¡Hola! Traigo nuevo capítulo al fin; mi nuevo trabajo me ha tenido algo ocupada, así que he ido de a poco escribiéndolo.
Toda la inspiración que he necesitado se la debo a la música de Malice mizer.
Advertencia: Violencia, muerte de personaje secundario. Se recomienda discreción.
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William releyó la nota por tercera vez, cada una le hizo sentirse más agitado. Al terminar, la lanzó a los pies de la cama y él mismo se hundió en la superficie, queriendo alejar sus palabras de sí. Sherlock —su querido Sherly— no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer; le había manifestado por escrito sus intenciones de asentarse un buen tiempo en Rumanía, en la ciudad cercana de Baia Mare. El plan disparatado entrañaba ganarse la vida con algún trabajo de medio tiempo y permanecer al margen para darle oportunidad de modificar su decisión.
«No te obligaré a soportar mi presencia en casa de tu hermano, pero tampoco pienso tomar el camino fácil —le decía—, ya que me has dado libertad de acción, esta es mi respuesta».
¿Por qué llegaba tan lejos por un asesino? Preguntárselo sería en vano porque la respuesta era obvia. Sherlock le amaba sin importar lo que fuera y los pecados que cargara, a pesar de ser él mismo un agente de la justicia por causa de su oficio. Incluso estaba dispuesto a sacrificar precisamente aquella vocación, la que encendía la pasión en sus ojos desde que lo conocía, para atarse a una criatura depravada como lo era un vampiro.
Apretó los puños sobre la colcha. Ya había tomado una decisión y sus intenciones no le empujarían a recular. Los sentimientos que le profesaba morirían en su pecho antes de salir de sus labios otra vez.
—Aunque las circunstancias no sean las mejores, te confieso que me alegra mucho que vayan a quedarse —le había dicho Albert horas atrás, cuando salieron al mismo tiempo rumbo a las calles citadinas—. Confío en que lleguen a adaptarse bien; este sitio es muy agradable realmente.
No había podido darle más que una respuesta cortés, y él desvió el tema hacia una dirección más inocua. Le dijo que podía continuar utilizando la estancia del sótano como su dormitorio si lo prefería, que podría acondicionarla a su gusto, y si era su deseo, hasta era posible realizar una ampliación subterránea.
—¿No crees que llamará la atención de estas buenas gentes un proyecto así? —preguntó William, en conocimiento ahora de los rumores que la mudanza de Albert había levantado en su momento. No le supondrían un peligro, claro está, pero iría en contra de su política de mantener un perfil bajo.
—Todo puede ocultarse, Will, más entre estas montañas.
Recordaba haber echado entonces un vistazo hacia el paisaje campestre, donde el viento peinaba los brezales. Se le antojó pérfido, aciago, un reflejo de su propia amargura.
Resolvió, no obstante, regresar a su propio cuarto antes del amanecer, y en este encontró la misiva que Sherlock había empujado debajo de la puerta. Lo imaginaba escribiéndola afanosamente, agachado sobre su mesa de noche; los materiales los habría encontrado en la biblioteca, puesto que no querría esperar hasta la mañana siguiente para pedírselos a la joven que se encargaba de los quehaceres domésticos. Incluso ahora, mientras las primeras luces comenzaban a asomar y la somnolencia se apoderaba de William, podía imaginárselo aguardando en el corredor, la esperanza iluminándole el rostro a pesar de todas las señales que lo contradecían.
No le daría respuesta a su carta y eso tendría que ser suficiente para él.
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Esa noche, a Sherlock le pareció oír el eco lejano de cristales que se rompían en alguna de las habitaciones. Para ese momento ya había terminado su obra, cuyas palabras estampó en el papel sustraído con tanta fuerza y rapidez que bien pudo haberlo rasgado. Cuando empujó la carta bajo la puerta de Liam, con el mismo impulso de celeridad del que no conoce la espera, no percibió otros sonidos; y de no ser por ese estruendo fantasmal que vino después, podría haber pensado que nadie regresó hasta la mañana.
Apagó el cigarrillo dentro de un vaso que tenía en la mesa de noche. Enseguida cerró la ventana y descorrió las cortinas, bastante más delgadas que las que colgaban en los cuartos de los no muertos. Por primera vez desde que se inmiscuyó en aquel mundo, deseaba fervientemente la llegada del nuevo día. Sin embargo, antes de acostarse se asomó al pasillo.
Nadie había ahí, en ninguna dirección; las luces blancas continuaban encendidas, confiriéndole un aspecto desangelado. Al volver a entrar en su dormitorio tuvo el presentimiento indefinible de que al menos en aquella ocasión debía ser más cuidadoso, y oprimió el seguro de la cerradura. Si Liam quisiera visitarlo de nuevo sería bienvenido, pero le agradaría verlo esforzarse un poco más.
Durmió sin interrupciones, y de forma más profunda que las noches previas. Durante la mañana le dijo a la mujer del servicio que necesitaría transporte para ir a la ciudad, a lo que ella respondió que le daría el aviso a su esposo, aunque lo más probable era que estuviese libre para ello recién dentro de dos días.
—Como el señor dijo que de momento usted no lo iba a necesitar, ahora está trabajando en el campo —contestó ella, y Sherlock se arrepintió de no haber conseguido antes su número de teléfono para solicitárselo él mismo. La comunicación era demasiado inestable en aquella zona, de modo que de mala gana permitió que el hermano de Liam se hiciera cargo del asunto. Pésima idea en la actualidad, cuando prefería evitar confrontaciones con él.
—Puedo esperar, no hay problema.
No había mucha distancia entre la casa y la aldea de Botiza, pero como su intención era llegar después hasta la ciudad de Baia Mare, no estaba seguro de cuánto podría tardar si hacía el trayecto a pie. Al no estar muy familiarizado tampoco con el transporte público local, le era más conveniente ser precavido si quería estar de regreso antes de que se pusiera el sol. Aun así, quería confiar en que no le cerrarían las puertas obligándolo a pasar la noche a la intemperie en caso de no lograrlo.
Se pasó el resto de ese día releyendo el cuaderno de anotaciones de Albert Moriarty, el cual no había consultado desde que le confesara a Liam que estaba al tanto de la verdad. Cuánto más lo hiciera más se asentaba su convencimiento de que él estaba equivocándose en su actuar, y también le inspiraba inquietud. Esperaba que el embrollo no reavivase los deseos de morir que le veía manifestar en esos relatos del pasado, o al menos no con esa misma intensidad dolorosa. De ser así, no sabía si contaba con las capacidades físicas para impedir que se hiriera. Aunque su inmortalidad le sería un reto también a él, todo sea dicho.
El espejo del enorme baño ya no estaba, y Sherlock dedujo que debía haber sido lo que oyó quebrarse la noche previa. En el suelo no encontró ni una sola esquirla transparente.
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Liam continuó aplicándole la ley del hielo de forma sagrada, pero a este punto no iba a mortificarse; y mientras aguardaba el momento para ir a explorar la ciudad en busca de un sitio en el cual vivir, pensó en cómo iba a informarle a John que no tenía planes inmediatos de volver. No solo se había marchado de forma precipitada sin darle grandes explicaciones ni a él ni a la señorita Hudson, sino que iba a establecerse en un lugar remoto del que apenas habrían oído hablar. Era casi seguro que ella arrojaría sus cosas al esfumarse la posibilidad de percibir renta. Tendría que pedirle a su compañero de piso que intercediera por él, y para lograrlo le haría falta inventarse una excusa mejor que soltarle el absurdo de que su (ex)novio le necesitaba para no sucumbir ante un episodio depresivo en la casa de su familia vampírica.
Pensar en su mejor amigo le hacía sentir culpa; no era como si deseara desprenderse de todos sus lazos y abandonarle a él y a todos sus conocidos de Londres, pero en las circunstancias actuales no podía irse. Incluso si Liam ya no quisiera tenerle como pareja nunca más, si dejaba de sentir el más mínimo rastro de cariño, Sherlock aún debía asegurarse de que se encontraría bien. Estaba determinado a ello.
No olvidaba las palabras de Louis respecto a lo infeliz que Liam era; si tuviese que elegir una sola cosa que lamentar, sería no haberlo conocido antes.
Como no le era grato divagar sobre ese pasado lejano al que le estaba prohibido el acceso, se centró en el futuro. Al cabo de aquel par de días se hallaba más que preparado para hablar con John. Tras levantarse temprano, estuvo impaciente durante toda la mañana y el mediodía. Aquel chico siempre era puntual, pero esta vez llegó después de las dos de la tarde. Sherlock ya se había fumado cuatro cigarrillos, y estaba requiriendo toda su fuerza de voluntad no continuar con el resto de la cajetilla.
Él repitió la historia que ya le había contado su mujer respecto a sus labores en los campos, pero le aseguró que estaba libre el resto del día para conducir y guiarlo en Baia Mare.
—Si no alcanzamos hoy, podemos seguir mañana —añadió, mientras se dirigían a la puerta principal—. ¿Qué es lo que dijo que busca?
Iba a contestarle que Maramures le había apasionado tanto que estaba decidido a pasar allí una buena temporada por su cuenta, excusa que pensaba darle a todos quienes se lo preguntaran durante su excursión, cuando alguien más quiso hablar.
—Oye, llévame también. Les queda de camino. —Se trataba de Sebastian Moran, que había llegado al recibidor sin que Sherlock lo oyese, ensimismado y ansioso por ponerse en marcha como estaba—. Voy a Cernesti.
—Ah, por supuesto, señor —contestó Luca, un poco azorado. Por su reacción Sherlock supo que era la primera vez que Moran le pedía tal cosa, o quizás incluso que le dirigía la palabra.
—Vamos pues, mientras aún es temprano.
No miró a Sherlock de ninguna forma en especial al salir; evocaba la misma indiferencia que las veces anteriores en que coincidieran en algún pasillo o en la sala, mas Sherlock notó un detalle que en ciertas ocasiones también había vislumbrado, cuando salía a realizar aquellos encargos misteriosos que le encomendaba Albert. Llevaba al menos un arma consigo.
Moran se adelantó hacia el cobertizo por su cuenta, y no tardó en subirse al asiento del copiloto en cuanto el joven ingresó en el vehículo, el automóvil negro que antes usaron Liam y él para ir a pasear. Sin más opción, Sherlock ocupó uno de los lugares traseros, justo detrás del conductor. Bajó el cristal para recibir la brisa de la tarde, y dejó a su lado la mochila que llevaba. Al poco andar, sin embargo, advirtió que Luca giraba por el sentido opuesto de la carretera. En lugar de retroceder hacia Botiza, se alejaban.
—¿Por aquí también se va a Baia Mare? —preguntó.
—Así es, en realidad casi no hay diferencia en tiempo. Pero la ruta que conocía usted no pasa por Cernesti y esta sí —le dijo el joven con entusiasmo, al tiempo que asentía al espejo retrovisor.
No podría ser menos de una hora y media en coche; se hizo a la idea de que ya no podría sacarle información a su chófer respecto a la vida de los forasteros en la ciudad. Dejó ir la vista hacia el paisaje en tonos verdes y marrones, que ya sentía conocer de memoria, y calculó que de ir en la dirección habitual ya estarían a cinco o diez minutos de la aldea vecina. En cambio, en aquel tramo no se avistaba ningún pueblo, y solo llegó a notar a unos cuantos excursionistas que vagabundeaban cerca de una montaña de baja altura cubierta por pinos.
En los posteriores veinte o treinta minutos, para llenar el silencio aquel joven le contó sobre la temporada de cosecha, sobre las festividades que acostumbraban realizar en la región con ese motivo, y le recomendó regresar para entonces. No queriendo revelar lo que se proponía, Sherlock mostró un interés moderado, y le hizo algunas preguntas para mantener viva la charla.
De repente, Moran habló, por vez primera desde que se pusieron en marcha.
—Antes los interrumpí; pero no se molesten y sigan. Parece que alguien necesitaba ayuda.
Sherlock fijó la vista en él, procurando mostrar una expresión neutra aunque ninguno de los dos pudiese ver su cara, a menos que mirasen por encima del hombro. Ante la intromisión, Luca, que había estado contándoles sobre bailes y bebidas alcohólicas, abandonó el tema al tiempo que exclamaba:
—¡Es cierto! Si es sobre Baia Mare, también le puedo decir algunas cosas. Voy dos veces al mes como mínimo.
—Solo me preguntaba si conocerás algún hostal barato —dijo, sin poner mucha emoción en sus palabras—. No quiero ser una molestia en casa de Albert durante más tiempo.
El chófer dudó sobre qué decir; se lo atribuyó a la sorpresa. Moran permaneció mudo. Sherlock hubiese esperado de él un comentario áspero, una acusación encubierta; lo más lógico si se consideraba que sacó el tema a relucir a propósito.
—Puedo ayudarlo, sí. Vienen turistas seguido, como ya le conté —comentó el joven en su inglés con marcado acento—. Pero el señor es muy amable, si le pregunta le dará una mejor opción que yo.
De ninguna manera pensaba tener esa conversación con Albert Moriarty. Le agradeció la sugerencia, aunque señaló que no querría molestarlo con semejante tontería.
—No estás mal, aunque simples sugerencias hasta yo puedo darte —agregó entonces Sebastian Moran, acomodándose en el asiento—. Ahora mismo, figúrate, no deberías distraerte tanto mirando por esa ventana.
Sherlock vio lo que estaba a punto de suceder; lo comprendió enseguida, pero no estaba en sus manos evitarlo. Hallarse dentro de un coche coartaba sus movimientos. En un segundo Moran sacó un revolver, y con la empuñadura de este azotó la cabeza del conductor, cerca de la sien. El joven no tuvo tiempo de quejarse; dio un volantazo y el vehículo se precipitó hacia la esquina de la carretera. Sherlock, que por fortuna recordó usar el cinturón de seguridad en esa ocasión, se salvó de estrellarse de rostro contra la ventanilla a su costado.
Se detuvieron. Sin apenas inmutarse por el brusco giro, Sebastian Moran había atrapado el volante con una de sus manos. Con la otra sostenía el arma en dirección a Luca, cuya cabeza se ladeaba escapándose del respaldo de su asiento.
—Debiste usar ese boleto de avión —dijo, volviendo la vista hacia Sherlock. De sus ojos negros emanaba una frialdad que no le causaba extrañeza. Un hombre del ejército como había sido él, más tarde un verdugo, no podía mirarle con una expresión distinta.
—Sea cuál sea tu problema, será conmigo pero no con él —contestó sin alterarse, haciendo un gesto con la barbilla en dirección al muchacho inconsciente—. Este chico tiene una familia que lo espera; su esposa nos prepara las comidas a los dos cuando los demás duermen. Son buenas personas que no saben nada.
Guardó silencio. Como incitado por lo que acababa de decirle, Moran empujó el revolver hasta presionar con él la cabeza del joven. Sherlock dudaba que fuera a asesinarlo en realidad, pero de volver en sí pronto la situación podría complicarse.
—Bájate del auto. Ahora.
La orden fue dada con el cañón girando hacia el rostro de Sherlock, lo que en cierta forma le infundió tranquilidad. Mientras se alejara del rehén, confiaba en poder revertir la situación. Aunque no dudaba de que él hubiese anticipado aquella posibilidad.
Se deshizo de las correas que le mantenían sujeto al automóvil y abrió la puerta para salir. El seguro había sido levantado. Intentó llevar consigo la mochila, pero su rival no se lo permitió.
—Ni se te ocurra esconder las manos.
Obedeció sin quejarse, y una vez de pie en la carretera esperó a que el hombre le siguiera. Examinó el lugar de un vistazo rápido. No había señales de civilización en los alrededores, por supuesto, solo colinas y bosques. Senderos bordeados por hierba suave. Tenía que reconocerle el mérito en arrastrarle a esta trampa, aunque no era perfecta.
Sin soltar aún el arma que tenía, lo vio sacar una de mayor tamaño que ocultaba debajo del abrigo negro. Un revolver 500 S&W. Con las manos levantadas por indicación suya, Sherlock no pudo evitar alzar también las cejas al ver su reluciente cañón plateado.
—Creo que comienzo a sentirme en desventaja.
—Ya que te haces el listo, no te harán falta muchas pistas —dijo Moran, apuntándole con aquella nueva arma en lugar de la otra—. Corre, pero si intentas volver a la carretera o acercarte a alguien que encuentres por ahí, no olvides que tengo balas de sobra para volar sesos. Los tuyos no serán los únicos en decorar el campo.
Sin responder, Sherlock calculó cuantas probabilidades tenía de conseguir arrebatarle la pistola y reducirlo antes de que se hiciese con la otra, que acababa de guardar. Le superaba en experiencia en combate y altura; de Liam llegó a oír que debajo del guante su mano derecha era artificial. Si fallaba su ataque asesinaría al chófer para demostrar que tenía el control. No podía tomar tal riesgo mientras este siguiera cerca.
—No creo que actúes bajo órdenes —dijo, pese a que no esperaba ni le hacía falta confirmación—. Aunque hasta ahora siempre acataste los deseos de los Moriarty, coronel Moran.
Los ojos de Moran resplandecieron con una cólera gélida; accionó la pistola y liberó el gatillo. La bala fue a incrustarse sobre la tierra húmeda, a centímetros del pie de Sherlock. El estruendo fue espantoso, y le hizo sobresaltarse. Aun así, continuó mirándolo sin titubear.
—Ese tipo se murió, y tú vas a hacerlo pronto. Date la vuelta y has lo que te toca.
Las presas no tenían poder de negociación; Sherlock lo comprendía, así como su método: la caza al salto de grandes ejemplares*. Iría tras de él cuando estuviera a cierta distancia, o no obtendría diversión alguna. Con esto en mente, le dio la espalda y empezó a correr hacia los pocos árboles que había dispersos por aquella zona.
Sin embargo, un dolor lacerante se extendió desde el costado de su pantorrilla cuando estaba por tocar las hojas de uno con los dedos. Enseguida se repitió en la otra pierna, esta vez cerca del muslo, acción que le hizo tropezar. Cayó sobre sus rodillas y se miró las piernas, forzándose a evaluar los daños por sobre la enajenación de la adrenalina. Sangre manaba de dos rozaduras, molestas pero no graves. Un milagro teniendo en cuenta las proporciones monstruosas del calibre que acababa de ver.
—¡Hasta los conejos son más rápidos que tú! —oyó que le gritaba desde atrás, sin haberse movido todavía de su lugar, a la orilla de la carretera.
Como pudo, se puso en pie y se reemprendió la huida.
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Tic, tac, tic…
Dispararle hizo desaparecer el sonido del reloj dentro de su cabeza. La sensación de apuntar a un humano vivo le sentaba bien, era como retornar a su propio cuerpo, por muy desgastado que estuviese. En cambio, abrir cadáveres no le aportaba ninguna emoción. Solo conseguía empaparse de su podredumbre; y antes de que lo hubiese advertido esta cayó sobre el mundo entero. Cubrió con su pestilente barniz la comida, se mezcló con el alcohol, tapizó los muros y hasta impregnó la piel de las mujeres. No había placer, ni objetivo que perseguir.
Lo vio desplomarse al pie del árbol, arrastrarse sobre la maleza y erguirse con dificultad. El sol pútrido se reflejó en un anillo de plata, y Moran sintió deseos de volarle la mano. Si se contuvo fue por la certidumbre de que no duraría al perder parte de una extremidad. Él solo podía andar al trote mas no correr, y aun así desapareció de su vista al cabo de no mucho tiempo. Iba en dirección a los bosques. No se dejaba dominar por el temor de ser cazado; era un tipo imprudente, como lo había descrito Louis. Confiaba en sus trucos inútiles.
Tras alejarse Holmes, le disparó a los neumáticos. El chófer seguía inconsciente, y más le valía continuar así durante un rato o experimentaría un despertar inolvidable. Los vampiros a los que servía estaban entregados al sufrimiento por sus propios destinos, así que podrían superar rápido la falta de una pieza, por lo demás casi desconocida, en caso de que Moran quisiera hacer permanente su estado con un tiro.
Se volvió hacia el campo al finalizar la tarea. Partió en dirección sur a través del prado, siguiendo los pasos de Sherlock. El peso de la pistola le era grato. Cuando llegara el atardecer, ya no albergaría balas.
A su único señor, que le había salvado para luego condenarlo al abandono una y otra vez, dedicaba este último servicio.
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Mirando por encima del hombro, Sherlock se desplazó a través del claro cuya hierba era cada vez más alta. Olvidó el ardor que le provocaban las heridas. El calor estaba lejos de ser intenso, pero sentía el sudor aflorar por cada poro. Su perseguidor no iba a concederle demasiado tiempo para ocultarse. Había ideado el primer plan antes de sus disparos, pero de nada le serviría si otro más le alcanzaba. El siguiente no lo erraría a propósito.
Bosques de abetos abrazaban los pies de las colinas, como en la mayoría de la zona. Se internó en el más próximo, con el pleno conocimiento de que era lo que esperaba Sebastian Moran. En su mente reconstruyó la imagen que de él tenía a partir de todas las pequeñas piezas de información que obtuvo desde que lo conociera. Exmilitar con un pasado difícil y sin resolver, miembro del antiguo grupo de Liam y sirviente de su hermano. Aficionado a la caza y experto tirador, como acababa de comprobar. Lo consideraría un obstáculo más en el camino de su ídolo; una impureza que lo contaminaba. En suma, su perfil era el del enemigo que no iba a cejar en su propósito hasta concretarlo. Pocas cosas más podrían importarle.
Apenas había lugares entre la hojarasca que le sirvieran a Sherlock de refugio. Se acuclilló junto a una pila de troncos, en una ligera depresión del terreno, que escondería su silueta mientras tomaba un respiro y concluía su análisis. Al no ser alcanzada por los rayos del sol, la tierra era más bien lodo en aquella cavidad y se le adhirió a los pantalones de mezclilla.
De ser Moran otro ser con habilidades especiales sus esperanzas de preservar la vida serían nulas, pero como no lo era estaba convencido de que podía encontrar la forma de derrotarlo. Necesitaba invertir los roles de presa y cazador; evadirlo hasta que estuviese en condiciones de tomarlo por sorpresa. Durante unos momentos procuró concentrarse en escuchar, aunque intuyó que sería en vano. Solo percibía los trinos de los pájaros en las alturas. No estar familiarizado con el terreno era otra desventaja.
Se dispuso a ponerse en marcha; tras observar los alrededores, tuvo cuidado de caminar con pasos ligeros, evitando dejar huellas profundas. Aun así, era casi imposible considerando las características del entorno, como comprobó después; en su lugar terminó por enfocarse en borrarlas y crear rastros falsos en otras direcciones. Su propio talento para identificarlos tendría que ser de utilidad. Si después conseguía guiarlo por un camino de su elección, podría tenderle una trampa.
El bosque se espesaba al adentrarse en la colina. Se deslizó amparándose en los abetos. No tenía reloj y su teléfono continuaba en el asiento trasero del auto —si es que Moran no se había deshecho aún de sus pertenencias, lo que era una posibilidad—, así que solo podía calcular el tiempo de forma aproximada. Cuando habría transcurrido al menos una hora desde que comenzó a actuar, una bala redujo a añicos la quietud del ambiente. A un par de metros más allá de su escondite, que no era sino a la sombra detrás de un árbol lo bastante frondoso para cubrirlo, el proyectil se impactó contra uno de tamaño inferior. Vio las ramas sacudirse antes de ocultar el rostro. El ruido ahuyentó a las aves de las copas, y pronto escuchó los pasos a través del sendero. Venía a por él; lo imaginaba escrutando el suelo terroso y entre las hojas. Pasaría delante de Sherlock, lo rodearía en dos zancadas y dispararía. Tenía que saltar en el momento preciso.
Sostenía una piedra con la mano derecha; era capaz de mantener la sangre fría, aunque no creyera que fuese a funcionar. Tendría que huir de nuevo si no conseguía desestabilizarlo en dos segundos. El crujir proveniente del suelo paró. De repente, cuando Sherlock reprimía el impulso de mirar por detrás del tronco, notó que el sonido se reanudaba. En lugar de aproximarse como temía, Moran emprendió otro rumbo. Se permitió espiar al cabo de un lapso razonable, y comprobó que iba hacia una de las direcciones que antes hubo sembrado de pistas falsas, al menos a lo largo de los diez primeros metros.
Inspiró y exhaló a consciencia. Si se quedaba ahí él lo terminaría por atrapar. Tampoco podría volver a la civilización sin antes incapacitarlo. Dejó la piedra, que no cabía en ninguno de sus bolsillos, cerca de un arbusto y se prestó a seguirlo manteniendo una distancia considerable. Una y otra vez Sherlock luchó por afianzar en su mente el mapa del lugar que estaba construyendo, por precario que fuera; dejó pequeñas pistas en algunos árboles, pero era riesgoso ante el escrutinio del cazador que le perseguía. Determinó un par de puntos hacia dónde le sería más conveniente atraer su atención, y rezagándose para empezar su estrategia, se dispuso a reunir algunos elementos.
Pero crear un rastro y cubrir otro al regresar le fue en extremo difícil; el cansancio comenzó a hacerse presente en sus extremidades, sin contar las heridas. No tuvo tiempo suficiente tampoco. Terminó de imprimir sus pisadas por un sendero entre los abetos, procurando romper algunas ramas, cuando tuvo que retirarse hacia un lado. Se produjo otro estruendo, y de una manera inexplicable, instantes después un proyectil atravesó las ramas de un árbol menudo, a corta distancia de su ubicación. Solo otros tres le separaban.
Sin respirar, observó hasta donde podía ver entre el ramaje. No atisbó nada, tampoco oyó los pasos de una aproximación. Intentó pensar que se trataría de una artimaña con el objeto de hacerle correr a ciegas, pero él no era alguien a quien pudiese subestimar. Si erraba en su lectura, aunque fuese por un detalle insignificante, no regresaría de ese bosque. Jamás vería a Liam de nuevo; John y la señorita Hudson no conocerían su destino. Su hermano no tendría un cuerpo al que sepultar. En lugar de árboles tenía tras de sí un pantano; una nebulosa pareció absorber el paisaje y de pronto no había ningún escondite.
El siguiente tiro, esta vez a su derecha, a dos árboles de distancia, sacudió la parálisis de su mente y cuerpo.
Por poco podía oler la pólvora, sentir el metal ardiendo traspasándole la carne. Eligió un plan casi al azar, uno suicida, con menos del cincuenta por ciento de posibilidades de tener buenos resultados en aquella situación. Sacó del bolsillo uno de los encendedores que solía cargar desde que estaba de viaje; y una vez encendido, lo arrojó contra una pila de hojas que tenia cerca. Esperó que las llamas surgieran y que de estas brotase el humo. Al cabo de unos instantes, mientras veía con inquietud el fuego acercarse hacia el árbol que le servía de escudo, escuchó ruidos en la lejanía.
Alguien corría en su dirección ante la señal del fuego; Sherlock no desperdició la oportunidad. Saltó de su escondite y se lanzó en una carrera en zigzag montaña arriba. Apenas dedicó atención al sonido del revolver, cuyas balas le alcanzarían si dejaba de moverse por un solo instante. Ni siquiera en la espesura más impenetrable se reconocería a salvo. Que Moran hubiese sido capaz de avistar el amago de incendio a una distancia tan ridícula le servía de confirmación.
Impulsado por el instinto de supervivencia, no se detuvo por mucho tiempo a pesar de tropezarse y caer varias veces. Anduvo en círculos. Perdió el sentido de la orientación por completo. Cuando paró, tras aparentes horas de frenesí, no halló ninguno de sus signos en el verdor de los árboles o del musgo que le rodeaba. Estaba en un lugar en el que no había estado.
Con el pecho ardiéndole aún, se dejó caer junto a una piedra. Incluso si lograba deshacerse de su verdugo, no le sería fácil encontrar el camino de regreso. El sol declinaba, comenzando a ser devorado por nubes sanguinolentas. En sintonía con su precaria situación, le vino el recuerdo de que se les solicitaba a los turistas no desviarse de los senderos si no les apetecía ser devorados por osos.
Se frotó las manos, que ahora estaban cubiertas de tierra y cortes, y puso todo lo que tenía de sí en recomponerse y escuchar. Observó el espacio en todos sus detalles antes de que se extinguiese la luz; un claro empinado, bastante reducido y cercado por abetos. Podría pasar la noche ahí. Sería su refugio o su tumba. Conforme oscurecía, dejó a un lado el reposo y fue a situarse detrás de uno de los árboles, en el extremo más alejado. Recogió con la diestra un puñado de tierra. Aguardó de pie contando los segundos; y finalmente oyó el sonido inconfundible de unos pasos triturando las hojas secas.
—¿Prefieres que te dé un tiro de frente o por la espalda? Te dejaré elegir —oyó que le decía.
Sherlock no contestó. Encorvado en su lugar, de espaldas a él, percibió que lanzaba un escupitajo a la tierra y comenzaba a encaminarse en su dirección. Los sonidos de las aves nocturnas se interponían, pero no lo suficiente. Cuando calculó que se encontraba a dos o tres pasos de distancia, salió de detrás del árbol.
Aventó la tierra directo hacia su rostro de forma tan veloz como sus reflejos se lo permitieron, y sin darle tregua para de recuperarse, le obligó a soltar el revolver de una patada. La oscuridad se cernía sobre su figura y ya ni siquiera era capaz de distinguir sus facciones con nitidez, no tendría más oportunidades. Necesitaba dejarlo fuera de combate en dos golpes.
Le dolían las piernas, por lo que intentó noquearlo de un puñetazo en el mentón. Sin que él pudiese aclararse la vista, debería haber sido fácil; sin embargo, su mano chocó con una superficie dura como el metal. Sintió entumecerse sus dedos por el impacto y quiso retroceder. Aquella era la prótesis, que utilizó para cubrirse aunque no pudiese verlo.
Más rápido de lo que él fuera, estiró aquel puño de acero y lo cerró alrededor de su garganta. Sherlock forcejeó, le atizó una patada en las costillas, pero Moran se lanzó de frente contra el árbol que le hubo servido de escondite. Su cabeza y espalda recibieron el embate con tanta fuerza que le invadió un peligroso aturdimiento. El agarre metálico tampoco cedió, un grillete contra el que sus manos no podían luchar.
—¿Crees que eso te basta contra mí? —su voz tronaba en el claro a la vez que asía su garganta con mayor fuerza, para después volver a azotarlo contra el tronco—. No estaría aquí de no haber aplastado a decenas de imbéciles como tú.
Por cada intento que Sherlock hizo por alcanzarlo con sus puños, Moran redujo el aire que entraba en sus pulmones. El dolor ganaba terreno y la consciencia iba desdibujándose; lamentó con amargura haber obrado de forma tan descuidada. Su confianza se trocaba en condenación. La muerte por estrangulamiento era más lenta que un disparo en el cerebro.
Manchas brillantes le contaminaban la vista, aunque con o sin ellas no podía ver casi nada en la penumbra. Cuando el resto de sus sentidos empezaron a fallar, distinguió algunas de palabras sueltas saliendo de labios de su asesino:
«…curar cuando te arranque cabeza y corazón…»
Curar. Un millar de pensamientos intentaron abrirse camino en su mente. De pronto, un sonido húmedo, un desgarro, y luego lluvia tibia sobre su rostro. Una especie de manantial en su oasis del bosque, aunque viniese desde lo alto, donde no había estrella alguna ni sol. Sabía a óxido cuando se coló dentro de su boca. La mano del verdugo soltó su garganta con rigidez, y se produjo la caída. No obstante, el piso le recibió con la indulgencia de unos brazos cálidos.
—Sherly, duerme, por favor. Voy a sacarte de aquí.
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Revolver S&W 500 Mágnum: Se le considera el más potente del mundo, utilizado para la caza mayor. En Youtube pueden encontrar videos al respecto.
Caza al salto: Modalidad de caza en que el cazador va solo tras una presa, y lo acompañan un máximo de tres perros. Usualmente siempre usan perros, pero hay casos de personas que han cazado jabalíes de esta forma en solitario.
Las rutas descritas en este capítulos las revisé por Google Maps.
