CXXXIII

Tiene un millón de preguntas aguijoneando su cabeza despiadadamente.

¿Estaba vivo? ¿Cómo? ¿Por qué ahora? ¿Qué planea?

Sin embargo, no tiene tiempo de responder a ninguno de estos cuestionamientos. Y, si bien no sabe por qué Papá no la ha atacado a ella, sí que sabe que debe estar esperándola.

—Gracias, bebé —le dice a Poe a la par que lo toma en brazos—. Vamos a dar un paseo tú y yo, ¿sí?


—Oh, vamos —refunfuña Jim a la par que abre la heladera—. Solo una latita…

Inmediatamente, Joyce empuja la puerta del refrigerador con una mano, cerrándola.

—¡Ey, casi atrapaste mi mano…!

—¡Trabajas mañana! —protesta ella, acostumbrada a las quejas de su esposo—. Puede parecer una buena idea ahora, pero vas a arrepentirte mañana temprano. Y lo sabes.

En eso están cuando el timbre suena un par de veces, una clara señal de urgencia.

—¿Qué demonios? —masculla el hombre—. ¿Quién podría ser un domingo de noche?

Ambos se dirigen a la puerta, mas, dada la hora —alrededor de las ocho de la noche—, Joyce deja que sea él quien la abra.

Del otro lado, una jadeante Jane sostiene a su gato en brazos.

—Hola. Necesito ayuda —suelta sin darles siquiera tiempo de comprender la escena frente a ellos.

—¿Qué sucede, cariño? —inquiere Joyce, avanzando ya hacia ella, cuando la muchacha frena su abrazo extendiendo al minino frente a sí.

—Necesito que lo cuiden por mí.

Joyce toma al gato con cuidado entre sus brazos. Este no parece feliz de estar allí, pero tampoco se muestra agresivo.

—Pero ¿cómo viniste hasta…? —Nota entonces la bicicleta apoyada en el suelo detrás de ella—. Ah, ya veo.

—¿Tu primo te echó de la casa o algo? —gruñe Jim, cruzándose de brazos—. Cuéntamelo todo: un par de palabras mías van a arreglarlo, uh.

Ella niega con la cabeza al instante.

—No tengo tiempo para explicar. Volveré por él mañana. Y si no… —Se muerde el labio inferior e inspira hondo, sus hombros tensos—. Volveré por él mañana.

Y se gira.

—Jane… —intenta Joyce a la par que su esposo gruñe:

—Ni de broma.

Y la retiene tomándola del hombro.

—Vas a explicarme qué sucede, y luego voy a acompañarte a tu casa.

Joyce está por decirle que sea un poco más delicado con una joven claramente alterada, cuando Jane se gira hacia él y le clava la mirada.

—No tengo tiempo para esto —replica con solemnidad—. Henry está en peligro.

—¿Qué? —pregunta Joyce, confundida—. ¿Cómo? ¿Dónde…?

Empero, el entrenamiento y la experiencia de Hopper se hacen sentir al instante.

—Joyce, tú cuida al gato; yo iré con Jane.

Ja, qué buen chiste.

—Me rehúso.

Jim la mira como si le hubiese brotado una nueva cabeza o algo igual de extraño.

—¿Perdón?

—No van a ir sin mí. —Y antes de que pueda protestar, levanta la voz y exclama—: ¡WILL! ¡WILL, VEN A CUIDAR AL GATO!

—Joyce… —insiste el oficial.

—¿Mamá…? —interrumpe Will, saliendo de su cuarto. Al ver a Jane allí, asiente a modo de saludo—. Oh, hola, Jane.

—Will, Hopper y yo debemos acompañar a Jane a… un sitio. ¿Puedes cuidar de…?

—Poe —completa Jane.

—Poe —repite Joyce.

—Uh… ¿Okay…? —murmura Will, acercándose—. ¿Debo comprarle comida o…?

—No hay tiempo —les avisa Jane, claramente ansiosa—. Vámonos. Ya.

—Hay dinero en el cajón de mi mesita de luz si necesitas algo —le dice Joyce, dándole un beso en la mejilla a su hijo mientras su esposo se calza su saco y toma las llaves del auto.

Joyce sabe que guarda su arma en la guantera de la patrullera.

—¿Adónde? —inquiere Jim, poniendo el auto en marcha.

La respuesta que obtienen los desconcierta:

—Al Laboratorio de Hawkins.

Como está sentada en el asiento trasero, Joyce se gira hacia ella: sorprendida por lo extraño de sus palabras, está por sugerirle que vayan a su casa primero —allí debe estar Henry, ¿no?—, mas la expresión de preocupación en el rostro de la muchacha la hace desistir.

No le queda de otra que mirar fijamente a su esposo y repetir:

—Al Laboratorio de Hawkins.