondió, quitándole importancia al asunto—. Pero será mañana eso, esta noche la paso contigo.
Para cuando aterrizaron en la ciudad, tan envuelta en niebla como la recordada, eran casi las tres. En lugar de buscar un taxi le pidió a Liam caminar hasta su departamento y él aceptó, pese a advertirle antes respecto al frío. Ya se prepararía un café en su reluciente cocina, le dijo, que sin Sherlock de invitado parecía de juguete.
Incluso en las calles otrora más concurridas, a esas horas la ciudad casi pasaba por una despoblada. Antes de conocer a Liam algunas veces iba por ahí en la noche a dar un paseo, cuando no podía contra el aburrimiento y el insomnio, a la espera de las primeras luces. El tedio que sintió en esas ocasiones ahora lo reemplazaba un cúmulo de sentimientos complicados. Había creído no tener demasiado apego por el entorno; pero ahora pesaba sobre él su reciente experiencia cercana a la muerte junto con el recordatorio de que seguía vivo aunque no debería, de no ser por el hombre que iba a su lado.
Estaba feliz de regresar, y a la vez se sentía dentro de un sueño que se resquebrajaba. En la oscuridad de un callejón, Liam resplandecía a sus ojos como un fantasma dorado, una figura que rozaba lo inmaterial. Parpadeó, temeroso de que desapareciera.
—¿Qué es, Sherly? —Preguntó, deteniéndose cuando Sherlock dejó de caminar.
—Creí que alucinaba —dijo, sonriendo, y tiró de él. Con el brazo contrario le rodeó la cintura y palpó su cuerpo, bien tapado por el abrigo—, Ahora me dispongo a comprobar que no.
Liam se rió entre dientes con los ojos bajos. Le abrazó por el cuello y dijo:
—Con tantos rodeos no vamos a llegar antes del amanecer.
—¿Quieres apostar? Aunque me creo capaz de cubrirte.
Le dio un beso, y en la siguiente esquina le robó otro. Su entusiasmo era contagioso, y la próxima vez, en otra intersección, Liam le asaltaba para jugar a dejarlo sin aliento. Aunque sin excederse, por más que Sherlock frotara sus colmillos con la lengua. Al final, él le acarició la mejilla y le conminó a reemprender el camino hacia su hogar —tras haber tomado un desvío innecesario a través de un parque—.
Solo al recostar la cabeza sobre la almohada, en la cama de Liam, se sintió como si hubiese regresado verdaderamente. Era el punto de partida, aunque todo fuera distinto a la época antes del viaje. Retornaron a su memoria las confesiones que él le hiciera en Rumanía y sus propias promesas por cumplir; en su mano estaba demostrarle que no cometió un error al elegir volver a Londres.
•
Luego de tanta aventura, se reincorporó a su vida cotidiana con relativa facilidad. Volvió a casa y, tras ponerse al día con John y con su casera, los que por supuesto tenían bastantes preguntas respecto al viaje, se dispuso a recuperar el tiempo desperdiciado. Escaso de dinero y con necesidad de ocupación, dejó de lado sus gustos personales y tomó los trabajos que hicieran falta. Centrándose en la utilidad en lugar del placer que le proporcionara resolver misterios, durante un tiempo incluso privilegió otro tipo de oficios más regulares. Algunos días era ayudante de carpintería a medio tiempo; mientras que otros tocaba el violín en algún restaurante lujoso del barrio en que vivía Liam, o era el reemplazo ocasional de dependiente en tiendas aledañas.
Estaba más cansado, claro está, y ya no podía pasarse la mayoría de las noches en vela, pero su ímpetu no flaqueaba.
Una de esas tardes en que le tocaba amenizar la cena con música, se encontró con Liam al terminar. Aguardaba en una mesa del fondo, desde donde había seguido atentamente su actuación. O esa impresión tuvo Sherlock mientras el instrumento sonaba bajo su arco; la sensación de ser visto por unos ojos particulares en tanto el mundo seguía su curso, apenas reparando en su existencia.
—¿Y? ¿Me merezco una propina? —le preguntó al reunirse con él, luego de guardar el Stradivarius dentro de su estuche.
Frente a su plato intacto de carne con acompañamientos, Liam juntó las manos y aplaudió una vez. Le hizo un gesto para que se sentase.
—No puedo, se verá mal —dijo y señaló hacia atrás con la cabeza—. Ya comeré en casa.
—Qué desperdicio. Será para llevar —apuntó Liam, dirigiendo sus ojos hacia la puerta—. ¿Te falta algo?
—No, ya avisé.
La noche había caído por completo sobre el horizonte cuando subieron al taxi rumbo a Baker Street; Sherlock lo observó de perfil con curiosidad, pero al igual que las veces anteriores en que lo invitó, no hallaba ni un atisbo de inquietud. Sostenía sobre las piernas el filete empaquetado del restaurante, e iba casi demasiado elegantemente vestido para una cena casual.
—Te has vuelto un adicto al trabajo, Sherly —le dijo, con una sonrisilla, al sorprenderlo mirándolo—. Bien podrías haberte tomado libre hoy.
—Los sábados se gana bien, y estar en casa no es que sea muy entretenido —se excusó, cruzándose de brazos—. ¿Estás preparado para fingir que comes?
—Cada vez lo hago mejor.
No le había costado anticipar lo bueno que sería tratando con todo tipo de personas, y él lo demostró durante sus anteriores visitas a Baker Street, en los últimos meses. Resultaba encantador para la señorita Hudson, y un conversador elocuente para John. Ninguno de los dos albergaba dudas respecto a su identidad de profesor de matemáticas particular y filántropo.
—No es del todo mentira —le había dicho él la primera vez que vio aquella faceta suya—. Solía dar clases. Lo habrás leído en ese artículo viejo.
Con mucha educación, Liam saludó a su casera al llegar; la que apenas reparó en Sherlock, por lo que pudo escurrirse hacia la despensa para acomodar en el refrigerador la comida sin tener que responder preguntas innecesarias. Después, fue a dejar el estuche con el violín en su dormitorio, y estaba terminando con ello cuando le pareció oír que sonaba el timbre en la planta baja. Si se trataba de alguien buscándole y era urgente, dio por hecho que ya le darían aviso.
Terminó de deshacerse de la chaqueta y se quitó la corbata ahora floja —adorno de uso obligatorio en su empleo de medio tiempo—, y se dispuso a volver a la reunión. En la escalera, sin embargo, se encontró con John, que por lo visto acababa de llegar. Le dio una noticia tan desagradable que le descompuso la expresión relajada en menos de tres segundos:
—Oye, Sherlock, tu hermano vino de visita.
Se apresuró a bajar, refunfuñando entre dientes. Imaginó que un día de aquellos iba a dejarse caer por allí, pero que lo hiciese en ese preciso momento no podía ser casualidad. No al menos, tratándose de él.
En el instante en que atravesó el dintel, oyó la voz de Mycroft dirigiéndose a Liam:
—Confieso que me intrigaba mucho conocer a la persona que suscitó tanto interés en Sherly. Siendo como es, no me dijo más que el nombre.
Liam, que le escuchaba con rostro afable, abrió la boca para la respectiva presentación que finalmente no se produjo, porque Sherlock saltó entre los dos.
—¿A qué se supone que viniste? —espetó, empujando a Liam hacia atrás. Después recordaría evitar actitudes que levantaran sospechas; entonces solo se fijaba en el molesto rostro de su hermano mayor.
—Pasé a saludar. Hace meses que no das señales de vida —dijo, dándole un vistazo despectivo—. Tan ingrato eres que ni siquiera me enteré por ti que habías vuelto a Inglaterra.
—¿John te lo dijo? —Buscó al traidor con la mirada, que observaba la situación sin atreverse a intervenir.
—No habría estado mal que tú mismo se lo dijeses —intervino Liam, con un tono de voz sedoso que podría envolver a cualquiera. Le tomó el brazo para que dejase de apartarle y después le dijo a Mycroft—: Discúlpelo, ha estado trabajando mucho. Si quiere, le contaré yo mismo los pormenores del viaje.
—Tú no le des explicaciones —se quejó en voz baja. Vio que Mycroft centraba la atención otra vez en su novio, que lo observaba de buen grado y aparecía en sus ojos fríos la curiosidad.
—Intuyo que es una historia larga, por suerte hoy tengo tiempo de sobra.
—¿Por qué justo ahora? Ya me saludaste, puedes irte a tu casa —soltó en un último intento de quitárselo de encima—. No hay lugares suficientes en la mesa.
—Se lo explicaré a la señorita Hudson, confío en su amabilidad.
Asunto zanjado. Su casera, por supuesto, lo invitó a quedarse a la velada y hasta regañó a Sherlock por su actitud. Se sentó a la mesa con la guardia en alto; tenía que tener precaución con lo que dijese, para no caer en contradicciones con el discurso de Liam. No le preocupaba lo que pensase su hermano de ninguno de los dos, pero no quería que comenzara a escarbar en terrenos peligrosos.
En contraposición a su malestar, Liam parecía divertirse. Relucían sus ojos con astucia, compensando la sonrisa de boca cerrada. Sherlock no tenía idea del porqué, hasta que cayó en cuenta de lo obvio: él podía leer la mente de Mycroft, y lo que sea que hallase ahí le inducía a querer jugar con él.
Deseaba advertirle que la agudeza de su hermano superaba la suya y que midiera sus palabras; lo pensó las veces suficientes hasta que Liam le miró.
—Sherly, ¿recuerdas las fotos que tomaste dentro de las iglesias? Podrías mostrárselas a tu hermano.
Él, que apenas participaba de la conversación, se integró entonces de mala gana. «Me las pagarás». Tuvo que soportar los comentarios punzantes de Mycroft hasta cerca de la medianoche, cuando al fin se marchó tras la cena.
—Ha sido un gusto, William —se despidió entonces él, con una lenta inclinación de cabeza, siguiéndole el juego de los modales anticuados a Liam—. La próxima vez los invitaré yo. Y tú, Sherly, has lo posible porque no rompan contigo hasta que eso pase.
No respiró en paz sino hasta que cerró la puerta tras de sí y oyó que su vehículo se ponía en movimiento. Allí, a solas por fin en el recibidor, luego de que el resto también se retirase, se dio la vuelta para reclamarle a Liam.
—¿Qué te proponías? Si te descubre será culpa tuya.
—Ser tan cauteloso me habría delatado —dijo él, con suma calma—. Tu hermano es interesante, y se preocupa bastante por ti en realidad.
—¿Qué fue lo que viste? No, no me digas. —Fastidiado, emprendió la marcha por el pasillo hacia el cuarto, con él siguiéndole—. Ve a chuparle la sangre si te parece tan "interesante".
—No se creyó mi historia del todo, sabe que ocultamos cosas —continuó Liam, obviando sus comentarios—. Pero no interferirá a no ser que piense que estás en peligro. Creo que podemos entendernos.
Le observó con escepticismo. Abrió la puerta de la habitación desordenada, de pronto descolocado. Entendía desde la racionalidad que Mycroft debía preocuparse por él en cierto sentido, al ser parte de su familia, pero su comportamiento ambiguo le hacía incapaz de ponerse en sus zapatos. Siempre había sido así.
—Tengas o no razón, prefiero evitarlo. No somos como en tu familia, mi estúpido hermano y yo.
Fue consciente de lo que había dicho un instante después y buscó la manera de desdecirse. Arrepentido, miró a Liam, que hizo un gesto suave con la cabeza.
—Lo sé. Pero no olvides valorar lo que tienes, Sherly —comentó, mientras se quitaba el saco y lo acomodaba sobre la silla del escritorio—. Estás rodeado de personas que te quieren mucho.
Todas las acciones de Liam eran cuidadosas; la manera en que manipulaba los objetos y se movía por el espacio, como si todas las tonterías que mantenía apiladas tuviesen valor también para él. Contemplarlo desplazarse por su habitación en otras ocasiones le resultaba relajante; ahora, sin embargo, le hizo brotar un sentimiento amargo. La culpa resurgía.
Se acercó, y mientras él abría las cortinas para dejar entrar un poco de aire, lo abrazó por detrás. Se le adhirió como si hubiese perdido toda energía.
—Te sigue gustando sermonearme —dijo, descansando la cabeza encima de su hombro. Liam soltó un suspiro risueño y le acarició las manos.
—Me diste un lugar dentro de tu vida al que pertenecer, tómalo como mi agradecimiento.
El malestar que sentía fue disolviéndose al observar su reflejo dentro de la ventana rectangular. La expresión luminosa de Liam, el brillo de sus ojos al enfocar los suyos, le convencieron de que continuaban en el camino correcto.
—¿Te quedas hoy? Te ofrezco comida de verdad, si entiendes lo que quiero decir.
Rió abiertamente.
—Mañana es tu día libre, ¿por qué no?
•
Sin prisa por el transcurrir del tiempo, más allá de lo razonable, Sherlock siguió enfocado en mantener a flote su vida y cumplir las promesas que hizo. Se sintió satisfecho cuando, después de año y medio, consiguió adquirir una motocicleta mejor que la que alguna vez tuvo. Con ella llevó a Liam a recorrer no solo Londres, sino también otras ciudades. Dedicaron las noches a viajar por Birmingham, Mánchester y la costa.
Sabía entonces que, en 100 años, Liam ni siquiera intentó salir de la capital. Tal era su afán de estar apartado del mundo.
Nada que unas cuantas semanas de vacaciones no pudiesen remediar, se propuso.
—Tampoco yo tenía muchos motivos para hacerlo —le comentó al atardecer de la primera noche. Los brazos de su novio le ceñían la cintura, aunque en realidad no necesitase de apoyo para mantener el equilibrio—. No me gustan los sitios llenos de gente.
—Cuando te conocí apenas dejabas el cuarto —observó él.
—Estaba aburrido, igual que tú —dijo—, y no puedes decir que no.
El último destino que recorrieron, saliéndose de su itinerario, fue Durham. No había estado contemplado, hasta que en medio de una conversación Liam mencionó sin querer que solía dar clases en su universidad. El comentario fue todo lo que hizo falta para que Sherlock le insistiera con visitar la ciudad. Si era un lugar especial para él, como le pareció que era, le nacía el interés de conocerlo.
Para Sherlock era la primera vez ahí; dejó que Liam lo guiara a través de sus calles, pese a que evidentemente no lucirían igual a la última vez que transitó por ellas.
—Ya lo sabía, pero es bueno comprobar que hoy es un lugar próspero —dijo mientras paseaban junto al río Wear una de las 5 noches que permanecieron en Durham. El sendero verde, rebosante de vegetación, estaba solitario a la medianoche.
Atisbó un brillo especial en sus ojos, producto de la nostalgia.
—¿Cómo —empezó, intentando aligerar la pregunta al sonreír mientras la hacía— era en tu época?
—La gente era abusada por los dueños de estas tierras, vivían en la pobreza.
—Ah.
Dejó de caminar de súbito, y Liam se volvió con gesto indiferente hacia el río surcado por destellos plateados.
—Un grupo de personas que residía en las que eran nuestras nuevas tierras vino a vernos cuando llegamos —continuó diciendo, aunque Sherlock no preguntase—. Les preocupaba saber si la renta que impusiéramos les dejaría margen para sobrevivir.
—No tienes que hablar de eso —dijo. Se rascó el cuello y dudó—: ¿Quieres volver?
—Tienes curiosidad, y a mí no me molesta, ya no —reconoció Liam.
Le extendió la mano, Sherlock la tomó de forma automática y entrelazó los dedos. Le acarició el dorso con el pulgar. Mientras estaban parados allí, suspendidos en el tiempo frente al río, la expresión firme de Liam mudó a una traviesa.
—Pero sería aburrido si te cuento exactamente lo que hice, ¿no prefieres deducirlo tú?
—Sabes dónde presionar —contestó, también de forma juguetona. Apoyó el rostro en su hombro; rozó su mejilla con los labios al decir —Dame pistas, aunque ya me imagino lo que pasó.
—Después de que interviniéramos la vida fue mucho más fácil para la gente. Solo se necesitaron algunos pomelos.
Esa noche no regresaron al hotel hasta que casi amanecía. Aun cuando Sherlock resolviera el enigma en media hora, la conversación, que había estimulado su cerebro hasta olvidarse de que solo pasaban el rato, no terminó ahí. Desenterró, con el beneplácito de Liam, anécdotas sobre villanos que asesinaban muchachas con opio y seres que, sin ser vampiros, cazaban a otros humanos por deporte. Se entretuvo en reconstruir sus pasos a través de ese sendero sangriento.
—Tienes un sentido del humor bastante retorcido, ¿eh? —sonrió, dándole un golpecito en el hombro cuando subían el ascensor del hotel, resguardados de la tenue claridad del cielo—. Nunca supieron con quién se metían.
—Me quedaré sin historias viejas que contar —dijo. Su estado de somnolencia no le permitía lanzar una réplica mejor.
Al abrirse las puertas, Sherlock lo sostuvo por la cintura y caminó con cuidado hasta la suite para impedir que tropezara. Estaba ya más que habituado a verlo marchitarse cuando era tiempo de reposo, aunque su interés nunca disminuyó. A veces se quedaba hasta una hora observándolo yacer como un cadáver; una parte de sí temerosa de que no se despertara al anochecer. Pero él siempre lo hacía, con mayor vigor que antes.
Deseaba que tuviera sueños gratos, por eso en parte su afán de crear con él buenos recuerdos.
—Casi quisiera que hubieses estado tú ahí —dijo Liam, poniéndole los dedos fríos sobre el rostro. Se había tendido sobre la cama, con ayuda de Sherlock para desprenderse del chaleco y los zapatos—. Pero habrías sido mi enemigo.
—Qué miedo. —Le besó las yemas y después sonrió, bajando su mano—. ¿De qué manera te habrías deshecho de mí?
Con una exhalación profunda, Liam cerró los ojos. Sherlock creyó que hubo perdido la consciencia, pero al cabo de unos instantes, respondió con voz débil:
—Hubiese dejado que fueras por mí y acabaras con todo.
Entonces sí cayó dormido; su pecho sin movimiento y su mano rígida, todavía dentro de la de Sherlock, lo demostraron. La acomodó a su lado sobre el edredón, antes de comenzar a alistarse para descansar también.
—Yo nunca te habría dejado salirte con la tuya.
•
Para cuando cumplió 27 años, Sherlock no podía quejarse de su situación: ya no le era necesario tomar empleos mal remunerados a menos que quisiera contar con fondos extra, pues consiguió hacerse de un nombre en la ciudad en lo que se refería a su oficio. La policía y algunos ciudadanos comunes recurrían a él cuando tenían entre manos algún problema relativamente complejo; además, retomó el interés por la química, que dejara en el olvido por sus nuevas ocupaciones. John le instó a grabar algunos de sus experimentos y compartirlos en internet, como él hacía con las historias que escribía en su tiempo libre.
Le hizo caso, y aunque no podía pregonar que su pequeño pasatiempo fuera un éxito entre las masas, sí recibió algunos comentarios de entusiastas por la ciencias y estudiantes.
Aun así, el verdadero motivo de que hubiese vuelto a experimentar con elementos y fórmulas era de carácter muy diferente: quería poner debajo del microscopio una pequeña cantidad de sangre de vampiro. ¿En qué se diferenciaba exactamente ese flujo vital que mantenía en movimiento a Liam del suyo? Ya había experimentado su extraordinario poder de curación, pero no estaría satisfecho del todo hasta entender su funcionamiento.
No obstante, dudó múltiples veces antes de pedírselo. Había desarrollado el hábito de contenerse para evitar remover recuerdos.
—Si es solo eso, ¿por qué no? Aunque no creo que sea buena idea que lo subas a internet —respondió él, sin sorpresa ni aprensión, cuando Sherlock por fin puso en palabras sus pensamientos largo tiempo reprimidos.
Verlo acceder tan fácilmente le hizo sentirse casi estúpido por sus excesivas consideraciones; también le brindó esperanza. Quizá accediera pronto a su otra petición.
—Aunque lo hiciera, dudo que alguien crea lo que ve por internet. Yo no lo haría.
—Una declaración audaz después de que aceptaste tan rápido lo que yo era, ¿recuerdo que solo te bastó una imagen de mis dientes para…? —continuó burlándose de él, trayendo a colación su primer encuentro de hacía años, hasta que Sherlock lo derribó sobre las almohadas.
—Será nuestro experimento secreto. El primero —añadió, tras un brusco choque de labios. Le recorrió los costados, cubiertos con una camisa de gasa que le permitía sentir la temperatura de su piel.
—Ya veremos si habrá un segundo —dijo, y se dio la vuelta—. Ya veremos —repitió, y Sherlock no tuvo dudas de a qué asunto se refería.
La sangre de Liam no estaba muerta, ni mucho menos; lucía bastante normal e inofensiva bajo el lente, al menos mientras no la mezclara con alguna otra sustancia. En esos casos la reacción fue siempre la misma, incluso cuando aplicó suero: las células, o lo que fuese que había tomado el aspecto de los glóbulos rojos y blancos, neutralizaban poco a poco al agente invasor hasta hacerlo desaparecer en cuestión de minutos. Jamás había visto nada semejante, y deseó tener a su haber un microscopio mejor; cuando tuvo la idea de añadir unas gotas de su propia sangre, aquella fagocitosis anormal fue entonces inmediata y virulenta.
No quedó rastro de sus células, y las otras parecían renuentes a permanecer inactivas, pese al tiempo que llevaban expuestas al ambiente. Solo cuando expuso la muestra a la luz solar empezó a coagularse; sin embargo, recuperó su aspecto líquido y lustroso una vez que la devolvió a la oscuridad.
—¿Quieres verlo? —le dijo, entusiasmado, al reunirse en el 221B—. Bueno, ya te lo imaginarás. Creo entender de dónde vienen esas propiedades curativas.
Liam aceptó amablemente su ofrecimiento, aunque era evidente que parecía no agradarle mucho verlo manipulando sus muestras biológicas. Escuchó toda su explicación técnica respecto a transfusiones, regeneración y anticuerpos con expresión receptiva.
—No me mires así, no planeo decirle esto a nadie —añadió Sherlock, tras ver que él no comentaba nada.
—Puedes indagar cuanto quieras, Sherly; sé que lo disfrutas —accedió él finalmente, y se sentó en el sillón del estudio, con aire pensativo—. Pero no lo hagas por mí. Yo estoy bien como estoy, lo he aceptado.
—No lo hacía por eso. —Sintió la necesidad de justificarse, pero se contuvo al darse cuenta de que quizá tenía algo de razón. Quería ayudarlo, incluso si a veces no sabía cómo hacerlo.
Se quitó los guantes desechables y los tiró dentro del bote de basura, reflexionando sobre un único asunto.
—Después de verlo, no he cambiado de parecer. Llámame testarudo, pero es lo que hay.
—No tiene caso que te repita lo que ya sabes —replicó él, de buen humor a pesar de todo.
Tomó asiento junto a Liam, y ninguno de los dos dijo nada más. Observó que él seguía con la mirada las formas de su mesa de trabajo, instalada de forma improvisada, y los otros artículos que tendría que retirar antes de que irrumpiera su casera.
—Una vez en este lugar te dije que de todas las ideas que has tenido, darme tu sangre debía ser la peor. Ya sabía que hablaba antes de tiempo —continuó, volviendo el rostro hacia él.
—No me queda de otra que seguir sorprendiéndote. ¿Cómo podrías vivir tanto sin un poco de diversión? —Sherlock rió. Pasó el brazo por sus hombros rígidos para arrastrarlo hacia sí.
—Siempre vas tan lejos, Sherly…
—Por supuesto, y no me des las gracias.
La voz de Liam sonó entrañable y baja, como si reprimiera una sonrisa. Realmente, cuando lo pensaba, le parecía asombroso que hubiese pasado tanto tiempo desde la noche que él mencionó.
•
Después de que John contrajera nupcias con su prometida Mary, una muchacha con la que llevaba casi una década de noviazgo, se mudó definitivamente del 221B. La falta de dinero para comprar un bien raíz y sus respectivas carreras les había impedido hacerlo hasta entonces; pero una vez concretados los proyectos personales de ambos, Sherlock tampoco vio motivo para detener los suyos.
Tras cumplir los deberes de la amistad en cuanto a la boda, e incluso visitarlos más tarde en su nuevo hogar en compañía de Liam, revisó su cuenta de ahorros por primera vez en un tiempo considerable. Ya fuese en meses de bonanza o de escasez, había evitado tocar aquellos fondos; si iba a largarse a vivir con su novio no permitiría que él cubriera sus gastos.
El resultado le satisfizo en gran medida; y ultimado aquello, Liam tampoco tuvo objeciones. Era tiempo de partir.
—En el mismo lugar, ¿qué vas a pedirme esta vez, Sherly? —Fueron las primeras palabras de su hermano la tarde en que lo citó—. Mis favores no son gratis.
—No busco nada. Me iré de viaje y venía a despedirme —avisó, levantándose del banco.
Su declaración fue recibida con silencio. Mycroft estudió su expresión, sin mostrar signo alguno de sorpresa. Al cabo de unos segundos Sherlock se cansó del escrutinio; dirigió la mirada hacia cualquier lugar y le instó a que dieran un paseo.
En medio de la inestabilidad del comienzo de la primavera, aquel día era inusualmente despejado; caminaron por el sendero del parque, recibiendo sendos rayos de luz a través de las hojas nuevas.
—¿No vas a preguntarme a dónde me voy? —dijo Sherlock, cuando le pareció que ya había esperado el tiempo suficiente.
—Si quisieras que lo sepa lo habrías mencionado en la primera frase. Es eso o tú mismo desconoces el destino.
Contrariado por su respuesta tan certera, se detuvo y lo enfrentó. Sin embargo, no tenía palabras para negar aquello sin caer en mentiras evidentes. Nunca había tenido la capacidad de engañarlo.
—No sé cuándo regrese, por eso pensé que al menos debía decirlo —explicó, pasándose la mano por el cabello ahora largo y suelto. No le gustaba parecer que estaba justificándose.
—¿Te lo aconsejó William? —Ante la mención de su nombre, Sherlock se irguió.
—No.
—Hace un rato que lo pienso, pero te has vuelto más… considerado —dijo, con un deje de ironía—. Quién hubiese dicho que el amor cambiaría tanto a Sherly.
—Cállate antes de que vomite.
Quizá nunca se llevarían del todo, pero desde hace unos años intentaba ser más receptivo a sus intentos por mantener el contacto regular. Dejó de rechazar sus invitaciones para reunirse en casa, en un inicio impulsado por Liam —la verdad sea dicha—, y por la ineludible realidad de que estaba en deuda con él.
Con aquel recuerdo en mente, observó a Mycroft de manera distinta. Ya pasaba de los 30 años, y aunque su apariencia fuese distinguida debido en parte a su posición, el cansancio y el estrés que se acumulaba debajo de sus ojos, siempre sagaces, era imposible de ocultar. Durante los 15 minutos que llevaban andando sin rumbo su teléfono había sonado 3 veces, y en todas las ocasiones había rechazado la llamada sin pensárselo.
A pesar de todas sus obligaciones decidió acudir allí, a encontrarse con él a media tarde solo porque se lo pidió.
—Nunca te agradecí en condiciones por lo que hiciste —dijo tras su pequeño análisis—. No tenías por qué.
—¿Está mal ocuparme de los asuntos de mi hermanito? Pensé que era natural.
—En serio: pudiste mandarme al demonio. Yo lo había hecho contigo ya cuando me fui de casa —le interrumpió—. Así que solo me queda decir que te lo agradezco.
Sin poder mirarlo a los ojos, extendió la mano y tocó su hombro una vez. Tuvo la impresión de que su hermano no sabía cómo reaccionar, perplejo ante el curso de sus acciones.
Retrocedió para confirmar que así era, y después miró hacia atrás, el camino sembrado de hojas por el que transitaban.
—Deberías regresar, ya te quité mucho tiempo.
Dando por finalizada la conversación, hizo ademán de volverse. Mycroft entonces habló, y en su tono había un matiz de duda, inusitado en él:
—¿Crees que estarás bien, Sherly? —Al contrario de sus palabras, su rostro lucía serio de nuevo, cetrino entre el verdor de los árboles—. ¿Volveré a saber de ti?
Le sonrió con sinceridad, aunque no creía que eso apaciguara sus preocupaciones. Un día, quizá, pudiese explicárselo.
—Claro. No pienso perder tu número.
•
Cuando se levantó aquel atardecer, William sintió deseos de recorrer Londres cómo hacía bastante tiempo que no le ocurría. La ciudad que pronto iba a dejar le llamaba de vuelta a su regazo; aunque esta vez no le inspiraba aprensión por el futuro que le aguardaba tras marcharse.
Después de alimentarse, se zambulló en el gentío que retornaba a sus hogares como si fuese uno más. Se entretuvo oyendo las conversaciones de los transeúntes que pasaban a su lado, y casi perdió la noción del tiempo. Tras deslizarse de las grandes avenidas del centro, se internó en las calles pequeñas que en otros tiempos lucían sucias y en estado de abandono. Los antiguos barrios bajos del East End estaban ahora completamente urbanizados, y rebosaban de vida. En Whitechapel incluso halló una galería de arte. Al reflejarse sobre el cristal impoluto de su puerta principal, William tuvo la certeza de que no le quedaba nada más por hacer allí.
Esa ya no era su ciudad; le pertenecía a sus ciudadanos del siglo XXI. Él era un viajero, un espectador cuya función consiste en no olvidar el pasado.
La última parada la hizo en el cementerio. En el antiguo camposanto, consiguió encontrar sus dos tumbas, carcomidas por años de humedad y escondidas por la hiedra. Eran las últimas de la familia Moriarty, puesto que sus dos hermanos jamás tuvieron sepultura oficial ahí. Observó el nombre de una de las dos, casi oculto, apenas visible bajo las hojas oscuras. Decidió que, después de esa noche, sería buena idea decírselo a Sherlock.
Retornó al departamento a la hora que acordaron. Apenas había encendido las luces de la sala, cuando el timbre sonó. En la puerta, Sherlock le esperaba conteniendo las ansias de fumar un cigarrillo. Le sonrió al abrir; dejó en sus labios un beso suave para calmarlo.
—Tienes el pelo húmedo —observó, acariciando los mechones negros que se curvaban sobre sus mejillas blancas—. ¿Saliste corriendo de la ducha?
—Empezó a lloviznar. No estoy tan ansioso.
Mientras William reía por lo bajo, Sherlock entró y dejó sobre el piso las dos maletas que cargaba; las últimas por transportar. Al terminar se deshizo de la casaca de cuero.
Lo observó mientras se dirigía a la cocina a beber un vaso de agua; su mano tembló ligeramente al sostenerlo en alto.
—Estuve en el cementerio —le contó, en tanto se apoyaba en la encimera a su lado—. ¿No es un tanto injusto? Me dieron dos tumbas y otros jamás tendrán.
Con sumo cuidado, Sherlock alejó el vaso de su boca y vació el resto del contenido por el drenaje.
—Si lo ves por el lado práctico, es mejor así. Ocupan mucho espacio en las ciudades modernas.
—¿Prefieres la cremación?
—Mejor que eso: donarlo para que tipos como yo hagan investigaciones. —Sherlock era humano, pero cuando lo abrazaba como hizo entonces le parecía implacable a pesar de su ternura; nada en el mundo parecía ser capaz de erosionar su fuerza—. Dejando a un lado esta conversación deprimente, ¿estás listo?
William acarició su espalda con las puntas de los dedos mientras asentía. Miró una vez más el rostro de Sherlock, fijándose en cada rasgo y curva de sus labios rosados al sonreír.
—Ven conmigo.
En alguna oportunidad, Sherlock le había preguntado si los vampiros tenían presente en su naturaleza la pulsión por reproducirse, y lo cierto es que no había podido darle una respuesta precisa. Eran criaturas estériles, y el apetito sexual tampoco obraba en ellos de la misma forma que en los humanos. La única manera de extender su especie era convirtiendo a otros, y William jamás había experimentado tal necesidad. Era un pensamiento que solía causarle repulsión.
En su dormitorio iluminado, mientras besaba su piel y se quitaba la mayor parte de la ropa, tampoco encontraba la respuesta. Amaba a Sherlock, lo deseaba como hombre por esa razón, y también como vampiro; su sangre despertaba el instinto que reptaba en los recovecos de su consciencia, siempre al acecho de un momento de debilidad.
—Lo haré despacio, y después pararemos —le indicó, inclinándose sobre su torso—. No te dejes llevar.
—Y tú tampoco —contestó Sherlock, con una media sonrisa mientras le acariciaba la cintura.
A horcajadas encima de él, enterró los colmillos en su cuello y empezó a succionarle la vida. Escuchó su suspiro de placer; sintió su cuerpo retorcerse, el abrazo estrecharse a su alrededor. Mantuvo la mente clara a pesar de esos estímulos, aunque la sangre le llenara la boca como si fuera almíbar. Los latidos de su corazón constituían la señal. Cuando le pareció que se espaciaban, separó sus labios de las incisiones y retrocedió, jadeante.
—Sherly, ven a mí —le llamó, dándole un beso sangriento. Tomó el cuchillo, dispuesto junto a la cama, e hizo un corte en su muñeca; fue lo bastante profundo para que no cerrara de inmediato.
Sosteniendo su nuca con la otra mano, le ayudó a beber desde la herida. El dolor fue un aliciente para mantenerse concentrado, la atención fija en el procedimiento. Recordó a Albert y lo que había hecho con él y con Louis, el horror de morir en una sola noche. No iba a tomar tal riesgo.
Tras un lapso que consideró apropiado, le hizo soltarle. Tenía el rostro macilento ahora, sudoroso. Le quitó el cabello de la frente y limpió la sangre de su boca con el cobertor.
—... Sigamos —dijo Sherlock, con la voz ronca cuando recuperó el habla. Levantó débilmente una mano—. Estoy más que bien.
•
La sangre de Liam era espesa, como un vino fuerte, y su sabor metálico se le impregnó de forma definitiva en el paladar. Mientras él bebía, notaba el cuerpo ligero; el frío le corroía las entrañas para al siguiente instante ser reemplazado por una llamarada viva, como si le empujaran dentro de una chimenea. No dudó en succionar, a sabiendas de que si no lo hacía moriría, todas las veces en que le ofreció su brazo. Se tragó las náuseas y se aferró a él, a su silueta que relumbraba detrás de sus párpados cerrados.
Alguna vez había experimentado con alucinógenos cuando era más joven; la sensación de caminar entre arenas movedizas de colores, de flotar a través de figuras zigzagueantes, era similar a ser drenado por un vampiro. El placer que le proporcionaba era desconcertante, pero no tenía la capacidad mental para pensarlo.
Cuando él decidió parar, después de tres ciclos, apenas tenía fuerzas para moverse. El toque de Liam sobre su cara le pareció suave como el roce plumas o briznas de hierba, no podía percibir su calidez.
Se durmió y despertó varias veces. Tuvo sueños inquietantes; le pareció que insectos le mordisqueaban la piel, que succionaban su sangre hasta dejarle las venas secas. Observó a Liam inconsciente a su lado, como una estatua desnuda, y supo que debía haber amanecido. Las cortinas estaban bien cerradas pero las luces eléctricas del techo permanecían encendidas. Presionar el interruptor de la pared le hizo desmayarse.
Cuando volvió a recuperar la consciencia estaba profundamente sediento y a oscuras, pero comprendió que no podría dar ni dos pasos si se levantaba a buscar un vaso con agua. Afiebrado, se sumergió en un estado de sopor distinto. Hizo lo posible por mantenerse despierto en vano, recordándose una y otra vez que pronto habría de llegar la noche.
Algo tocó su boca, y supo que era Liam cuando sus manos le rodearon la cara. Abrió los ojos con extrema dificultad, y se encontró con los suyos, ardientes como dos ascuas.
—Abre los labios —le pidió, con una voz dulce que parecía flotar dentro de su cabeza adormecida.
Lo hizo y el elixir caliente fluyó de nuevo sobre su lengua pastosa. Se aferró a sus hombros, temiendo caer en otra nebulosa mental; Liam le acarició la cabeza, y momentos después sintió la presión de sus colmillos sobre la cara interna del brazo.
La sensación de bienestar le sacudía, pero no olvidó lo que debía hacer. Mordió la piel, hizo lo posible por mantener el flujo constante, como le había instruido que hiciera. Esta vez las pausas fueron menos, si bien no podía calcular el tiempo transcurrido. Liam solo tomaba distancia para elegir otro lugar donde morder y reabrir su propia herida.
Comenzó a sentirse adormecido, sin importar cuánto consumiera de él; la sangre que salía era más que la ingresaba en su sistema, dedujo de forma prosaica. Se sacudió, intentando resistir. No obstante, entonces Liam le separó de su muñeca. Se sintió como si le arrojasen al espacio, sin aire ni luz, indefenso y desnudo.
Mientras boqueaba en busca de oxígeno, Liam inclinó su rostro y le besó con los labios abiertos, formando un círculo. Sangre caliente fluía de su lengua, herida por sus propios colmillos, y Sherlock succionó de ella. Se sostuvo de Liam con sus miembros flojos. Pensó que lo más probable sería terminar atragantándose; pero consiguió pasarla por su garganta, como si fuese una cría de pájaro, sin desfallecer.
«No dejes de beber», su voz fluyó en el mismo manantial rojo que le reclamaba.
Obedeció a ciegas hasta derrumbarse sobre la almohada, presa de la extenuación y la oscuridad.
•
El tacto suave de las sábanas fue lo primero que registró su consciencia al retornar del sueño. No sentía cansancio alguno; como si hubiese reposado durante una semana completa en un spa. En esos momentos ni siquiera pudo recordar lo último que había hecho.
Al abrir los ojos el mundo pareció destellar, pese a que las luces dentro del cuarto estuvieran atenuadas. Rememoró de súbito el curso de los eventos recientes, como si los observara con mayor detalle gracias a esa la claridad visual. Saltó de la cama, dándose cuenta durante la acción de que una camisa y un par de pantalones negros holgados habían sido doblados con esmero y colocados a los pies.
—¿Liam? —Llamó, una vez que se hubo vestido con prisas. De manera inexplicable, supo de inmediato que se encontraba en el pasillo, a punto de abrir la puerta. Lo oyó, aunque no hiciera el menor ruido.
Percibió el latido indescriptible del corazón dentro de su pecho antes de tenerlo enfrente. Cuando por fin lo estuvo, una intensa emoción le impidió hablar. Le pareció que mil años habían pasado desde la última vez que vio sus cabellos rubios, sus facciones delicadas.
—Sherly, por fin —dijo él, también conmovido, con una voz que le sonó maravillosa, tersa y profunda a la vez—. Por fin has despertado.
Se lanzó a abrazarlo, y Liam sonrió con dulzura. Él le tocó el rostro con una especie de fascinación, y mientras se miraban, Sherlock descubrió que podía observar también a través de sus ojos. La imagen dentro de la mente de su novio se materializó en la suya: los colmillos que asomaban de sus labios abiertos fueron, en definitiva, el punto más notorio y extraño de cuánto vio.
Aunque de raro no tenían nada. Ahora les imbuía la misma materia, aquella sangre desconocida.
—¿Tanto me tardé? —preguntó mientras sostenía sus manos.
—No tanto, pero no sabía bien qué esperar. —Sherlock experimentó otra avalancha de estímulos desconocidos, destellos de pensamientos provenientes de él. Ansiedad y angustia de haberle fallado. No obstante, aquella nube desapareció de prisa, aspirada de regreso a las tinieblas por una fuerza invisible—. No sabía si ibas a estar bien.
—Lo estoy —le aseguró, y se apartó un poco de él para dar una vuelta a su alrededor—. Nunca me sentí tan despierto, ni cuando consumí cocaína.
Al detenerse, asió la barbilla de Liam y besó sus labios que, por que lo pudo leer en él, esperaban el contacto. Tan energizado se sentía que no se hubiese detenido allí si él no le recordaba regresar a la tierra.
«Hace un clima estupendo, ¿quieres ver?», le dijo, y otra vez las palabras no habían salido de su boca, pues continuaba besándolo.
Se calzó las botas de cuero, aptas para la lluvia, que había llevado hasta allí al llegar. Sin embargo, al bajar a la calle, comprobó que era tal como le auguró Liam: la brisa era tenue, y ante sus ojos el cielo estrellado refulgía como una alfombra sembrada de diamantes, pese a que estando en Londres no debería ser capaz de ver las estrellas con facilidad. Los ruidos y voces de los apartamentos aledaños sonaban próximos, como si auriculares los llevaran hasta sus oídos. Aun así, no lograron distraerle de la sensación sobrecogedora de contemplar el mundo.
—Es hermoso, ¿no te parece? —inquirió Liam, estirando los dedos hacia el firmamento—. Me alegra poder apreciarlo contigo.
Para Sherlock no había cosa más bella que ese rostro rebosante de dicha.
Adelantándose, le tomó la mano y presionó los labios sobre su dorso.
—Y así será cada noche —prometió.
