Hola!, traigo capítulo. De antemano, gracias por leer.

Advertencia: Contenido un poco sangriento, se recomienda discreción.


Cuando Sherlock despertó por la mañana, lo primero que notó fue que había olvidado cerrar las cortinas. Al ver la pálida luz penetrando en todos los rincones, cayó en cuenta de lo cansado que debió estar para no recobrar la consciencia al alba. Al menos en esta oportunidad eran las 11 y no las; más le valía no desperdiciar las horas de luz. Se vistió de forma apresurada, apenas atándose los cordones de las botas antes de salir. No se encontró con nadie en el pasillo ni oyó ruido alguno a lo lejos.

Con la seguridad de saberse solo, se dirigirse al cuarto de baño que, según recordó, se hallaba al fondo de ese piso. Era enorme, como todo en aquella casa; la ducha y la bañera estaban separadas, para usarse según el capricho del huésped, aunque su dueño fuera un vampiro que carece de de necesidades fisiológicas. Los espejos de la pared y las baldosas blancas relucían como si nadie los hubiese tocado jamás. Sea como fuere, Sherlock no se entretuvo más de lo justo. Tras asearse partió enseguida rumbo a la primera planta. Era allí donde pretendía comenzar su exploración.

Sin embargo, al pie de la escalera se encontró con una persona desconocida; una mujer menuda que barría el piso con una escoba. Al oír sus pasos detuvo sus movimientos y se enderezó para mirarle, como si ya lo esperara. Llevaba un pañuelo con un estampado en vivos colores sobre el pelo oscuro.

—Buenos días —le saludó con un acento más marcado que el de los trabajadores del hotel que Sherlock había escuchado hablar antes—. El señor Albert ha dejado indicaciones para servirle el desayuno. Pase al comedor, por favor.

Aunque dudoso, no tuvo más opción que terminar de bajar los peldaños restantes y seguirla más allá del salón. Tratar con una sirvienta era mejor que con Sebastian Moran, al que de seguro no despistaría con poco esfuerzo. Sherlock había creído que él sería el mayor obstáculo, pero no estaba por ninguna parte.

Un sitio ya había sido preparado para él, constató al cruzar la puerta que daba al comedor. Tomó asiento a la mesa de color marfil, cuyo tamaño no sobrepasaba al de una común. Pese a ello, no se le pasó por alto el ángulo sinuoso que tenían las patas, decoradas con detalles pequeños similares a las molduras de las paredes. En medio de aquel despliegue de lujo, a cada momento se sentía más fuera de lugar.

Antes de le superara la impaciencia de internarse en los recovecos de ese caserón y sacara un cigarro para calmarse, le sirvieron un desayuno consistente en una taza de café y unas tostadas de pan grueso con varios ingredientes, entre los que distinguió queso y tocino ahumado. Probó un poco, y la textura crujiente y el sabor intenso le abrieron el apetito. No había tenido tiempo de pensar en qué sucedería con las comidas mientras estuviera ahí, pero le alegraba no tener que ir al pueblo más cercano a pescar algo comestible.

La mujer, que había permanecido de pie a un costado mientras devoraba los alimentos, le habló cuando estaba terminando:

—El señor le invitó a dar un paseo a Botiza y los alrededores. No tiene que preocuparse por el traslado. —Aquello le hizo alejarse la taza de la boca en el acto y girar el cuello para mirarla.

—Gracias, pero prefiero quedarme aquí hoy. Esperaré a Liam, mi acompañante.

—El señor insiste. —Señaló el ventanal del comedor, el cual daba un buen vistazo de la mañana nubosa—. El clima es bueno para pasear.

Estudió sus alternativas, pero comprendió que si daba alguna excusa o era demasiado insistente en hacer lo que quería, iba a delatarlo con Albert. Estaba claro que era humana, y dado que no había en ella rastro alguno de aprensión por servir en una residencia de seres sobrenaturales, no debía de tener la menor idea sobre la identidad de sus empleadores. Tendría unos 30 años y de acuerdo a la argolla en su dedo, estaba casada.

—En ese caso, iré —aceptó, forzando una sonrisa. Después hizo un gesto con el brazo a su alrededor—. Este lugar es enorme, ¿se encarga usted sola de todo? Debe ser difícil.

—Mi prima también se encarga de los quehaceres, aunque normalmente solo venimos desde el pueblo una veces por semana —respondió ella, al parecer entusiasmada por hablar con alguien—. El señor Albert tiene negocios en Bucarest y no pasa mucho tiempo aquí, y el señor Moran también viaja por trabajo.

No creía que estuviese mintiendo. Le hizo apenas un par de comentarios más y se enteró de que esos dos eran supuestamente tío y sobrino, que se habían mudado desde su país natal por negocios, y que aquella casa era más bien una segunda residencia, dado el poco uso que le daban. La mujer, de nombre Ruxandra, no sabía, por supuesto, que cobraba vida por la noche.

Repasando esta información tan valiosa, se resignó a salir a hacer turismo. En el cobertizo de ladrillo que había avistado antes se guardaban dos vehículos aunque solo había uno; como descubrió al asomarse allí junto al que sería su chófer esa tarde, que no era otro que el esposo de la criada, de nombre Luca. Era un tipo joven que a primera vista le pareció más reservado que su mujer, no obstante, Sherlock se las ingenió para que le contara algunos detalles de los Moriarty.

—Le conocimos poco después de que llegaron aquí, se corrió la voz de que una familia rica buscaba servicio —le contó este mientras enfilaban la marcha por la carretera, al amparo de las colinas ondulantes—. Los extranjeros dan vueltas a veces, pero ninguno se queda.

Según le dijo, por esa razón se levantaron algunos rumores durante un tiempo. Tal vez fuera un artista o un político que pretendiera esconderse del ojo público, sospecharon cuando la imponente vivienda fue finalmente terminada de construir y habitada.

—Pero el señor Albert fue generoso —hizo hincapié, asintiendo al espejo retrovisor—; nuestra casa quedó deteriorada por las lluvias de aquel año, y necesitábamos dinero con urgencia. Nos contrató y prestó lo que necesitáramos, fue como un milagro.

—Visto así, parece uno —opinó, asintiendo. Podía ver la imagen completa: Albert Moriarty escogió personas en necesidad, de esa forma quedarían en deuda con él y no dudarían de su naturaleza benévola. Incluso si llegasen a descubrir su secreto mientras le servían, las probabilidades de que lo traicionaran serían bajas.

Aparte de Mycroft, Liam era la persona más inteligente que había conocido en su vida; no pensaba que sus hermanos alcanzasen su nivel, pero desde luego que no eran estúpidos. No habrían durado tanto viviendo en las sombras de ser así.

No pasó demasiado tiempo para que comenzase a avistar las pintorescas casitas de madera de tejado bajo que la noche antes había distinguido entre la penumbra. Estaban inmersas en el terreno verde y húmedo, de cuya hierba pastaban algunos caballos y ovejas. A lo lejos pudo distinguir un edificio más grande, con cúpulas de color blanco, que sobresalía de los otros. Su chófer y guía le explicó que se trataba de la iglesia ortodoxa de la localidad.

—Justo al lado hay otra de madera; son la principal atracción de la zona —dijo. Se aproximaron hacia allí por las calles sin asfaltar mientras Sherlock recordaba revisar su teléfono. Como imaginó, al fin tenía cobertura.

Bajaron a un lado del camino, a poca distancia del antiquísimo edificio de madera que le había mencionado. En efecto, era una iglesia, con un tejado puntiagudo como una lanza que se hiende contra el cielo. No estaba muy interesado en arquitectura, pero el joven aquel fue a buscar al conserje a cargo del cuidado del recinto antes de que pudiera detenerlo; así que se resignó a perder su tiempo allí. Un pequeño cementerio la rodeaba, y Sherlock se entretuvo mirando sus pequeñas lápidas de piedra con inscripciones que era incapaz de leer.

Se preguntó si algún vampiro dormiría debajo de una.

Al ingresar al templo, una vez que su guía regresó con el encargado, un hombre de mediana edad que conocía poco y nada de su idioma, le explicaron que databa de 1604, pero que los frescos que llenaban el pórtico interior eran de finales de 1700. Tales pinturas ilustraban imágenes de santos, pero también escenas infernales de figuras humanas siendo torturadas por demonios.

—Supongo que solo está abierto durante el día —soltó, indiferente, mientras fotografiaba con su celular el dibujo de dos engendros con cuernos y cola que apaleaban con hachas a un pobre infeliz. Se la enviaría a John para hacerle saber que seguía vivo.

—Sí, como sabrá, los caminos no están muy bien iluminados de noche —dijo el tal Luca, evidentemente tomándole por un excéntrico.

—Lástima. —Sherlock se encogió de hombros. Luego echó un vistazo al lóbrego interior del edificio, cuya única fuente de luz provenía de unos ventanucos—. Sé de gente que disfrutaría de un tour nocturno.

Su novio le había aclarado que los elementos religiosos no tenían efecto contra los de su clase; lo que resultaba lógico para él, ¿por qué unos seres que prácticamente eran invulnerables le tendrían miedo a las cruces y al agua bendita? Aunque la superstición les beneficiaba, razonó entonces Sherlock. Al aferrarse a esos artilugios, las víctimas podían sentirse seguras aun cuando estuvieran en frente de un depredador. Recordar aquello le hacía sentirse ansioso por compartir con Liam sus reflexiones e indagar en sus experiencias; pero todavía faltaba bastante para el atardecer y su vigilante no parecía que lo fuese a dejar ir hasta que visitara un par de aldeas más del Valle de Iza.

—Oye, ¿qué hay de las leyendas de esta zona? —le preguntó a su acompañante cuando estuvieron de vuelta en el auto; esta vez se sentó en el lugar del copiloto—. El folclore y sus tradiciones, ya sabes. Debe haber algo interesante y fuera de lo común aquí que no se les dice ni a los turistas.

El hombre entornó los ojos de cara a la carretera, pensándoselo unos instantes antes de responder.

—Acá no es como en la ciudad de la que usted viene —le dijo, con un deje de incomodidad—. Cuando ocurren calamidades la gente tiene su propia forma de resolver las cosas, pero eso puede no sonarles bien a los extranjeros.

—¿Qué insinúas? —Al entrever que lucía indeciso respecto a qué revelar y qué no, se apuró en asegurarle—: Si lo que te preocupa es que se lo vaya a contar a Albert, descuida. Lo que me digas ya lo habré olvidado al regresar a casa.

Sacó un cigarro y lo encendió con ademanes distendidos, como si no tuviese ni la más mínima preocupación en el mundo, y después le acercó la cajetilla abierta a él, con una ceja alzada. El hombre rechazó el ofrecimiento, pero Sherlock pudo ver que reprimía una sonrisa.

—Tal vez piense que somos unos ignorantes —comenzó luego de unos momentos, en tanto ponía finalmente el vehículo en marcha— pero la creencia en los espectros, en los moroi*, no es cosa del pasado.

Moroi, ¿eh? —repitió Sherlock, sacándose el cigarrillo de la boca. Se acordó de haber leído el término en la red—. Querrás decir vampiros.

El otro asintió.

—Se dice que regresan de la tumba en las noches para atormentar a los vivos. Y entonces hay que extirpar ese mal.

Un escalofrío asaltó a Sherlock al asociar aquellas palabras con Liam, pero se esforzó en no demostrar nada. Lanzó el humo por la ventanilla, hacia el verde paraje sin el menor signo de malevolencia.

—Intuyo que eso involucra exhumar algunas tumbas y afilar estacas. No debe gustarle mucho a las autoridades.

—Por eso le pido que sea discreto; hay cosas que es mejor pretender que no existen, por el bien propio y de los demás.

Sherlock comprendió bien lo que estaba infiriendo; el país obtenía una gran afluencia de turismo gracias a Vlad El Empalador y su castillo pomposo de Transilvania, pero para el público todo eso no era más que una fantasía envuelta en marketing; una en la que sumergirse durante las vacaciones y llevarse estupendas fotografías. Nadie en su sano juicio podría querer relacionarse con la siniestra realidad que se ocultaba al amparo de las montañas.

No obstante, él no podía hacer la vista gorda si aquello suponía un peligro para la vida de su novio. ¿Por qué su cuñado eligió precisamente ese lugar para instalarse, quizás el único sitio en todo el mundo moderno en que aún se les temía y daba caza? Sherlock Holmes, el detective, necesitaba esclarecer ese misterio.

Cuando el reloj de su muñeca dio las 10 de la noche, Sebastian Moran se deslizó fuera de la taberna. Se hallaba entonces en Văleni, un poblado que albergaba a poco más de 400 personas. Tratándose de un lugar tan estúpidamente aislado, estaba convencido de que no hacía falta esperar a la noche para dar inicio a sus actividades, pero aquellos aldeanos insistían, como siempre, en tomar precauciones demás como si de una ceremonia se tratase. Eran un maldito dolor de cabeza.

—Comprenda que necesitamos ese tiempo para prepararnos —le había dicho por la mañana el hombre que le convocó hasta allí, con una expresión solemne en su rostro arrugado como una pasa dejada al sol. Quiso soltarle que ya que sería él quien iba a realizar el trabajo esperaba que no le fuera a estorbar, mas no quería que reconsiderara el acuerdo. Al fin y al cabo, desconocía la ubicación de la tumba y nadie externo se la diría.

No se subió a la camioneta en la que había llegado hasta allí; sino que decidió dejarla estacionada detrás del pequeño local, que entonces solo albergaba a unos cuantos parroquianos, y se dirigió a su destino a pie para evitar llamar la atención. Llevaba al hombro una pesada mochila de costuras reforzadas.

Las casas en aquel sitio eran todas iguales; de madera, con techos de chapa y aire desolado que podía atribuirse a lo agreste del paisaje a su alrededor. El aire que agitaba la maleza era frío, casi cortante como un navajazo en la cara, e instaba a las personas a permanecer dentro de sus viviendas, lo que jugaba a su favor. Lo último que necesitaba era lidiar con una horda de fisgones. Al aproximarse a la casa del sujeto, minutos más tarde, comprobó que los hombres de la familia ya se hallaban reunidos en el jardín. Sebastian había pedido que el punto de encuentro fuese el camposanto, pero como sucedió con la hora de la cita, tampoco le prestaron atención.

Al verlo llegar, las conversaciones entre los tres terminaron y se instaló un silencio cargado de nerviosismo.

—¿Todo listo? —preguntó sin más. Desde el más joven, de unos 20 años, hasta el más viejo, con quien antes trató, asintieron después de intercambiar miradas unos con otros.

—Por aquí, le mostraré el camino —se adelantó el de mayor edad, a pesar de usar un bastón.

Como solía ocurrir en la región, el cementerio estaba cerca de una de aquellas iglesias tan rústicas y no había que traspasar ninguna valla que supusiera dificultad. Al llegar a los terrenos de la misma, Moran sacó una linterna que llevaba en el bolsillo del abrigo y les hizo un gesto para que se apresurasen.

—Si les incomoda, denme las indicaciones y esperen acá —señaló al grupo, cuya reticencia a poner los pies allí parecía ir en aumento conforme avanzaban. Hasta el crujido de una hoja sobresaltaba a alguien.

—No, debemos presenciarlo —dijo el más joven en rumano, aquella lengua que a Sebastian le llevó bastante tiempo dominar—…Es mi tía la que está allí.

—Entonces apúrense.

La situación atemorizaría hasta al más intrépido, por lo que nadie le discutió a pesar de su tono brusco. Caminaron de puntillas por entre las lápidas de piedra mientras Moran cubría sus espaldas, asegurándose que no aparecía ningún vigilante nocturno o algo parecido. Pero no avistó a nadie; la oscuridad se tragaba sus pasos y la figura del templo, que se erguía junto con su cruz a unos metros a su izquierda, constituía el único juez que seguía de cerca sus acciones. Y eso no podía importarle menos.

Luego de dar dos vueltas entre los nichos, aquel anciano, cuyo nombre Moran no se preocupó en recordar, se detuvo ante una sepultura que denotaba ser reciente. Rosas, tulipanes y claveles brotaban de un par de arreglos florales y derramaban sus pétalos encima de la losa de piedra. La fragancia dulce saturaba el ambiente.

—Es aquí, esta es su tumba —señaló en voz baja. Moran dirigió la linterna hacia la inscripción; la ocupante, de nombre Mircea Hatmanu, había sido enterrada hace 4 días. De acuerdo a lo que le comentaron, desde que fue puesta bajo tierra algunos de sus familiares comenzaron a experimentar terrores nocturnos, fatiga y falta de apetito. Veían a la fallecida con rostro lívido en sus sueños, lo que solo podía significar que estaba arrastrándose fuera de su sepulcro con fines malignos.

Después del tiempo que llevaba años viviendo en esa región, Moran conocía estas historias al derecho y al revés, y continuaban pareciéndole absurdas. Sin embargo, hizo este hecho a un lado, dejó la mochila sobre el piso y la abrió para sacar unos guantes plásticos que, una vez puestos, le llegaban hasta los antebrazos. Enseguida, se dispuso a remover tanto la piedra como la lápida en forma de cruz que cubrían la sepultura con ayuda de los demás. No les llevó más que unos instantes, y entonces, con cierto aire de reverencia, le tendieron una pala. Era el momento preciso en que algunos solían acobardarse y huir; en esta ocasión, no obstante, sus clientes fueron lo suficientemente valientes para solo retroceder algunos pasos. Tras echarle una última mirada a la tierra sembrada de flores moribundas, exhaló y comenzó a cavar.

El olor a humedad le rodeaba conforme retiraba sendos montones y los dejaba caer a los lados. Sentía los ojos ansiosos de aquella familia clavársele la nuca como mosquitos molestos, pero no podía apresurarse más, ni siquiera con la mano protésica. Se cansaba ahora con menos esfuerzo que antaño, por mucho que odiara admitirlo. Cuando la punta de la herramienta chocó contra algo sólido, les pidió que arrojasen encima la luz de la linterna. Así lo hicieron y, tras quitar del ataúd la capa de tierra restante, se agachó para sacar de entre sus cosas un pesado martillo.

Una vez que se hizo con este, golpeó el seguro hasta romperlo. Un sencillo cajón de madera con una apertura superior para el torso no era el epítome de la resistencia. Si hubiese sido como los que solían utilizar los vampiros que conocía, la historia sería otra.

Levantó la tapa sin esperar confirmación de nadie. Escuchó un par de exclamaciones ahogadas, aunque no tenían razón de ser; el cadáver estaba en su tumba, y Moran no vio en él ningún indicio de vida extraterrenal. Solo el semblante hinchado de una mujer anciana, con el pelo blanco sobre los hombros. El hedor a descomposición, tal vez por estar sepultada en un terreno húmedo, todavía no llegaba al punto de ser notorio.

—A simple vista, todo en orden —dictaminó al tiempo que volteaba a verlos—. ¿Todavía quieren asegurarse de que permanezca en su tumba?

La examinaron antes de responder. El hombre más viejo tomó de nuevo la iniciativa, inclinándose hacia Moran.

—Debe hacerse, o puede continuar sucediendo —le dijo, y pese a que no podía observar bien su rostro debido a la penumbra, percibió la contrariedad que emanaba de él. No dudaba de que creyese que de no completar el ritual, por muy desagradable que fuera, estarían todos condenados.

—De acuerdo —aceptó Moran. Hincando una rodilla en la tierra, sacó una afilada estaca de la mochila y se agachó junto al cuerpo—. Será rápido.

Usando su mano de metal, enterró el trozo de madera sobre el corazón del cadáver. Se produjo un sonido viscoso, y un reguero de sangre negra brotó al mover la estaca. Debió utilizar el martillo para conseguir traspasar su torso por completo. Tres, cuatro embates fueron necesarios. La mandíbula del cuerpo inerte cayó dejando al descubierto sus dientes humanos, romos y ennegrecidos.

Le escurría el sudor por el rostro al terminar. Soltó las herramientas para tomarse un respiro. Oyó que alguien hacía arcadas; el muchacho del grupo estaba vomitando al costado de otra tumba.

Hubiese querido irse a casa de inmediato tras la faena, pero en realidad no concluía aún: la costumbre local señalaba que el órgano cercenado debía extraerse del pecho y, además, decapitar al moroi. Un vampiro de verdad se retorcería con todas sus fuerzas al percibir el filo de la estaca, pero aquella gente nunca había conocido a uno real y él no estaba allí para sacarles de su error.

Cortar la cabeza era la parte fácil; bastaba con dejar caer el hacha de mano que llevaba para la ocasión, y casi nunca requería de segundos intentos. Lo que verdaderamente le parecía una mierda era tener que arrancar su otra arma y llevarse consigo el corazón pútrido en el proceso. Aquella noche debió darle un hachazo entre las costillas para lograr sacarlo íntegro.

—Le agradecemos mucho su ayuda, señor —le dijo el anciano, sin mirarlo a los ojos, una vez que estuvieron de regreso en el patio de su casa. Sebastian acababa de entregarle el montón de carne sanguinolento dentro de una bolsa, y el resto se encontraba preparando un fuego para quemarlo. Sabía que una vez que se fuera mezclarían las cenizas con agua para dárselas de beber a los que se hallaban bajo el influjo del monstruo, lo que les liberaría.

Recibió el pago que este le tendió dentro de un sobre; se lo guardó en el bolsillo sin molestarse en mirar el interior.

—Ya sabe a quien llamar si vuelve a presentarse un caso así u oye cualquier rumor extraño —pidió, en cambio, y pudo ver que una ráfaga de horror le sacudía los hombros al imaginarse la posibilidad. Era común que reaccionaran así después de verlo trabajar. Estaba seguro de que al menos durante un instante de la velada habrían pensado que era más peligroso aliarse con él que tratar con un supuesto vampiro.

Con un asentimiento de cabeza como despedida, se marchó de allí mientras el resplandor de las llamas iluminaba la calle de tierra. Le dolía la espalda por el ajetreo y tenía un largo camino por delante. Por si fuera poco, en esta oportunidad tampoco halló ningún indicio de interés. Maldijo a Albert por elaborar un plan tan absurdo: tanto si había otros vampiros reales en Maramures como si no, dudaba que quisiesen cooperar con él.

En caso de que el ser en cuestión manifestase estar vivo antes de que le agujereara el pecho, se las arreglaría para dejarlo escapar y establecer contacto, pero eso no había ocurrido nunca. Durante el par de años que llevaba haciéndose cargo de las supersticiones de aldeanos miedosos, ninguno de aquellos cadáveres resultó ser uno auténtico. Las leyendas y tradiciones que llegaban a sus oídos tampoco se referían al asunto que perseguía Albert, o en cualquier caso, lo hacían de forma muy escueta. Pero no podía oponerse a sus órdenes; desde el momento en que se sometió ante él y se convirtió en su donante de sangre quedo sujeto a sus extravagancias. Si hubiese sido William, la historia sería diferente…

William. Su recuerdo del último día en que lo vio, justo antes de marcharse con Albert fuera de Inglaterra, hacía más de un siglo atrás, se encendió en su mente con la violencia de una llamarada. Aferró el volante con fuerza, sin poner el vehículo en movimiento aún. El sonido de su voz era igual de nítido en su mente de lo que entonces fue.

—Ve con mi hermano, coronel. Ese es tu lugar ahora. —Le había ordenado con el rostro inexpresivo. Tan solo sus ojos bullían con amargura, aunque esta no se debía a él.

Quiso rebelarse, hacerle saber a gritos que su lealtad le pertenecía desde que lo recogió de la calle, pues sin William hubiese continuado siendo un despojo de lo que fue hasta su muerte. Le habría dicho también que si se subyugó ante su hermano fue por su causa, para continuar siéndole útil, pero todas aquellas cosas él las sabía de sobra. Su nueva condición le permitía examinar y manipular los corazones humanos, y no existía nada que se le pudiese ocultar. Sin embargo, de igual forma decidió abandonarle.

La cabeza le comenzó a palpitar de manera dolorosa a la par que la espalda, y se forzó a suprimir esas imágenes tan vívidas. Él estaba de vuelta y con ello el pasado podría quedar atrás; ni siquiera Holmes, la mascota que se había traído de Londres para jugar a las casitas, podría evitarlo. Alguna excentricidad vampírica, se decía Moran, debía de ser la responsable de que se sintiese atraído por un hombre. El William James Moriarty que conoció siendo humano jamás manifestó esas tendencias.

Mandando al diablo a Albert mentalmente, cerró los ojos. Se decidió a descansar un rato antes de partir. Que se buscase a otro a quien chuparle la sangre por esa noche.

William se había levantado poco después del crepúsculo, algo desconcertado por el sitio en que dormía, tan diferente de su familiar Londres. El rumor del viento soplando a través de la hierba y de las ramas de los árboles, la presión de unos pasos ligeros sobre la cerámica y las hojas de un libro al abrirse fueron todos los sonidos que pudo captar en esos primeros momentos de lucidez, con la cabeza todavía descansado sobre la almohada. No percibió el incansable traqueteo del tráfico ni las bocinas, y mucho menos el ruido procedente de las televisiones mezclándose con las voces de los transeúntes. En otras circunstancias podría haberse quedado en su remanso de oscuridad, disfrutando de aquella desconexión; sin embargo, tampoco oyó el latido el corazón de Sherlock en las inmediaciones.

Apartó el denso cortinaje del dosel y se incorporó, ubicándose en el espacio con una sola mirada. Abrió las cortinas y examinó el exterior: los faroles del pórtico estaban encendidos a pesar de que aún el cielo no se sumía en la total penumbra, pero no vio a nadie en las cercanías.

Se apartó de la ventana y se dispuso a alistarse con una muda de ropa limpia para salir. Albert era quien había estado leyendo en el salón, de acuerdo a sus sentidos, de manera que se dirigió directamente hasta él. Era probable que Louis todavía no se hubiese despertado.

Ante su llegada, levantó los ojos del texto y sonrió.

—Buenas noches, Will. ¿Todo bien?

—¿Dónde está Sherly? —preguntó, observando de soslayo la puerta cerrada del comedor. Un ligero rastro de olor a comida procedía de ahí.

—No te preocupes; le pedí a un joven que a veces me sirve como chófer que lo llevara a dar un recorrido por los pueblos de la zona. Debería estar por volver.

Observó a Albert durante un momento antes de sentarse en el sofá de enfrente.

—Te agradezco el gesto, pero no hacía falta que te tomaras la molestia —dijo, entornando los ojos al tiempo que le sonreía despacio—. Yo mismo pretendo ir por ahí con él.

—No me pareció buena idea dejarlo a sus anchas aquí en el día, ya que quieres mantenerlo apartado de los secretos. —Su hermano le dirigió una mirada cómplice y cerró el libro encima del regazo.

William juntó las manos y sacudió la cabeza con un gesto suave, como si no tuviera caso lo que decía.

—Solo va a retrasarlo un poco, pero es inevitable que él se entere. Sherly es imparable cuando se trata de hallar la verdad —añadió con un tono entrañable. Amaba su talento aunque supusiera una amenaza para él.

—Un detective —observó Albert, con la vista fija en un punto distante de la pared del fondo, y William supo lo que estaba cavilando sin necesidad de leerle el pensamiento—. ¿Es el riesgo de que pueda averiguar todo sobre ti lo que te impulsó a tener esta relación?

—Él llegó a mi vida por casualidad —dijo, cuidando sus palabras— y he aceptado que dure lo que tenga que durar. Pero te equivocas. —Un suspiro y el fantasma de una sonrisa quiso elevarse en sus labios—. Esto no es un simple juego del gato y el ratón.

Era consciente de que sus sentimientos estaban contaminados por la codicia de querer a Sherlock para sí aunque no lo mereciese, pero no profundizaría en estos asuntos con Albert. En el pasado podrían haber tenido una charla honesta, sin embargo, ya no eran las mismas personas que fueron.

Él permaneció en silencio por al menos un minuto; apoyó el codo sobre el brazo del mueble y la mejilla sobre los dedos. William ya oía a Louis bajando por la escalera cuando por fin volvió a hablar:

—Podrías hacer que dure para siempre —comentó, observando el efecto que producían en él sus palabras—, existe esa posibilidad. ¿La has considerado alguna vez?

Una presión helada le invadió desde dentro y su rostro se endureció; no se permitiría siquiera imaginar semejante destino para Sherlock. Le parecía casi inverosímil que precisamente Albert fuese quien se lo sugiriera, por mucho que leyó en él una verdadera intención de comprender sus circunstancias actuales.

Conmocionado, oyó el motor de un vehículo en la lejanía que, tras desviarse por la carretera, giró por el sendero que conducía a la casa.

—Parece que ya han vuelto —dijo su hermano, alzando la mirada hacia el pasillo más allá de su rostro—. No me contestes, lamento haber sacado el tema.

Dejó el ejemplar que antes ojeaba, uno en tapa dura con un título en rumano, junto a la mesa auxiliar que había junto al sofá y se puso de pie. Puso la mano encima de su hombro al pasar, y aunque sus ojos desprendieron afecto al contemplarlo, William se limitó a asentir. Se incorporó deprisa para seguirle al vestíbulo, donde Louis ya se encontraba observando a través de los cristales de la puerta principal. Un solo vistazo a su semblante y comprobó que estaba intranquilo, cosa esperable después de haber escuchado la conversación que acababan de tener.

Les saludó e hizo un gesto hacia la puerta.

—Holmes viene en compañía de ese humano, parece que todo está bien —le informó. Tras agradecerle, se puso el abrigo que la noche antes dejó sobre el perchero, y se adelantó a abrir la puerta.

El automóvil de color negro acababa de detenerse junto a los faroles que marcaban el inicio de la propiedad. Bajó los escalones a paso ligero; el viento nocturno soplaba con fuerza contra él y levantaba los bajos de su abrigo, pero apenas lo llegó a notar. Vio que Sherlock descendía del vehículo, y cuando se dio la vuelta, su rostro de mejillas coloradas por el frío pareció resplandecer al sorprenderlo ahí. Agitó la mano antes de apresurarse en ir a su encuentro.

William estuvo a punto de detenerse para reír; era como si no le hubiese visto desde hace un año. Se preguntó con cierta distancia si llegarían a un punto en que su existencia dejara de ser para él lo equivalente a un milagro; incluso si no descubría los actos terribles que había cometido. El amor era impredecible y por eso siempre lo evitó.

—Sherly —le dijo a modo de saludo, en cuanto se encontraron a medio camino—, ¿te divertiste mucho sin mí?

Él rio y tomó su mano extendida; se la llevó al rostro y presionó sus labios contra la palma en un beso sonoro. Era el gesto amoroso más discreto del que parecía ser capaz.

—Un 50% solamente —contestó sin soltarle. Debajo de los difusos rayos de luna, el azul de sus ojos casi parecía tinta—, el otro 50% lo reservé para ti. Hacer turismo no es mi actividad favorita. Pero qué dices, ¿es esto lo suficiente del siglo XIX?

Esta vez sí pudo reírse, inclinado sobre él.

—Sigue siendo demasiado atrevido, tendré que darte lecciones.


-Las iglesias de madera sí son una atracción local de la región de Maramures, pueden buscarlas por ahí. El lugar que visita Sherlock es real también, vi las fotos en tripadvisor.

-Moroi, junto a strigoi, vârcolaci y pricolici son los nombres que tienen los vampiros en las leyendas rumanas, los que varían según la región. Estas creencias están bastante arraigadas y es verdad que en las áreas rurales a veces aún se llevan a cabo las prácticas descritas. Un caso que salió a la luz es el de Petre Toma, presunto vampiro que en 2003 sus familiares exhumaron sus restos. Pueden encontrar la información completa en internet.