Hola! Les tengo actualización, ojalá les guste. Gracias por esperar, como siempre.
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—¿Abrirás esta noche, Liam? —Llamó Sherlock, a la vez que daba un toque en su puerta. Como en todas las ocasiones anteriores en que fue a visitarle, no recibió a cambio ninguna palabra.
A tres días del momento fatídico en que le confesara que ya lo sabía todo sobre su pasado —o la mayor parte—, él continuaba oponiéndose con terquedad a verlo. Solo la primera noche, en el crepúsculo siguiente, Liam fue a buscarlo para darle una noticia que le caló los huesos como si lo hubiese aventado a un pozo de una patada: no tenía intención regresar a Londres.
—Mi hermano y yo decidimos establecernos aquí. Es tiempo de que vuelvas a casa, Sherly —lo dijo con un rostro circunspecto y sin la dureza con que le hablara antes. Aunque ninguna suavidad habría bastado para convencerlo.
—¿Es esta tu manera diplomática de terminarme? Creo que prefiero la furiosa de anoche —soltó, con una renovada confianza que había conseguido después de examinar los hechos durante todo el día—. Vamos, dime que estás enojado porque me metí donde no me llamaban y siéntate conmigo en ese sillón pomposo a conversar.
Él se negó, dio un par de pasos hacia la puerta cuando quiso acercarse.
—Mi decisión está tomada, pero no estoy molesto contigo. Sabes bien que ese no es el problema.
—El problema es que no quieres aceptar que me importe una mierda tu pasado. —Había replicado Sherlock, adoptando su misma seriedad, ya que no le dejaba alternativa—. Te niegas a creer en mí, te es más fácil no hacerlo.
El semblante de Liam se crispó en este punto de la charla. Asomó en él una amargura casi irreprimible.
—En vista de que te niegas a enfrentar la realidad, debo hacerlo yo por ti y alejarte —hizo una pausa y añadió—: Eres bastante joven todavía. No comprendes la magnitud de lo que dices.
—Sé bien lo que te estoy diciendo, no quieras tomar decisiones por mí —le advirtió, irritado. Como la noche previa, él hizo caso omiso.
—Lamento que todo terminé así, pero no hay otra manera.
De no haberse enfadado es posible que hubiese ido detrás de Liam, pero tal como estaban las cosas, dudaba de haber podido hacerlo cambiar de parecer. No; necesitaba repensar todo el asunto si quería idear una forma de hacerle ver el error que cometía. A la mañana siguiente, mientras desayunaba en el comedor, Moran arrojó un sobre delante de él. Al levantar la vista de la mesa y pedir explicaciones, este se hizo el desentendido.
—William lo dispuso así, conmigo no te quejes.
Era un boleto de avión, en primera clase, con destino a Londres. Estaba fechado para dentro de dos noches. En cuanto el otro desapareció, hizo del sobre y su contenido una bola de papel que lanzó al bote de basura de la cocina. Y aunque desde entonces había estado yendo a visitar a Liam cada atardecer, a esperarlo en el corredor y el vestíbulo, no fue capaz de encontrárselo. Sabía que dejaba la casa durante unas horas, así como sus hermanos, pero contaba con habilidades suficientes para esquivarlo a él.
No oyó ruidos procedentes del interior, nadie venía tampoco por el pasillo. En vista de su soledad momentánea, se sentó en el piso y apoyó su peso contra la puerta. Sherlock solía obtener miradas indiferentes y desdeñosas por parte de Louis y Moran, respectivamente, cuando estos eran testigos de sus intentos infructuosos. Sin embargo, tuvo la impresión de que Albert también evitaba su presencia, y tomó la precaución de respetar esa distancia para prevenir que decidiera expulsarlo tan pronto.
Se moría por fumar, pero resistió el impulso de llevarse a la boca uno de esos cigarrillos rumanos que no terminaban de gustarle. Solo pensar en ellos le recordaba las intenciones de Liam respecto a quedarse a vivir en esa tierra. Podría aceptarlo si creyese que era lo que él deseaba de verdad, sino fuera en realidad un intento de escape. Todos ellos huían y se refugiaban allí, buscando y a la vez temiendo algo que ya no existía. Era un destino lamentable.
Pasó tanto tiempo que comenzó a dormirse; al fin decidió retornar a su cuarto, antes de ganarse un dolor de espalda. Ni siquiera se molestó en quitarse la ropa; saltó sobre la cama con jeans y suéter. No tenía el menor ánimo. Las ventanas cerradas impedían que penetrase el frío de la noche. En algún momento de la madrugada advirtió, sumido en el trance semiinconsciente de un sueño poco profundo, que una presencia se abatía sobre él. Unas manos se arrastraron por la almohada, a ambos lados de su cabeza.
Entreabrió los ojos y halló frente a sí la imagen de Liam velada por las sombras; otra vez había olvidado cerrar las cortinas, por fortuna. Tenía en el rostro una expresión sombría, y Sherlock no pudo evitar sonreírse.
—¿Me vienes a persuadir para hacer que me vaya de una vez? Ha de ser fácil para ti.
—Tal vez debería —respondió él, retrocediendo para que pudiera incorporarse—. Pero confío en que tomarás le decisión correcta al final.
—Quisiera decir lo mismo de ti, pero te estás equivocando. No te daré de comer hasta que lo admitas.
Liam no dijo más. Se sentó en el borde de la cama, enervado. Esa canción ya se la sabía y no estaba dispuesto a cooperar. Sherlock fue a acomodarse junto a él; le tomó de la barbilla e hizo el intento de girar su rostro, empleando toda la delicadeza que tenía en sus dedos de yemas ásperas. No le empujó como temía.
—Por mucho que te castigues confinándote aquí, no le harás ningún bien a nadie.
—Soy más necesario en este lugar de lo que nunca sería en Londres, en un mundo al que ya no pertenezco —contestó soportando su escrutinio. Aun así, el brillo de sus ojos estaba ausente.
—Porque te has convencido de que es así, solamente —dijo Sherlock, sin poder evitar que se levantase y comenzara a dirigirse hacia la puerta con decisión—. Dispones de muchísimo tiempo.
—En cambio tú no; haces mal en desperdiciarlo.
Luego de que se fuera, Sherlock no tardó en hallar el verdadero motivo de su visita debajo de la almohada; otro boleto de avión. Una estrategia esquiva y estéril, condescendiente incluso, a la que estaría recurriendo solo para desgastarlo. No obstante, pudo ignorar la ofensa implícita porque le permitió verlo flaquear.
Quemó el trozo de papel y lo dejó consumirse cerca de la puerta abierta del baño. Las cenizas nadaron en el inodoro.
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Estaba envejeciendo.
¿Qué edad había cumplido el año anterior? Dejó de contar al inicio del nuevo siglo. Si cayó en cuenta de que algo andaba mal, bastante mal con él, fue por un hecho en concreto, a partir del cual todos los demás se desplegaron en una especie de abanico repulsivo. Mientras practicaba tiro al blanco en la soledad del valle, erró por primera vez. A cien metros de distancia y sin utilizar la mira telescópica, porque jamás le fue necesaria, la bala impactó a un par de centímetros del centro de la diana roja.
Al intentar repetir, incrédulo, notó el cansancio de sus ojos; una ligera bruma que no desaparecía sin importar cuanto aclarara la visión. La mano artificial, reparada sin ayuda de un experto, tampoco respondía a sus impulsos con la habitual presteza. Lanzó el rifle contra el pasto y disparó el revolver, al tiempo que se encaminaba al objetivo. Descargó todas sus municiones en él, hasta que se desprendió del árbol al que lo ataba una cuerda. Tras finalizar estaba agitado por una emoción desconocida, el pulso martilleaba contra su sien.
La siguiente siguiente señal se la mostró el espejo: canas y más canas comenzaban a asomarse entre el pelo oscuro, en las esquinas, incluso en la barba incipiente. ¿Cómo no lo había advertido hasta entonces? Estaba convencido de que Albert sí, he ahí la razón de sus miradas y sonrisas sarcásticas, más insistentes desde que regresó de Londres con los demás.
«Tu tiempo se está acabando, coronel», sería su pensamiento. Aguardaría por el día de finalmente ponerlo en una tumba.
El frío le causaba malestar en forma de dolores articulares cuando pasaba las noches fuera. Comenzó a sentirse limitado, en guardia frente a la cuenta atrás. Por el contrario, el reloj de bolsillo de William estaba detenido. Muerto. Examinar y decapitar cadáveres en los cementerios de la región nunca le pareció más dificultoso y carente de sentido.
Fue entonces cuando Sherlock Holmes mostró sus verdaderos colores y William decidió enviarlo lejos. No entró en explicaciones acerca de lo sucedido, pero delegó en Moran el trámite de darle el boleto que le devolvería a Inglaterra por fin.
—Ese idiota lo rompió, ¿sabes? Y se creyó que no lo descubriría —le informó después, para su propio desagrado. William, no obstante, apenas dio luces de que le importara.
—No te lo tomes personal. Es lo que esperaba —dijo, mientras iban por el sendero oscuro después del anochecer. Estaban a punto de separarse, él para ir a la ciudad y Moran para regresar a la casa; pero antes de que el vampiro pudiera agradecerle sus gestiones y despedirse, habló:
—Puedo obligarlo a largarse. Si lo dejas en mis manos, le daré una lección.
William se tomó una pausa para observarlo. En su semblante, que instantes atrás no dejaba traslucir pensamiento alguno, aparecieron signos inequívocos de incomodidad.
—No, forzarlo a cualquier cosa sería contraproducente —replicó él, otra vez sereno—. Quiero evitar conflictos innecesarios.
Era la segunda vez que rechazaba su ayuda. La primera fue en Londres, hacía no mucho tiempo, cuando se presentó ante él y Louis. Si en esa oportunidad le hubiese dejado intervenir, ese intruso no les habría seguido hasta Rumanía. La vida de todos sería más simple y la antigua cotidianeidad podría restablecerse.
Se quedó allí de pie mientras William desaparecía entre los árboles. Antes de volverse hacia la propiedad, sacó la mano enguantada del bolsillo y la apretó en un puño delante de sus ojos.
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Esos últimos días Sherlock no estuvo de ánimo para ir a Botiza ni a ningún otra aldea de los alrededores; tampoco es que le hiciera falta ya, si se consideraba que hubo alcanzado su objetivo de descubrir el secreto de su ahora exnovio. El paisaje límpido del campo no le atrajo tampoco para vagabundear por sus parajes, de forma que se entregó a sus divagaciones a puertas cerradas. Se hizo asiduo de un rincón del salón cerca de la chimenea, donde se instalaba después de aburrirse de estar en su habitación.
Una tarde cayó dormido sobre el diván que ocupaba ahí. Al despertar, halló un rostro severo vigilándolo. Se frotó los ojos en tanto se levantaba hasta sentarse.
—¿Ya anocheció? —dijo, buscando el celular, que por poco cae al suelo, aunque la respuesta era evidente. El otro pasó por alto su pregunta y se adelantó a lo que querría saber:
—Mis hermanos salieron, los dos. —La mirada de Louis se tornó más crítica entonces—. Le veo más despreocupado de lo que pensaba.
—Te has de imaginar que los días son bastante aburridos aquí —replicó fastidiado. Le miró hacia arriba y luego extendió la diestra—. ¿Traes un encargo de Liam?
Él contempló su mano en silencio, y después se acomodó los anteojos. Sherlock tuvo la certeza de que estaba haciendo su mejor esfuerzo para tratar con él, a pesar de la incomodidad evidente que le inspiraban sus formas.
—No, pero creo recordar que le advertí que no sería grata su estancia al contravenir la voluntad de mi hermano. —Pensó que se iría tras soltarle otra frase de aquellas, pero en su lugar tomó asiento en un sillón contiguo al de él—. Esto no es fácil para ninguno de nosotros.
Enmudeció enseguida, y Sherlock no se sintió inclinado a romper el silencio. Apoyando la barbilla en los nudillos, se dedicó a observar a Louis de reojo durante un buen rato. No se oía el menor ruido en la casa, ni siquiera el del viento contra los cristales.
—Pensé que también desearías vivir aquí con los tuyos —dijo más tarde, tentativamente. Al ver que él no dio indicios de enfadarse, continuó—: Pero noto que no estás convencido.
—Mi único deseo es la felicidad de mi hermano —repuso Louis, y su rostro reflejó impotencia. El cuerpo pareció tensársele de repente, como si hubiese pulsado un botón en su cerebro—. Él no ha conocido la paz de espíritu en años, y yo no puedo hacer nada por él. Cómo podría cuando soy una de las causas.
Irguiéndose en su asiento, Sherlock le prestó mayor atención. Algunas de las confesiones que leyó en el diario de Albert retornaron a su mente. De ser por Liam ninguno de los tres habría llevado nunca una existencia como esa; en especial Louis, su hermano menor y enfermizo que protegió desde la niñez.
Lúgubre y sin mirarlo, este siguió diciéndole en voz baja:
—Le negamos la muerte que deseaba. Después de convertirme en esto entendí la magnitud de su desesperación.
—El presente no es así de oscuro, Louis —interrumpió cuando él volvía a abstraerse—. Aunque no puedo leer su mente, me atrevo a decir que ha sido feliz conmigo. Sé que puede volver a serlo.
—Debo admitirlo, sí, y le doy mérito por ello. ¿Pero cuánto cree que durará? Por favor absténgase de hacerle promesas vacías.
—Hasta que Liam quiera —afirmó, poniéndose en pie—. Si él lo permitiese no me importaría extender mi vida.
No pretendía intervenir en los asuntos familiares y dudaba que sus opiniones tuvieran buen recibimiento, por ende omitió el resto de sus comentarios. Se despidió de Louis, que permaneció en su sitio con un deje de perplejidad en la mirada. Por las escaleras, de camino a su cuarto, encendió un cigarro. El humo se acumuló en la estancia mientras escribía una nota.
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Iba a tomarse un respiro de aquel trabajo inútil. Abrió y cerró la mano artificial mientras se bajaba del automóvil y caminaba por el sendero. La había estrellado dos veces contra la mandíbula de un hombre en un bar de Breb, aunque su rival cayera inconsciente tras el primer embate. El guante blanco se ensució con sus fluidos. Evitaba participar en peleas para no atraer la atención de la comunidad; no obstante, terminó cediendo ante la provocación del borracho de turno. Creía sentir aún el chasquido del hueso al romperse vibrando a través del metal, como un tinnitus molesto.
Al entrar en la casa no se encontró con nadie; imaginó que a esas horas estarían persiguiendo presas en la ciudad cercana. Era beneficioso para Moran, que no tenía ningún deseo de recibir la mordida de Albert esa noche. Sin embargo, encontró a Louis en la sala de estar cuando ingresó en ella. Ni siquiera se inmutó al oírle, sino que permaneció con la vista fija en el suelo. Llamándolo, dirigió la mano hacia su hombro. Él alzó la cabeza y se volvió justo antes de que lo tocara.
—Tenga cuidado la próxima vez —dijo, examinando las manchas rojas sobre la tela con ojos entornados.
Ocultó el puño dentro del bolsillo de la chaqueta para ahorrarse sus amonestaciones. Ni cien años fueron suficientes para cambiar a Louis.
—No fue nada. ¿Qué es lo que te pasa a ti? Pensé que estarías con William.
—Preferí quedarme.
No dio más explicaciones y tampoco lucía como si desease conversar con él. De ser otro día, Moran lo hubiese dejado pasar, habría ignorado a Louis como él esperaba que hiciera antes de proceder a servirse un whisky. Permanecería al margen de esos cambios sutiles, de los movimientos que dirigían hacia decisiones importantes en las que le estaba vetado intervenir. Pero en ese momento el mundo entero estaba del revés, como si lo observara a través de un espejo distorsionador.
—Es por ese tipo, ¿verdad? No te gusta que siga por aquí.
Vio que titubeaba, lo que que alimentó la sospecha que empezaba a anidar en su mente.
—Tiene que ver con Holmes, pero no es por lo que cree —dijo, con suma tranquilidad, sin rastro de la irritación que habría encontrado antaño.
—¿Qué cosa es entonces? —Ante su insistencia, el vampiro desvió la mirada hacia un lado. Moran anticipó que le diría que se largara, por lo que casi se sobresaltó al escucharle responder:
—Existe la posibilidad de que él lo pueda ayudar. De volverse el compañero de mi hermano, tal vez… —la frase quedó inconclusa y Louis volvió a mirar su rostro, como si cambiara de idea—. No comente nada con nadie. Es asunto delicado.
Moran comprimió los pensamientos que le surgían como si fuesen aquellas latas que usaba a veces para practicar tiro al blanco, y asintió, mudo. El posterior trayecto de las escaleras lo hizo sin ninguna bebida para nublar el resto de sus sentidos. Fue hasta el cuarto de baño, prístino y tan blanco que hería la vista. Arrojó el guante sobre las baldosas. En el lavabo el agua corrió sobre su cabello, pero no enfrió el veneno que hervía debajo de la piel. El corazón le latía con salvaje cadencia, de la misma forma que en esa ocasión en el campo abierto, cuando erró el tiro. Tal vez le diera un infarto.
No era un espejo deformador el que tenía delante; en su forma ovalada contempló toda su vida, sus decenas de fracasos, subrayados en cada una de las arrugas que descubrió al fijar los ojos.
Con el puño de metal, destruyó el reflejo de su decadencia en una miríada de fragmentos.
