¡Hola! Lamento mucho la demora, estaba listo pero necesitaba editar hasta estar convencida del resultado, y el trabajo me deja cansada. Espero que valga la pena la espera.

Advertencia: sangre, descripciones un poco gráficas.


William se despertó con un sobresalto, una agitación de espíritu que le sacó de la cama antes de que el cielo se oscureciera por completo. En un principio se lo atribuyó a alguna pesadilla, pero pasados unos momentos y recobrada la lucidez, advirtió que algo ocurría fuera de la casa. Un ser humano estaba golpeando la puerta principal de forma insistente al tiempo que llamaba a voces a Albert.

La urgencia en su tono le instó a descorrer la cortina y asomarse por la ventana, que permitía ver el pórtico, para evaluar la situación. Si alguna cosa le pasara a un conocido de su hermano, lo mínimo que le correspondería hacer sería darle aviso. Al ver el rostro del visitante, reconoció en él al joven que un par de veces había acompañado a Sherlock en sus paseos diarios, el chófer esporádico de Albert. Lucía nervioso, no dejaba de presionar su cara contra los cristales laterales de la puerta para intentar mirar dentro. A la vez, sus gritos continuaban.

—¡Señor Albert! ¿Está ahí? Necesito hablar con usted, algo ha pasado hoy y no…

William silenció su voz. Dejó de observar hacia afuera y concentró sus sentidos en precisar la ubicación de Sherlock dentro de la casa. Le llevó medio minuto confirmar que no se encontraba allí; no percibía los latidos de su corazón ni señal alguna de sus pensamientos. Su aroma tampoco flotaba en el aire.

Se calzó los zapatos y salió, en pantalones y camisa desfajada. Por el trayecto hacia el vestíbulo atisbó pequeños rastros de él: cigarrillos en el cenicero, un vaso de agua lleno hasta la mitad sobre un aparador, y un lápiz olvidado en una mesa. Un dolor agudo le laceró el pecho al ver ese escenario estático, helándose sin él.

Al abrir la puerta, el muchacho dio un traspié hacia atrás, como si no hubiese estado justamente esperando que alguien acudiera en su auxilio. William no tardó en notar que tenía un enorme hematoma en la cabeza; llegó hasta su la nariz el olor empalagoso de la sangre bajo los tejidos dañados. Le dio las buenas noches y preguntó qué era lo que ocurría para que estuviese invocando a su hermano con tanto fervor a esas horas.

Y aunque escuchó su respuesta verbal, su mente se la entregó primero.

—¡Han desaparecido! Aunque íbamos juntos por la carretera, el señor Moran, el señor Sherlock y yo, creo que nos estrellamos con algo y luego ellos ya no estaban.

Sintió que una especie de rigidez le subía por el cuerpo. Más allá del relato de aquel hombre que no daba crédito a sus propias palabras, el escenario era claro. Un incidente interrumpió el viaje, y en consecuencia desde hacía horas que Sherlock y Moran estaban en paradero desconocido.

El chófer continuó contándole que había tenido que regresar a pie porque los neumáticos del automóvil estaban desinflados, pero que desde entonces había sido incapaz de contactar con el señor Albert. La casa lucía desolada, y por más que lo intentó en el día, nadie respondió.

—Creí que lo mejor era probar suerte en unas horas —le dijo al final, casi sin aliento—. ¿Me cree usted? Ni siquiera yo sé qué es lo que pasó allí.

William le pidió que mantuviera la tranquilidad. Después solicitó detalles precisos respecto a dónde se dirigían y el emplazamiento del coche. Cuando el muchacho le dio las pistas que necesitaba, cortó la charla y fijó en aquellos ojos su mirada penetrante.

—Cuando viniste aquí, los encontraste a salvo; ellos llegaron antes por su cuenta. Te marchaste después de hablar un poco conmigo y con Sherlock. —Forzó su mente a recordar—. Vas a repetir esta historia y olvidarás el resto.

Él asintió sin pestañear, y después de casi un minuto completo de mutismo, se dirigió hacia la bicicleta en la que llegó hasta ahí desde su hogar. Wiliam no tenía tiempo que perder; cuando lo vio montarse en ella dio la vuelta a la casa y se precipitó hacia el campo abierto. Se desplazó a través de la hierba y los matorrales, impulsándose con una fuerza que a veces olvidaba que poseía. El panorama que le brindaron los indicios no era halagüeño. En consonancia, le llegó una corazonada espantosa.

Llegó deprisa a la carretera, y en poco tiempo alcanzó el lugar en que estaba estacionado el coche, a pesar de hallarse a varios kilómetros. Antes siquiera de estar a 100 metros de distancia olió el hedor de pólvora. Halló después los casquillos ocultos entre el pasto.

Asió con ambas manos la mochila azul marino, tras sacarla de debajo de un asiento donde alguien la habría ocultado con alevosía. Una ardiente cólera estalló en su mente, le tiñó la visión del color de la sangre. La sangre de Sherly, cuya presencia no se demoró en advertir; aunque no se tratara más que de un par de gotas entre la maleza. Soltó sus cosas y se lanzó en la persecución. El terror no pudo dominarlo, pero sí aquella ira. Casi voló entre las llanuras, se internó en el bosque y rastreó su aroma, el de Moran y de la pólvora. El cielo recobraba por completo la oscuridad y con ella renacía su poder. Quizá ya fuese tarde, pero la idea de encontrarlo muerto agudizaba sus instintos. Ningún ser tenía derecho a tocarlo.

Una vez que estuvo lo bastante próximo, montaña arriba, para sentir la presencia de Moran, le exhortó telepáticamente a que detuviera sus acciones, que liberase a Sherlock y retrocediera. Mas, fue inútil. Él no estaba dispuesto a oír a nadie. En el peor caso, suplicar desencadenaría su rencor con mayor virulencia.

Al sorprenderlo intentando arrebatarle la vida a la única persona que le hizo sentir en más de un siglo, su cuerpo adoptó la misma ferocidad que le hizo acabar con tres seres humanos cuando sufría por el hambre. Se sintió desdoblar, toda emoción innecesaria desapareció. Con la mano, que hizo las veces de espada, apartó a Moran por el cuello. Sus dedos lo atravesaron como si su piel se hubiese vuelto líquida, dada la fuerza y rapidez que imprimió en el embate, y la sangre arterial fluyó sobre Sherlock y él mismo. Cayó desplomado cuando se retiró.

Saltó a ocuparse de su exnovio, que desfallecía. Le sostuvo contra sí, evitando que se golpeara contra el suelo frío, y comprobó su estado. No detectó heridas graves. Tosió un poco y empezó a recuperar el aliento, aunque continuaba débil e incapaz de verlo en la oscuridad. William limpió en parte la sangre de su cara y le persuadió, escrutando sus ojos ciegos:

—Sherly, duerme, por favor. Voy a sacarte de aquí.

Luego de verlo quedarse inmóvil, William se levantó. Enfiló el camino de regreso con él entre sus brazos sin volver la vista hacia hacia el cadáver de su antiguo compañero. No conseguía pensar en ninguna cosa que no fuese llevar a Sherlock a casa.

Solamente retornó a la carretera para recoger sus pertenencias, el resto del camino lo realizó a través de las llanuras. A llegar al territorio de Albert, la puerta se abrió antes de que pudiera tocar el pomo. Louis, con una expresión de estupor, apenas pudo pronunciar su nombre al verlo aparecer. Retrocedió de espaldas para permitirle el paso.

—Debo encargarme de Sherly. —Fue su escueta explicación para ellos, que evidentemente lo esperaban en el vestíbulo, antes de seguir de largo rumbo a las escaleras.

—¿Esa sangre es de...? No puede ser —Empezó Louis cuando recobró el habla, mientras Albert solo guardaba silencio— ¿Alguien les atacó?

—Moran está muerto en la montaña —dijo con voz monótona—. Yo lo maté.

Continuó andando sin detenerse de nuevo y ninguno de los dos se interpuso en su camino. Llevó a Sherlock al cuarto de baño, y de forma cuidadosa lavó su cuerpo con agua tibia. Aseó después el suyo. Las inmaculadas baldosas se tiñeron de rojo; también el lavamanos y la bañera. Vertió una pequeña cantidad de su sangre vampírica en las heridas de bala que encontró en él, y sanaron en cuestión de minutos. El detective durmió durante todo el proceso, incluso cuando le secó y vistió. Al terminar lo dejó seguir descansando sobre su cama.

Solo allí William se quedó a solas, frente al monstruo en que una vez más se había convertido.

Esa noche Louis fue a buscarlo a su habitación cuando acababa de levantarse. Tal era su preocupación que supo que habría de deberse a William nada más ver su rostro, y lo siguió escaleras abajo como le pidió. Por el pasillo le contó que nada más bajar había descubierto la puerta principal abierta, pero que nadie más se encontraba en la casa ni en las inmediaciones del terreno. Insistió que algo grave debía haber ocurrido para que su hermano desapareciese así, dejándoles de manera tan abrupta y descuidada.

—Tiene que ser culpa de Holmes. —Se lamentó Louis cuando llegaron al vestíbulo, aunque a Albert le pareció que pronunciaba su apellido con menos severidad que en ocasiones previas—. A pesar de que le dije que fuera cuidadoso, ese hombre no entiende.

Podía coincidir en que tenía razón, aunque no quería hacerle sentir más intranquilo. Al menos la última vez que lo viera, William parecía desanimado, aunque no presto a cambiar de parecer sobre sus intenciones de quedarse en Transilvania. Y sobre todo, nunca abandonaría a Louis sin darle explicaciones.

—Esperemos un poco, de seguro vuelven después de resolver sus problemas —le pidió, aunque su hermano parecía reacio a aceptar—. Ni siquiera son las nueve.

A solicitud de Louis, montaron guardia en el recibidor prestando la mayor atención a cada ruido procedente de la carretera y de los campos aledaños. Mientras estaban en ello, Albert recordó haber oído mencionar que ese día Sherlock Holmes tenía planes de ir con el chófer a la ciudad. Este último se lo había comunicado la noche anterior por mensaje, preguntándole si no le necesitaría también un día de aquellos, antes de regresar a sus otros trabajos en la aldea de Botiza.

Moran tampoco andaba por ahí, pero no le extrañaba su ausencia. Aunque no fuese por órdenes suyas salía día sí y día también, puesto que detestaba la vida en el campo, la que tachaba de aburrida.

No bien pasaron un par de minutos desde que pensara en él, cuando le sobrevino una impresión fortísima. Una punzada gélida que le atravesó el alma y le trastornó el equilibrio. El efecto se desvaneció casi enseguida, pero dejó un vacío tras de sí junto con una certeza que no tenía palabras para explicar. Sebastian Moran estaba muerto.

—¿Qué pasa? ¿Qué sentiste? —preguntó Louis, con los nervios crispados, al ver su rostro lívido.

Ocultó sus pensamientos y puso el hambre como excusa. No podía decírselo sin cuidado. En toda la región, o quizás en todo el país, no habría un solo ser humano con las capacidades suficientes para enviar al coronel Moran al otro mundo. Los años no habían hecho mella en él hasta ese extremo todavía. ¿Sería posible que hubiese entrado en contacto con otros vampiros? Quizás William también se encontrase en medio del altercado y de ahí su escapada. Decidió que no esperaría más de diez minutos antes de ir a investigar; pudiera ser que estuviesen todos en peligro.

De repente, apareció él. Lo notó a decenas de metros de distancia, acercándose por la parte trasera de la propiedad. Estuvo seguro de que Louis lo percibió al mismo tiempo, porque de un respingo se precipitó hacia la puerta. En lo que concernía a Albert, se había quedado petrificado en su lugar, junto al arco que separaba el vestíbulo del corredor.

William hedía a sangre.

Apareció en el umbral, y hasta Louis tuvo que retroceder del revuelo que le produjo. Tenía ensangrentados la mitad del rostro y el cabello; la camisa blanca no lucía en mejor situación. Alguien había conjurado al Lord of crime esa noche, y después de cien años su ira no daba luces de aplacarse, si es que ahora no escondía una razón diferente.

Entre sus brazos dormía el motivo más probable. Sherlock Holmes estaba igualmente cubierto de rojo, aunque la hemorragia no era suya. El corazón en su pecho palpitaba con ritmo regular, aunque eso no parecía bastarle a su protector, que miraba el mundo con hierro vivo en los ojos. Caminó delante de los dos llevando su preciada carga, y solo les dio una explicación que no daba lugar a cuestionamientos. Cuando Louis, atónito por lo que acababa de inferir, consiguió preguntarle más detalles, su respuesta fue dura y simple:

—Moran está muerto en la montaña. Yo lo maté.

Albert no tuvo valor para decir ninguna cosa, le temblaron las rodillas hasta que él desapareció. La tragedia los cubría con sus imágenes macabras, que ambos habían alcanzado a vislumbrar antes de que William se alejase. Profundamente conmocionado, Louis exclamó de pronto:

—Yo… cometí una indiscreción. Esto es culpa mía.

De un instante a otro lucía incapaz de estarse quieto, aunque a la vez no supiera a dónde dirigirse. Mientras él se retorcía las manos, Albert hizo lo posible por estar a la altura de su papel de hermano mayor una vez más y le sujetó del hombro.

—Dudo mucho que eso fuera así, pero ahora nosotros tenemos que hacernos cargo de las consecuencias.

Él comprendió casi de inmediato, pese a lo turbado que estaba. Respiró y pronto estuvo resuelto a la idea de seguirlo en vez de esperar a hablar de nuevo con William.

Enfocados en la misión, atravesaron la noche siguiendo los mortíferos rastros de su hermano, hasta llegar a los bosques que trepaban por los cerros. En la oscuridad, el aire daba la impresión de contener el espíritu de la desgracia, la desolación, tanto que los animales salvajes se mantenían a la distancia. Notaron los indicios de la disputa mientras subían, y poco les costó encontrar el sitio exacto donde se hallaba el cuerpo.

Al aproximarse a él, Louis se cubrió la boca con las manos, aunque era más que un gesto reflejo en vez de una necesidad verdadera. Albert solo observó la escena con pesar; la experiencia de épocas anteriores le hubo demostrado que William no dejaba cabos sueltos. Después de casi decapitarlo, nada podía hacer él, ni aunque hubiese estado allí cuando todo sucedió. Solo le quedaba prevenir que su muerte trascendiera.

—Fuiste necio hasta el final, coronel —dijo al inclinarse junto a él para examinar los objetos que cargaba—. Esto es lo último que Will habría querido.

Llevaba otra arma escondida, y junto a esta el reloj de bolsillo que William le dio después de ponerlo bajo su mandato. Sabía que lo guardaba con celo, y en consecuencia jamás lo dejó a la vista de sus ojos. Albert metió aquellas cosas dentro de su propio saco y se volvió hacia Louis para comunicarle la única forma en que podían proceder. Enterrarlo en la colina no era opción cuando la rondaban otros depredadores.

De nuevo, su hermano actuó con diligencia; el estupor y el abatimiento se esfumaron antes de que Albert terminara de hablar.

—Yo traeré los materiales —dijo, quitándose los anteojos.

Requirieron de horas para conseguirlo, pero en ese mismo claro recóndito convirtieron en cenizas los restos de Sebastian Moran. Con gran cuidado, evitaron que escapara ni una sola chispa hacia los árboles circundantes, iluminados por el fuego que ascendía en llamaradas fosforescentes. Observaron juntos la pira sin mediar ninguna palabra en voz alta hasta que la ceremonia terminó, a menos de dos horas del amanecer.

—A veces siento que no se acabará hasta que arrase con todos nosotros —pensó en voz alta y lo lamentó de inmediato. Desde hacía mucho que las palabras al viento terminaban convirtiéndose en sentencias para su pequeño círculo familiar.

Louis veía los rescoldos humeantes y a sus propios dedos cubiertos de tierra. Era más fuerte que él aunque no hiciera alarde. Poseía las cualidades necesarias para llevar esa clase de vida y no sucumbir ante los suplicios que el tiempo y los cargos de consciencia pudieran infligirle; a diferencia suya, el fracaso de una era ya superada.

Enterró la prótesis de metal ennegrecida, el último rastro de su existencia, y del suelo recogió el otro revolver. Con esa última prueba en sus manos se dispusieron a volver.

Saltó en la cama, creyó que caería. El despertar de Sherlock fue tan plácido como si hubiese estado ahogándose en el mar. Notaba vívida la frialdad del barro aunque debajo de sus dedos hubiese colchas de lana y sábanas; la luz le desconcertó. A esta sobrecarga sensorial se unió el rostro blanco de Liam. Se apareció como un fantasma en sus narices, antes de que su vista se convirtiera en un borrón en su curso hacia el piso.

Con suavidad le empujó por los hombros para conducirlo de regreso a la seguridad de la almohada.

—Estamos en tu cuarto —le avisó para tranquilizarle—, dormiste un par de horas.

Sin moverse ni respirar, repasó a Liam con la mirada y retrocedió hacia sus últimos recuerdos: la muerte que había esquivado de milagro. Incluso en su estado semiconfuso comprendió lo que había ocurrido.

—Llegaste y me salvaste. —Observó, relajándose. Recordaba su tacto, el abrazo dulce que le sacó de las tinieblas mientras se asfixiaba—. Eres increíble, en serio.

Él regresó lentamente a la silla que había junto a la cama, desde donde le contempló con una gravedad exenta de reproche.

—Lo siento mucho, Sherly —dijo—. Por mi culpa pasaste por algo terrible que no te merecías.

—No tienes que disculparte por las cosas que hagan otros —rebatió sin siquiera considerarlo. Empezó a incorporarse de nuevo; esta vez lo hizo sin problemas. Se inclinó hacia él y le tomó las manos—. Olvida esas tonterías.

Acarició su piel a la espera de que levantara los ojos; extrañaba tanto esas simples demostraciones de intimidad que al tocarlo recibió un golpe inesperado de tristeza. El silencio del vampiro terminó con una aciaga sonrisa.

—Es mi responsabilidad que él terminara así —dijo—, pero no puedo arrepentirme de haberlo matado. Tu vida estaba en juego y yo fallé; ninguna precaución fue suficiente. —Un atisbo de furor alumbró sus ojos endurecidos, y al cabo de un momento agregó—: No soy como tú. Hay algo horrible, Sherly, que anida en nosotros.

—No me parece tan horrible —contestó, e inspirado por su quietud, liberó una mano para tocarle el rostro—. Si estuvieras en peligro yo también haría lo que fuera para salvarte. Incluso sabiendo que no puedes morir, dudo que pudiera contenerme.

Su defensa cedió, aunque el de Sherlock no fuera un avance premeditado, y dejó caer los hombros. La mirada se le transformó en una doliente.

—Dejemos eso por ahora —cambió de pronto, y le alejó para ponerse de pie—. ¿Sientes algún malestar? ¿Cómo está tu cabeza?

Arrastrado por el efecto que él le producía, Sherlock por poco se olvidó de su propio estado. Al instante levantó las sábanas. Además de llevar una camiseta, estaba en ropa interior, una de color gris que no recordaba haberse puesto esa mañana; lo más extraordinario del asunto fue que no tenía ninguna herida evidente. De haber querido Liam inducirle a creer que no había sido más que una pesadilla, quizá pudo tener éxito.

Tocó su nuca, y además de caer en cuenta de que traía el cabello un poco húmedo, encontró la evidencia que no había desaparecido. Un hematoma.

—No estoy mareado —dijo, observándose las piernas con atención—. Así que de esto hablaba él cuando mencionó la palabra "curar".

Sin mostrarse sorprendido porque recordase eso, Liam se volvió hacia la mesa de noche y tomó de ahí una taza que luego le extendió. Era pequeña y blanca, como de café, aunque su contenido distaba de parecerlo.

—Es vino mezclado con mi sangre —explicó, ante su renuencia—, te dará energía.

La bebió a sorbos, intentando no pensar en lo que antes leyó al respecto en el diario de Albert. Esa idea vino aunada a otra preocupación:

—¿No estarás hambriento? Si darme tu sangre te perjudica…

—Soy fuerte, estaré bien por una noche —aseguró él, y el tono contundente que empleó escondía un toque de autodesprecio.

Imaginó que rechazaría su ayuda dijera lo que dijera, por lo que se contentó con aceptar sus atenciones. Discutir solo le traería más dolor del que estaría sintiendo ya. Cuando hubo pasado un tiempo, Liam se levantó y le hizo saber que iría a la cocina en busca de algo comestible para él. De nuevo evitó contradecirlo, y en veinte minutos se encontró tomando sopa de verduras con pan.

—Fui descuidado; en realidad sí creí que podría vencerlo —admitió más tarde, al terminar de comer. Se limpió la boca con una servilleta enorme, y Liam le quito la bandeja del regazo antes de que pudiera hacerlo por sí mismo—. Por cierto, ¿tendrás noticias de Luca, el chófer? Espero que no saliera muy mal parado.

—No fue cosa tuya, yo me cegué a lo que pasaba. Ni siquiera cumplí con las expectativas que tenían en mí desde hace tanto tiempo —contestó—. Pero sí, él se encuentra bien. Llegó aquí alertando la desaparición de ustedes dos.

Le alivió saber que en efecto, Moran lo dejó vivir. Se imaginó que no conservaría ningún recuerdo de la experiencia.

—Tampoco es que fuera tu deber complacer a nadie —dijo sobre lo demás, tras aquella reflexión.

—Les debía a todos, y más de lo que podrías estimar —repuso sin aspereza, tan solo convencido de sus palabras. Dejó los platos sobre la mesilla durante un momento y evitó mirarle a los ojos—. Todavía necesitas descanso. Será mejor continuar mañana.

—¿Y qué harás tú? —Fue todo lo que pudo preguntar para no pedirle que se quedase.

—Iré a mi cuarto —contestó él luego de un instante, recuperada su suavidad al percibirlo ansioso—. Si ocurre alguna cosa vendré.

—No me va a pasar nada con tanta custodia. Intenta descansar también, que tampoco para ti ha sido buena noche.

Él aceptó su consejo, y se fue con la bandeja tras desearle un sueño reparador. A Sherlock le parecía inconcebible dormir después de unos acontecimientos tan sorprendentes como traumáticos, por lo que prefirió dedicarse a su análisis. Extendió las palmas y contempló en ellas los rasguños. El minucioso cuidado que Liam le procuró había limpiado tierra y sangre, pero aquello no lo había podido borrar.

Cuando perdió contra Sebastian Moran, comprendió que ese era su último día. Nunca fue tan consciente de sus limitaciones como en aquellos momentos en que él intentaba aplastarle la tráquea contra el tronco rugoso de un árbol. De haber sido más rápido, si en lugar de tomar esa senda hubiese elegido bajar de nuevo por la montaña, tal vez habría podido huir. Por sobre todas las recriminaciones, lamentó la tristeza que su desgracia iba a causarle a Liam; si es que se llegaba a enterar de la verdad. No deseaba que cargase con la culpa.

Iba a experimentarla de todas maneras, aunque por un motivo distinto. Por su bien había asesinado a alguien que apreciaba, que era como de su familia. No era un hecho que fuese a superar en un corto plazo, y Sherlock no podía evadir la certeza de que sus intervenciones en la vida de Liam estaban trayéndole sufrimientos varios antes que alegrías y placeres. Si en la víspera le hirió su indiferencia, ahora le dolía más que se sintiera obligado a tratarle por encima de sus sentimientos.

Se resistía a ello hasta sumirse en el insomnio, pero quizá fuera el momento de admitir que se trataba de un problema de imposible solución, al menos en las condiciones actuales.

No hubo más incidentes y Sherlock no salió de su habitación, aunque William dudaba de que su mente activa le permitiera dormir. A él le ocurría lo mismo. Se quedó quieto en la oscuridad, observando el paraje por la ventana de la misma forma en que horas antes lo había hecho. Sus hermanos no estaban; los vio enfilar el sendero cerca del amanecer, pero entonces no tenía los ánimos para bajar a recibirlos. Antes de ofrecerles disculpas por su actuación dantesca, tenía mucho que considerar.

Durante la vigilia de los vivos, soñó. Vagaba por los bosques transilvanos y en ellos no podía ver ni siquiera el resplandor de la luna. Tampoco experimentaba sensaciones de ninguna clase; lo único que le movía era el impulso de buscar a Sherlock, aunque no recordaba su nombre. Jamás llegaba a él, y al escarbar en la tierra sus manos se empapaban de sangre. Había tanta que la sentía escurrir en torno a sus pies, hasta llegarle a la altura de los tobillos.

Al despertarse al anochecer la sensación húmeda y pegajosa persistía en sus manos, aunque estaban secas cuando las miró. Se quedó tendido en la cama largo tiempo, rememorando no solo las imágenes que viese en los sueños de ese día, sino además lo que le dijese aquella mujer hacía años, su premonición entonces absurda. Era cierto que si él desaparecía del mundo, se extinguiría toda luz.

Cuando estaba alistándose para salir, alguien tocó a su puerta. Era Louis. En su lenguaje silencioso le pedía conversar. Al abrirle, él entró de la misma forma, con semblante serio; William le indicó que podía acomodarse sobre la cama o en el diván, el que al final escogió.

—Albert y yo eliminamos los rastros —le dijo en primer lugar, con la innecesaria delicadeza de no nombrar al difunto—. Él lamenta mucho que atacara a Holmes.

—Sé que Albert no tuvo nada que ver con eso —contestó William, sentándose junto a él—. Pero en cuanto a su degradación moral, yo soy tan culpable como nuestro hermano.

—Fallamos todos. —Le increpó con ojos rebosantes de tristeza y culpa. Enseguida pareció volverse consciente de sus propias emociones y se aclaró la garganta—. Debí encargarme de mantenerlo a raya también.

—¿No piensas que soy cruel después de lo que le hice? Lo maté con estas manos a sangre fría.

Como en en el pasado, no le costaba imaginar la sangre resbalando por entre sus dedos. Tanto la repulsión como el deseo por ella se entremezclaban en su interior ahora, hasta el paroxismo. Tuvo que apartar los ojos de sí.

—Yo nunca te juzgaría —le detuvo Louis, tomándole del brazo para calmarle—. Comprendo tus razones, solo intentabas protegerlo.

William no era capaz de decirlo con tal convicción. Salvar la vida de Sherlock sí era su deseo más primordial, aunque junto a este había surgido una pulsión que exigía venganza por la afrenta. No consideraba a su exnovio como un objeto del que pudiera disponer a su placer, empero ese instinto no atendía a razones. Era tal cual se lo dijo antes: una esencia espantosa rezumaba de su corazón demoníaco, la prueba de que jamás recuperaría la condición humana.

—Una cosa sé —dijo luego, enderezándose—: a Sherly no le ocurrirá lo que a Moran. No pienso consentir arrastrarlo a la locura.