¡Holaa! Ha sido un mes intenso, pero al fin traigo el siguiente capítulo, espero que les guste. Gracias por seguirla a pesar de los retrasos.


La siguiente noche, William se reunió con Sherlock durante un cuarto de hora; hallarlo en buen estado de salud, tanto física como mental, fue para él un motivo de alegría, aun si la conversación fue torpe y ninguno quiso salvar la distancia que había impuesto.

—¿Deseas que traiga algo de la ciudad para ti? —le preguntó en un punto, solícito.

No se le pasó por alto que Sherlock volvía a fumar de forma compulsiva. Aparentemente volviendo en sí tras un pensamiento que le abstrajo, en ese momento apagó una colilla sobre el cenicero de la mesa de noche.

—Ah, gracias, pero no te molestes —dijo, e hizo una pausa—. Tengo la intención de ir yo mismo dentro de poco.

—Si hace falta, puedo llevarte.

—Iré en el día. Tomaré el transporte.

William se guardó sus objeciones y permaneció sentado en silencio frente a él un rato. Se preguntó si habría estado encerrado allí durante todo el día; observó cierto cansancio en sus facciones y le preocupó que se olvidara hasta de comer, como solía ocurrirle a veces cuando un asunto ocupaba su cabeza.

Quiso invitarlo a dar un paseo por los alrededores para que tomara un poco de aire fresco, pero oía la lluvia precipitándose en la distancia.

—Recuerda la cena, hay comida lista para calentar —le instó tras anunciarle que se iba. Desde el borde de la cama, Sherlock asintió con aire de extravío.

Tampoco William tenía deseos de alimentarse. Rememoró muchas cosas mientras vagaba debajo de la llovizna en su camino hacia la aldea más cercana, y aunque amargas, cada una fue útil para robustecer su nueva determinación. No volvería a decantarse por el camino fácil.

—… No pienso consentir arrastrarlo a la locura —le dijo a Louis poco antes. Había estado pensando en ello desde que contemplara a Sherly dormir; una tranquilidad efímera que en sus manos estaba no arrebatarle.

—¿Lo harás volver? —dijo su hermano, algo más relajado al verlo serenarse.

—Sería repetir el mismo error. Nadie debe intervenir en su vida y decisiones. —Observó a Louis un momento, que ya intuiría lo que estaba pensado—. Las cosas que hice nos condujeron a esto. Al querer desaparecer evadía las consecuencias; dejé que todos ustedes las cargaran por demasiado tiempo. Ya no más, y menos si eso involucra a Sherly.

Apenado, Louis no tuvo palabras para combatir los hechos. Se hundió en el diván con aspecto de tragedia. Tiempo después, no obstante, levantó los ojos y le dijo con voz clara:

—Jamás me culpaste por aceptar la idea de Albert. Ni siquiera volvimos a tocar el tema.

—No es como que tuviera derecho a hacerlo —respondió William, poniéndose en pie. No esperó que lo mencionara—, si no te hubiese involucrado en mis planes no te habrías sentido obligado a…

—Era yo quien no quería vivir en un mundo en el que no estuvieras, aunque cuando fuese uno mejor que aquel en el que crecimos —dijo Louis, alzando un poco la voz para acallar la suya—. El precio de mi pecado fue verte encerrarte en tu dolor, más lejos de mí que antes.

La impresión que aquello causó en William fue sobrecogedora. Su fracaso en encubrir sus sentimientos y darle a Louis estabilidad, en proporcionarle alivio a su existencia, le hirió en lo más hondo.

Quería decirle cuánto lo sentía, pero ninguna palabra hubiese bastado. Toda frase sería una burda imitación de sus sentimientos, por lo que luchó por abrirle su mente para que lo vislumbrara por sí mismo.

—Yo lo entiendo —dijo Louis, levantándose a su vez. Se detuvo frente a un William que tenía dificultades para enfrentar su mirada—. Pero nuestra vida es muy larga, y no quiero que vivamos así para siempre. Tú quieres que Holmes sea libre, yo quiero que tú lo seas.

Las conclusiones de Louis eran las mismas que las suyas, aunque su enfoque fuera distinto. No le debería sorprender.

—Te lo dije hace mucho tiempo, pero tú nunca has sido una carga —dijo William, recomponiéndose de la emoción—, antes que todos los demás, siempre fuiste mi querido hermano. Nada habría sido igual sin ti.

Louis se quitó los lentes y se secó los ojos; las puntas de sus dedos se tiñeron de carmesí.

—Siempre te agradeceré por estar conmigo.

En los pueblos desperdigados a través de la tortuosa carretera, robó la sangre que necesitaba y desapareció por los senderos que Sherly habría recorrido en circunstancias más alegres, bordeando iglesias de madera y jardines salpicados de flores; ahora deslucidas por el lodo. Se detuvo ante uno de los templos, sin saber el motivo, hasta que comprendió que le resultaba familiar porque el joven se lo había enseñado en fotografías.

Penetró en lo que casi parecía la antesala de un sepulcro; en sus manos, el candado y la cadena cedieron sin luchar. Bajo los endebles pilares, donde solo sus ojos podían ver, encontró los frescos. Los dibujos que relataban calvarios y redenciones, santos y demonios mezclados en la incoherencia de sus escenas mudas. William los siguió mientras el agua le escurría por el cuerpo. Fijó después la mirada en las velas extintas junto al altar, y se adelantó hacia ellas.

Encontró algunas cerillas, y después de varios intentos, consiguió encender una sin ahogarla con sus dedos húmedos. Depositó la llama sobre una vela que no se había consumido, y el débil haz iluminó los rostros de yeso. No se arrodilló para no profanar todavía más el sitio, pero allí de pie, ante una audiencia nutrida de espectros, juntó las manos y ofreció una plegaria.

—Lamento haberte defraudado, coronel —dijo al abrir los ojos—, pero al fin eres libre de nuestras cadenas.

Observó la llama arder y perdió la noción del tiempo. Volvió en sí al notar que el sonido de la lluvia se extinguía; aún era madrugada, pero supuso que las gentes comenzarían a levantarse dentro de alrededor de una hora.

Regresó hasta la puerta. Esta vez sí miró sobre su espalda, donde los últimos destellos de luz iluminaban el altar.

Sherlock necesitó tomar dos buses para llegar a Baia Mare por sus propios medios; comenzó a llover a mitad de camino y nada más pisar la ciudad tuvo que refugiarse en un café para no hablar por teléfono a la intemperie. Por el cristal empañado de la ventana podía ver una torre con un reloj sobresaliendo entre los edificios, monumento que le confirmó que se hallaba en el centro histórico que vio en internet.

Mientras revolvía su taza marcó el teléfono de John. Imaginó que estaría trabajando en el hospital, por lo que no esperaba que contestara deprisa. Al tercer intento, cuando resolvió mandarle un mensaje, él atendió su llamada con tono de sorpresa.

—¡Ah, Sherlock! ¿Qué sucede, todo bien con tus vacaciones? —Ante tanta animación, se separó el celular del oído y frunció la boca.

—Más o menos, ahí vamos.

—¿Te peleaste con William? —dudó por una fracción de segundo, y por supuesto que él lo interpretó como signo de confirmación— Espero que no fuera grave.

—No es tan simple como eso, ya quisiera —dijo, antes de dejar la cuchara a un lado—. La cosa es que no creo que deba regresar aún.

Oyó ruido del otro lado de la línea, conversaciones lejanas y después una puerta cerrándose.

—Si necesitas dinero, ahora…

—No, no te llamaba por eso. Prefería avisarte directamente, y si puedes darle el recado también a la señorita Hudson, te lo agradecería.

—¿Temes llamarla tú mismo?

—Sabes como se pone cuando se trata de la renta.

John le dijo que no tenía inconveniente y que de seguro ella acabaría por entender la situación. Tras ese comentario de buena voluntad, los dos guardaron silencio, aunque Sherlock percibía que su amigo buscaba la forma de mencionarle algún otro asunto.

—Puedes confiar en mí, ¿lo sabes, cierto? —dijo después de su pausa reflexiva—. Desde que sales con él te has vuelto más reservado, aunque no me pareció una mala persona.

John apenas coincidió un par de veces con Liam, cuando acordaban encontrarse en casa para después salir. La imagen que tendría de este sería la de un sujeto misterioso, distante, y de sonrisa estudiada, y eso era en parte culpa suya. Sherlock decididamente procuró mantenerlo al margen, tanto a él como a cualquiera de sus conocidos; quería evitar situaciones incómodas que preveía no iban a sentarle bien a su novio, después de todos los obstáculos y dudas que necesitó superar para que lo aceptara.

Sintió ahora que les debía una disculpa a los dos, por motivos diferentes.

—No quiero que parezca que estoy escondiéndote cosas a propósito, pero tengo mis motivos y pienso que los entenderías —soltó de repente, interrumpiendo a John que volvía a tomar la palabra—. Tal vez un día pueda contarte más.

—Sherlock…, si es así, solo me queda desearte suerte en lo que sea que tengas que hacer —dijo John, que habría estado esperando una evasiva en su lugar—. No te preocupes por nosotros, y dale a William saludos de mi parte.

—Se los daré —contestó, agradecido—. ¿Qué tal van las cosas por allá?

Como estaba ocupado, solo pudieron conversar durante un par de minutos más y tuvieron que despedirse. Sin embargo, para cuando Sherlock cortó la llamada, sus ánimos se habían renovado y ya no le parecía hallarse ante una encrucijada imposible. Hasta entonces no fue consciente de cuánto extrañaba hablar con John.

Miró de nuevo por la ventana; afuera la lluvia empezaba a amainar. Después de terminarse el café, se levantó de su asiento con la intención de recorrer las calles.

Al cabo de tres noches, William encaminó sus pasos hacia dónde supuso que iba a encontrar a su hermano mayor. Cruzó la habitación vacía y bajó hacia el sótano, cuya entrada estaba abierta. El sitio, que era más la réplica de un salón con muebles modernos antes que un almacén, permanecía igual que la última vez que durmió allí. Ninguna semejanza tenía con el que habitaron por un tiempo tras convertirse en demonios hematófagos, pero todavía hizo aflorar su recuerdo.

—¿Sigue todo bien con Sherlock? —le preguntó Albert al advertir su presencia, pues entonces le daba la espalda.

Observó que estaba ocupado vaciando la fila superior de una estantería, la única del lugar. Sobre el suelo iba apilándose el montón de libros.

—Él está bien —contestó William—. Piensa marcharse pasado mañana, aunque no muy lejos de aquí.

Su hermano se tomó una pausa para mirarle con un gesto pensativo.

—Decisión comprensible —opinó entonces—. Estar aquí le traerá malos recuerdos.

William se mantuvo callado; fijó la vista nuevamente en el libro que sostenía, y luego volvió a hablar:

—Pones fin a tu búsqueda. Ahora que Moran se ha ido, veo que no tienes intenciones de continuar.

—Perseguir cosas imposibles nos cansa incluso a nosotros —una sonrisa le tembló en los labios y desapareció deprisa, como si se arrepintiera de un pensamiento—. No puedo decirte nada al respecto que tú no sepas ya.

De nuevo pareció incapaz de mirarlo. Tiempo después de la conversión, Albert había empezado a resentir su presencia. William conocía las razones; la culpa y el dolor que le torturaban debido a él, pero no hizo mucho por disminuirlas, salvo dar su beneplácito cuando decidió marcharse. Su propia carga le impedía fijarse en la de los demás.

—No me excusaré por lo que le hice, porque es imperdonable —dijo William, tras una pausa—. Pero he pensado mucho desde entonces. Es momento de darle un cierre a nuestro pasado.

Los ojos de su hermano le enfocaron, ahora cargados de sorpresa. No entendía hacia dónde quería llegar. Pero el brillo de la inquietud terminó por apagarse, y dejó el último libro sobre la pila con un movimiento carente de energía.

—No te negaría la venganza. No a ti, Will. Nunca. Ya no tengo nada que dar aparte de mi propia vida.

—Es verdad que he guardado rencor por mucho tiempo, pero nunca consideré tomar represalias —contestó—, eres mi hermano y de Louis. Nos uniste por la sangre aunque ya lo estuviéramos por nuestros pecados.

—Lo único que logré fue destruirnos —dijo a media voz; las emociones contenidas asomaron a su rostro, oscureciéndolo. No habría esperado que William le hablase con auténtica franqueza—. Muchas veces quise estar muerto de verdad, pero a diferencia de ti yo soy un cobarde. Sigo siéndolo ahora.

Pareció que iba a derrumbarse, extenuado por un cansancio de siglos, y entonces lució ante sus ojos tan frágil como un ser humano.

—Nuestro error —empezó a decir, con mayor tacto del que tuvo desde que llegó— fue pensar, cada uno a nuestra manera, que podíamos escapar de las cosas que hicimos. Quisiste darnos una nueva vida que trascendiera, y yo por mi parte esperaba la muerte para borrarlo todo. Solo quería escapar.

Jamás lo había reconocido en voz alta, y desde luego que no creyó que iría a hacerlo delante de él. Pero era tal como le dijo Sherlock; castigarse de la manera en que lo hacía, por su deseo de huir, no traía beneficios para nadie. Por el contrario, les causó sufrimiento y, en el caso de Moran, condujo indirectamente hacia la destrucción.

Pensó en su intrépido Sherlock, que rechazó un destino mortal, y sintió que su alma languidecía. Si lo rehuyó y cerró la mente a sus palabras fue también porque no deseaba enfrentar esas verdades. La necedad le costó un alto precio.

—No podemos seguir por ese camino —continuó William, al ver que Albert no era capaz de hablar, pues se debatía entre el estupor y la culpa—. Si debemos vivir, será con un diferente propósito.

—Sin tu guía siempre estuve perdido —admitió, cabizbajo—, ¿crees que a estas alturas podemos vivir de una forma diferente? Te culpas por haber asesinado a Moran, pero fui yo quien lo utilizó durante estos años.

William puso las manos sobre sus hombros, instándolo a enderezarse y contestó, determinado:

—Lo creo. La posibilidad siempre estuvo a mi alcance pero yo elegí rechazarla, y lo mismo se aplica a ti. Sé qué tienes el valor suficiente, me lo demostraste esa noche.

Le brotaron lágrimas de los ojos al oír la mención de aquello, y su rostro compungido se tiñó de sangre.

—Te perdono, Albert —dijo, sin soltarlo aún—. Te perdono y agradezco por darme una oportunidad de seguir vivo. Ya no debes sentirte en deuda con nosotros; no se puede cambiar ni lo que somos ni nuestras decisiones.

Sus palabras siempre tuvieron poder sobre otros; pero aunque no fuese así, contaba con una infinidad de tiempo para averiguar si serían o no suficientes para que él se perdonase así mismo. Mientras su hermano se desplomaba de rodillas sobre el piso flotante de esa cripta del siglo XXI, llorando la sangre de su propio corazón, William pensó por primera vez en el futuro.