Hola! Traigo actualización doble, es decir, subo a la vez este capítulo y el siguiente. Lamento que sean tan largos y si hay algún error, revisé pero algo se me pudo pasar dada la extensión.
Advertencias: Spoilers del arco el Problema final, violencia típica del canon.
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—¿No me escuchó? Entrégueme las llaves —repitió Louis al ver que no movía ni un músculo. Sherlock se encontraba entre pasmado y receloso ante este giro de los acontecimientos; sobre todo cuando lo sorprendía en su peor estado emocional.
Sin embargo, su expresión daba a entender que estaba dispuesto a abrir y empujarlo a la fuerza, por lo que prefirió ser cooperativo. Se movió hacia el asiento del copiloto después de entregárselas, sin saber cómo actuar ni qué decir. Louis encendió el motor sin preocuparse por él, y no le habló hasta que hubo dado la vuelta sobre el camino.
—Mi hermano supo que esto pasaría y por eso me pidió que viniera por usted —declaró, todavía indiferente—. Sin importar lo que pase, no lo dejaría solo en medio de la nada.
¿Estaba decidido entonces lo que habría de ocurrir? Se sintió impotente, arrepentido de haberse confiado en su supuesta libertad. No era capaz de interferir con los planes de Liam, hiciera lo que hiciera. Si hubiese esperado más o elaborado una estrategia más ingeniosa, tal vez su reacción hubiese sido distinta.
—Sé que no te agrado, Louis —dijo, con una sonrisilla derrotada—; lamento que tengas que hacer de niñera mía cuando arruiné todo. Tenías razón: yo no sabía nada.
Louis le dirigió una mirada de exasperación pura, como si no quisiera creer lo que oía.
—El autodesprecio no le queda a alguien tan engreído —espetó—, mejor reflexione en lo que ha hecho. O pensaré que en verdad mi hermano estuvo perdiendo el tiempo con usted.
—¿No estabas convencido ya? —quiso reírse, pero su boca apenas pudo formar una mueca.
—Le pregunté esa vez si estaba dispuesto a aceptarlo aunque no supiera nada. ¿Ha cambiado su respuesta? —No estaba mirando la carretera, sino que clavó sus ojos en Sherlock. Le dio la impresión de que la velocidad se ralentizaba, tanto dentro como fuera del vehículo.
—No. Mi respuesta es la misma ahora —aseguró—, quiero estar con Liam. Tampoco tengo derecho a juzgarlo por sus crímenes pasados. Ni siquiera puedo imaginar lo que tuvo que vivir entonces.
Louis asintió de forma lenta y por fin le libró de su escrutinio. No dijo ninguna palabra por unos momentos, y Sherlock no pudo contener las suyas:
—¡Pero no quiere ni escucharme! Quiere que lo odie, que los vea a todos ustedes como monstruos. ¿Qué mierda se le pasa por la cabeza? Que decida sobre eso es algo que no le toleraré ni siquiera a él.
Había subido la voz durante su exabrupto y creyó que se quejaría, pero cuando recordó que lo observaba descubrió en él un semblante pensativo, con las cejas un poco juntas.
—Señor Holmes, técnicamente lo somos —le rectificó con naturalidad—, o al menos puedo hablar por mí. Puedo sobrevivir a heridas fatales para los humanos y matar con facilidad a muchos de ellos. En cambio usted es muy frágil, es débil, como cualquiera de los suyos.
—No me estaba refiriendo a la condición física —dijo, removiéndose incómodo en el asiento ante la mención de su supuesta debilidad—. Respecto al carácter, a mí me pareces tan humano como lo soy yo.
Lo vio pestañear un par de veces, pero podía notar que algo continuaba enturbiando su cara, que era tan pálida como la de Liam, a excepción de la extraña cicatriz que le atravesaba una mejilla.
—Ese puede ser el caso según usted, pero mi hermano no lo ve así —continuó él—. Y es también lo que me inquieta de su relación.
—¿El qué?
—Usted es demasiado débil para ser su compañero, no es como nosotros —soltó con aspereza—. Puede morir cualquier día o enfermar. Cuando eso pase mi hermano va a sufrir, quizás hasta se culpe de su destino.
Ante esa verdad contundente, Sherlock no pudo responder. Apretó las manos en el regazo y entrecruzó los dedos con saña. Según el planteamiento de Louis, lo correcto sería rendirse y dejarlo ir para evitarle el dolor de su futura pérdida. Tal vez este punto de inflexión era el indicado para aquello; lo comprendía pero todo su ser se rebelaba. ¿Cómo podía desistir cuando había otras posibilidades? Echó un vistazo a su cuñado, y presintió que oía sus pensamientos.
—Si va a desafiar a mi hermano, no lo detendré —agregó Louis, aunque enseguida advirtió—: Pero no perdonaré que lo dañe y decepcione.
—Eso es lo último que se me ocurriría hacer. —Chistó la lengua—. No tengo intenciones de morirme.
—¿Entonces se quedará con nosotros? Tal vez no sea agradable para usted.
—Hasta que me echen a patadas.
Louis no le sonrió ni una sola vez, pero le obsequió con un suave asentimiento. Mientras se internaban por el sendero cuyos árboles cubrían con su dosel de ramas, le pareció que oía una última frase proveniente de él, aunque sus labios no se movían ni para respirar el aire frío.
«Sea paciente y no cometa imprudencias».
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Esa noche William no regresó hasta quince minutos antes del amanecer. Mientras deambulaba por Cluj, inseguro de sus propios pasos, pensó en no volver; no quería encontrarse con Sherlock, cuya presencia adivinaría en la entrada, esperándole, aunque estuviera al otro lado del mundo. Sin embargo, menos deseaba convertirse en motivo de preocupación para su familia por causa de un arrebato.
Su propia reacción le había sumido en el desconcierto. Sin usar las escaleras, se deslizó hasta lo alto de una curiosa torre del barrio antiguo, que parecía antiquísima pero recientemente restaurada en su parte superior, que constaba de un mirador y un tejado cubierto por espejos. Allí se quedó bajo su propia imagen, que parecía lanzarle improperios. No debería haber llevado a Sherlock hasta allí, jamás debió profundizar tanto su relación con él; y no obstante, se sentía en parte aliviado de que él lo supiera todo. Lo que tenía en el pecho que emulaba el corazón humano pesaba menos ahora.
Miró hacia arriba y no le costó ver la cara de él haciéndole la pregunta que no pudo responder con honestidad. ¿Qué esperaba poniendo sus esperanzas en Sherlock? Esperanzas de destrucción y aceptación, deseos inconfesables pero que él tendría la inteligencia de inferir, como siempre hizo desde que lo vio por primera vez. Se odiaba por poner esa carga sobre alguien que no lo merecía.
Al inclinarse sobre la barandilla lo hizo con la garganta agrietándosele del hambre. En la madrugada lúgubre nadie estaba despierto, por lo que no le quedó más alternativa que entrar por la ventana de un edificio contiguo para alimentarse de los durmientes. Era como se lo imaginó su novio aquella vez, si es que todavía podía considerarlo así. No se habrían movido más en sus camas si un mosquito fuese el que les robaba la sangre y podría haber asesinado con total impunidad. Era lo natural, probablemente, para su clase.
¿Con qué ojos le observaría Sherlock si lo hiciera? Tal vez entonces temería por su propia vida, aunque dudaba que eso lo detuviese.
Para su sorpresa, él no estaba esperándolo en pie cuando llegó a casa. Solo se encontró con Louis, que parecía tener el alma en un hilo ante su prolongada ausencia y no dejaba de avistar hacia el camino de entrada y los alrededores.
—Él ya se fue a acostar, no tenías que regresar tan tarde —le dijo sin que preguntara, con gesto preocupado y ademanes nerviosos.
Ante la proximidad del amanecer, William le instó a entrar al tiempo que se disculpaba. Las luces del vestíbulo no se encontraban encendidas, lo mismo las del salón y de los pasillos, como si fuera un mausoleo gigante. Dedujo que Moran estaría fuera esa noche nuevamente, y su hermano mayor…
—Will —le llamó Albert desde lo alto de la escalera—. Escuché lo que pasó hoy, ¿te encuentras bien?
Lo correcto hubiese sido contestar de inmediato que todo estaba en orden, que solo se trató de un pequeño altercado, pero era necesario que aclarasen ciertos asuntos. Mientras Albert descendía por los escalones le sostuvo la mirada y se lo pidió de manera silenciosa.
—Louis, ya iré a dormir, por favor adelántate tú.
Sintió su reticencia a marcharse; los miró a uno y a otro, y al final cedió a la sonrisa conciliadora de Albert. Cuando Louis hubo desaparecido en el piso de arriba, este le indicó que lo siguiera. Quedaba escaso tiempo para el amanecer, pero en el sótano la luz no los alcanzaría, le comentó. Se trataba de un sitio en el que William no había estado aún, pero no le causó sorpresa descubrirlo acondicionado como una estancia acogedora. Paseó la mirada y reparó en los enormes cofres junto a la pared del fondo.
—Conversaste con Sherly ayer —fue lo primero que dijo, sin siquiera sentarse aún en el sillón frente al de Albert—; él no me lo dijo y lo escondió bien, pero tuve un atisbo de eso hoy.
—Él tenía varias conjeturas —respondió, inclinándose para enfocar sus ojos—, lamento si algo de lo que dije precipitó sus acciones.
—No es culpa tuya, y en realidad te estoy agradecido. Las cosas finalmente siguieron su curso esperado. —Calló unos instantes y apoyó los brazos en el respaldo del asiento; sus fuerzas comenzaban a flaquear dada la hora—. Sherly se irá de aquí pronto.
—¿En serio? Según Louis no tiene ninguna intención de hacer tal cosa. No sin ti.
—Lo entenderá cuando sepa que he decidido no regresar a Londres —dijo con convicción—. Desde ahora Louis y yo viviremos aquí.
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Podía percibir lo afectado que estaba, pero William fingía que no era así, con una impostada indiferencia. Cuando terminaron de hablar, rechazó su ayuda para meterse dentro del arcón, a pesar de que parecía estar a punto de desvanecerse. Albert recordó de forma espontánea el tiempo en que era un ser humano y caía dormido aquí y allá; la época en que se permitía ser vulnerable en su presencia en lugar de mantenerse siempre en guardia, como si estuviese ante un desconocido. Cuando la pesada tapa de madera tallada cayó sobre el cofre, el recuerdo se esfumó junto con su imagen.
Tomó lugar en su propio refugio, cercano al de él, y enseguida la oscuridad penetró en todos los rincones llevándose su consciencia. Aun así, la historia que le reveló a medias a Sherlock Holmes le seguiría persiguiendo esa noche, y al día siguiente y en los sucesivos, mientras estuviera dormido o despierto.
En el siglo XIX, cuando el plan que urdieron para desbaratar el sistema de clases se acercaba a su cúlmine, llegó a la fuente de la inmortalidad y juventud eterna sin realizar sacrificios ni búsquedas a través de mapas intrincados. Simplemente oyó algunos rumores. No lo sabía aún, pero William se encontraba preparándose para eliminar a los últimos objetivos de su lista de la muerte antes de precipitarse así mismo a la perdición. Incluso aunque el pacto que acordaron consistía en que los tres iban a morir por el nacimiento de un nuevo mundo, su hermano menor ocultaba la intención de ser el único responsable a ojos de la sociedad. ¿Desde cuándo era este el caso? Quizás desde el principio.
—¿Puedes investigarlo por mí? —fue el mismo William quien se lo solicitó con ojos exangües, en una de esas noches en que se mantenía en vela hubiese o no asesinatos que perpetrar—. Tal vez no sea nada, pero no quiero dejar cabos sueltos.
—Me haré cargo. Aunque como dije, dudo que sea algo de lo que debas preocuparte. —Por muchas sonrisas que le diera, sabía que no iba a conseguir infundirle tranquilidad, pero no había otra cosa que pudiese hacer. Él necesitaba de su apoyo para llevar a cabo la última fase del plan.
Se trataba de una tarea tan básica, tan insignificante en comparación con sus demás obligaciones que Albert no creía que le llevase más de una semana darle conclusión. Se decía en el bajo mundo que un culto espiritista, de los que últimamente estaban proliferando entre la nobleza, había obtenido por medios inciertos una sustancia capaz de curar heridas o aliviar síntomas de cualquier enfermedad. Según opinión de William y suya, debía ser todo un fraude o el incipiente tráfico de una nueva droga, algo que podría llegar a afectar a las personas de clases inferiores. Se le vino a la mente la adivina con quien su hermano se cruzó en la calle hace unos meses; sin embargo, al mandar a investigarla con un informante no halló conexión entre ella y estas habladurías.
Aun así, descubrió que al menos un individuo quedó en bancarrota intentando obtener el elixir. Sin informarle de este hallazgo todavía, movió algunas influencias utilizando su posición para conseguir que le invitaran a una de sus reuniones. Estas se celebraban en un edificio de tres plantas común y corriente, que se emplazaba algo lejos de los barrios acomodados. Tenía una fachada gris y deslucida; nadie podría sospechar lo que estaba sucediendo en sus entrañas.
Ataviado con un antifaz negro, Albert cayó en cuenta al bajar del carruaje que no había otros coches estacionados en la calle. Le pidió al conductor que le esperara a un par de cuadras de distancia, con el fin de enmendar su error. Tocó varias veces en la puerta negra que parecía cerrada a cal y canto. Abrió un hombre con aspecto de sirviente, sin el rostro cubierto, casi dos minutos después.
—Pase, pero la próxima vez venga por la puerta de atrás —le indicó tras examinar con ojo crítico el sobre que Albert puso en su mano.
Caminó detrás de él y atravesaron lo que parecía un antiguo bar en desuso. No había más que algunas velas encendidas para no tropezarse. Subieron unas escaleras estrechas por las que se colaba el sonido de voces y risas, como si se tratase de una reunión social cualquiera. En el tercer piso se hallaba el lugar exacto del encuentro; un salón dividido en dos por una larga mesa ovalada, bastante mejor iluminado que el resto del inmueble. Una serie de ventanas cubría toda una pared. Se encontró allí con al menos quince personas de ambos sexos, que charlaban en grupos junto a sillones y butacas; apenas levantaron la vista para observar al recién llegado. La gran mayoría vestía con lujo y no todos portaban máscaras. Albert reconoció varias caras de la alta sociedad.
Observando que el sitio parecía más amplio que visto desde fuera, se acercó a un grupo al azar. Se hallaban enzarzados en una conversación respecto a lo que sucedería esa noche, sin ninguna discreción.
—¿A quién creen que contactará esta noche? —preguntaba una dama joven—. Sería interesante que por una vez invocara a uno de esos grandes personajes que dicen llamar en sesiones como esta.
—Pero eso es precisamente lo que les delata como farsantes, señorita; cualquiera puede fingir que es Cleopatra —le contestó un caballero—. Que sea capaz de traer a la sesión a alguien de nuestro pasado es prueba de su autenticidad.
—¿Es la primera vez que asiste? —se dirigió hacia Albert de pronto otra de las señoras, con una pequeña copa en la mano— Debe tener a alguien también con quien desee volver a hablar.
Siguiéndole la corriente, asintió con una sonrisa y se integró al círculo. Dudaba que, aunque fuese verdad, los miembros de su familia que mató quisiesen comunicarse con él.
Nadie hizo alusión al elixir, y veinte minutos más tarde apareció una mujer de cabello cano y vestido negro. Tras tocar una campanilla, convocó a todo el mundo a sentarse a la mesa. Cuando estuvieron en sus lugares, el mismo sirviente que le abriera la puerta del edificio comenzó a poner frente a cada uno de los invitados una pequeña copa de cristal. Trasladaba la cristalería en una bandeja de plata; sin embargo, no llevaba ninguna botella a la vista. Las personas que bebieron en la antesala de la sesión dejaron sus vasos a un lado. Mientras Albert observaba la suya a la luz del candelabro, aquel mozo desapareció por la puerta y la mujer comenzó con unas palabras de bienvenida:
—En esta noche sin luna nos reunimos otra vez para invitar a aquellos que se han ido, para servir de puente a sus deseos y manifestar su voluntad. —Tenía una voz profunda, imponente, y el rostro severo acorde. En la inmensa sala no se oía ni una sola respiración—. Procuren concentrarse y no se levanten de sus asientos suceda lo que suceda.
Les ordenó entonces tomarse de las manos, y así dio comienzo un espectáculo que no hubiese podido calificar de sobrenatural ni aunque se hallara bajo los efectos del alcohol; debió bajar el rostro un par de veces para que no vieran su sonrisa sarcástica. Luego de cerrar los ojos y murmurar palabras inentendibles, la médium señaló a alguien del otro extremo de la mesa, una viuda, al parecer, a la cual le informó que sentía la presencia de su difunto esposo. Le indicó que se concentrara en la imagen del hombre y momentos después, puso los ojos en blanco y el semblante se le crispó en una mueca de esfuerzo. De esa manera, comenzó a responder las preguntas de la emocionada dama con un tono de voz casi gutural.
Cuando despidió al espíritu, una vez que este ya hubo satisfecho su ansia de "comunicarse", repitió la pantomima con otras tres víctimas más. Todas ellas se creyeron a pies juntillas los supuestos mensajes que les entregó, con más o menos muestras de histeria. Parecía que el ritual tocaría a su fin luego de aquello, y Albert ya comenzaba a elaborar su informe verbal para William, diciéndole que todo fue falsa alarma, cuando la anfitriona les indicó que ya estaban autorizados para soltarse de las manos.
—Es tiempo de recibir la recompensa —comenzó a decir la mujer después de una pausa solemne. Volvió a levantar la campanilla, que hasta entonces permaneció sobre la mesa, y la hizo sonar un par de veces en el aire—, la muestra tangible de que el otro mundo y sus criaturas habitan entre nosotros.
A su llamado, el sirviente volvió a ingresar en el salón. Sobre la bandeja lucía ahora una elegante botella de cristal tallado, cuyo contenido color rubí relucía bajo las llamas de las velas. De manera ceremoniosa, la misma médium tomó en sus manos el recipiente y comenzó a depositar su contenido en los vasos de los comensales dando la vuelta a la mesa en el sentido de las agujas del reloj. Únicamente sirvió pequeñas porciones, sin siquiera llenar la mitad de la copa, pero nadie tuvo la osadía de cuestionarla. El asiento de Albert se hallaba a casi dos metros de la cabecera; cuando por fin fue su turno percibió de inmediato que el aroma de la bebida no se asemejaba a ningún licor que conociera, aunque lo sugiriese su color similar al del vino.
Era dulce y metálico, como sangre edulcorada con especias. Probó un sorbo y descubrió que aquel menjunje era más espeso de lo que parecía; abrazó su lengua como si fuese aceite. Sintió el impulso de llevarse el pañuelo de seda a la boca, pero se contuvo. Oyó cuchicheos y algunas exclamaciones, y cuando levantó la vista notó que la mujer volvía a ocupar su lugar ante la concurrencia. Sostenía una daga en una mano. Al frente, descansaba su respectiva porción de elixir.
—Lo que tienen ahora en su poder es una medicina perfecta como jamás ha creado un ser humano —dijo, y comenzó a alzar el filo de la reluciente arma—. Les enseñaré los alcances de esta agua de la vida, así dejarán de dudar.
Deslizó la manga de su vestido hasta desnudar el delgado antebrazo, tras lo cual lo extendió de cara a la mesa, de modo que todos los ojos pudiesen escrutar sus siguientes acciones. Realizó con el cuchillo un profundo corte vertical, propio de suicidas, y el torrente rojo empezó a fluir sobre la madera. La audiencia se inquietó; un par de caballeros se incorporaron con la intención de detener el disparate y algunas damas gritaron. A pesar de estar desangrándose, la médium les conminó a no interrumpirla con un gesto rotundo de su mano sana y todos en el salón se quedaron petrificados a la espera de verla desfallecer. Esta, sin alterarse ni evidenciar dolor, levantó la copa medio llena y la vació sobre la herida. Indistinguibles la una de la otra, la bebida se mezcló con la sangre sobre su piel cétrina.
El silencio mortal habría permitido oír el sonido de cada gota impactando en la superficie, una arteria vaciándose con cada vez menos impulso. Eso fue lo que ocurrió, y no porque la hechicera hubiese languidecido; la cascada comenzó a menguar, hasta que, unos tres minutos infernales después, el sangrado se detuvo de manera definitiva.
Se limpió la muñeca con la tela misma del vestido y la exhibió en lo alto. No había marca alguna sobre la carne blanca; la única evidencia de que alguna vez hubo sufrido una lesión era la mancha sanguinolenta que cubría la mesa.
—¡No puede ser, señora Cooper! —exclamó alguien que estaba próximo a la dama— ¿Cómo ha hecho tan prodigioso truco?
Se sucedieron exclamaciones similares, tanto de incredulidad como de alivio. Toda la concurrencia se levantó de sus sitios para ir a observar de cerca el milagro, y Albert hizo lo propio desde cierta distancia. Se llevó consigo la copa. Se preguntó cuál sería el dictamen de William si estuviese ahí.
—No es ningún truco, y son libres de seguir mi ejemplo y comprobarlo ustedes mismos —indicó la mujer después, e hizo un gesto hacia la daga junto a su asiento—. Pero no vayan demasiado lejos, que es demasiado preciosa para desperdiciarla así.
Albert vislumbró entonces el brazo de la mujer. Lucía indemne, a tal grado que las venas azules se avistaban a través de la piel. Miró de reojo el cuchillo, cuyo aspecto era feroz al estar ensangrentado, y pensó en sus palabras. Incluso desde su asiento pudo ver bien el instante preciso en que cercenó su propia muñeca; no había nadie más alrededor y no veía forma en que hubiese podido esconder un fluido falso en la mano desnuda, cuyo sangrado se prolongó por bastante tiempo. Aunque fuese un disparate, terminó por considerar darle el beneficio de la duda. Una pócima que lucía como sangre, capaz de curar heridas. De ser auténtica, ¿cuáles serían sus límites y de dónde pudieron obtenerla aquellos charlatanes?
Aprovechando el revuelo de conversaciones que se desataba alrededor de la mesa, tomó la daga y presionó la hoja. Era real; una línea carmesí se abrió en la yema de su dedo ante la simple caricia. Sumergió la punta del dedo dentro de la copa, como si estuviese agitando su contenido, y lo sacó al cabo de unos momentos. Sintió un destello expandiéndose en su mente, se le atascó el aliento en la garganta. Ahí, mientras lo examinaba, el corte superficial fue desapareciendo hasta que no quedó el menor signo.
Descubrirlo fue una sensación parecida a la que experimentó al invitar a William a casa, esa tarde en la iglesia del orfanato. El deslumbrante prodigio y las posibilidades extendiéndose para él. Cuando regresó a casa esa noche no fue capaz de conciliar el sueño, imágenes monstruosas se desplegaban ante sus ojos insomnes. No se atrevía a poner en palabras sus ideas ni tampoco de decírselas a su juicioso hermano, que hubiese podido guiarle por la senda correcta. Por el contrario, optaría al final por ocultarle el hallazgo que acababa de hacer.
—Fue una sesión de espiritismo sin más, aunque esa mujer realizó algunos trucos interesantes —le reportó a la mañana siguiente, durante el desayuno—, iré a otra reunión para asegurarnos, pero es posible que lo que vi fuese todo.
No le había mentido explícitamente, aunque en el fondo no creía que bastara para engañarlo. Se dijo que era solo una medida temporal, que se lo contaría todo una vez que descubriese el secreto de aquel grupo espiritista; de esa forma apaciguó su consciencia. Entonces el propio William decidiría qué hacer con ese nuevo recurso.
—Desearía poder acompañarte, pero ahora mismo es algo difícil —le había contestado él, con una sonrisa triste dirigida a la taza de té que Louis acababa de servir—. Debemos ser cuidadosos con nuestros movimientos hasta que nos deshagamos de él.
Los tres guardaron un silencio pesaroso. La ejecución de aquel hombre, Charles Augustus Milverton, era algo en lo que William llevaba trabajando un par de meses. Era un canalla en toda regla; no solo se dedicaba a la extorsión como mero entretenimiento, sino que también fungió como autor intelectual de algunos crímenes por encargo y ocasionado la muerte de inocentes. Iba tras la pista del Lord of crime desde que este se interpusiera en su camino para ensuciar la reputación y sacar del medio a Adam Whiteley, quien fuera miembro de la Cámara de los comunes. Luego de aquello su hermano no estaba dispuesto a dejarlo vivir aunque le significase la ruina anticipada.
Mientras él afinaba su plan e impartía clases como profesor de matemáticas en la Universidad de Durham, Albert encontró tiempo libre para acudir a otra sesión para comunicarse con los muertos. Llevaba ahora un generoso donativo que no creía que la señora Cooper y su asistente pudiesen rechazar.
La ceremonia transcurrió de igual forma que la primera, una breve tertulia a la que siguió una puesta en escena aderezada con una gran dosis de sugestión. El plato principal llegó tarde y lo sirvieron con menos esplendor que la vez pasada; la mujer invitó a un voluntario a hacer la prueba, pero incluso entre los valientes nadie quiso ofrendar más que un corte en el dedo o en la palma. Albert observó todo con discreción; aguardó hasta el momento en que los comensales se retiraron para abordar a la médium.
—Hoy la sesión estuvo magnífica, señora —dijo haciendo una leve reverencia a la dama, que se hallaba entonces ante la entrada del salón—. Sus poderes no dejan de anonadarme, ¿cómo es posible que no sea famosa en todo Londres?
La mujer le recorrió de pies a cabeza con una mirada que parecía traspasarle la piel. Después, extendió la mano. Como el protocolo requería, Albert tuvo que besar su dorso; mantuvo los ojos abiertos y enfocados en ella durante esta acción.
—Algo como la fama no es nuestra prioridad, sino la comunión con los espíritus. Es como un servicio social, comprenderá usted, señor Moriarty.
—Me halaga que recuerde quien soy —dijo, con una sonrisa un tanto sugestiva. Como esperaba, aquella médium la correspondió.
—Recuerdo el nombre de cada huésped que entra en mi casa; yo misma recibo todas las solicitudes y las respondo.
Extendiendo el brazo en un gesto que abarcaba el salón que tenía detrás, Albert se inclinó.
—Quisiera hablarle sobre algo, ¿cree que tendrá un momento para mí?
Conversaron bajo las luces titubeantes durante largo tiempo. Procuró no ir directamente al motivo de su interés, sino que se dedicó a cubrirla de cumplidos y a manifestar su fuerte creencia en el espiritismo y el más allá. Cuando la mujer se mostró menos reticente sacó el tema de la poción sanadora, le confesó que la curiosidad lo desbordaba. Deseaba, siempre y cuando fuese posible, conocer su proceso de elaboración; estaba dispuesto a pagar una buena cantidad de libras para recibir ese privilegio. Si es que eso no era suficiente, le insinuó la posibilidad de darle su patrocinio para aumentar su popularidad y conseguir un mejor sitio de reunión.
Estuvo seguro de haber visto aletear la codicia en sus ojos, pero en el último instante le despidió diciendo que aunque era una propuesta muy tentadora, ella y sus compañeros necesitarían meditarlo. Aun así, aceptó 100 libras de su parte a cambio de una muestra de la pócima que sacó de un aparador asegurado con un candado.
—No es el primero que la adquiere entre nuestros miembros, pero ha de saber que no es inagotable —le advirtió—. Venga dentro de dos noches y le tendré una respuesta.
Mientras transcurrió tal lapso de tiempo, sus dudas se multiplicaron. Examinaba de forma incansable el frasco de vidrio que contenía el enigmático elixir; debió luchar con el estrés que le ocasionaba la idea de que alguien lo sorprendiera con él. Podía bebérselo o probar de nuevo su eficacia; sin embargo, algo le impedía llevar a cabo cualquiera de las dos posibilidades. No podía verlo esfumarse hasta conocer su origen. Cuando llegó la noche de la cita, procuró salir sin que ninguno de sus hermanos o Moran lo notasen y eligió tomar un taxi, medida necesaria pero que incrementó su sentimiento de culpa. Si fallaba en esta oportunidad, tendría que pedir el consejo de William de una vez por todas. Le confiaría su dilema y él hallaría la solución; solo esperaba no decepcionarlo.
Durante el trayecto comenzó a llover amargamente, y al arribar al edificio apenas transitaba ni un peatón por las neblinosas calles. Le alegró que fuese así. Cuando tocó a la puerta, abrió el ya conocido asistente de la médium; dándole una una ligera inclinación de cabeza, le hizo pasar y lo condujo hacia un pequeño cuarto del primer piso, cuya existencia no había registrado. Estaba detrás de lo que alguna vez debió constituir un mostrador de madera. La señora Cooper le esperaba allí, bebiendo una taza de té negro; junto a esta se hallaba una silla vacía y un recipiente con terrones de azúcar. La tetera estaba a su espalda, en un estante. Al verle entrar, se levantó para despedir al sirviente.
—Supongo que ya tiene su respuesta para mí, señora Cooper —dijo él luego de los respectivos saludos, mientras se quitaba el sombrero y dejaba el maletín sobre la silla desocupada.
—Hablemos de eso con calma, señor Albert Moriarty —contestó, remarcando su nombre y echando una mirada significativa al maletín—, por favor siéntese y acompáñeme.
Lo hizo y ella llenó su taza hasta casi el borde. Se preguntó, fugazmente, si habría puesto un poco del elixir en aquel té, si sería su manera de aceptar su propuesta. No fue el caso: era solo té tibio, poco concentrado. Ella empezó a sonreír y cada una de sus arrugas se remarcó en su rostro, como si intuyera lo que pensaba.
—Ya le he dicho que nuestra poción especial no es ilimitada —señaló—, es verdad que los miembros pueden recibirla a cambio de una donación, pero no es algo que pueda producirse a gran escala.
—Si el problema no es económico, ¿entonces se debe a sus ingredientes?
—Ha acertado. Es un problema para nosotros, realmente —dijo, y clavó sus penetrantes ojos, ahora serios, en los suyos—. Si quiere conocer la forma en que la obtenemos, le pediré no solo el aporte monetario al que se comprometió, sino su cooperación. Tendrá que darme su palabra aquí y ahora, además de jurar no revelarlo a nadie.
Aunque Albert no creía que aquella mujer fuese más que una estafadora, había algo espeluznante en el ambiente a su alrededor cuando se refería a este tema en particular. Emanaba un oscuro convencimiento en su creencia.
—Le doy mi palabra, en la que descansa el honor de la familia Moriarty, de que le prestaré mi ayuda y que no se lo diré a ninguna persona —contestó—. Me honraría colaborar con la creación de algo tan revolucionario.
En cierto modo, él tampoco mentía. No estaba en posición de dejar ir el secreto de la poción sanadora si estaba en sus manos conseguirlo, o no estaría cumpliendo con la misión que le encomendara William. La mujer debió quedar satisfecha con la determinación que demostraba, porque pronto le pidió que dejara el maletín con el dinero y le siguiera fuera de la habitación. En el vestíbulo oscuro, sacó la campanilla que le viera usar en las sesiones y la agitó un par de veces. Su fiel lacayo llegó desde el fondo del pasillo y ella le explicó:
—El señor Moriarty y yo bajaremos. Adelántate y da aviso.
Lo vio desaparecer por el corredor y, tras unos momentos, la señora Cooper le indicó que fuesen por aquel mismo camino. En vez de dirigirse a las escaleras, entraron a una habitación del fondo. No había nada en su interior salvo viejos muebles cubiertos por sábanas y una trampilla levantada en el centro, la cual naturalmente era el objetivo de la expedición. Al asomarse a ella, solo vislumbró una luz al fondo, pero las escaleras estaban en completa oscuridad.
La médium se internó en los escalones, que crujían a cada paso, y le invitó a seguirla. Lo hizo a pesar de que la razón le hacía saber que estaría en una situación desventajosa si terminaba encerrado con varios enemigos en un sótano. Llevaba un arma en el bolsillo interior del abrigo y tendría que bastar. El aire hedía a moho y a tierra conforme descendían. Al llegar al final, se encontraron con una única puerta cerrada, cuyo pomo su anfitriona asió.
—Pase usted primero, ya que es nuestro invitado. —Le impulsó tras dejarla entreabierta.
Empujándola despacio, se dispuso a entrar. Entonces, la curiosidad que sintiera se tornó en desconcierto: a primera vista no halló sentido a la escena que vio allí. Se tomó unos instantes para procesarla. Después, la garganta se le cerró, los ojos se le podrían haber salido de las órbitas y no se habría dado cuenta. El sombrero se le resbaló de la mano.
En aquella especia de bodega con techo bajo, había una una figura atada a una silla. Era pálida como un espectro y de una delgadez antinatural; bajo las lamparas de aceite relucía su piel adherida a los huesos largos. Estaba completamente inmovilizada con con correas de cuero en los tobillos y en la cintura, mientras que a los brazos se les restringía el movimiento con cuerdas sujetadas a los reposabrazos. Poseía un largo cabello rubio que le caía por la espalda y encima de los hombros enflaquecidos; del rostro, que caía exangüe, ninguna imagen se podía obtener porque tantos los ojos como la boca permanecían ocultos por mordazas. La túnica que le cubría el cuerpo, una especie de camisón blanco, estaba sucio de polvo y salpicado de manchas rojas, aunque no tenía ninguna herida visible.
Al despegar la vista de ella, Albert reparó en que dos cubos la flanqueaban desde el suelo. También había una mesa con otros elementos, junto a la cual estaba el sirviente y otro sujeto más que le era desconocido.
—¿Qué es todo esto, señora Cooper? —la increpó girándose hacia esta. Notó que ya había cerrado la puerta detrás de sí— ¿Qué es lo que están haciendo con esta pobre mujer?
—No se apresure en concluir que esta criatura es una víctima —dijo la médium con frialdad, y caminó dos pasos hasta quedar frente a la prisionera—. No es un ser humano. Es un demonio que no dudaría en romperle el cuello si pudiera liberarse.
Claro está que pensó que todo era una locura, el delirio de una demente y su séquito. En los segundos en que ella se agachaba como si fuera a recoger uno de los recipientes, Albert sopesó el riesgo de desenfundar la pistola. Creía poder ser lo bastante veloz para dar muerte a los tres, pero descartó la idea cuando la médium le pidió que mirara hacia cierta dirección. Recogió su sombrero e hizo lo que le indicaba. Sin que lo hubiese advertido, acababa de hacerle un pequeño rasguño en la cara interna del brazo, que parecía hecho de papel. No obstante, la afectada no dio ningún signo de estar despierta o siquiera respirando, y al cabo de un instante la piel se regeneró ante sus ojos como si tuviese voluntad propia e independiente.
Retrocedió un paso, estremecido por un sentimiento indescriptible. Incluso aunque no contase con el intelecto de su hermano William, dedujo lo que la señora Cooper procedió a desvelar:
—El ingrediente principal de nuestra poción es la sangre de este ser invulnerable a todo daño. Una sangre imperecedera.
Observó de nuevo a la mujer maniatada, luchando con la incredulidad. Percibió el regusto metálico de la sangre desde la primera vez que probó el elixir y había comprobado en sí mismo su poder. No era posible que fuese un alucinógeno o simple sugestión. Le exigió a la hechicera que le explicase en detalle aquella historia, si esperaba que la aceptara.
—Le atrapamos gracias a la información que nos dio uno de nuestros miembros —empezó a decir, mirando a sus dos aliados, que observaban a Albert con resquemor—, y desde entonces damos buen uso a su poder diabólico. Pero su sangre exige sangre, y esa es la dificultad de la que antes le hablé.
Haciéndole un gesto para que se aproximase a la mesa, le contó que aquel ser de las tinieblas se alimentaba de sangre humana y que esa era la principal razón de que luciera en tal lamentable estado. No debían darle alimento suficiente para que recuperara el vigor, porque de ocurrir encontraría la manera de liberarse y continuar con sus malvados actos. Sin embargo, si se convertía en un caparazón reseco no podrían extraerle el suficiente fluido para preparar la poción.
—Le realizamos sangrías, pero se cura tan rápido que no es nada fácil conseguir las onzas necesarias —explicó la dama. Sobre la mesa de madera gastada había un jarrón casi vacío, y a su lado una mezcla de instrumentos quirúrgicos ensangrentados y recipientes con especias—. Si pudiéramos llenar un galón tendríamos suficiente para un par de meses.
—Eso la mataría, ¿no cree? Y sería una pena destruir un recurso tan valioso —observó Albert con cinismo.
—No morirá con solo desangrarse, aunque entonces perdería utilidad. Por eso necesitamos su ayuda. Requerimos un suministro de sangre fresca para insuflarle durante las sangrías.
Se lo propuso con entera seriedad, y Albert se preguntaba con cierta repulsión de quien habrían estado obteniendo el alimento hasta ese día para la criatura. No de los invitados de alcurnia, por supuesto.
—Agradeciéndole su confianza, le prometo que haré lo posible por conseguir una fuente de alimentación para ella —contestó luego—. Le confesaré que jamás me vi en necesidad de algo parecido, por lo que puede que tarde un tiempo.
—No creo que le lleva tanto. En los barrios bajos del East End, por ejemplo, hay gente que haría cualquier cosa por dinero. —Enfatizó con una sonrisa macabra—. ¿Quiere una demostración del proceso de la sangría?
Se negó con la excusa del tiempo que tal cosa iba a llevar, y explicó que su familia le esperaba en casa. El aire allí le resultaba ya asfixiante y le era difícil ocultarlo.
—Vendré al siguiente ritual y le daré noticias.
Siguiéndola, enfiló la marcha hacia la puerta. Cuando estaba a punto de cruzarla, sin embargo, oyó que alguien le llamaba. Era una voz débil que fue fortaleciéndose conforme repetía:
«Ayúdeme, vuelva por mí».
Se congeló al pie de las escaleras y volvió la vista hacia el cuarto que seguía abierto. La voz era suave, aguda y parecía provenir del interior de su mente como una especia de eco. La misteriosa mujer inconsciente continuaba firmemente atada, sin levantar la cabeza.
«Venga durante el día. Si me ayuda, le pagaré».
—¿Qué ocurre, señor Moriarty? ¿Olvidó alguna cosa? —le preguntó la médium, que comenzaba a subir los escalones delante de él.
«En el día, vuelva en el día».
La siguió sin responder nada. Aquella voz continuó susurrando en su mente hasta que alcanzaron la primera planta y la compuerta del subsuelo se cerró con un golpe. Se sintió tan impresionado por el hecho que no estuvo seguro de si su rostro lo demostró o no. Al salir afuera la lluvia había cesado y la calle estaba enfangada. Se subió al carruaje dudando de la realidad que veía, incluso hasta del aire helado que aspiraba. Le temblaban las manos con violencia cuando las extendió ante sí. No conseguía serenarse, así que le pidió al taxista que diera un par de vueltas antes de llevarlo cerca de la mansión.
Estaba claro que debían deshacerse de la espiritista, pero ni llegado a este punto fue capaz de contárselo a su hermano. Dentro de tres noches él partiría a ajustar cuentas con Milverton y el futuro a partir de ahí tal vez cambiara para los tres. Podía esperar, pero puede que la ocasión precisa se esfumara. La súplica apremiante de esa criatura le era imposible de ignorar. Como una sirena lo llamaba a las profundidades. Decidió pues, sumergirse en ese mar de enigmas.
Le pidió a Moran que vigilara el sitio durante un día completo. No le fue fácil que accediera ya que detestaba seguir sus órdenes, pero acabó aceptando de mala gana al recordarle que era una misión que William dejó a su cargo.
—Solamente dos tipos entraron y salieron por la tarde, cerca del atardecer. Parecían gente común —le informó en su despacho, una vez cumplida la tarea—. ¿Qué se suponía que estaba pasando ahí? ¿No era una especie de culto?
—Mañana lo verás. Entraremos —decidió, sorprendiéndose así mismo—. Nos bastamos solo nosotros dos.
—Oye, tenemos una misión más importante dentro de poco —se quejó—, no hay tiempo para preocuparnos de esto ahora.
—¿Se oxidaron tus habilidades? Y yo que creía que desbaratar a unos estafadores sería cosa sencilla para ti. Quizás debí pedirle ayuda al maestro Jack, aunque esté retirado.
Su cara se crispó y le fue difícil no reírse. Afortunadamente sus hermanos no oirían sus reclamos, puesto que se encontraban en Durham y no llegarían hasta el día siguiente.
—¡Yo solo me basto para algo así! Deja al viejo fuera —exclamó, dando una palmada sobre el escritorio.
—Esa es la actitud que quería ver. Alístate para mañana temprano.
No existía vigilancia alguna en el edificio y aquellos hombres eran unos aficionados; el único problema sería qué hacer con la mujer cautiva una vez liberada. No podía correr el riesgo de darle alojamiento en la mansión ni confiarle su custodia a nadie. Si era como la médium aseguró y exhibía su peligrosa naturaleza, arriesgar a los suyos no estaba en discusión. Tuvo la ocurrencia de reservar una suite en un hotel de renombre para una pariente con frágil salud que no podía ser molestada en ningún momento; ni siquiera el servicio tendría autorizada la entrada sin su autorización.
Salieron hacia el lugar poco después del alba, pero aguardaron desde la intersección del frente durante un par de horas. Observaron a la gente que se dirigía a sus trabajos, a los tenderos que levantaban toldos y abrían sus establecimientos, pero ni un alma se acercó ni salió del inmueble. Eran cerca de las diez de la mañana cuando Albert se decidió a irrumpir.
Observó las mantas de lana que había dispuesto en el asiento libre para ocultar sus formas y cerró las cortinas como última precaución. Moran, que desconocía los detalles sobre lo que harían allí, le observaba con extrañeza.
—Lo que no me hayas dicho es tiempo de que lo hagas —espetó.
—Es posible que haya una persona cautiva —explicó, sin darle vueltas—. Si es que aún vive.
—¿Es todo?
—¿Qué otra cosa podría haber? Por ella tenemos prisa. Vamos.
Tras rodear el sitio, ingresaron por la puerta de atrás, la misma que el sirviente de la señora Cooper le había indicado usar la primera vez que fue; daba a un callejón desolado donde solo les vigilarían las ratas. Cedió con un golpe dándoles paso a la oscuridad de sus pasillos y cuartos, pues todas las ventanas estaban cerradas y cubiertas por cortinajes. Del mesón en penumbras Albert se tomó la libertad de tomar un candelabro con velas a medio consumir, las que encendió con las cerillas que llevaba Moran.
Con pistolas en mano y la nueva fuente de luz recorrieron el primer piso, pero nadie salió a su encuentro. Albert recordaba el camino hacia el sótano; sin embargo, esta vez la habitación estaba cerrada y su cerradura opuso mayor resistencia que la anterior. Alejándose medio metro, Moran procedió a disparar dos veces. El sonido del arma pareció sacudir los muros además de desprender las bisagras.
Luego de empujar la puerta caída y entrar, se abrieron paso por la estancia. Albert examinó las tablas del piso hasta dar con la escotilla. Al encontrar esta, justo en el centro como recordaba, le indicó a su compañero que disparase allí.
—Evita desperdiciar balas, bastará con un tiro.
—No me digas qué hacer; ni parece que haya nadie.
Esperaba que fuese así, pero no descartaba que hubiese alguien abajo. El agujero que se abrió a sus pies lucía inescrutable ahora, a falta de luz al fondo. Extendió el brazo para alumbrar con las débiles llamas de las velas antes de comenzar a bajar; el aire rancio amenazó con extinguirlas. El sonido de la voz le vino a la memoria y deseó que volviera a manifestarse, que le guiara, pero solo oyó sus propios pasos y los de Moran detrás de él. Cuando llegó al último escalón lo hizo con el pulso agitado, la mano le temblaba al intentar girar el pomo. Estaba cerrada como todas las anteriores, y debieron forzarla de la misma manera.
Escudriñó el lugar en cuanto puso un pide dentro, y se apresuró en posar el candelabro sobre la mesa. Las ropas blancas de la mujer flotaron en su visión al volverse deprisa hacia la dirección donde se encontraba sentada, como materia de un cuerpo fantasmal. Pero eran lo único que dio la impresión de moverse; al agacharse enfrente de ella, comprobó que su piel estaba fría y que no parecía respirar.
—Ayúdame a desatarla —le pidió al otro, a pesar de sus temores de haber llegado demasiado tarde.
—¿Está viva? No lo parece.
—Su corazón late, aunque apenas —respondió, tras poner el oído contra su pecho durante unos segundos—. No perdamos tiempo.
Le quitó la venda que le cubría los ojos y después procedió con la que tapaba su boca. Quedó al descubierto un rostro consumido, de una palidez cadavérica, más parecido al de una muñeca de porcelana rota que al de una mujer. Mientras Moran desprendía las correas de sus brazos y cintura, Albert intentó despertarla.
—Señorita, ¿puede escucharme? La sacaremos de aquí. —Pero todas sus palabras fueron inútiles, no solo no recuperaba la consciencia, sino que sus miembros estaban rígidos, como si producto del calvario que experimentó hubiese quedado petrificada en su asiento—. Por favor despierte.
Cada vez mas decepcionado, le pidió a Moran que la cargara y paseó por el cuarto alumbrando los rincones, buscando algo sin saber qué podía ser. Había frascos de vidrio vacíos, cuerdas y otros bártulos amontonados, completamente inútiles. La voz de ella, si es que había sido real y no producto de su mente sugestionada, no regresó.
—¿Qué estás buscando? Vámonos de aquí antes de que lleguen esos tipos —espetó Moran con la joven en brazos, aguardando en el umbral. Fue la advertencia que necesitaba para recuperar la sensatez.
Subieron por el tramo de escalera de forma cautelosa, deteniéndose para oír cualquier sonido que delatara una intromisión por sobre el crujir de los peldaños. El edificio continuaba igual de silencioso, con solo el soplo de corrientes de aire atravesando sus estancias. Tras salir, Albert cerró la trampilla dándole un puntapié. Especuló que era habitual que los secuaces de la médium no estuvieran hasta el atardecer, y que por ello la mujer secuestrada le instó a regresar durante las horas de sol. Serían un problema más del que ocuparse después.
Salieron por la misma puerta trasera y se encaminaron hacia el coche tan rápido como pudieron. No vio a nadie sospechoso pululando por los alrededores; sin embargo, al cruzar la avenida su mirada acabó regresando a la mujer inconsciente en brazos de Moran. Algo extraño estaba ocurriéndole, advirtió con horror: la piel de su rostro y brazos, que quedaban al descubierto, comenzaba a enrojecer e inflamarse a una velocidad anormal, como si sufriera una quemadura de sol.
—Cúbrela con tu abrigo, rápido. El sol le está dañando la piel —le pidió, sin creérselo todavía.
—¿Qué demonios? Hoy está nublado. —De mala gana siguió la orden y tapó su rostro, aunque ya estaban a punto de llegar—. Está fría como un témpano.
Al llegar al carruaje, Albert quitó las mantas del asiento y envolvió con ellas su cuerpo rígido antes de acomodarlo de espaldas. Le indicó entonces a Moran la dirección del hotel, y este fue a instalarse en el lugar del conductor, no sin increparle sobre qué planeaba hacer ahora.
—Me encargaré de brindarle atención médica —mintió—, y voy a esperar a que despierte. Ya nos encargaremos de los responsables luego.
Por su mirada notó que no le creía, pero no le importaba. Dentro de poco Moran estaría demasiado ocupado siguiendo las directrices de su hermano como para preocuparse por aquello. Tomó asiento frente a la mujer inconsciente y observó su cara medio oculta, casi sin pestañear. A pesar de todos los elementos inexplicables que la rodeaban, no podía creer que se tratase de un ser demoníaco. Aquello desafiaba a la razón, le hacía sentirse perdido y necesitado del consejo de William. Para tranquilizarse se dijo que este sería el final; pronto estaría en posición de compartir el secreto con él y recibir sus siempre certeras opiniones.
Despidió a Moran en la puerta del hotel; él estaba dichoso de librarse del asunto, por lo que no hizo intento de cuestionarle por primera vez en el día. Luego de eso, Albert subió a su invitada por sí mismo en el elevador con ayuda de un empleado y pagó una cuota extra por discreción, además de solicitar nuevamente que no se le molestara. En lo que duró el trayecto sopesó la idea de mandar a pedir la visita de un doctor, como le aseguró al coronel, pero el peso del secreto que llevaba entre las manos le impidió decidirse. No podría explicar su condición, ni tampoco permitiría que la alejaran de él antes de que abriera los ojos.
La cama en que la depositó tenía un ligero dosel blanco que no era suficiente para resguardarla de la luz solar, que aunque débil ya había dejado enormes manchas rojizas en su piel. Descorrió las cortinas que daban al pequeño balcón y se dispuso a encender las velas. Alimentaba la esperanza de que de sumirla en esa cómoda quietud acabaría despertando, o que al menos se volvería a manifestar de una forma o de otra. Observó su figura raquítica sepultada entre sábanas de seda y mullidos almohadones, y el temor a estar equivocándose quiso alcanzarlo otra vez. Para evitar caer en su influjo se concentró en su semblante, sentado a corta distancia. La voz que antes oyó era demasiado débil para poderla identificar, pero cuanto más la veía bajo el resplandor de la vela más se fortalecía en él la sensación de familiaridad. Había conocido a decenas de damas en encuentros sociales, no le hubiese extrañado haber coincidido con esta en alguna ocasión.
Alternó entre escrutar su cara y su reloj de bolsillo, impedido de hacer más. Las horas transcurrieron con terrible lentitud, durante las cuales apenas se levantó para dar paseos por entre el dormitorio y la sala de estar. Sin deseos de probar bocado, pidió una botella de vino cerca de las cinco de la tarde y bebió recordándose que a esa hora sus hermanos ya deberían haber llegado a Londres. Él mismo tendría que regresar a casa a más tardar a la mañana siguiente; si para entonces no habían cambios debería buscar a alguien que se ocupara de cuidar de ella, posibilidad que no le hacía gracia.
El cielo comenzó a oscurecer, las nubes se disiparon y permitieron apreciar el brillo de algunas estrellas, pero no retiró ninguna de las cortinas. Regresó a su sitio con desaliento y se hundió en él. No creía tener suficientes energías para aguardar en vela toda la noche, y aunque trató de concentrar la atención sobre las llamas, la vista empezó a nublársele al cabo de un tiempo.
Al estar ocupado en mantener a raya la pesadez de la somnolencia, en primera instancia no percibió ningún cambio. La suite lucía bien iluminada y el silencio era absoluto, como si la vida se hubiese extinguido. Entonces, mientras se restregaba los ojos por tercera o cuarta vez, oyó un deslizar de prendas sobre prendas, un frufrú poco audible que creyó producto del sueño incipiente que casi le atrapa. Inclinado el rostro hacia abajo como lo tenía, no vio movimientos ni señales alarmantes, hasta que una sombra apareció delante de sus pies. Al enderezarse para ver su procedencia, descubrió que la figura inerte ya no yacía sobre la cama, sino que estaba de pie, a menos de un metro de su posición. Ahora erguida, la apariencia de la mujer era incluso más espeluznante, con los miembros y el rostro afilados por la extrema delgadez. El camisón colgaba de sus formas y se movió a su alrededor, vaporoso como el de un espíritu, al dar esta un par de pasos.
Era Albert quien se sentía petrificado en su asiento ahora, todavía sintiéndose absorbido por una ensoñación que se volvía siniestra por segundos. La criatura continuó acercándose a él. Al llegar, se inclinó para tomarle la cara con sus manos gélidas. No podía huir de aquellos ojos azules, que parecieron meterse en su mente y hurgar en sitios a los que ni él tenía acceso.
—Duerme —pronunció la voz que antes le pidió ayuda, aunque en esta ocasión también se movieron los labios en concordancia.
Perdió el sentido al instante, antes de que pudiese procesar lo que acababa de suceder. Una oscuridad infinita le sustrajo, sin más apariciones ni pesadillas, y no le liberó hasta una hora después.
Se despertó sin recordar donde se hallaba, adolorido por estar mucho tiempo en la misma posición y con un mal presentimiento. Este se hizo realidad apenas se fijó en el lecho desocupado; sufrió un aluvión de imágenes perturbadoras que le hicieron estremecer. Aquella mujer estaba despierta, en paradero desconocido. Se incorporó rápido, causando que la silla se tambaleara, y corrió hacia la sala contigua, que encontró vacía también. Abrió la puerta y se asomó a ambos lados del pasillo, sin saber dónde exactamente buscar. Si alguien la veía luciendo de esa manera temía que se desatara un alboroto.
Recorrió todo el quinto piso y después los cuatro inferiores, cada vez más alarmado. Se recriminó por bajar la guardia ante el ser, por creerse que todo estaría bajo control aun cuando su existencia estaba rodeada de hechos inauditos, al menos hasta donde había podido presenciar. Tal vez ya estuviera en las calle y sería su culpa lo que pudiera suceder por haberla liberado. Con la idea de alertar en recepción que su pariente había escapado mientras sufría un episodio de sonambulismo, subió de nuevo a su cuarto para buscar sus pertenencias. Saldría después a recorrer las calles aledañas en tanto se la buscaba en el edificio, esperando que el personal diera con ella antes que un huésped.
A abrir la puerta, se le erizó la piel. Entró y cerró deprisa, dominando el sentimiento de aprensión que equiparaba al de alivio. La extraña mujer estaba allí, dándole la espalda en medio de la sala, con la melena rubia y espesa reluciendo al ser acariciada por la luz. Albert se encaminó hacia ahí procurando no hacer ruido. Sin embargo, cuando estuvo a escasa distancia, ella se volvió con un movimiento fluido que le hizo frenar como si lo hubiese empujado. Tal impresión fue reforzada por su apariencia, una que no guardaba semejanza con la deteriorada imagen anterior.
—No se asuste, Albert —le habló con un tono dulce, como si fueran antiguos conocidos—, ¿ese es su nombre, no es así? Lo escuché desde mi celda.
El rostro que tenía delante lucía lozano y lleno en sus delicadas facciones, sin rastro alguno de lividez. Lo mismo podía decirse del resto de su cuerpo, que parecía haber recuperado su contextura y proporciones normales. Tenía los ojos cristalinos, que le observaban de cerca con una mirada felina, atenta a cada uno de sus gestos. Incluso las quemaduras solares se habían atenuado, y ahora era visible el lunar que tenía debajo de uno de sus ojos. El toque feroz de su estampa radicó en que tenía la barbilla manchada de sangre fresca, así como el cuello alto del camisón.
—Creí que había escapado, ¿se puede saber dónde estuvo? —dijo, prestando la misma atención a sus movimientos. Ahora que podía verla bien, creía haber descubierto a quien pertenecía esa cara, no sin algo de sorpresa—. Señorita Irene Adler.
Sonrió, aparentemente encantada, y dos largos colmillos sobresalieron de su boca.
—Debía reponer fuerzas, y para eso he ido a visitar el barrio. No creo que haga falta darle más detalles.
—Si hirió a uno de los huéspedes me temo que no lo podremos ocultar —dijo, intentando que no sonara como una amenaza. La espiritista le había hablado de ella como de un monstruo incontrolable, y aunque no quisiera dar crédito a sus sentencias, tenía la prueba viva ante sus ojos.
—No te preocupes por eso, nadie ha perdido la vida en este lugar —contestó, aligerando el tono—. ¿Te importa si te habló de este modo, Albert? Ahora que los dos hemos descubierto los secretos del otro, no me parece que tenga sentido mostrarnos distantes.
—¿Secreto mío? No veo cómo usted…
—Puedo hacer ciertas cosas, ¿sabes? —le interrumpió, y mientras le hablaba caminó resuelta hasta el lavabo de manos que había en un rincón de la enorme suite—. Los secretos que guardas en tu mente están a mi alcance mientras estemos cerca el uno del otro.
Esta aseveración le hizo sentirse algo escandalizado, así como expuesto y en peligro. Irene, que iba descalza, se enjuagó la sangre del rostro sin inmutarse. Después se secó cuidadosamente con una toalla y solo le volvió a mirar, a través del espejo ovalado, cuando terminó de acicalarse.
—Te estoy agradecida por ir en mi ayuda, así que no creas que te delataré; tampoco es que esté en posición de hacerlo. Todavía no me he deshecho de mis perseguidores.
—No había nadie cuando fuimos por usted —repuso Albert, y con cautela tomó asiento en uno de los sillones—, supongo que esa fue la razón de que me pidiera ir durante el día.
—Fue un riesgo que debí tomar, o habrían acabado cortándome en trozos. No les bastaría con diluir mi sangre por mucho tiempo.
Se sentó enfrente de él y cruzó las piernas como haría una dama común y corriente; oculta la dentadura mortífera, lo parecía se la mirara por donde se la mirara. Albert le había dedicado escasa atención a las historias y creencias sobre vampiros, que como cualquier otra superstición o leyenda, siempre estuvieron más allá de su interés. Esta revelación ponía en entredicho muchas verdades que daba por absolutas, y ni siquiera estaba seguro de por dónde comenzar a preguntar.
Todo lo que sabía referente a Irene Adler es que solía ser una actriz y cantante de ópera, aunque como ahora veía, esa era solo la superficie.
—¿Cuál era el verdadero objetivo de esa gente? —dijo, más que nada por seguir el hilo conductor.
—El dinero. Con excepción de la sangre que me robaron todo el resto era pura falsedad. —Se reclinó contra el respaldo y clavó la vista en la mesa de centro que les separaba—. ¿Es mi sangre lo que quieres de mí aún? Puedo darte un poco como pago, pero debo aclararte que no es la cura milagrosa que te hicieron creer.
No esperaba que lo fuera después de enterarse de su origen, y aunque pensó acerca de aceptarla por si llegaba a presentarse una situación crítica que justificara su uso, tuvo que rechazar su ofrecimiento. Tenía que actuar de forma paciente y con cautela.
—Por ahora te pido que permanezcas aquí —agregó, dejando a un lado también los formalismos—, al menos unos días. En este sitio no te encontrarán tus captores.
—No podría rechazar una invitación tan favorable —contestó ella sonriendo—, ¿hay algo más que quieras preguntar? Antes de que debas regresar a casa, donde te esperan.
—Muchas cosas, pero me conformo con una: ¿cuántos más aparte de ellos saben lo que eres?
Un destello de curiosidad apareció en sus ojos y se inclinó hacia delante, agrandándolos, como para estudiar mejor su expresión.
—Solamente los tres que conociste y el hombre que me delató. Sin incluirte a ti, Albert James Moriarty, por supuesto.
Confiar en la palabra y el honor de un ser como ella tras apenas conocerse sería una idiotez; por lo que no era una idea descabellada el creer que llegaría a considerarlo un obstáculo junto con todos quienes conocieran su verdadera identidad. Se dijo así mismo que esta era la razón para no revelarle a sus hermanos acerca de su persona: no podía arriesgarlos a un peligro innecesario cuando en ese momento tantos otros los acechaban.
Tras indicarle que pediría que alguien del hotel se ocupara de inmediato de proveerle ropa y los enseres personales que pudiera necesitar, se despidió de la insólita criatura. Haría lo posible por regresar a la noche siguiente, aunque no estaba seguro de poder.
—Estaré esperándote, extrañaba charlar —dijo Irene, levantando la voz desde el sillón para que la oyese antes de cerrar la puerta.
Similar a la noche posterior al primer encuentro espiritista, cuando fue testigo del poder de esa extraña sangre, los acontecimientos del día le calaron profundamente una vez a solas, con el frasco que todavía llevaba en el bolsillo como única prueba de que lo experimentado fue real. Lo apretó con fuerza, estremeciéndose por un sentimiento entre el pavor y el asombro. Había estado a merced de Irene Adler, y pese a no haberla visto actuar no dudaba de que hubiese podido asesinarlo con sus manos; si estaba ileso aún se debía por completo a su capricho.
No necesitó dar explicaciones al regresar a casa; se escudó en sus obligaciones usuales y nadie hizo ningún comentario. Su pequeño núcleo familiar, que incluía por extensión a Jack Renfield y Sebastián Moran, estaba entregado a las preparaciones para el día siguiente. William de nuevo no dormiría hasta desplomarse.
—Dependiendo de lo que suceda, mañana les informaré sobre la última parte del plan —les dijo entonces, cuando se reunieron en el salón—. Para esta hora todo habrá terminado.
A pesar del apoyo que le manifestaran tanto Louis como él, Albert era consciente de que William estaba solo al llevar el liderazgo. En todo momento había existido una poco apreciable distancia, una línea que se esmeraba en trazar, la cual respetó porque era lo que su hermano quería y porque les facilitaba continuar con sus propósitos. Ir en contra de ello, solía creer, podría causarle mayores penurias, aunque fuese una postura egoísta. Por ese motivo, desde que se deshizo de su familia biológica no lo cuestionó jamás; se amoldó a su autoridad natural y dependió de él. Un guía infalible, cuyos pasos siempre se internaban en el camino correcto aunque este fuese indistinguible para Albert.
Aquello incluiría guardar silencio mientras veía los clavos volar hacia el ataúd de William, y posteriormente cargarlo hasta la tumba.
La tarde siguiente, sus hermanos y Moran partieron. Al ver el coche desaparecer por la ventana, sus pensamientos se desplazaron hacia el hotel donde permanecía Irene Adler. La vampira cuyo poder todavía no estaba seguro de cómo emplear. Aun así, el peligro de su compañía era el antídoto que necesitaba para tolerar la espera.
—De venir hace media hora, temo que me hubieses encontrado en la cama —repuso ella cuando se presentó en su cuarto esa noche. Sonreía con una dulzura que sería inconcebible de haber mostrado los dientes—. ¿Te habré dicho que el sol y yo somos enemigos mortales?
En contraste con sus palabras, lucía un vestido azul de seda que abrazaba su figura a la perfección y el cabello rubio, otrora enredado, lo llevaba recogido a la altura de la coronilla sin un solo mechón desprolijo. Su encanto y belleza no funcionarían con él, pero podía seguirle la corriente.
—Lo adiviné al ver el efecto que tuvo en tu rostro —dijo, al tiempo que pasaba junto a ella y caminaba hacia el salón—. Es bueno ver que las marcas casi han desaparecido; hoy luces radiante.
—No hay mejor cura que un sueño reparador y un poco de sangre —soltó Irene con ironía, antes de tomar asiento en el mismo lugar que la noche pasada, en el sillón largo enfrente del suyo individual. El cumplido de Albert no era exagerado; las zonas enrojecidas de su cara de marfil se habían convertido en pinceladas de rubor, como si hubiese pasado largo rato junto a una chimenea, y sobre los párpados llevaba un poco de maquillaje. Sus ojos también albergaban el brillo del fuego—. Parece que esta vez algo te perturba y no se trata de mí.
—Quisiera no hablar de ese tema —negó e hizo lo posible por enterrarlo dentro de sí. Aunque no tenía conocimiento sobre el alcance de sus habilidades no pensaba dejárselo sencillo—. Hay otros más interesantes.
Le manifestó el deseo de continuar con la conversación anterior, y ella no se opuso, aunque no le prometía contestar a cada una de sus preguntas. Había detalles y sutilezas que no lograría comprender por mucho que lo intentara, advirtió, y la curiosidad humana podía ser perjudicial.
—¿No te ha traído hasta aquí la curiosidad, Albert? ¿No te arrepientes de algún giro del camino? —Guardó silencio y ella continuó, pensativa, inclinada ahora sobre el brazo del sofá—. Yo no, pero cuando dispones de una infinita cantidad de horas la respuesta nunca es definitiva.
Le explicó que solía ser tan humana como cualquiera él que haya conocido, que lo fue incluso después de hacerse un nombre como actriz. Si había dejado de serlo fue por causa de un hombre con el que se involucró mientras estaba en Varsovia, como prima donna de la Ópera imperial. Un admirador de tantos que tuvo, que comenzó a beber su sangre en cada encuentro sin que lo notara. Cuando se debilitó y pudo haberla asesinado, como pretendía al principio, la convirtió en su igual quizás llevado por la culpa.
—Los monstruos que antes fueron humanos no dejan de serlo completamente, supongo —comentó—. Pero tenemos libertad, y es por eso que no le guardo rencor.
—¿No se le teme al infierno cuando eres inmortal? —inquirió Albert, con una sonrisa burlona. Sin embargo, al nombrarla, el peso de esa eternidad cayó sobre sus hombros como sendos ladrillos; no podía imaginar ese espacio inconmensurable.
—Creo que esta frase te sonará: «El infierno está vacío, todos los demonios están aquí» —recitó, y enseguida empezó a reír al ver la expresión que puso él, que de repente palidecía.
—¿Cuánto has visto exactamente?
—No tanto como puedes pensar, pero algunas escenas destacables —aseguró Irene, suspirando cuando terminaron las risas—. Me creas o no, espero que tengan éxito en su empresa.
—Así será, nuestros planes nunca han fallado. —Su fe en William era absoluta, y no estaba seguro de qué era lo que le inspiraba temor en esas instancias. Cambiarían la estructura del país, los sueños de su hermano iban a materializarse y aceptarían las consecuencias.
Permaneció con ella hasta las once; escuchó algunas de sus historias viejas, con escasa relación con su presente de vampira fugitiva. Evadió hábilmente el conflicto que la hubo convertido en prisionera de un culto, y Albert decidió no insistir. Por esa ocasión se conformaba con el papel de oyente.
Regresó a tiempo para esperar a su familia. Sus pensamientos habían emprendido un rumbo diferente ahora, aunque no podía decir que se encontrara en paz. En la superficie oscura de su copa de vino veía el reflejo de los ojos de Irene Adler, y en el líquido resbalando por su paladar encontraba el sabor de su sangre inmortal. Aquel asunto empezaba a superarlo; William acabaría descubriendo con solo una ojeada que algo le escondía.
Pero su hermano no tenía intención de entregarse a distracciones, sino tan solo comunicarles su voluntad. Al llegar los tres y abrirse paso por el vestíbulo, Albert comprendió por sus semblantes que las noticias no serían las mejores. Se enteró de lo ocurrido por boca de Louis, mientras se dirigían al salón. William había tomado un desvío hacia su alcoba para buscar algo que dejara allí.
—Mi hermano eliminó a ese hombre, no aceptó ningún chantaje —espetó, y algún recuerdo hacía bullir la ira en sus ojos en tanto se desprendía de la capa negra—. Pero ahora habrá consecuencias.
No hicieron falta los detalles; al cabo de un momento William retornó y les hizo entrega de los documentos que especificaban la última parte del plan. Descubrieron todos a la vez lo que se proponía: en cuanto saliera a la luz su identidad como el Lord of crime, a la mañana siguiente por orden póstuma de Milverton, iba a reconocer cada uno de los crímenes que perpetraron y después se dejaría atrapar y ajusticiar públicamente, no sin antes eliminar a los faltantes objetivos de su lista. Incluso si los tres eran James Moriarty, solo él caería bajo el yugo de la ley y del escarnio público.
—Este plan se ve algo distinto del que habíamos hablado —levantó la voz primero, y aunque miró a William, este no alzó los ojos hacia él, sino que continuó hundido en su asiento con una expresión tan resignada como inflexible.
Fue Louis, por supuesto, el que protestó, casi saltando en su lugar por la agitación que lo embargaba.
—¡Es así! ¿Qué es esto? ¡Es completamente diferente! —exclamó, sosteniendo incrédulo las hojas de papel—. Será el nombre de William el que aparecerá en la prensa. ¡Se suponía que estaríamos juntos en esto, que seguiríamos hasta el final! ¿Cómo es posible que nos quedemos al margen mientras él es el único que se encarga? —hizo una pausa en su monólogo desesperado e inspiró hondo, dispuesto a seguir con incluso más resolución—: Si mi hermano piensa sacrificarse, también yo…
—Las órdenes de William no se discuten —le detuvo Moran, con tono gélido a diferencia de Louis, cuya voz desbordaba emoción—. De nada sirve que le des vueltas.
Pero él no parecía conforme con eso; lo vio observar a su hermano de sangre con angustia, a todas luces rogando en silencio porque le mirase a los ojos y desmintiera lo que acababa de leer. Pero fue en vano, y finalmente Albert tuvo que intervenir. Como era su deber, le dio su respaldo a William para lo venidero y para mantener a flote el apellido hasta que fuera insostenible. Era una labor mínima en comparación con lo que este estaba a punto de enfrentar solo, pero William no podría concluir el plan si los veía hundirse en el fango.
«¿No te arrepientes de algún giro del camino?», al evocar la voz de la vampira, sintió que se le congelaba el corazón. Se sumió en sus recuerdos y dejó de oír la explicación que daba entonces Jack respecto a la crisis que iba a suscitarse una vez que William diera muerte a tantas personas con puestos destacados. La sugerencia de Louis de ayudarlo a escapar también fue ahogada por el peso de la imagen de esa mujer, que por instantes le daba la sensación de que estaba allí, justo a su lado.
—A partir de este momento damos inicio al Problema final —proclamó William, poniéndose de pie y sobresaltándolo. El espectro de Irene que susurraba en su oído se esfumó.
El final. Habían luchado tanto para ello y ahora se les presentaba intempestivo, aunque quizás para William resultaba preferible. Su sufrimiento acabaría, la cruz con la que cargaba sobre la espalda dejaría de aplastarlo al andar. Y ellos continuarían sobre la tierra para cuidar su legado.
Esa noche tuvo una serie de pesadillas que solo tuvo fin cuando se rindió de estar en la cama y se incorporó. Monstruos que reptaban por sótanos, sangre derramada cuando largos colmillos desgarraban la piel y su hermano cayendo en el cadalso ante una multitud que reía. Se lavó el rostro con el agua que había dentro de la jarra de la mesa de noche, solo así consiguió exorcizar aquellas imágenes. Al entreabrir la cortina y asomarse a oscuridad, una media luna teñida de rojo destelló como otro cruel recordatorio del destino que le acosaba.
Pensó en Irene y en las criaturas que como ella merodeaban lejos del ojo público, esa forma del mal que no obedecía a la lógica. ¿Tendría algún significado lo que estaban haciendo desde el punto de vista de esos seres?
Una vez que la noticia se propagó por la mañana y William empezó a actuar, el caos se desató con la rapidez del fuego. El terror generalizado no tardó en transformarse en rencor y deseos de venganza, más aún cuando se publicó la nota de su hermano reclamando la autoría y retando a quien pudiese ponerle fin a sus actos viles. Aparecieron más cadáveres, y pronto Albert fue convocado a prestar declaración ante el parlamento y más tarde ante la mismísima reina. Fingiendo ignorancia, dio las excusas de rigor preparadas de antemano; la presión no surtía efecto en él cuando en primer lugar, tenía la impresión de haber desconectado la mente del cuerpo.
En casa percibía la angustia de Louis mientras escudriñaba por los grandes ventanales con el rostro pálido y ojeroso hacia el alto enrejado, donde desconocidos arribaban en oleadas para protestar y exigir la cabeza del asesino. Ninguna palabra de apoyo podría darle consuelo, y aunque quiso intentarlo, todas las veces terminó por retroceder antes de hablarle. Apenas podía mirarlo a la cara.
—El olor de la sangre impregna la ciudad —observó Irene cuando la visitó esa noche, volteando el rostro hacia la ventana. A pesar de todos los riesgos que podía suponer, consiguió salir de casa y tuvo cuidado de que ningún ciudadano con ínfulas de justiciero le siguiera hasta el hotel.
—Debe ser para ti encantador.
Ella le mostró una sonrisa traviesa y regresó con él; inclinándose sobre la mesa que había delante del sofá, tomó la botella de vino previamente abierta y sirvió el contenido en la copa vacía.
—Tú hermano debe ser valiente —dijo y se la ofreció—, aunque no podrá escapar por mucho. ¿No deberías estar cubriéndole las espaldas?
En esa oportunidad llevaba el cabello peinado en largos bucles sobre un hombro y un vestido púrpura; ni un atisbo de las quemaduras solares quedaba ya en su piel, ni siquiera en su mano de largas uñas que le rozó al aceptar el trago.
—Su caída es parte de nuestro plan —respondió, y casi enseguida arrugaba la frente, pensando en el porvenir—. Desconozco lo que vaya a pasar con nosotros después, tal vez lo mejor para ti sea marcharte pronto.
—Oh, ¿qué harás sin tu querida confidente? —su tono impostado le hubiese sacado una sonrisa de no estar en esa encrucijada. Ahora solo se pudo limitar a verla en silencio.
—Como inmortal que eres harías bien en recordar estos días —comentó después, haciendo girar el líquido oscuro dentro del cristal antes de beber un sorbo—. Solo tú, Irene, podrás saber en el futuro lejano si nuestros esfuerzos sirvieron.
—Por supuesto —dijo ella, con un movimiento de cabeza. La luz de la perspicacia iluminaba sus ojos cuando miró directo a los suyos—, llevaré en mi memoria el recuerdo de las hazañas del clan Moriarty, aun cuando el mundo crea una mentira.
Compartieron un mutismo agradable y sus palabras penetraron lentamente en su corazón.
No sentía que existiese un futuro para él, aunque ese fuera el deseo de su hermano. Tampoco imaginaba como podría vivir sin su guía; él, que antes de conocerlo estuvo a punto de suicidarse, que solo encontró el valor y un lugar al que pertenecer gracias a William. La culpa que tras su muerte tendría que cargar se le antojaba como internarse en un abismo infinito.
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Para el personaje de la médium, tomé el nombre de Blanche Cooper, médium británica que dijo haberse contactado con Tutankamón, aunque en el siglo XX.
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