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CAPÍTULO 05
LONDRES, castillo de Windsor.
Aunque hacía ya un buen rato que el tiempo de audiencias había terminado, la gran sala del trono todavía estaba abarrotada de gente. Varios alabarderos increpaban a los asistentes para que abandonaran el recinto de modo inmediato, pero muchos eran reacios a interrumpir la interesante conversación que sostenían sobre la polémica que había generado la última audiencia real.
Unos meses atrás, la noticia del prematuro y sorprendente casamiento entre lord Andrés Darcy y lady Annie Brighton se había extendido como la pólvora por toda la corte. Los comentarios malintencionados respecto a dicha unión habían servido de comidilla para los fervientes adeptos de las intrigas palaciegas, que llevaban una larga temporada sin un jugoso cotilleo con el que saciar su irrefrenable y malsana curiosidad. Los chismorreos que circulaban por los pasillos se habían nutrido de multitud de opiniones dispares, la mayoría de éstas exageradas y poco veraces, pero el detonante para que aquella audiencia alcanzara tal poder de convocatoria, cubriendo un aforo muy superior al habitual, fueron los rumores que se vertieron sobre un posible enfrentamiento. Y los rumores no habían ido desencaminados. La disputa mantenida dentro de aquella sala se habría saldado con una tragedia si el rey en persona no hubiese servido de mediador.
Andrés Darcy conoció a la que sería su futura esposa, lady Annie Brighton, en una fiesta organizada en el castillo de Windsor. Hacía un mes escaso que el conde de Lambton, el padre de Andres, había fallecido de una afección pulmonar. A su hijo, como primogénito, le correspondía heredar el condado, así que tuvo que personarse ante el rey para tomar posesión formal del título. Jacobo I lo invitó a pasar unos días en la corte para discutir con él varios temas concernientes a asuntos de estado y, una de aquellas noches, en una velada de las tantas que le gustaba organizar al soberano con sus súbditos más ilustres, la vio por vez primera.
Lady Annie Brighton estaba acompañada por su padre, el vizconde de Beresford, pero cuando sus ojos se clavaron en ella ya no pudo pensar en otra cosa más que en conocerla. Comenzó a formular discretas preguntas entre los asistentes para descubrir quién era aquella dama tan encantadora, de una belleza sin igual, y su interés no decayó al averiguar que estaba casi comprometida con otro hombre. Siempre pendiente de ella, propició un encuentro improvisado entre ambos, en uno de los escasos momentos en los que su padre la dejó a solas para acercarse a hablar con un viejo conocido, mientras ella estaba sirviéndose una copa de ponche. Cuando sus miradas se cruzaron, surgió al instante la chispa, y ya no pudieron dejar de conversar hasta que lord Robert Brighton, ceñudo, acudió en pos de su hija y se la llevó.
Durante los siguientes días se las ingeniaron para verse a escondidas, y el amor entre ellos brotó como la flor del almendro en primavera, con fuerza. Sin embargo, cada día que pasaba estaba más cercano el momento en el que tendrían que decirse adiós, así que Andrés le propuso a Annie una idea descabellada: fugarse juntos.
Aquello derivó en un auténtico escándalo. El vizconde de Beresford puso el grito en el cielo al enterarse de la huida de su hija y ordenó su inmediata búsqueda. De cualquier modo, cuando al fin los encontraron una semana después, ya se habían convertido en marido y mujer. Lord Robert Brighton había llegado a un acuerdo referente a los esponsales de su hija, y sabía que aquella situación iba a desencadenar graves consecuencias para él. Exigió la anulación del enlace, pero era demasiado tarde. Además, Andrés le ofreció unas vastas tierras en compensación y el problema quedó aparentemente resuelto. Hasta que la otra parte agraviada reclamó responsabilidades. El antiguo prometido de lady Annie no fue tan permisivo como el padre de ésta y, alegando una grave ofensa, elevó una queja formal dirigida al más alto estamento del reino: la Corona.
El asunto había requerido de toda la diplomacia posible por parte de su majestad. En realidad, no podía declararse a favor de uno o de otro, ya que ambos eran pares del reino, así que tuvo que tomar la mejor decisión para intentar suavizar la humillación de la que había sido objeto una de las partes sin perjudicar al otro noble. Al conde de Lambton se le impuso una desorbitante multa, que iría a parar directamente a las arcas del antiguo prometido a modo de reparación. Lord Andrés Darcy pagó con gusto dicha cantidad, puesto que para él Annie era lo más importante. No obstante, aquello no evitó que se produjera una pequeña escaramuza entre ambos hombres mientras tenía lugar la audiencia real. Demasiado tarde, Jacobo I entendió que tendría que haber organizado ese encuentro a puerta cerrada, sin un público que fuese testigo del enfrentamiento.
Tras un arduo esfuerzo por parte de la guardia real, la sala fue finalmente desalojada. Los últimos en salir fueron dos hombres, que iban charlando despreocupadamente, pese a los cuchicheos que se oían a su alrededor y las atentas miradas que recibían a su paso. Uno de ellos era el conde de Lambton.
Su porte altivo los distinguía como miembros de la nobleza. Además, el parecido entre ambos era sorprendente, aunque Andrés Darcy tenía el cabello rubio con matices cobrizo y el del otro era un de un rubio claro, . Poseían la misma complexión física y estatura, con un cuerpo musculoso que se adivinaba bajo la tela de sus jubones. Hasta sus facciones eran similares, de rasgos duros y angulosos, a pesar de que el rostro de Andrés estaba suavizado por una exultante sonrisa que se extendía a sus ojos, de un suave castaño verdoso. Nadie podía poner en duda que eran hermanos.
Albert Darcy había acudido a Londres para dar apoyo moral a su hermano mayor. Pero él, al contrario que Andrés, no sonreía. Algo lo inquietaba. Sus ojos celestes mostraban un leve asomo de preocupación, así que detuvo sus pasos al poco de atravesar las puertas de la sala de audiencias y se enfrentó a su hermano.
—Yo que tú, me cuidaría muy bien las espaldas.
—¿Por qué lo dices, Albert?
—Hace un momento, creí que esa sanguijuela te iba a atravesar con su espada delante de todo el mundo. Antes de que la guardia se lo llevara fuera, vi su mirada, y te puedo asegurar que no presagiaba nada bueno.
—¡Ja, ja, ja...! —Andres rió con ganas—. Tu percepción de los hechos es un tanto exagerada, hermano.
—¿Exagerada, dices? —Albert torció el gesto—. Yo no lo veo así. Lo que tú has hecho constituye una gran ofensa para cualquiera.
—Es normal que ese hombre se considere agraviado, en eso te doy la razón. Sin embargo, ambos hemos sacado beneficio de este asunto. Él, una importante compensación económica que ha salido de mis bolsillos, menguando considerablemente mi patrimonio; y yo, una encantadora esposa a la que amo por encima de todas las cosas, incluidas todas mis posesiones y mi título. —El rostro de Andrés se iluminó al mencionar a su mujer, como le venía ocurriendo desde que la conoció—. A partir de ahora, mi dulce Anny podrá ir con la cabeza bien alta.
—Por cierto, ¿cómo está ella? —se interesó Albert.
—Tan hermosa como siempre. Y tan testaruda. Me recuerda mucho a ti. —Albert gruñó por lo bajo, en apariencia molesto por el comentario de Andrés, pero éste le correspondió con una carcajada y una amistosa palmada en su hombro—. Insistió hasta la saciedad en venir a Londres conmigo, aunque yo me negué en rotundo.
—No lo entiendo. ¿Por qué razón querría venir? Ella sabía que esto no iba a ser muy agradable.
—El maldito orgullo femenino. Anny quería acallar de una vez por todas las malas lenguas que afirmaban que el motivo de nuestra fuga se debía a un desliz con consecuencias a nueve meses vista.
—¿Y no es así? —preguntó suspicaz Albert, al tiempo que enarcaba una ceja.
—¡Por supuesto que no! Aunque bien podría haber sucedido... —comentó en susurros Andrés, para que sólo su hermano pudiese oírlo.
A su alrededor aún rondaban unas cuantas personas, que se habían quedado rezagadas con el único propósito de conseguir otro suculento chismorreo con el que alimentar su curiosidad.—De cualquier modo, a mí no me hubiera importado en absoluto —recalcó complacido.
—Andres, no cambiarás nunca. —Por fin, Albert dejó ver en su rostro el atisbo de una sonrisa.
—¿Y tú, sinvergüenza? —El timbre de su voz adquirió un tono burlón—. ¿Cuándo sentarás la cabeza?
—¿Sentar la cabeza? ¿Yo? No soy hombre de una sola mujer y lo sabes, mucho menos cuando una diferente puede calentar mi lecho cada noche —afirmó con delectación.
—Albert, ya es tiempo de que te busques una esposa y dejes de saltar de cama en cama, tal y como he observado que ha venido sucediendo desde que llegamos aquí. La corte es un círculo muy mundano, hay más libertad para satisfacer tus instintos y más permisividad a la hora de rendir cuentas, pero hasta cierto punto. He visto la impresión que causas entre las mujeres. La mayoría de las damas que había en esa sala te estaban devorando con los ojos. Incluso sé de alguna en concreto, como la marquesa de Kingston, que te ha prodigado en persona sus amables atenciones, sin preocuparse en exceso de que su cornudo marido se enterara. Después de tus correrías de estos últimos dos días, pensé que serías tú y no yo el que tendría que rendirle cuentas al rey.
—Hermano, me infravaloras. Mi discreción ha sido ejemplar, a pesar de que la dama en cuestión se ha comportado de un modo bastante fogoso y descuidado en presencia de otras personas.
—Yo sólo te digo que no sabes lo que te estás perdiendo. Algún día te acordarás de mis palabras y desearás haber hecho caso de mis consejos.
—Dudo mucho que llegue ese día —alegó con jocosidad.
—Bueno, Albert, me gustaría seguir ensañándome contigo, pero tengo que irme. Aquí nos despedimos. Ahora que por fin esto ha finalizado, vuelvo a Lambtonhouse junto a mi esposa. Si dejo a Niell unos días más con ella, nuestro hermano pequeño acabará odiándome.
—¿Y eso?
—Anny es más pertinaz que yo en lo que se refiere a asuntos del corazón. No sabes la insistencia con la que pretende buscarle una esposa. Cuando me marché de allí para venir a la corte, faltó poco para que Niell me suplicara de rodillas que le permitiese acompañarme. No lo deja ni a sol ni a sombra.
—¡Eso me encantaría verlo!
—No te rías tanto. Como Anny fije su objetivo en ti, estás perdido —aseveró Andrés al tiempo que hacía el gesto de tener una soga tirante en el cuello.
Dicho esto, y tras un último intercambio de palabras, los hermanos se despidieron con un caluroso apretón de manos. Después, cada uno tomó una dirección diferente.
En aquel mismo instante, en unas dependencias situadas en la otra punta de palacio, otro hombre luchaba por mantener su ira bajo control.
La audiencia había resultado ser una auténtica pantomima. Todo el mundo se había reído de él, le señalaban a sus espaldas como un cornudo, un pelele sin carácter que se había dejado arrebatar a su prometida como un muchacho al que le despojan de un caramelo de entre sus manos. Pero aquello no iba a quedar así. Con los puños crispados, se paseó por la habitación mientras murmuraba improperios que sólo conseguían exacerbar aún más su rabia. Los exabruptos salían de su garganta como un torrente incontrolable, todos dirigidos hacia una única persona, al tiempo que su mente bullía por la indignación. Depronto, detuvo sus pasos con brusquedad frente a uno de los ventanales que daban al inmenso jardín; después, con infinita calma, brotó una única palabra de sus labios: venganza. La repitió una y otra vez, hasta que la palabra reverberó en el ambiente como el presagio de una tormenta que está a punto de desencadenarse. Tarde o temprano conseguiría hacerle pagar al conde de Lambton toda la vergüenza y el deshonor ocasionados, aunque eso le llevara gran parte de su vida. Y sabía exactamente con quién tenía que hablar.
CONTINUARÁ
