XCII

Debería ser una ocasión feliz, pues salen de la veterinaria con un comedero, un bebedero, un arenero, una bolsa de piedritas para gatos y numerosos juguetes.

Sin embargo, durante todo el trayecto de vuelta, Henry tan solo se enfoca en conducir mientras las lágrimas se deslizan en silencio por el rostro de Eleven y caen sobre el pelaje blanco del gato.

Cuando llegan, lo primero que hace es depositar al gato sobre el sofá. Luego, se dispone a encontrar un lugar para cada cosa: el arenero recién cargado en un rincón de la sala, el comedero y el bebedero en la cocina… Eleven lo transporta —pues difícilmente puede caminar— a cada sector según necesidad.

Henry la observa en silencio.

—¿Se te ocurre un nombre…? —pregunta al fin, yendo a sentarse nuevamente en el sofá con el gato.

Su primer impulso es cuestionar su decisión de nombrarlo: ¿para qué, si va a vivir tan poco? No obstante, se muerde la lengua y se encoge de hombros.

—Supongo que cualquiera que pienses le agradará.

—Hm… —murmura Eleven mientras peina la parte sana de su lomo con sus dedos—. Creo que debimos haberle comprado un peine…

Tiene razón: es un gato de pelo largo. Y, aunque en la veterinaria lo han aseado en lo posible —pues su herida no ha permitido un baño decente— y se han deshecho de las marañas en su pelaje, obviamente el animal será propenso a ese tipo de problemas.

Si vive lo suficiente, Henry no dice.

—En cuanto a su nombre… La otra vez leímos un cuento muy interesante en la clase de Literatura…

Henry enarca las cejas.

—Pensé que no te gustaba esa clase.

—Me gusta más Matemática, sí —reconoce—. Pero este cuento… Había un gato negro en él. Se llamaba Plutón, como el planeta.

Por supuesto, él conoce la historia a la que se refiere.

—¿Te gustó esa historia?

Eleven se encoge de hombros.

—Más bien… me dio pena lo que pasó con Plutón.

—Pero obtuvo su venganza —le señala Henry—. Al final.

Ella hace una mueca.

—Más que venganza, habría querido que fuese feliz.

Henry no tiene nada que decir ante esto. Eleven suspira.

—Pero tal vez no sea buena idea llamar así a un gato blanco…

Se le ocurre hacerle una sugerencia:

—¿Y si lo llamas «Poe»? ¿Como el escritor del cuento?

—«Poe»… —Eleven repite, testeándolo en su lengua.

El gato, entonces, deja escapar un débil maullido. No obstante, parece más destinado a llamar la atención de su nueva dueña que expresar algún dolor.

—Lo siento, continuaré acariciándote —ríe Eleven por lo bajo, reanudando las caricias—. Poe… ¿Te gusta ese nombre?

La pregunta va dirigida al felino, quien, como toda respuesta, cierra los ojos y emite un suave ronroneo.

—Está temblando…

Henry sonríe ante su comentario.

—Está ronroneando —le corrige.

—¿Ronroneando…?

—Los gatos ronronean cuando están felices. O cuando están muy tristes, para animarse.

Las comisuras de sus labios se curvan hacia abajo.

—¿Crees…?

—¿Esto? Oh, no. —Henry niega con la cabeza—. No hay manera de que sea tristeza. Es, definitivamente, felicidad.

Eleven sonríe y se arrodilla en el suelo, de tal modo que su rostro queda frente al animal, infinita ternura en sus ojos.

—Entonces, ese será tu nombre. —Apoya su frente contra la del gato, quien cierra los ojos sin cesar su ronroneo—: Poe…