Al amanecer volvió a la residencia Moriarty para tomar palco en otra jornada de violencia. Después de descansar unas pocas horas, se encontró a Moran, que entraba de forma sigilosa por la puerta de entrada. No había rastro de William, y al menos de momento, tampoco se oían gritos desde el exterior.

—No le ha ha pasado nada, anoche acabó con un par —dijo ante su pregunta respecto a su hermano—. A este ritmo solo necesitaremos otros dos o tres días.

Dos o tres días; en menos de una semana él estaría muerto.

—¿Puedes pedirle que venga cuando eso pase? —inquirió, sin pensar—. La gente se hartará de venir en menos que eso, no será un gran peligro.

Moran, que ya iba camino a las escaleras y frenó al oírle, dudó antes de darle una respuesta.

—Se lo diré, pero no es seguro que acepte. Es mejor que no le avises a Louis aún.

Al desaparecer de su vista, le invadió la intranquilidad. Todavía tenía el deber de acabar con la evidencia entre esas paredes, y citar a William ahí no era buena idea por una decena de razones. ¿Qué es lo que esperaba decirle? No podía correr el riesgo de quebrantar su voluntad cuando estaba tan cerca de su objetivo.

Entonces otro remolino de ideas, opuestas a los ideales que abrazaba, atrajo su atención. Aunque quisiera ignorarlas, en esos momentos de debilidad no contaba con la fuerza para hacerlo. Regresó a su cuarto y, recluyéndose en él bajo llave, se permitió vislumbrarlas una a una. Reconoció la debilidad de su carácter, la necesidad y la pérdida que todos iban a experimentar cuando William se abandonara a la muerte. Jamás sería capaz de tomar su lugar; nunca había pretendido ser un líder.

Buscó el frasco con la sangre de Irene, que guardara en la mesa de noche, y lo contempló largo rato. Tal vez fuera una posibilidad aberrante, pero cada persona dentro de la mansión tenía ya las manos manchadas. Todos habían aceptado de buen grado descender al infierno por el bien de una sociedad más justa.

—Louis —le llamó durante el almuerzo, y tuvo que repetir su nombre para que este levantara la vista hacia él, desde el costado de la mesa. El ambiente era más sombrío que dentro de una cripta—. De existir una manera para evitar que Will muriese, ¿estarías dispuesto a apostar por ella?

Al escuchar tales palabras, fue como si el alma de Louis despertase de su letargo. Lo vio sobresaltarse en su asiento, soltar el tenedor.

—¿Qué posibilidad sería esa? —No levantaba la voz, como si alguien pudiese escuchar, pero sus ojos relumbraban, exigentes—. Por favor, la que sea, compártela conmigo.

—No es algo seguro y es más que probable que iría en contra de su deseo —advirtió—. Aunque no afectaría al plan, al menos hasta su fin.

Tras cavilar unos instantes, Louis se irguió de forma inusitada.

—De ser así, no me quedaré de brazos cruzados. Pienso que tenemos que hacerlo. —Calló, como si recordara algo—. ¿Planeas hacer que escape en secreto y fingir su muerte?

—Tendrás que confiar en mí —dijo, levantándose también—. No puedo decírtelo ahora, no hasta que me asegure de que es viable.

Creyó notar cierto recelo en su mirada, sin embargo, duró apenas un momento. Al siguiente Louis asintió, con la misma vehemencia que mostrara dos días atrás.

—Haré lo que indiques para salvar a mi hermano.

Una vez hecho el ofrecimiento, no podía retractarse. Experimentó un arrebato de valor, parecido al que lo poseyera la primera vez que asesinó a un ser humano de la mano de William. Cerró su mente a otras posibilidades, a fin de no vacilar. Espero así la llegada del ocaso, y cuando fue tiempo tomó sombrero y abrigo. Encontró las calles más silenciosas que en días previos, como si el desastre que el Lord of crime estaba provocando hubiese aniquilado ya toda vida y no solo las de los abyectos miembros de la nobleza.

Al llegar al hotel y subir al cuarto, lo descubrió vacío. El fuego estaba encendido y las estancias bien iluminadas; sus ropas nuevas en el armario. Quiso creer, dado el caso, que ella no se marcharía sin al menos llevarse esas pocas pertenencias; ello le ayudó a mantener la calma mientras recorría el salón, escrutaba por la ventana y regresaba al dormitorio.

No pasó menos de media hora antes de que oyera la puerta abrirse y arrastrarse con suavidad.

—Oh, Albert. Si puedes estar aquí supongo que la situación no ha empeorado —saludó ella al verle levantarse del asiento donde no mucho antes se dejó caer. Cerró tras de sí y esbozó una sonrisa satisfecha, los labios rojos a tono con el vestido que lucía—. ¿Sucedió algo bueno? Pareces bastante menos abatido que anoche.

Irguiéndose, fue a plantarse delante de ella. Irene esperó a que hablara, adoptando una expresión ilegible al notar su seriedad.

—He venido a hacerte una petición —dijo, sin titubear—: quiero que me brindes tu poder, Irene. Te entregaré mi sangre si es lo que hace falta, siempre y cuando compartas conmigo tus dones.

La vampira abrió un poco más sus ojos, no denotando sorpresa sino interés. Los segundos en que lo sopesara fueron más largos para Albert que todas las horas de ese día.

—No tengo razones para negarme, ya que gracias a ti recuperé mi libertad —contestó—. ¿Pero es lo que quieres? ¿Ves en mi la clase de ser en que desearías convertirte?

Extendió ambas manos y rozó su cara con las puntas de los dedos, similar a como hizo aquella primera noche en que más parecía la encarnación de un espíritu maligno. Albert evitó moverse, y cuando ella volvió a hablarle, por un momento no estuvo seguro de si su boca se abría o las palabras tan solo eran proyectadas como sombras deslizándose sobre una pared.

—Siempre necesitarás sangre y no podrás prescindir de ella, tampoco podrás quitarte la vida fácilmente.

—Lo aceptaré —dijo, mirándola a los fríos ojos, que parecían de cristal—. No será muy diferente de lo que han sido todos estos años. Ninguno de nosotros aspira a un destino mejor.

Irene se inclinó de puntillas sobre él, desplegando los colmillos. Sintió en la piel la caricia de su aliento y cerró los párpados, a la espera del toque mortal. Su pulso se elevó por sobre cualquier otro sonido.

Al siguiente momento, las sensaciones se esfumaron junto con su presencia. Miró desconcertado y la vio señalar el dormitorio con un movimiento de cabeza.

—No obligarás a una dama a cometer actos tan atrevidos justo delante de la puerta, ¿cierto?

—Los callejones de Londres son menos lujosos, y no veo que le moleste a la dama visitarlos —respondió, siguiéndola.

—Calla, y prepárate para una larga noche. Será la primera vez que haga esto.

Por pedido suyo, se quitó el saco y el chaleco, se arremangó las mangas de la camisa y aguardó mientras Irene hacía lo propio despojándose del chal que llevaba. Al terminar y darse la vuelta, vio en su rostro cierta expresión de ferocidad que le hizo creer que iba a arrojársele encima y destrozarle la garganta con sus fauces diabólicas. No quedaba en su alma espacio para el terror en esas horas acuciantes, pero se estremeció en acto reflejo. Sin embargo, ella solo avanzó un paso y, poniendo la mano sobre su pecho, le empujó sobre la cama.

—Me obedecerás si quieres conservar la vida. Esta es la última oportunidad que tienes de desistir de esto, Albert —dijo, observándole desde su altura. Su rostro ahora pétreo bien podría corresponder al de una estatua.

—Lo sé, pero no la tomaré —contestó, alzándose cuanto podía sobre los codos—. Ahora, concede mi deseo, dama de la noche.

Como una nube carmesí, descendió encima de él con su vestido vaporoso. Era más ligera que una rama, a pesar de su fuerza, que quedó patente cuando le inmovilizó la mandíbula con la mano. Al agacharse por fin, le envolvió su aroma a flores frescas, y apenas notó Albert el dolor de la mordida. El pinchazo no tardó en someterlo, sumergiéndole en una turbadora sensación de placer que ablandó cualquier resistencia natural. Incluso el sonido de su sangre al ser drenada por aquella boca le pareció distante e inocuo.

Dejó de percibir el tiempo y su consciencia comenzó a languidecer ante un sopor dulce; cuando cerró los ojos al volverse la pesadez insoportable, luego de horas o minutos, Irene soltó su cuello. Le sacudió ligeramente y lo obligó a acostarse de lado, aunque apenas era consciente de lo que hacía. Con el tono etéreo con el que solía materializar palabras en su mente, le instó a no dormirse. Se le iba la vida en su abrazo espectral; el calor se convertía en frío al ella absorberlo. La presión lacerante de sus colmillos apareció después en su antebrazo, y contra su propia boca algo impactó. Era la muñeca de Irene, que como una de aquellas pequeñas copas de cristal, derramaba el elixir sobre su lengua. Penetró en su boca, garganta y creyó que se ahogaría, pero fuerzas no encontró para apartarse; como un aceite que lo empapara todo le produjo escozor, y a su mente embotada acudieron imágenes del fuego. El fuego que les rodeaba de niños, la sangre de su madre y hermano, y el pacto de que a partir de entonces serían solo ellos tres.

Tal vez había muerto ese día fatídico y ahora estaba en el infierno, junto a un demonio seductor que devoraba su alma mientras le infundía alucinaciones. Todo era difuso, excepto el peso de su cuerpo y los dientes que le clavaba en la piel.

Le pareció perder la consciencia varias veces durante aquella noche; cada tanto Irene le permitía tomar una bocanada de aire y el agarre que ejerciera sobre sus muñecas, dependiendo de cual estuviese mordiendo, desaparecía. Volvía a despertar cuando el suplicio reiniciaba. Ella entonces le daba la orden de morder su carne para impedir que la herida cerrase, y Albert obedecía como si fuese su esclavo y nunca hubiese tenido voluntad propia. Febril, quemándose en el fuego pero empapado en sudor frío, dejó que le arrastrara a las tinieblas.

Cuando abrió los ojos nuevamente no había ninguna luz en la suite más que la proyectada por la luna. Su resplandor plateado era exiguo, pero se descubrió capaz de distinguir; el tocador, las sillas, el cuadro de un paisaje anodino sobre el muro se dibujaban con gran detalle en su retina. Una mano apartó la cortina semitransparente de la cama, y solo allí cayó en cuenta de que solía haber una que lo separaba del resto del dormitorio.

Era Irene, lo sabía antes de verla. Ella saludó alegremente y se inclinó para mirarlo con gran atención, desde su costado.

—Te tardaste, es ya cerca de medianoche —le informó ella con calma—. ¿Cómo te encuentras?

Sus rasgos se le figuraban con gran nitidez. De ella emanaba un fuerte aroma que le produjo un espasmo de dolor. Solo al calmarse pudo hablar.

—¿Cuánto tiempo...? —preguntó, temeroso de la respuesta.

—Poco más de veinticuatro horas. Era imposible que despertases durante el día.

Se levantó, y aunque pensaba que sería incapaz de mantenerse en pie, notó que le recorría desde la columna una inusitada energía e impresión de fortaleza. Se observó los antebrazos desnudos y no halló marca en la piel.

—Estoy muerto, como tú. —No era pregunta, pero necesitaba confirmación. Caminó hacia el salón, para mirarse en el espejo. Aquel sí estaba iluminado por las velas.

—Me siento orgullosa de mí misma, ¿sabes que fue un riesgo hacerlo en una sola noche? —oía su voz como si estuviese parada detrás de él, pero no se había movido del dormitorio—. La forma tradicional habría sido más prudente.

Su pálido reflejo resplandecía, desde los ojos verdes hasta los colmillos que descubrió al levantar los labios. En el cuello tampoco había cicatriz alguna. Mientras veía aquel rostro extraño, comenzó a ser consciente del aluvión de sensaciones que se filtraban a través de su mente y cuerpo. Sonidos e imágenes que no le pertenecían. Ecos de voces que charlaban, música procedente de salones, cascos de caballos aplastando una calle. Irene constriñendo entre sus brazos a un sujeto cuya cara le era vagamente familiar y soltándolo poco después, sin vida ni sangre.

Su expresión se transfiguraba en desconcierto.

—Vayamos afuera —le dijo ella, su voz superponiéndose a la cascada de ruido, desde el umbral del salón—. Quiero que me ayudes con algo.

—Necesito antes saber qué ha ocurrido. —Comenzó a ajustarse la camisa en tanto hablaba. Era imposible que su ausencia pasase desapercibida.

—No ha pasado lo que temes, aunque el caos continúa —dijo ella—. Londres parece una ciudad sitiada.

—¿Qué clase de ayuda necesitas?

Con una sonrisa, Irene avanzó hacia él con pasos lentos, dramáticos. Si antes le había parecido poseedora de una belleza destacable, ahora podía ver que nada humano había en ella, como una ninfa que vistiera ropas para mezclarse con la plebe.

—Te lo dije antes: todavía no me deshago de mis perseguidores.

Comprendió lo que quería decir, y las imágenes que antes vislumbrara cobraron sentido. En tanto Albert dormía como un real difunto, ella fue y asesinó a uno de los ayudantes de la médium que la mantuvo cautiva. Un deseo doloroso le asedió al ser consciente de ello, un hambre que una vez despierta comenzó a consumir sus pensamientos.

Se deslizaron fuera del hotel tomados del brazo como una pareja que se dirige al restaurante o a la ópera, pero no buscaron transporte alguno. Sus sentidos, agudizados hasta el extremo, hicieron que la incomodidad aumentara; podía escuchar y oler a los humanos detrás de las endebles paredes, del otro lado de los callejones, y tuvo que resistir el impulso de abalanzarse sobre un transeúnte. Se concentró en el objetivo de Irene, que se deslizaba con elegancia, apenas rozando el barro con las puntas de sus tacones. Se dirigían al East End, donde según sus pesquisas, tanto la señora Cooper como su otro sirviente se ocultaban.

Por el camino percibió el temor de un centenar de mentes y la imagen de su hermano visto a través de otros ojos. Era la muerte encarnada, que con espada en mano recorría las calles reclamando sacrificios. Sin embargo, solo eran remanentes, él no estaba allí, y la certeza le tranquilizó.

A la señal de ella, se detuvieron delante de una casa de dos pisos con algunas ventanas rotas. La puerta de madera fue fácil de forzar; a Albert le bastó con empujar con relativa fuerza una sola vez y por poco la arranca de sus bisagras. Indicándole con un gesto que no hiciera ruido, ella ingresó primero. En el pasillo oscuro no tenían ninguna dificultad para moverse y ver. Tras una puerta cerrada, al fondo, un ser humano estaba roncando. Hedía a alcohol y su corazón tartamudeaba en el sueño fébril. Su compañera giró el pomo con extrema delicadeza y le conminó a entrar.

—El hambre te está matando —dijo, y echó un vistazo hacia las escaleras contiguas—. Mientras te ocupas de ella, iré a divertirme un poco.

Se esfumó casi flotando, y Albert quedó a solas con el hombre inconsciente. Una presa se hizo trizas en su interior y, aliviado de no tener que soportarlo más, se cernió sobre la figura del sujeto que dormitaba junto a una botella de ginebra, en la mesa. No necesitaba instrucciones sobre cómo hundirle los dientes en la yugular, no tuvo que pensar en nada. La sangre le invitó por sí misma, y fluyó dulce a sus labios. Ni el mejor vino que haya probado en su vida se comparaba con el placer que le produjo consumir la existencia de ese criminal de poca monta, que jadeó como un pez mientras le tenía en vilo.

En el acto de beber mandó todo al olvido: debilidades, culpas, un sinfín de impurezas sucumbieron ante su nuevo poder. El resto era insignificante, justo como el corazón que se apagaba al fortalecerse el suyo con su néctar. La calidez que hizo brotar en su interior dejó extático a Albert, y por poco pierde de vista el suelo que pisaba. Otra vez, como fuera cuando se alió con William, ninguna cosa sobre la tierra hubiese podido amenazarlo.

Esta sensación de placidez fue interrumpida por un grito cuyo horror indescriptible agitó el aire desde la planta superior. Por fin, Albert retiró los colmillos.

El cadáver se deslizó devuelta a su asiento y después cayó hacia un lado, un fruto exprimido a sus pies. Dio un paso atrás, impasible, y se limpió la boca ensangrentada con el pañuelo que traía en el bolsillo del traje. Curioso en lugar de preocupado, tuvo el impulso de subir para ver la actuación de Irene; un número suyo, incluso fuera de los grandes teatros, debía de ser digno de ver.

Se acercó al umbral de la única habitación iluminada, y allí se quedó al amparo de las sombras. Oyó la risa traviesa de Irene, y debajo de su voz cantarina, un latido aterrorizado.

—Querida, te desgarrarás la garganta. ¿Por qué mejor no llamas a tus espíritus como solías hacer? —decía la vampira, y a ello le siguieron un par de pasos—. Tal vez también quieran darme la bienvenida.

En una habitación más amplia y mejor amueblada que la anterior, la señora Cooper retrocedía hacia la ventana con la daga ritual en la mano, aquel cuchillo que utilizaba para sus demostraciones durante los encuentros de espiritismo. Irene aún no le había puesto una mano encima, pero tenía los labios y el rostro lívidos, además del cabello suelto y desgreñado. Su compañera avanzaba hacia ella con los brazos extendidos, como si quisiera estrecharla en un abrazo fraterno.

—¿No vienen? ¿Te dejan sola en la hora final, así como tus compañeros?

En las manos trémulas de la médium, el arma amenazaba con caer.

—No me engañas con tus ilusiones, yo sé cual es tu debilidad —escupió, recobrando algo de valor gracias a la ira—. Solo eres un monstruo que se ceba en los vivos.

—Y eso es exactamente lo que hacías tú: obtuviste muchos adeptos gracias a mí —dijo, sonriendo en todo instante—. Ahora es tiempo de que saldes tu deuda.

De un movimiento que los ojos de su víctima no podrían seguir, le golpeó el antebrazo y por fin soltó el puñal. La mujer lanzó un chillido y quiso dar otro paso hacia atrás, pero más veloz que una ráfaga, Irene se posicionó detrás de ella y la inmovilizó por el cuello.

—¿Te gustó el espectáculo? Temo que ya llega el grand finale —le habló a él esta vez, lanzando una mirada hacia su escondite en el corredor.

Dando un aplauso, Albert se dispuso a entrar. Provisto por varias velas sobre la mesa de noche y en un escritorio, había suficiente luz en la alcoba, por lo que su dueña no tuvo dificultades en verlo. En los ojos acuosos de esta se reflejó un breve pensamiento de esperanza, que desapareció al interpretar el significado de su presencia allí.

Los gritos que no pudieron salir por su garganta constreñida le llegaron de forma telepática. Agitó los brazos —Irene no necesitó impedírselo—, y lanzó una maldición ininteligible.

—Usted me pidió que proveyera de sangre a esta criatura, lo debe recordar bien —explicó Albert con tranquilidad, dirigiéndose a la humana impotente—. Solo he seguido sus órdenes.

La sonrisa levantándose en sus labios sería lo última que su consciencia capturara. De inmediato, la vampira acalló los sonidos que emitía con la presión de sus caninos, que enterró en la piel con un gesto delicado, emulando un beso. Le rodeó la cintura desde atrás para mantenerla erguida, y ella ni siquiera se movió, paralizada por efecto de la mordedura.

Mientras miraba, el aroma de la sangre despertó en él un estremecimiento, aunque acababa de saciarse con un hombre adulto. La imagen de víctima y depredador ejerció cierto influjo sobre Albert, que no pudo despegar la vista de ninguna de las dos, ni tampoco obligar a sus miembros a moverse para retornar al pasillo oscuro, donde predominaba el hedor a humedad. Irene volvió a observarle, sin despegar la boca de aquel cuello, y en su cabeza aparecieron un par de palabras: «Ven. Hay suficiente para ti».

Se aproximó a ambas, aceptando con agrado la invitación. La vista de uno de sus brazos exangües le hizo recordar su primera visita al culto, y decidió conformarse con él. Arrancó el puño de su vestido negro y, tomando la muñeca menuda entre sus dos manos, comenzó a beber de sus venas. Todavía quedaba en su cuerpo el suficiente líquido para suponer un postre, y a diferencia del otro sujeto, ella no había consumido alcohol que la contaminase.

Devoraron a la señora Cooper a pequeños sorbos, hasta que se convirtió en otro cuerpo marchito. Así como ella solía compartir el elixir de Irene en sus falsas sesiones, el suyo marcó el final de la ceremonia que ambos iniciaran la noche previa. Ahora eran libres de emprender otros asuntos y, tras arrojarla sobre el lecho que había en una esquina, regresaron a las callejuelas desoladas.

Mientras deambulaban siguiendo cauce del Támesis, que lucía como un abismo negro envuelto en niebla, muy apropiado para una ciudad devenida en purgatorio, Irene compartió su sabiduría respecto al vampirismo, que no era demasiado extensa ni profunda, tal cual señaló, pero suficiente para sobrevivir en él. Le enumeró sus nuevas debilidades y los peligros que debía rehuir; sus poderes y algunas formas de emplearlos para conseguir ciertas cosas que deseara. Además, le detalló el método de transmitir su modo de existencia a otros y de crear sirvientes humanos.

—Por muy siervo tuyo que sea, ningún humano vivirá más de dos siglos —advirtió, con el rostro vuelto hacia el caudal helado—. No existe tal cosa como la vida eterna sin un precio a pagar, y el nuestro es la sangre.

No resistió el impulso de preguntarle qué clase de infortunio la había conducido a ser atrapada por tales embusteros, y para su sorpresa, no evadió responder. Durante su vida humana también hubo atravesado y sido testigo de injusticias, por tanto una vez convertida en un ser con grandes capacidades a su disposición, decidió hacer uso de ellas para jugar y vengarse de algunas personas. Hombres poderosos, pertenecientes a la clase noble, a los que le era sencillo enloquecer al tiempo que les quitaba porciones de sangre y riquezas. Pudo verlo en sus recuerdos en tanto la oía relatar: no les anulaba la voluntad con sus poderes porque de hacerlo no habría tenido diversión, sino que los acorralaba empleando tretas más comunes, utilizando la información que la telepatía le otorgaba sobre sus objetivos. Ante ellos era un ángel que deseaban cubrir de oro.

—Pero fui descuidada, no creí que alguien iría tan lejos para dar con mi lugar de reposo —confesó, sacudiendo la cabeza con incredulidad. De repente se detuvo, haciendo que Albert también se plantara en su sitio—. ¡Ah! Eso me recuerda, supongo que aún estoy en deuda con tu hermano menor.

—¿Con Will? Creí que no lo conocías. —Se sintió turbado ante la posibilidad de que él conociese su secreto, que supiese todo lo que hacía a sus espaldas antes de que tuviera la oportunidad de explicárselo.

—Quiero decir, de forma indirecta. ¿No lidera tu hermano una masacre en este momento? También acabó con la vida de una de mis presas: la del hombre que me vendió a ese grupo. —Contempló su expresión rígida y empezó a reír—. Eres un vampiro, pero pareciera que acabas de ver uno de los fantasmas de esa mujer.

—¿Por qué me contaste esto hasta ahora?

—Albert, confiar todos tus secretos a un ser humano no es la mejor decisión que puedes tomar. Alguien de tu posición lo sabe desde la cuna. —Inclinándose, posó la mano en su hombro, pero él se la quitó de encima y la estrechó con brusquedad.

—Somos lo mismo ahora —le dijo, mirando su agarre y después a sus ojos, que entonces se tornaron cautos—, además de aliados. Procura no mentirme.

—Claro. Puedes mirar en mi mente si dudas de lo que te digo.

Era inevitable que el tiempo juntos acabara pronto. Necesitaba su instrucción en variados temas, por lo que le hizo preguntas hasta cerca del amanecer, y su maestra tuvo la gentileza de contestar cada una de la forma más clara posible, aunque se tornasen repetitivas. En su mente grabó las respuestas, a falta de pluma y papel, que se prometió conseguir en cuanto regresara a la mansión.

La mansión. Sabía dentro de sí que debía volver, pero cuando la oscuridad empezó diluirse, sintió el instinto de ocultarse como nunca lo experimentara hasta esa fecha. Recordó las quemaduras en el rostro de Irene y el dolor que habría de sentir si dejaba que el sol lo alcanzara, por lo que aceptó quedarse una noche más en el hotel.

—Debajo de la cama será más seguro —indicó ella, percibiendo su ansiedad. Se hubiese burlado de la sugerencia, en otras circunstancias descabellada, sino fuera porque su propia carne le instó a obedecerla, como si portara un reloj bajo la piel.

Durmieron allí juntos, y no recuperó la consciencia hasta que otra vez se extinguió el día. Cuando lo hizo, ella ya no estaba acurrucada a su lado; la oyó, sin embargo, moviéndose en el salón. Permaneció un rato ahí, tomando plena consciencia de los hechos de las últimas dos noches. Cuando se incorporó se dijo que ya era hora de ir a por sus hermanos.

No esperaba lo que vio al llegar al arco que separaba las dos estancias: frente al espejo del lavabo, Irene cortaba su cabello con una tijera. Largos mechones rubios yacían a sus pies, que tampoco estaban ya ocultos por la falda de un vestido. Unos pantalones negros de caballero le cubrían las piernas, y cuando se volteó, retocándose el flequillo, vio que sobre una camisa blanca llevaba una corbata sin atar.

—¿Y este cambio tan drástico? —le preguntó, la ceja enarcada. Ella se pasó la mano por la cabellera, ahora corta como la de un hombre.

—Después del percance creí mejor tener nueva identidad. Irene Adler ya no será vista de nuevo en este país. —Dejó las tijeras sobre el lavabo y comenzó a atarse la corbata—. Dentro de poco irás a reunirte con tu familia, ¿cierto? Yo me marcharé de la ciudad mañana o pasado.

—¿Dónde irás? ¿De vuelta a Varsovia? —Ni siquiera supo por qué preguntaba, pero la pérdida de contacto inminente le hizo sentir intranquilidad. Se sentó en el brazo de uno de los sillones, y reparó en la maleta abierta sobre el suelo alfombrado.

—Eso ha terminado para mí también, aunque no tengo claro aún cuál será mi próximo destino. Hay muchos lugares donde los seres como nosotros son menos populares que en Inglaterra.

Al terminar de ajustarse la chaqueta del traje oscuro, se acercó a él con una expresión de curiosidad. Sin maquillaje, lucía las facciones andróginas de un muchacho joven.

—Tengo el presentimiento de que estarás tan ocupado que ni tendrás tiempo de extrañarme, pero si deseas te escribiré.

—¿A nombre de quién debo esperar esas cartas? —inquirió.

Le observó llevarse la mano a la barbilla y pasear los ojos por la suite. Regresó la mirada al semblante de él con una idea en la punta de los labios.

—¿Quieres darme una sugerencia?

—James —propuso, con una media sonrisa—. Puedes utilizar mi segundo nombre como mejor te parezca.

—¡Qué idea tan encantadora! —exclamó. Y empleando ahora un tono de voz menos femenino, al tiempo que se llevaba la mano al pecho con ademán solemne, dijo—: Lo llevaré en nombre de nuestra amistad. Seré James, James Bond.

No pudo sentirlo como una despedida, quizás por la certeza de que al existir por tantísimo tiempo tarde o temprano volverían a coincidir. Cuando se sintiese agobiado por la culpa pensaría en James, en esa criatura intrépida que rechazaba los convencionalismos y anteponía su libertad, y durante mucho tiempo esperaría no volver a verlo para evitarle la decepción. En ese entonces, sin embargo, le dejó atrás sin pensar en el futuro más allá de ese día, en que todo podría acabar de manera estrepitosa sino se apuraba.

No tenía mucha sed, debido a toda la sangre que la noche anterior ingiriera. Se encaminó hacia la mansión directamente, temiendo hallar una ruina deshabitada. William había asesinado a un par de personas más, comprendió de las conversaciones nocturnas que le rodearon, y según creyó, estas serían las últimas de su lista.

El edificio estaba intacto, y no se oían en su interior más presencias que la de Louis y la de Jack. Apenas había luces encendidas, pero los actos de vandalismo no llegaron más allá del portón de hierro. Las consignas "asesino" y "demonio" eran visibles en las paredes encaladas, entre otros insultos.

Trepó por una de ellas sin ninguna dificultad y se abrió paso en los terrenos de la mansión. Louis se encontraba en la habitación de William, pasando otra noche en vela observando el reloj y sus objetos personales. Fue hacia allí, sin hacer ruido al cruzar la puerta principal, como un ladrón en su propia casa. Al entrar en el dormitorio, sin tocar ni preguntar, Louis se sobresaltó y dejó caer al suelo la taza de té que sostenía.

—¡Albert! ¿Dónde estuviste, hermano? —saltó hacia él, pero con un gesto le indicó que bajara la voz—. Temí que hubiese ocurrido una desgracia.

Louis relumbraba ante sus ojos, y el aroma le expelía le pareció más dulce de lo que habría deseado. Con aprensión de sus propias acciones, tuvo cuidado de no acortar la distancia que les separaba.

—Fui a hacer lo que te dije, Louis. He traído la clave para evitar la muerte de Will.

Él lo escrutó de arriba abajo, en completa tensión tras escuchar esas palabras. Había estado ahogándose en una tristeza tan profunda que no le era sencillo entregarse a la idea de que la salvación estaba ahora al alcance de su mano.

—Dime de qué se trata, no queda mucho tiempo —y en los ojos leyó la súplica a pesar de que su tono era sereno.

—Te lo mostraré y lo entenderás.

Ante su mirada expectante, se deshizo del saco y desabrochó el puño de la camisa blanca. Se dirigió entonces hacia el escritorio de William y tomó un abrecartas que reposaba cerca de una pila de documentos. Con el filo abrió una línea roja sobre su brazo, y aunque Louis quiso detenerlo, sorprendido, le pidió que continuara observando en silencio. Al cabo de dos o tres segundos, el corte había desaparecido por completo, con solo unas gotas de sangre brillando sobre la piel pálida, las que limpió después.

Sin habla, Louis extendió la mano y después la bajó. Desconfiaba de sus propios sentidos.

—No has visto mal, esto es lo que soy ahora. No voy a morir ni tampoco envejeceré.

Louis, que había saltado en un impulso natural de impedir que se lastimase así mismo, ahora daba un paso atrás y reparaba en su aspecto con otros ojos. No había visto aún sus colmillos, pero perspicaz como era al ser hermano de William, ciertamente no tuvo problemas para detectar que algo no lucía normal en su persona, en sus ropas cubiertas de polvo.

—... ¿Qué es lo que hiciste para sufrir esta transformación? —exigió saber, alerta como si estuviese frente a un desconocido peligroso.

—Es una historia larga que me llevaría toda la noche contarte, y no disponemos de tanto tiempo. —Dio la vuelta y fue a sentarse a la mesa de estudio donde estuviera antes Louis—. Te diré los detalles que necesitas saber.

Louis era sensato, pero si la vida de William estaba en juego no dudaba en desprenderse de sus prejuicios. Recogió la loza caída, la dejó sobre la mesa y tomó asiento enfrente de Albert. Permaneció en silencio, a la espera de su explicación. Recibió con semblante gélido la insólita noticia de que las criaturas nocturnas eran reales, que se alimentaban de seres humanos y que casi nada les podía dañar. El poder que tenía ahora provenía de una que conociera por accidente, y si se hizo con él fue pensando en William.

Cuando la narración abordaba ese delicado proceso, Louis le interrumpió.

—No. No probarás tu poder con mi hermano sin antes estar seguro de lo que estás haciendo —soltó. Entonces, se quitó los lentes y los dejó sobre la mesa—. Si esto va a ocurrir, primero inténtalo conmigo.

Le observaba con tal intensidad que cualquiera hubiese tenido problemas para negarse. Albert sonrió apenas y decidió complacerlo.

—Será como desees, entonces. Pero no podemos tomárnoslo con calma.

—Entonces empecemos; estoy aquí ahora.

Su valentía le impresionaba, pero le pidió que mejor fueran hacia el sótano, para evitar interrupciones. Dejó una nota en el salón para Jack, notificándole que había regresado, pero debido a asuntos relacionados al plan tanto Louis como él estarían fuera por ahora.

Bajo el resguardo de la llave, se encerró junto a Louis en la sala que solían utilizar para las reuniones. Mordió su cuello y siguió los pasos que le indicara el ahora autodenominado James: bebió con tanto cuidado como si degustara la última copa de una botella, e invirtió todos sus esfuerzos en mantenerlo consciente. Pero Louis le parecía demasiado frágil, quizás porque en la infancia su corazón había tenido una cirugía, y la sangre no dejaba de fluir fuera de su cuerpo a borbotones. Tuvo que parar varias veces, tantas como él estuvo al filo de la muerte sobre aquella mesa, y sentía el deseo enloquecedor de robarle hasta la última gota. De ser otras las circunstancias, podría haber bebido de él noche a noche, hasta que se apagase su vida y fuera el momento de insuflarle una nueva. Sin embargo, en ese punto él ni siquiera contaba con las fuerzas para morderle de regreso, por lo que debió infligirse cortes con aquel abrecartas, que por fortuna decidió llevar consigo.

Al amanecer, Louis dejó de respirar, pero su corazón continuó latiendo con un ritmo espaciado. La metamorfosis dio inicio cuando Albert estaba por rendirse, y entonces el cuerpo inconsciente comenzó a temblar. Sintiéndose todavía desesperado y débil por la sangre que perdió, lo último que supo antes de desplomarse en una silla fue que recogió el saco de Louis del piso y lo cubrió con él.

Cuando despertó, con el pecho atenazado por el hambre, notó movimiento en la periferia de su visión. Louis estaba incorporándose en aquel momento; bajaba los pies de la mesa y se restregaba el rostro con las manos, cuyo cabello ocultaba. Su camisa abierta era un desastre. Al procesar lo que sucedía, Albert se levantó de su asiento en el rincón dejando caer la silla.

—Estoy bien, o eso creo —dijo Louis, con más templanza de la que hubiese esperado en esa situación, antes de que pudiera preguntar o tocarle el brazo—. No me siento yo mismo.

Alzó el rostro y miró más allá de Albert, como si buscara otra presencia entre las grietas de la pared. Una sombra le atravesó la cara mientras lo hacía, y en acto reflejo se llevó la mano al corazón.

—No te ocurre nada fuera de lo normal, solo estás hambriento —dijo, esperando que bastara para calmar la confusión creciente en su cabeza—. Te hablé sobre lo que debemos hacer ahora, ¿recuerdas? —añadió en tono confidencial. Levantó los lentes del piso y se los tendió.

La expresión vacilante de sus ojos se esfumó enseguida; extendió la mano y tomó las gafas, entonces cubiertas de polvo.

—En las calles encontraremos suficiente.

Con sigilo, subieron a cambiarse de ropa a sus respectivos dormitorios. Apenas pasaba del crepúsculo, por lo que contaban con horas de sobra. Pese a sentirse abrumado por sus nuevas habilidades, Louis mantuvo el enfoque en lo que habrían de hacer como si se tratase de una misión corriente. Para él todo se reducía a un trámite en pos del bien de William, y no se permitía dudar. Albert dejó a su elección el objeto que saciaría su hambre, y acordó reunirse con él entrada la noche. Tras alimentarse, tomó un desvío hacia el East End. William debería estar refugiándose en el sector más profundo de allí, aunque la vez anterior no fue capaz de sentirlo. De Moran tampoco había notado ni rastro, aunque su hermano menor le dijo que iba a la mansión al menos una vez al día para dar informes.

Desde un tejado, contempló el cielo ennegrecido, y en efecto, le pareció que hedía a sangre y a muerte. Un mundo sucio, cimentado sobre cadáveres, que no merecía el sacrificio de un ser como William. Por eso iba a arrancarlo de la cruz, y esta vez estarían unidos por la sangre para siempre.

Pensando en dejarle un mensaje a Moran, regresó a la mansión luego de dar un paseo por los barrios bajos sin éxito. Las penumbras lo envolvían todo, y percibió que tampoco Louis había vuelto aún. Fue a buscar algo de papel, y cuando se disponía a escribir la nota, de pie en el vestíbulo, oyó que alguien se aproximaba rodeando la propiedad desde la parte trasera. El aroma le hizo saber cuál era la identidad del intruso, poco antes de que llegara hasta la fachada. Dejó la pluma sobre la mesa auxiliar, con movimientos torpes, rígidos.

La puerta principal se abrió y su hermano buscado, William, entró en silencio.

—Albert, es bueno hallarte aquí —le llamó su voz.

Se volvió hacia él al tiempo que fingía un sobresalto. En ese instante William se retiraba la capucha negra, con una sonrisa debilitada por el agotamiento acumulado.

—¡Will! En verdad viniste. ¿Ha ido todo bien? —Avanzó hacia él, procurando actuar con naturalidad. Era una suerte que la única luz proviniera de los ventanales y del lejano salón.

—Ya todo está listo; los últimos demonios de Inglaterra perecieron esta noche —respondió él, observando de reojo el bastón que portaba en la mano derecha—. Por eso he podido llegar. Mañana a esta hora, la policía...

Dejó la frase en el aire y bajando el tono, le preguntó por Louis. Para evitarle más dolor, creía que era mejor no verlo, por ende no pensaba quedarse por mucho. Tenía confianza en que ambos podrían seguir adelante tras su partida, una vez que el país fuera renovado.

—No pienses en eso —le pidió de repente, concentrando la mirada en la suya. Dio otro paso y estuvo tan cerca que fue capaz de tocar su hombro—. No pienses en nada, Will. No luches. Permítete descansar.

Hubo un instante, antes de que el dominio de su voz se hiciera con el control de su mente, en que un destello de intuición se encendió en sus pupilas. Su mano apretó con fuerza la empuñadura plateada y cada uno de sus músculos pareció resistirse al influjo. Duró lo suficiente para que Albert observara el fracaso de su idea. Le ordenó tanto con el habla como con el pensamiento, que dejara de oponer resistencia y se hundiera en el sueño

Al fin, William cerró los ojos y se desvaneció. Albert le sostuvo a la vez que analizaba sus alternativas. Llevarlo al sótano como hizo con Louis podría funcionar, sin embargo, comprendía un riesgo enorme mantenerlo en casa. Recordó entonces el recinto donde solían celebrar los encuentros espiritistas, y el cuarto subterráneo que utilizaron como cárcel para un vampiro. Sus antiguos ocupantes estaban muertos y nadie debería tener interés alguno en aquel sitio sombrío. Cargándolo sobre su hombro, se dirigió hacia allá en vez de esperar a Louis. En lugar de la nota que planeó escribirle a Moran, dejó una con el nombre de su hermano más joven, indicándole la dirección.

Llamó a un carruaje e hizo que el conductor, bajo su influencia, los llevase hasta el frontis del edificio. Borró de su memoria aquel incidente antes de dejarlo partir; no había testigos tampoco en la calzada. Londres seguía desierta por las noches gracias al pánico colectivo. Moviéndose en la oscuridad sin problemas, se internó con William en esos pasillos, encontrándolos casi familiares. Descendió al subsuelo a través de la trampilla rota; la habitación de donde rescatara a la antigua Irene estaba casi libre de objetos. Todos los implementos que utilizaron para drenar su sangre habían desaparecido, con excepción del mobiliario. Un estante, una mesa con un candelabro y un par de sillas eran lo único sobre el piso de tierra apisonada.

Depositó a William, cuya respiración denotaba un profundo sueño, sobre la que le pareció más cómoda. Luego encendió las velas con unas cerillas que alguien olvidara en uno de los cajones. A su luz se giró hacia el hueco de la puerta y buscó la forma de cerrarla; eligió poner contra ella el aparador, el mueble de mayor envergadura exceptuando la mesa.

Entonces, fue el turno de su hermano. Le removió la capa y las otras prendas hasta dejarle solo con camisa y pantalones. Olía a sangre y sudor, pero su esencia propia era lo bastante penetrante para despertar la necesidad que hacía unas horas había silenciado. Se sentó enfrente de él, sin dejarse llevar por la tentación, y con las dos manos elevó su rostro. Empezó a invocar su consciencia, sin mucha confianza de que lo conseguiría.

—Despierta, Will. Vuelve —infundió poder en sus palabras, y al cabo de unos minutos los párpados temblaron—. Vuelve pero no te muevas de la silla. No podrás moverte.

William abrió los ojos, pestañeó para acostumbrar la visión. En tanto Albert dejó libre su cara y se puso en pie para darle espacio. Tan quieto como le ordenó permanecer, pasó un minuto completo observando lo que le rodeaba.

—¿Dónde estamos y por qué me has traído? —exigió saber al terminar su análisis. Su tono controlado era al mismo tiempo más frío que el aire de la ciudad en invierno—. ¿Tiene relación con el asunto que estaba preocupándote?

Por supuesto que lo había notado, y tuvo la consideración de aguardar a que se lo contara por sí mismo. Albert le dirigió una pequeña sonrisa cargada de pesar.

—Voy a entregarte algo, Will —dijo con creciente convicción—. Una forma de seguir viviendo incluso en la muerte. No tendrás que sufrir nunca más.

Advirtió sus intentos de mover las manos, las piernas, pero sus miembros se encontraban paralizados por una fuerza invisible que le subyugaba. Era un genio, pero ni siquiera él podía determinar con certeza lo que le sucedía, y terminó llegando a la única conclusión lógica.

—Me drogaste. Planeas mantenerme aquí y fingir que he muerto.

Se arrodilló delante de él, y en vez de contestar, dejó que asomaran sus colmillos. Sin amedrentarse frente a lo incomprensible, el semblante de William se tornó más severo. Al verle acercarse, quiso rehuir, pero la limitación de movimientos se lo impidió. En el momento en que enterró los dientes en su cuello, emitió un quejido bajo, como el graznido de un ave al ser herida por una flecha.

Succionó la sangre, y aunque debería haber sufrido el embate inmediato de la mordida, William se resistió con todas las fuerzas de su corazón desbocado a perder la cordura. Gritó, se mordió los labios y la lengua para sentir dolor en vez de adormecimiento, y en un determinado instante recuperó en parte el control de sus brazos, gracias a la pérdida de concentración y su escasa experiencia empleando sus poderes. Le empujó lejos, acción inesperada que les hizo desestabilizarse. Cayeron al piso; tuvo que sujetarle los hombros hasta que sus huesos crujieron para que dejara de revolverse y de intentar darle cabezazos. Incluso desangrándose su mente continuó sin ceder; el sufrimiento acumulado por años, la carga del deber, los sentimientos de Louis y del resto de las personas que estimaba, todo ello se desbordó en una lluvia carmesí. Pero Albert tampoco se detuvo. Si los tres eran demonios de acuerdo a las normas de la sociedad, lo serían también en el sentido más terrenal de la palabra. Se mintió diciéndose que era ineludible, que este desenlace estaría predestinado desde el día en que se conocieron.

Se atravesó la muñeca con una navaja que llevó para la ocasión, mientras William luchaba por mantener los ojos abiertos en medio de la debilidad. Agitaba las piernas ahora, queriendo quitárselo de encima, pero cada vez imprimía menos brío a sus impulsos. Albert derramó la sangre sobre sus labios y le obligó a tragarla; no separó la mano de su boca hasta que el corte se hubo cerrado y necesitó volver a abrirlo. Reemplazó el maltrecho cuello por su brazo y presionó los dientes en él, bebiendo de forma más acompasada. Él tosía, el líquido chorreaba por las comisuras de su boca al intentar respirar durante las pausas que le impuso, pero se forzó a mostrarse implacable ante su calvario. Sino lo era, nada de aquello serviría para nada.

Lo vio apagarse al cabo de una eternidad, y fue como si recuperara la lucidez tras un hechizo. Alguien aporreaba la puerta del cuartucho: Louis, cuya llegada no sería en absoluto reciente, pero que no pudo advertir durante la caótica transformación. Observó atentamente a William, que trémulo y blanco como la cal, con el cabello dorado pegado al rostro, sufría estremecimientos intermitentes.

—¡Albert, por favor! ¡Dime qué es lo que está ocurriendo! —Exclamaba Louis.

Se levantó y, rodeando al exangüe William, fue a abrir la puerta, que Louis hubiese podido tirar por sí mismo de tener menos autocontrol y modales. En cuanto despejó la entrada y su hermano vio la escena, el semblante se le desfiguró del horror. Fue a arrodillarse junto a él; las manos le temblaron en alto, inseguro de qué hacer con ellas.

—¿Cómo es que lo...? —Su voz era minúscula, como si las cuerdas vocales se le hubiesen paralizado.

—Vino a la mansión a verme, se lo pedí hace días —explicó, quitándose el cabello de la frente, con el ánimo todavía alterado por lo que acababa de suceder—. Le pasa igual que a ti; ya verás que mañana por la noche se encontrará perfectamente.

Como si fuera de cristal, Louis levantó su cabeza y se la colocó encima del regazo. Con un pañuelo de lino empezó a limpiar las manchas de sangre que tenía en el rostro, cerca de la boca y la barbilla.

—Falta poco para el alba —observó Albert, mirando su reloj, aunque al margen de los números, era capaz de percibirlo en la carne. Reparó en la corbata roja de William, que había caído de la mesa durante el forcejeo, y añadió—: Tal vez deberíamos atar sus manos.

—¿Cómo podríamos hacer tal cosa? —espetó escandalizado Louis. La idea le era más reprobable que cualquiera de los asesinatos que cometiera en su vida—. ¡Ya estamos haciendo todo esto sin tener en cuenta su voluntad!

—Tampoco yo quiero, pero si despierta antes que nosotros intentará huir. Estará confundido y podría caer en manos de Scotland Yard.

—¡Pero no hace falta llegar a ese extremo! Yo dormiré a su lado —propuso, no dispuesto a ceder—. Sé que si despierta y me ve, no se irá.

Concentraba la mirada en el rostro de William, que continuaba padeciendo ligeros espasmos. Comprendiendo que no llegarían a un mejor acuerdo que ese, Albert aceptó y se dispuso a buscar otro refugio para sí mismo entre las habitaciones. Encontró algunas mantas raídas y un par cojines cubiertos de polvo en uno de los pisos superiores, y se los llevó a Louis en un intento de hacer más confortable su estadía en el sótano.

—¿Qué va a suceder con el final del plan? —inquirió su hermano menor, de espaldas a él y todavía arrodillado en el suelo, cuando estaba por retirarse.

—Ya lo tengo pensado, no será difícil. Will ya hizo todo lo que tenía que hacer.

Le respondió su silencio, y se fue recordándole que bloqueara la puerta antes de dormir. No deseaba que advirtiera la angustia que le invadía, pero no encontró calma ni siquiera cuando se tendió en el piso frío. El viento que se colaba por las rendijas le llevaba los gritos de su hermano, veía sus ojos acusarle desde el techo. Su feroz resistencia se le clavó en cada fibra; dudó de poder hacerle entrar en razón, aún cuando le contara todo.

Si antes tuvo un descanso pacífico durmiendo bajo de la cama de un hotel, en esta ocasión fue acosado por difusas pesadillas. William era el centro de todas ellas, una figura que caminaba entre el fuego y le increpaba por sus pecados. ¿Por qué rechazaba la muerte que le brindaría paz? No consiguió responderle antes del anochecer, y despertó con terribles presentimientos. Estos se confirmaron cuando descendió al sótano y advirtió la tensión que electrizaba el aire, la aspereza de una emoción viva emanando de una persona antes siquiera de oír sus pensamientos.

Tras tocar dos veces, ingresó en el cuarto. Dentro nadie hablaba; William estaba consciente y sentado frente a Louis, que lo observaba con ansiedad. Pero este no devolvía el gesto, estrechaba los ojos y apostaba la vista en el piso como si quisiera descifrar en él frases invisibles.

—Will —le llamó, juntando toda su valentía.

—¿En que nos has convertido, Albert? —inquirió con tono gélido, sin molestarse en mirarlo—. Quiero escucharlo de ti, no de Louis. Él se limitó a seguir tus órdenes.

Tenía la piel lustrosa y el escarlata de su mirada era más intenso que en el pasado. Sintió que si lo pretendía, sería capaz de prenderle fuego con ellos.

—En demonios, en lo mismo que ya éramos —dijo, apretando la mandíbula. Se le aproximó, pero antes de que pudiese avanzar mucho, él se puso en pie de un salto.

—Demonios que se alimentan de sangre, que depredan personas —completó por él, y aunque Albert le superaba en estatura por unos centímetros, le pareció que su presencia se extendía más allá de su cuerpo hasta resultar abrumadora, y que su ira se le clavaba en el corazón aunque ni siquiera alzara el tono—. Por mí causa has condenado a Louis a llevar una existencia corrupta y miserable.

—Yo me ofrecí —intervino este, levantándose a su vez—. No quería ver cómo te sacrificabas en soledad; a los dos nos resultaba insoportable.

William no se molestó en atender a sus palabras, había decidido dejarle fuera de esa confrontación.

—El mundo —continuó Albert intentando no titubear ante su vehemencia— que has construido también debería pertenecerte. En esta condición podrás...

—No lo estás entendiendo —le cortó para enseguida añadir—: somos nosotros los que ya no formamos parte de ese mundo y así será para siempre. El papel de los monstruos en las sociedades es el mismo que el de la peste y la plaga.

Expresado aquello, inspiró con fuerza y regresó a su silla, en donde se encorvó ligeramente. Albert adivinó que estaba siendo torturado por el hambre, una peor de la que pudiese experimentar él, que durante las últimas noches había consumido sangre en demasía. Con suma preocupación, Louis se inclinó y le puso una mano sobre la espalda, pero él negó con un gesto mudo.

—Sino te alimentas sufrirás y Louis también —dijo, aunque cada palabra le causó visible rechazo—. Esta condena, como la llamas, puede ser más llevadera de lo que piensas.

William cerró los ojos, derrotado pero negándose a verle por un segundo más. De no ser por el estado en el que se encontraba y de las múltiples ramificaciones que comprendía su nueva condición, de lo que podía significar para sus hermanos si actuaba por su cuenta y capricho, Albert supo que se habría marchado a continuar con el último acto del plan. Sintiéndose impotente, retrocedió. Era tal como esperó que ocurriera, y otra vez no tenía más opción que observarlo sufrir. Su hermano rechazaría ahora cualquier muestra de consuelo; vio la grieta abriéndose paso en su relación fraternal y sintió la culpa despertándose de su sueño.

Pero antes de hundirse en ese infierno, todavía tenía asuntos que finalizar. Se fue dejándoles ahí de la misma manera en que les encontró, sin responder las preguntas de Louis respecto a dónde se dirigía. Confió en que iba a permanecer junto a William el tiempo suficiente para permitirle a él realizar sus propósitos.

El ambiente era agitado en las calles; un incendio, cuyo origen se desconocía, amenazaba con extenderse desde los barrios bajos hacia el resto de la ciudad, directo a los sofisticados jardines de los ciudadanos pudientes. Albert aprovechó el revuelo de la crisis para seleccionar entre los transeúntes a un objetivo en específico: un joven de altura considerable, figura delgada y cabellos claros. No le costó demasiado hallar a un ladronzuelo, que también sacaba partido del desastre, y ponerlo bajo su control. Su rostro no guardaba parecido con el de William, pero tendría que servir; le condujo hasta la mansión, que para ese entonces estaba vacía, y se alimentó de él hasta dejarlo inconsciente, mas no muerto.

Vestido con una de las capas negras, aquel sujeto acabó despatarrado sobre un diván del salón. Para el momento en que terminaba de rociar los altos muros y los muebles con aceite lampante, Albert advirtió la presencia de un ser humano que se aproximaba. Dejando a un lado el contenedor, decidió aguardar. Contempló el retrato de los tres que había traído consigo de su dormitorio; lo levantó y quitó la fotografía, que puso a salvo dentro de su saco en su último instante de soledad.

Con pesadas zancadas, Moran irrumpió justo después.

—¿Dónde está William? —exigió más que preguntar, y al ver a la figura negra con el rostro medio oculto, su tono se volvió acusador—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué demonios le hiciste?

Se lanzó a examinar al muchacho, Albert no intentó impedírselo. Cuando debajo de la capucha halló a un rostro desconocido, de facciones vulgares, se volvió hacia él con una expresión de dureza.

—William no autorizó esto, ¿verdad? ¡Albert! —le gritó, al ver que no se inmutaba.

—Las circunstancias son otra. Si quieres explicaciones, tendrás que esperar. —Le enfrentó. Estaba preparado para usar usar su poder si se sublevaba—. Por ahora deberías retirarte.

—No juegues conmigo, llévame con él si sabes donde está —advirtió.

Del bolsillo sacó una caja de cerillas e hizo ademán de encender uno. Ahogando una maldición, Moran intentó arrebatárselo, saltando hacia adelante, pero fue como si se desvaneciera justo enfrente de sus ojos. Terminó embistiendo el aire, y en tanto el vampiro terminó de encender la pequeña llama, a casi dos metros detrás de él.

—Te conviene irte. Quizás todavía puedas serle útil a Will —dijo con indolencia, al tiempo que arrojaba la varilla contra los cortinajes.

El incendio cobró vida alegremente, y el enorme salón de estar resplandeció con los colores del fuego. Albert se dio la vuelta para largarse tras ver a su sacrificio ser rodeado por una cortina de flamas, y Moran le siguió, pisándole los talones y reprimiendo apenas la cólera.

—¿Qué mierda te pasó? Algo en ti no es normal —le interrogó cuando estuvieron en el patio, a oscuras con excepción de las luces incandescentes que comenzaban a emanar del segundo piso del inmueble—. Dame una buena razón para no darte un tiro por echar por tierra el plan.

—Vas a perder el tiempo —dijo Albert, girándose para verlo con ojos cínicos—. Yo ya estoy muerto. Nosotros tres lo estamos.

Una vista excepcionalmente aguda como la de un antiguo francotirador debió captar el brillo helado de sus colmillos el sonreír, incluso en medio de las sombras. El pensamiento racional se negaba a aceptar lo que calificó de absurdo; la respuesta instintiva fue tensarse ante el peligro incierto.

—...Llévame con William —terminó por concluir, tras un largo momento de consideración en que no dejó de escrutarlo.

Le permitió seguirlo, casi sin media palabra durante el largo trayecto. Al cabo de un sin fin de desvíos y atajos para evadir a la muchedumbre, a funcionarios policiales y a los escombros de construcciones reducidas a cenizas, llegaron al edificio en apariencia deshabitado. Nada más echarle un vistazo a la fachada, Moran lo reconoció. Lo oía sospechar de él, de todo cuanto le rodeaba en ese sitio de cuartos sepultados en en el polvo, pero le siguió escaleras abajo sin rechistar cuando le aseguró que allí esperaba su hermano. Negándose a creer en lo que antes experimentó cuando quiso detenerlo, estaba listo para noquearlo ante el primer signo de traición.

—Will está detrás de esta puerta, pero no es buen momento para visitarle —le avisó—. Será mejor que subamos y hablemos arriba.

—¿Te crees que me conformaré con eso? Apártate —espetó y se dispuso a empujarla, dado que el pomo estaba roto desde la primera incursión.

Sabiendo de antemano lo que ocurriría, Albert alzó las manos permitiéndole proceder como quisiera y dio un paso atrás. En el instante mismo en que su mano rozaba la madera, la puerta se abrió de súbito y Louis apareció, sin ápice de buen humor en su rostro severo. Le ordenó a Moran retroceder en el estrecho pasillo.

—Mi hermano no se encuentra bien, lo último que necesita es verlo —soltó, cuidándose de no entrar en detalles.

—¡¿Qué quieres decir con eso?! —no le sentó nada bien la insinuación, e intentó en vano inclinarse sobre Louis para escudriñar por la rendija.

—Lo que dije, ahora suba las escaleras de vuelta. Si sigue insistiendo lo obligaré.

Antes bien, necesitaron de un par de minutos para lograr que retornara a la habitación de arriba por su propia voluntad. Albert sostuvo un dialogo con Louis mediante el pensamiento, en el cual le pidió que dejara en sus manos la tarea de desvelarle los pormenores de la situación. En cualquier caso, él estaba demasiado preocupado por William para prestar oído a las recriminaciones del coronel Moran, que daba vueltas por el cuarto mirándolos a uno y a otro con creciente desconfianza.

—¿Qué demonios ha pasado? Me deben una buena explicación —espetó, harto de su silencio.

—Ya que todavía recuerdas lo que encontramos aquí, te bastará con saber que la persona que rescatamos no era alguien común y corriente —empezó Albert, asomándose por la ventana desnuda con escaso interés. En la lejanía aumentaba el humo—. Antes de irse, me brindó su poder —hizo una pausa y sonrió de forma despectiva—, más bien compartió conmigo su maldición. Depende de cómo elijas verlo.

Durante el resto de su historia, que acotó lo máximo posible para efectos prácticos, Moran le observó de la misma manera en que lo hiciera en el jardín de la mansión incendiada. Había en sus ojos incredulidad, pero también una especie de cautela muda, la señal de una alarma encendiéndose en el fondo de su cerebro. Al terminar de escucharle, observó de reojo a Louis.

—Sea o no real esta tontería —empezó—, ¿qué es lo que planean hacer?

«¿Y qué juego yo en esta locura?», dirás —soltó, poniendo en palabras la frase que acababa de oír de él—. Eso también va a depender de ti. Si todavía quieres servir a mi hermano, aunque ya no sea cómo lo conociste, será decisión tuya.

El ser expuesto de esa manera terminó descolocándolo, y afloró el instinto de cuenta nueva. Apretó los dientes, se llevó la mano al cinturón, sobre el estuche de la pistola.

—Ver a Will ahora te pondrá en peligro y le ocasionará dolor —siguió diciéndole Albert—. Si decides quedarte, tengo un papel para ti. De lo contrario puedes dar media vuelta y seguir con tu vida.

—Bastardo. ¿Crees que en verdad podría olvidarlo todo? ¿Seguir adelante como si nada? —exclamó, elevando el tono hasta gritar. Acortó la distancia con pasos furibundos y asió a Albert por el cuello del saco—. Yo también he muerto ya, hace mucho tiempo.

Albert observó sus emociones desbordarse hasta que su voz se extinguió, sin moverse ni demostrar cambio alguno en su rostro. Su sangre misma parecía burbujear. Sabía lo oscura que luciría la tierra para Moran sin la presencia de William, lo absolutamente perdido que llegaría a sentirse, pero no podía ser blando tratándose de él. Si iba a atarse a la familia Moriarty por un par de siglos, necesitaba asegurar su lealtad otra vez. Ello era lo que haría su hermano.

—Me quedaré —dijo, levantando el rostro y soltándole al fin—, ¿escucharon? Estoy al servicio de William hasta que él lo quiera.

Al escucharlo, se le dibujó en los labios una sonrisa maliciosa, y se giró para mirar a Louis. Este le correspondió con un asentimiento.

—Regreso con él, nos vemos más tarde. —Se dirigió de regreso hacia la trampilla abierta y desapareció en el umbrío pasaje, tras lo cual Albert la cerró.

Cuando encaró a Moran nuevamente, todo vestigio de impaciencia había desaparecido de su cara, y de él solo percibía la determinación gélida de la que hiciera gala al cumplir con las obligaciones que le destinase su líder.

—¿Qué es lo que vas a querer que haga? —preguntó, desafiante—. ¿Pretendes que me convierta en lo mismo que tú?

A la vez que negaba con un gesto, le indicó que le siguiera hacia el corredor. Desde allí enfilaron hacia el segundo piso y después al tercero, sitio de la enorme sala que antes se empleó para sesiones de espiritismo. Sobre la larga mesa había candelabros con velas sin consumir.

—Vas a extender tu vida, aunque tú sí podrás ver la luz del sol.

No es que Albert no hubiese considerado transformarle, pero al estudiarlo a fondo lo creyó inconveniente. Tres vampiros necesitarían la ayuda de un tercero, el servicio de un guardián que les custodiase cuando yacían impotentes en sus camas o ataúdes. Sino era así, se arriesgaban a sufrir la suerte de la que fuera su maestra, y ser capturados o destruidos por manos mortales. Ninguna persona a la que controlase con sus poderes podría ejercer ese rol mejor que Moran, por lo que no albergó dudas respecto a hacer de él su sirviente.

No podría levantarse en su contra y quedaría atado a su propia vida; la única forma de liberarse sería convirtiéndose en uno de ellos o muriendo. Cuando se lo dijo, su semblante se contrajo con repulsión.

—Tampoco correrás el riesgo de que Will te ataque si el hambre lo ciega —añadió, al ver que dudaba—, tu sangre no le será apetecible ya.

Su silencio se prolongó, aunque por su mente desfilaron distintas impresiones que Albert captó sin interrumpirle. Indudablemente, habría preferido que fuese la vida de William la que se ligara con la suya y ni siquiera le habría importado darle su sangre, pero eso era imposible dado que hasta ese momento él se rebelaba contra esa clase de existencia. Con todo, no iba a consentir que le dieran caza como a una bestia y lo encerrasen de la forma en que hicieron con aquella mujer. Le volaría los sesos a quien osara intentarlo.

—No lo haré por ti, y más te vale que no pretendas controlarme a tu antojo —dijo al alcanzar ese punto en sus reflexiones, al cabo de un tiempo. Arrastró una de las sillas, la giró hacia él y se sentó—. Terminemos con esto antes de que amanezca.

—Eso querría, pero no es un proceso tan rápido como crees, exceptuando la primera parte.

—¿Es decir?

Albert apoyó la mano sobre la superficie e inclinó el rostro, esbozando un gesto elocuente que dejó al descubierto su dentadura.

—He de beber de ti una vez. No pongas esa cara, solo será un sorbo.

De acuerdo a la información que le transmitieron, para crear un lacayo humano tendría que morder al candidato, procurando dejar una marca profunda en el lugar escogido. El detalle engorroso del proceso recayó en que desde entonces el individuo tendría que alimentarse únicamente de su sangre vampírica, sin comer ni beber nada durante al menos tres días y tres noches; hasta que la herida se convirtiera en una cicatriz con aspecto de quemadura.

Para no correr riesgos de perder la compostura y desangrarlo, en lugar de la yugular le clavó los colmillos sobre la cara interna del brazo derecho. Succionó con fuerza, moviendo los dientes dentro de la carne misma para expandir las incisiones. Al no provenir de una arteria su sangre fluyó más lento dentro de su boca, y a medida que lo hizo comenzó a oírle sisear por lo bajo. Cuando le liberó, las hendiduras gemelas se habían convertido en líneas alargadas que sangraron profusamente.

Moran sacudió el brazo, y aunque se había incorporado del asiento antes de que le mordiera, se volvió a sentar. En su rostro pálido se leía la profunda impresión y desconcierto que le hubo provocado la experiencia.

—Tienes que estar de broma si esperas que tome tu sangre como agua durante tres días —se quejó mientras limpiaba la herida con un pañuelo.

—Y tres noches. Sino lo haces, no funcionará. Pero descuida: te dará sustento suficiente. Además, acá tenemos algunas facilidades —dijo Albert, y se volvió hacia un aparador que sobrevivía en una esquina, a pesar de que se hubo esfumado la mayoría de los muebles que antes llenase el salón de reuniones—. No esperarías tener que morderme, ¿verdad?

En una de sus repisas descansaba un par de aquellas pequeñas copas de cristal que recordaba de los rituales. Estaban cubiertas de polvo y una lucía trizaduras, pero determinó que la otra serviría. Tras limpiarla con su pañuelo lo mejor que pudo, la dejó delante de su ceño fruncido.

—Así será —dijo, y esta vez fue su turno de descubrirse el brazo. Delineó un corte sobre la muñeca con la navaja de bolsillo que todavía conservaba y observó el líquido resbalar dentro del cristal. Haciendo caso omiso del dolor punzante, repitió el proceso cuando la herida cerró, hasta que la copa estuvo medio llena—. A tu salud, coronel.

Con asco no disimulado, él levantó la oscura bebida. No se la acercó a la nariz ni reparó en su espesor más de un instante; de un solo trago se la bebió, alzando la cabeza, y soltó después el recipiente vacío, el cual estuvo cerca de resbalar al suelo.

—Repugnante —masculló, y pronto se levantaba con intenciones de salir—. No soporto este sitio; el aire apesta a encierro.

No le detuvo, pero sí le recordó que durante el día no permitiera que ninguna persona se asomara al edificio, puesto que la vida de todos estaba en juego. Le solicitó también que trajera algunos artículos para brindar cierta comodidad a ese lugar tan inhóspito; de recolectar objetos personales para sus hermanos y él mismo, como prendas de vestir, ya se encargaría Albert durante las pocas horas que restaban de la noche.

Sin embargo, no era prudente permanecer en Londres más tiempo, y Louis concordó con él. Por desgracia, William continuaba negándose a salir a la superficie para alimentarse también la siguiente noche, y ni siquiera su hermano menor podía convencerlo. A pesar de estar hambriento, se limitaba a permanecer sentado contemplando la nada, con una expresión que variaba entre la impasibilidad absoluta y la insondable melancolía. Su mente también permanecía a oscuras, y Albert comprendió que se esforzaba de sobremanera para ocultar lo que pensaba.

—No tenías que condenar a Moran también —le dijo a los pocos días, cuando se dignó a dirigirle la palabra en lugar de únicamente a Louis—. Aunque pretendas enterrar lo que hicimos y construir sobre los restos una simulación de nuestra vida, eso no funcionará, Albert —le hablaba sin indicio de enfado desde su silla, mirándole con ojos lúcidos a pesar de su palidez cadavérica. Lucía cada vez más delgado—. Todo terminó para mí desde hace mucho tiempo.

—Por favor, Will, inténtalo una vez más —le pidió, y se hubiese postrado a sus pies de ser eso suficiente—. El plan ha sido un éxito, ¿no quieres verlo también?

Volvió a hundirse en su mutismo, y no porque dudara de sus palabras; tan solo carecían de sentido ya para él. Pero no le mentía: debido a sus acciones conjuntas a través de los años, estaban tendiéndose puentes de diálogo entre la clase dominante y las menos privilegiadas. Inclusive la policía estaba siendo sometida a duros cuestionamientos por no conseguir atraparlo; dado que llegaron a tiempo solo para encontrar su supuesto cadáver calcinado entre los escombros.

Albert tuvo que hacerse cargo del deber de aparecer en público tras aquello, y durante la noche siguiente a la última tragedia, arregló los preparativos para una ceremonia fúnebre con la máxima discreción y rapidez. Arguyendo el terrible momento que estaba atravesando su familia y la deshonra que les trajo su hermano segundo, excuso tanto a Louis como a él mismo de asistir, puesto que tendría lugar durante el mediodía. Solamente Moran y Jack estuvieron presentes, el último completamente ignorante de la verdad tras los hechos.

Lo vio solo una vez luego de que todo acabase, cuando le agradeció por todo e informó que Louis y él dejarían Londres sin planes de retorno. Albert había renunciado a su título nobiliario pero conservara varias propiedades y riquezas pertenecientes a su familia; haciendo uso de esta fortuna, quiso recompensarlo, pero él se negó aceptar retribución monetaria.

—¿Será cierto que el hombre que enterramos era el joven Will? —le preguntó el anciano al despedirse, como sin quererlo—. Su rostro estaba irreconocible.

Era una suposición bien fundada teniendo en cuenta que estuvieron ausentes en las exequias, hecho insólito para él. Albert no se sintió inclinado a contestar. Le dio una sonrisa más triste que afable, dirigiendo una última mirada hacia las puertas del camposanto detrás de Jack.

—Hasta siempre, maestro. Le enviaré mi dirección para intercambiar correspondencia.

Cuando ya habían trascurrido cinco noches, Albert se despertó en su improvisado sepulcro de madera con una fuerte exclamación de Louis. Provenía del sótano, y hasta allá corrieron Moran y él, desde sus respectivas ubicaciones dentro del edificio. Aunque ya sabía lo que encontraría ahí: la ausencia de William, que por primera vez desde que se convirtiera en un vampiro, decidió emerger.

—¡Ni siquiera lo oí subir! —dijo Louis, observando de forma frenética el enorme arcón tapizado con almohadas de seda, que Albert había hecho traer para que descansara en el día, ahora vacío—. No creí que tuviera las fuerzas para levantarse antes que yo.

—No llegará muy lejos con lo débil que está —señaló, aunque no podía dar fe de que fuera así. La última criatura famélica que conociera se las arregló para escabullirse del quinto piso de un hotel atestado de gente.

Siguieron sus pasos escaleras arriba, y lo cierto es que no fue necesario tomar caminos separados. Tanto Louis como él fueron capaces de detectar el rastro de su aroma, el cual les condujo a través del entramado de callejones. Al cabo de un rato hallaron en uno de ellos al primer cadáver: un pordiosero borracho, con dos marcas sangrantes en el cuello.

—Bueno, esto quiere decir que al fin decidió comer, ¿no? —indicó Moran, tras agacharse a revisar que en efecto estuviera muerto—. Es una mejora.

Albert no creía que él lo viera así, menos habiéndose alimentado de gente inocente. Continuaran avanzando y tropezaron con dos cuerpos más, derribados uno al lado de otro en una acera estrecha. Eran una pareja y ambos tenían ropas sucias y rotas; un poco más allá de su ubicación había una especie de almacén en ruinas, el que seguramente fuese su refugio. De este procedía la presencia de su hermano.

Louis corrió antes que cualquiera, y se lanzó a por William, que estaba de pie en el vestíbulo derruido, en mangas de camisa y descalzo. Había resurgido en su rostro y cuerpo la vitalidad, manifestada en el color rosa de sus mejillas y en su buena constitución de antaño. Aun así, su expresión denotaba sorpresa, y esta no se debía precisamente a la llegada de ellos tres.

Gotas rojas le enturbiaban la visión; había rastro de estas también en sus pómulos. Cuando Louis le preguntó si es que algo malo le ocurría, la mirada se le endureció.

—Hice algo imperdonable —reconoció en voz baja—. Perdí el control de mí mismo.

No hubo necesidad de interrogatorios; sus recuerdos afloraron en una secuencia que le era difícil de reprimir. El deseo de sangre le había alzado al caer el crepúsculo, e incapaz de pensar en otra cosa que no fuese acabar con el espantoso sufrimiento, les quitó la vida a los desafortunados con que se encontró en su marcha sin rumbo. Quiso detenerse, pero su cuerpo de fuerza monstruosa no obedeció a su consciencia hasta que hubo conseguido el alimento que exigía.

Louis lo abrazó brevemente, aunque el gesto no fue correspondido. Le dijo una y otra vez que no fue culpa suya, que todo se debía al hambre y que le aliviaba más que cualquier cosa ver que se encontraba a salvo. Más lágrimas rojas mancharon el rostro de William, rígido como si fuera de piedra, mientras lo oía.

Desolado, no puso objeciones en regresar a su hogar temporal. Eligieron un camino alterno, más sombrío si cabe, para no volver a ver los restos fríos de sus víctimas, pero estos seguían bastantes frescos en su memoria. Albert tendría que encargarse del ocultamiento de ellos junto con Moran. Para distraerlo de esos sombríos pensamientos, intentó darle algunas palabra de ánimo, aunque desistió al constatar que ni siquiera eso deseaba de su parte.

Tras vestirse de forma apropiada, William no se encerró en el sótano como hasta entonces hiciera, sino que tomó asiento con Louis en el antiguo salón de invocaciones. Albert permaneció corto tiempo en el corredor, no queriendo ser inoportuno; se fue después de escuchar a William decir:

—Tomaré precauciones para que no se repita. Jamás volveré a asesinar a un ser humano.

No podían emigrar a Durham, cuya totalidad de habitantes les reconocería, y aunque algún pueblo perdido en el campo hubiese sido propicio para sanar el espíritu, era inviable un lugar con tan reducida población. Incluso si se regían por la nueva máxima de su hermano, es decir, alimentarse sin quitar vidas, aún necesitarían de otros para subsistir. William era consciente sin que se lo dijera; tal vez no le interesara en lo más mínimo su propio bienestar, pero todavía se preocupaba por el porvenir de ellos, sobre todo el de Louis.

Albert propuso desplazarse en primer lugar hacia el sur, con destino aBournemouth, ciudad costera con una ubicación que la hacía accesible: a poco más de horas por tierra desde la capital. Dado que durante las horas de sol debían ocultarse, no iba a ser sencillo empezar con un viaje extenso, razón por la cual nadie se opuso a la propuesta. Mantenía la esperanza de que el cambio de clima les sentará bien, especialmente a William, cuyo ánimo no daba señales de restablecerse.

Una vez establecidos en una villa que alquilara allí, el panorama no cambió demasiado: su hermano evitaba dejar la casa, solo salía para alimentarse o acompañar a Louis cuando él debía hacerlo. Se impuso un estricto código de conducta para evitar dañar a alguien, y ambos decidieron ceñirse a la idea por propia iniciativa.

—Si no le suelto al cabo de quince segundos, me golpearás en la cabeza —escuchó que le ordenaba a Moran, en una de las primeras noches tras su llegada—. Debe ser con la fuerza necesaria para dejar inconsciente a un humano, ¿entendido?

Por absurda que le pareciera la petición, Moran no era capaz de oponerse a William, y de aquella manera comenzó a seguirlo durante la caza, armado por precaución.

No le hablaba a Albert salvo en contadas oportunidades, y claro está que rechazaba todas y cada una de sus invitaciones para dar paseos por los preciosos jardines que se extendían a lo largo de la ciudad. Parecía haber renunciado a todo placer, a cualquier consuelo que le distrajese de su penitencia. Nunca le pareció más desolado, ni siquiera en los últimos tiempos encarnando al Lord of crime, como al verlo asomándose por la ventana del piso superior, con ojos apagados que naufragaban en el mar. Sabía él, al escuchar sus lejanas reflexiones, que de no ser porque Louis también era un vampiro, hubiese intentando arrojarse a una pira o iniciado la búsqueda de alguien que atravesara su pecho con una estaca de madera.

Llevando esa clase de vida en común, transcurrieron los primeros años. Estancados en el tiempo y en una falsa paz, arrastrando una relación tirante, tuvo que reconocer que William tenía razón al decirle que aquello no funcionaría. Todo era fruto de su necedad. Cada vez se sentía más mortificado e impotente ante su tristeza, ante la culpa de Louis, y terminó a merced de espantosos pensamientos. Anotándolos en un diario, se sinceró consigo mismo por primera vez: fue su propia cobardía la que le impulsó a arrastrarlo a esa inmortalidad sangrienta; el temor a continuar existiendo sin su liderazgo, a ser consumido por el remordimiento de dejarlo sacrificarse. No podía renunciar al plan pero tampoco a la vida de su hermano, ¿en qué le convertía eso?

William le había instado a tener valor sin imaginar que lo usaría en su contra de una manera tan perversa. Aun así, la única cosa que jamás podría perdonarle era que hubiese trastocado el curso natural de la vida de Louis.

—Si todavía fuéramos humanos —comenzó a decirle cierta noche, cuando le encontró en el jardín de la casa a la sombra de los árboles—, ¿te parecería que aceptable vivir?

No le habría preguntado tal cosa si no le hubiese notado más receptivo de lo normal; lo frecuente en William era limitarse a darle un saludo cortés y, sin darle oportunidad de iniciar diálogo, volver adentro. En esa extraña oportunidad decidió quedarse ahí.

—Yo no merezco ninguna clase de vida, Albert —respondió, y aunque para entonces no lo había visto sonreír en más de cinco años, le pareció que las comisuras de su boca se levantaban de manera inconsciente—. Desee que Louis y tú la tuvieran, pero ahora comprendo en qué fallé. Jamás debí involucrarlo a él directamente en mis planes.

Tras hacer esa reflexión, sin esperar opiniones, se retiró dejándole con su propia amargura. William no le hacía reproches porque lo consideraba inútil, pero el mayor responsable era él; había cometido un acto de traición, un error irreversible con el que tendría que vivir por toda la eternidad.

Al fallecer la Reina Victoria y con ella su era, creyó factible regresar a Londres; ya no abrazaba la ilusión de que las mejorías implementadas en la sociedad al cabo de su reinado* inspirasen en William sentimientos de alegría, pero dado que el recuerdo infame del Lord of crime y los Moriarty parecía haber caído en el olvido al fin, la posibilidad de llevar una existencia tranquila y retirada en las afueras no se le antojó absurda. Bournemouth era una ciudad bella, un atractivo balneario para forasteros, pero comenzaban a circular rumores respecto a los misteriosos inquilinos permanentes que evitaban dejarse ver; con la excepción de Moran, que se escapaba a veces para irse a beber y jugar a las cartas.

Aun así, tenía una aspiración secreta: encontrar entre los humanos a otros vampiros que contaran con conocimientos más amplios que los de James. Si había una forma de resarcir lo que hizo y devolverle a sus hermanos la condición humana, no tendría nada que perder con intentar; fue su conclusión luego de meditarlo por años.

No quiso decírselos abiertamente, y puesto que William tenía la capacidad de deducir lo que pensaba sin necesidad de usar sus poderes, dejó caer algunos comentarios durante su regreso a la capital:

—El olvido no existe, es así tanto para ellos como para nosotros, que somos criaturas inmutables. Deberías aceptarlo. —Y de inmediato volvió la vista hacia Louis, a su lado en el carruaje, para solicitarle que fuera cuidadoso al transitar por las calles londinenses; esperaba que su parecido con él no le ocasionara problemas.

Tal vez fuera su necesidad de tener en algo a lo que aferrarse, pero no quiso desistir aun cuando su fracaso fuera inminente y ni siquiera pudiese dar con información útil. Los vampiros llenaban las páginas de las novelas o supuestamente rondaban por el cementerio de Highgate*; mas no fue capaz de encontrar rastro de ninguno sin importar las noches que aguardara entre las lápidas. A pesar de este desalentador escenario, comenzó a preferir pasar el tiempo en lugares sombríos como aquel a estar cerca de William y ser testigo de su desesperanza, que en ciertos momentos daba la impresión de agudizarse. En tales ocasiones su hermano se replegaba en sí mismo, no le dirigía la palabra ni a Louis ni a Moran, y permanecía en la soledad de su cuarto desde el anochecer hasta el alba.

Llegó un día, tras cumplir una década viviendo de aquella forma, en que tomó la decisión de marcharse. Si asesinar a toda su familia biológica y convertirse en una criatura sedienta de sangre fueron determinaciones difíciles de tomar, separarse de ellos equivalió a someterse a una tortura.

—Debo irme, Will, Louis —declaró, con pesadumbre—. Creo que ha llegado el momento de separarnos.

De los dos dos, Louis fue el más sorprendido; se levantó de su asiento pidiendo explicaciones, y Albert sintió que regresaba a la noche en que William anunció el inicio del Problema final. Él, sin embargo, permaneció silencioso, mirándole con fría comprensión.

—¿A qué viene esto tan repentinamente? —inquirió, desconcertado— No hemos tenido ningún problema desde que regresamos a Londres, por qué tú...

—Louis —le llamó William con suavidad, volviéndose hacia él con expresión indulgente—. No es algo que Albert haya decidido de buenas a primeras, sino el fruto de años de reflexión. —Guardó silencio un instante y dirigió la vista hacia su hermano mayor antes de añadir—: No te cuestionaré, pero considera que emprenderás una tarea que ninguno de nosotros te ha pedido.

Lo dijo sin esbozo de acritud. Albert se limitó a sonreír con tristeza y bajar la vista, incapaz de sostener la mirada penetrante de sus ojos.

—Quiero hacerlo, y estoy convencido de que estarán mejor por su cuenta. —Louis abrió la boca para manifestar su desacuerdo, pero Albert negó—. Es lo que es, no quiero causarles más daño del que les hice. En el futuro, cuando nos reencontremos, tal vez las cosas sean diferentes.

—¿Pero dónde es que piensas ir? No puedes simplemente marcharte sin destino —preguntó Louis, con profunda contrariedad, mientras observaba de reojo a William, sentado y sin decir nada.

—Tengo intenciones de salir de Inglaterra —anunció—, el lugar aún no lo sé, pero les enviaré noticias.

—Moran llega —dijo de pronto William, estirando el cuello hacia la ventana del salón a su izquierda, que daba hacia la calle—. Esta decisión va a afectarle, es necesario que también se lo digas ya.

Así hizo, y como esperaba, su reacción fue la peor de todas: se opuso fervientemente a dejar el lado de William, acusándole de estar desquiciado. ¿Qué demonios iban a hacer por ahí los dos, vagabundear de un sitio a otro? Era una insensatez.

—Lárgate tú solo si tanto quieres —espetó, su última palabra—, no pienses que te seguiré en tus delirios.

—¿Me obligarás a recordarte al servicio de quien estás ahora? —dijo, y aunque hubiese accedido a que se quedara a petición de William, no leyó en él intención alguna de eso.

—Serás maldito, Albert. ¿Te crees que tus amenazas me asustan?

—Maldito ya estoy, coronel, y tú junto conmigo.

Con deseos de golpearlo, Moran avanzó lanzando una silla de un puntapié en el proceso. Louis saltó a interponerse, pero antes de que colisionaran, William alzó la voz desde su sillón.

—Basta —dijo. Observó a Moran, que a pesar de su irritación se detuvo al oírle, y después continuó—: Ve con mi hermano, coronel. Ese es tu lugar ahora.

Su orden le descompuso, retrocedió casi tropezando con la mesa. No veía nada ni a nadie más que no fuera a William, tan circunspecto como antes del altercado. Albert supuso que comenzaría de nuevo con su acto de rebeldía, pero todo lo que salió de boca, cuando recuperó la compostura para hablar, fueron dos preguntas:

—¿Es eso lo único que quieres? ¿Tú última orden para mí?

—Ya no ostento ninguna posición bajo la que deba ordenarte nada. Solo te recordé un hecho. Lo más conveniente para ti es seguir a Albert.

No hubo más discusión. Con aire de derrota y un profundo sentimiento de pesar que no podía esconder de ninguno, Moran dio media vuelta y abandonó la estancia. Permanecieron quietos, silentes en sus lugares, cada uno asimilando lo que sucedió y lo que a partir de entonces sucedería. Al cabo de diez minutos, William se levantaba, y echando una ojeada al reloj de la pared, decía:

—Saldré a alimentarme. Louis, tú también deberías hacerlo pronto.

Antes de irse, una semana después de aquella noche, Albert les legó buena parte de la fortuna que aún poseía. Bajo nombres falsos traspasó bienes y dinero que habrían de serles útiles, sin apenas disminuir, durante más de un siglo. Con la seguridad de que William iba a oponerse, tuvo el cuidado de que no se enterara hasta después de su partida.

En contra de sus ideas previas, dejar el país no tuvo gran dificultad: viajando en el enorme baúl de día y saliendo de noche en el camarote comprobó que requería de muy poco para vivir, apenas necesitaba de la ayuda de Moran. Nada le dañaba; ni siquiera el frío o el calor le producían gran efecto. Se internó en un mundo cambiante, repleto de problemas y fue consciente de a insignificancia de su plan. ¿Qué significaba todo lo que hicieron cuando en otros sitios de Europa se orquestaba una guerra? Su ingenuidad rayaba en la estupidez.

Arribaron a Francia, y en París estuvieron un par de años antes de trasladarse a Suiza, nación neutral, a inicios de la que luego sería conocida como la Primera Guerra Mundial. Entonces apenas había logrado detectar a un par de seres de su especie durante la travesía, cuya totalidad escapó cuando quiso abordarles. Ninguno quería tener nada que ver con un vampiro foráneo, que podía ponerles en peligro a ellos o a su secreto. Les comentó sus hallazgos a sus hermanos mediante misivas, que Louis siempre respondió de forma diligente, a pesar de lo que estuviese ocurriendo en Inglaterra. El contacto se espació y tuvo una interrupción definitiva aproximadamente cincuenta años más tarde, cerca de la mitad del siglo XX. Abandonando la casa que compartió con Moran en Zúrich, decepcionado y deprimido, optó por volver a vagar por el mundo.

El coronel Moran, que le detestaba más que en vida, demostró, sin embargo, una gran fidelidad y no se marchó aun cuando se lo permitiera. No le iba a quitar la vista de encima, no solo porque su destrucción equivaldría a la suya propia, sino debido a que Albert aún representaba el vínculo que existía entre William y él. Aunque falleciera al cabo de dos siglos o menos, mantenía la esperanza de volver a reunirse antes de que le llegase la hora.

Albert dudaba de que fuese a ocurrir; su búsqueda era inútil, nada de aquello tenía sentido. El continente, el mundo en sí, no era ya el que conocía. Con la revolución tecnológica, las nuevas modas y costumbres que adoptaba la gente, le parecía que caminaba a través de un sueño estrafalario. Deseaba aferrarse a sus recuerdos aunque le dolieran; misma razón que le impedía regresar a Londres. Ese fue el segundo motivo de que eligió, finalmente, un emplazamiento tan remoto como la región de Maramures, en las profundidades de Transilvania, donde nadie podría perturbar su miseria con las pruebas físicas de que todo cuanto le era familiar ya no existía.

—Te mezclarás con ellos para comprobar la verdad de lo que se dice; las historias de las cacerías de vampiros —le informó Albert, en un café de Estambul—. Si hallas algo relevante intervendré.

Moran recibió esta noticia con escepticismo; su expresión agria dejó entrever, además, que ponía en duda que siguiera estando en sus cabales.

—Será tedioso, ¿y por qué crees que iban a confiar en mí unas gentes de pueblo? —señaló, con el ceño fruncido en dirección a las aguas del Bósforo, negras como la noche.

—Sabrás ganarte su confianza, no será más difícil que las cosas que hacías antes. —Al leer sobre Turquía, país al que llegaron por primera vez tres meses antes, su atención terminó recayendo en las batallas que disputaron contra los rumanos siglos atrás y las leyendas que se tejían en torno a ese país y su figura histórica, Vlad III, del que solo hubo escuchado sobre su sanguinarias inclinaciones. Al seguir el rastro de ese hilo, se le figuró plausible que si existía un lugar en el mundo con las respuestas que buscaba, bien podía ser aquel.

—¿Qué vas a hacer si no hay nada? Se te olvida que ya nadie cree en lo sobrenatural.

—Quién sabe, tal vez invite a Will y a Louis a vivir en el campo a falta de compensación mejor.

No sabía como iba a enfrentarse a ellos tras tantas décadas huyendo de sus culpas, pero tampoco encontraba las fuerzas para seguir así. Carecía de rumbo y ansiaba el descanso, la salida de aquel limbo en el que se lanzara con precipitación. Aunque él le odiara iba a comprender por lo que había pasado, y hasta eso sería preferible para Albert, que ya no soportaba convivir con sus propios pensamientos.

Aun así, cuando Sherlock Holmes, aquel muchacho temerario que se introdujo en sus vidas, el error de cálculo impensable de su plan, soltó sin tapujos que nunca lastimaría a su hermano, su honestidad le recordó lo que hizo. Un humano sin conocimiento alguno que se erguía como un juez ante Albert, aunque no lo pretendiera. La mente clara, como un manantial reluciendo bajo la luz del sol. Recibió ese destello como si fuera el demonio sanguinario del mito y le arrojasen agua bendita. Creyó que tal vez con ese propósito había nacido ese detective, para castigarle por sus pecados. Su única expiación fue entregarle lo que deseaba, la confirmación de sus sospechas, con la esperanza de que hiciera lo indicado, a diferencia de él.

En el sótano de la casa de Maramures, Albert halló el arcón de William vacío. Había rastros de lágrimas rojas en las mantas del fondo.

Mejorías implementadas en el reinado de la reina Victoria: Hace referencia específicamente a la Tercera reforma parlamentaria de 1884, donde amplió el número de votantes al ser tener una vivienda el único requisito para votar (aunque las mujeres y muchos otros todavía quedaban fuera).

bbc .co .uk/ bitesize/ guides/z 6c6cqt/ revision/10

El vampiro de Highgate: En 1890 un anciano dijo haber visto el ataque de uno de estos a una mujer en el cementerio de Highgate Londres. Más tarde en 1922 y 1971 también se reportarían supuestos ataques. Acá se detalla un poco y se incluyen imágenes del lugar:

labrujuladever visitando-el-cementerio-de-highgate-en-londres/#:~:text=Ina ugurado o,avenida.