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CAPÍTULO 06

CON el paso de los días, Candy se fue adaptando poco a poco a su nueva situación, aunque no carente de esfuerzo. Desde el uso del aguamanil y la tina para sus abluciones matutinas, hasta los olores que circulaban por doquier, todo lo que la rodeaba constituía una inquietante novedad para ella, como si nunca antes hubiera vivido esas pequeñas cosas. Tuvo que habituar su vista a la tenue luz de las velas y, pese a que le costó su tiempo, al final aprendió a utilizar la yesca y el pedernal para encenderlas. Pero, con diferencia, lo que peor llevaba era el tema de las vestimentas; por muy bonitos que le pareciesen aquellos vestidos que tan amablemente le habían asignado, se sentía realmente incómoda usándolos. A hurtadillas, sin que nadie la viera, no hacía más que frotar su piel por el picor que le provocaban aquellas telas, y un extraño presentimiento le decía constantemente que allí faltaba algo, que aquellas prendas que le llegaban hasta los pies no lograban cubrir ciertas partes de su anatomía por las cuales circulaba demasiado el aire.

Los días transcurrían con una velocidad sorprendente para ella, siempre había algo nuevo por descubrir, pero las noches eran harina de otro costal. No hubo mañana en la que no se despertara completamente empapada por el sudor y con el corazón latiendo descontrolado, tras haber sufrido diferentes pesadillas que sólo conseguían confundirla aún más y agotaban por completo sus fuerzas.

Ella no lo sabía, Martha se cuidó mucho de decírselo, pero era habitual oír sus desgarradores gritos en plena madrugada, cuando la quietud del castillo era más acusada. Murmuraba incoherencias entre sueños, y sólo conseguía calmarse cuando la anciana acudía a su habitación y la obligaba a beberse, aun estando dormida, una infusión que le había preparado con anterioridad.

Cuando despertaba, intentaba recordar lo que había soñado por si estaba relacionado con su pasado, ese que era una incógnita para ella, pero las imágenes se desvanecían al igual que la arena entre los dedos. De vez en cuando soltaba delante de la gente alguna frase que ni ella misma comprendía, como si su cerebro fuera por un camino y sus palabras por otro. Aquello le resultaba muy confuso, pero por mucho que se lo propusiera, era incapaz de encontrarle ningún significado.

A pesar de todo, Candy sentía mucha curiosidad por todo cuanto la rodeaba. Su afán por encontrar algo que la ayudara a recordar la llevaba a investigar en cualquier momento y lugar, y así era como descubría cada día algo nuevo. Como aquella mañana, mientras daba un paseo cerca de las caballerizas.

Jimmy, uno de los jóvenes caballerizos, estaba sentado sobre un tocón, limpiando, encerando y dando lustre a las sillas de montar. A lo largo de los días posteriores a la charla con lord Graham y su hijo, Candy había ido conociendo poco a poco a todos y cada uno de los sirvientes. Ella siempre les formulaba múltiples preguntas referentes a las labores que realizaban y, gracias al genuino interés que mostraba al recibir sus respuestas, se había ganado su más profunda simpatía.

Escuchaba con atención sus explicaciones, e incluso se ofrecía a ayudarlos en sus tareas, pero ellos declinaban el ofrecimiento mirándola con una mezcla de asombro e incredulidad, extrañados de que una dama como ella quisiera rebajarse a realizar una labor que no le correspondía. Aun así, le estaban muy agradecidos por su sencillez y su buen trato hacia ellos. Habían comenzado a apreciarla, y ya eran pocos los que la miraban de lejos con escepticismo y desconfianza.

-Buenos días, Jimmy -saludó alegremente-. ¿Qué estás haciendo?

-Pues aquí, señora, preparando las sillas de montar -respondió el muchacho con una sonrisa deslumbrante.

-¿Alguien va a salir? -Candy se fijó en la gran pila de sillas que se amontonaban a ambos lados del chico.

-No, señora, pero todo tiene que estar en perfectas condiciones por si, en cualquier momento, decide salir una guarnición.

-¿Podría ayudarte? No parece muy difícil.

-Pero milady, ¿cómo se le ocurre? -Jimmy abrió los ojos como platos-. Ésa no es tarea para una dama.

-Entonces, ¿qué puedo hacer? Me aburro como una ostra -se quejó e hizo un mohín con la boca.

-¿Os gustaría montar? Tenemos varios ejemplares que son muy dóciles.

-Te lo agradezco, pero... mejor no. Simplemente pasaré a las caballerizas para verlos. ¿Puedo?

-Por supuesto, milady. Yo estaré aquí fuera si me necesitáis.

Nada más entrar en las caballerizas, se paró en seco. Todo estaba muy oscuro, aunque a su alrededor se oían multitud de relinchos. Un penetrante olor a heno y estiércol llegó hasta ella y se le quedó impregnado en las fosas nasales, impidiéndole respirar con normalidad; con todo, tras unos instantes comenzó a acostumbrarse. Cuando su vista se aclimató a la oscuridad, advirtió que la edificación era enorme. Decenas de cuadras se alineaban a ambos lados del establo, todas ellas ocupadas por caballos. Las bestias sacaban sus enormes cabezas por encima de las compuertas, piafando nerviosas a causa del intruso que acababa de entrar en sus dominios. Candy caminó por el pasillo central con cuidado de no acercarse demasiado, hasta que llegó a una de las cuadras centrales, donde uno de los caballos le llamó poderosamente la atención. Era completamente blanco, excepto por unas cuantas manchas moteadas color granate situadas en la frente y en los saleros. El equino se la quedó mirando fijamente con sus grandes ojos oscuros. Parecía muy tranquilo. Candy se armó de valor antes de acercarse a él.

-Hola, precioso... -susurró muy despacio. Con bastante recelo, llevó una de sus manos temblorosas hasta la ternilla del animal y lo acarició-. No me harás daño, ¿verdad?

El caballo pareció entender su miedo y piafó levemente, al tiempo que agitaba los ollares. Candy se asustó y retiró la mano, pero el equino no hizo ningún otro movimiento y la observó con ojos suplicantes, quizá algo tristes. Eso la animó a volver a intentarlo, esta vez con más seguridad.

-Buen chico. Déjame acariciarte. Así... -El animal, contento, rozó con sus belfos la mano que se le ofrecía y Candy rió complacida.

-Parece que le gustáis.

Candy dio un brinco al oír aquella voz y volvió la cabeza hacia atrás.

Terry estaba apoyado en la compuerta de una de las cuadras con los brazos cruzados, mirándola de arriba abajo con una expresión jocosa en el rostro.

-Es una yegua. Veo que no sabéis mucho de caballos.

-Me ha asustado. ¿Qué hace aquí?

-Os he visto cuando entrabais al establo. Creí que pensabais huir, pero ya veo que no podríais llegar ni al paso elevado montada en un caballo. Les tenéis miedo.

-Pues sí. -Levantó la barbilla de modo airado-. ¿Acaso es algo tan extraño?

-No es muy usual. Y deberíais vencer cuanto antes ese estúpido temor. ¿Os atreveríais a montarla?

Candy miró paulatinamente a la yegua y al hombre. No lo estaba diciendo en serio. ¿Es que no veía que aquel bicho era enorme? Estaba loco si pensaba que iba a montarla. Ni siquiera podría subirse al lomo sin la ayuda de una escalera.

Terry ya estaba sacando al animal de su cubil cuando Candy lo interrumpió.

-¡No, espere! -gritó alarmada-. ¿No pensará que yo... me puedo subir ahí? -señaló con terror a la yegua.

-Por supuesto que podéis. No es tan difícil, ya lo veréis.

-Pero...

-¿Tenéis otra cosa mejor que hacer? Ya sé que habéis terminado de repasar la contabilidad. Lleváis días deambulando por todos lados, interrumpiendo a la gente en su trabajo. Deberíais buscaros otra distracción.

-Yo no interrumpo a la gente. -Sus palabras la ofendieron profundamente-. Sólo me intereso por lo que están haciendo y les ofrezco mi ayuda.

-¿Realmente creéis que ellos necesitan vuestra ayuda? -Terry negó con la cabeza, haciéndole ver que estaba muy equivocada-. Lo único que conseguís así es importunarlos. Además, jamás permitirían que vos les hicierais su trabajo. Sería una vergüenza para ellos.

-Yo no lo veo así.

-Sé que lo hacéis con la mejor intención, pero ellos se sienten un poco... perturbados por vuestra presencia. No temáis, yo os enseñaré a montar.

Dicho esto, cogió a la yegua de la correa, le dio unas cariñosas palmadas en la ijada y la sacó al exterior. Aunque Candy no estaba nada convencida, lo siguió. Sin embargo, cuando Terry se volvió hacia ella y la animó a acercarse, ella rehusó con vehemencia.

-No, no y no. Eso está muy alto.

Terry rió ante su miedo irracional. Le hizo una seña a Jimmy, que estaba observándolos sentado en el tronco, y le indicó que trajera una silla de montar. El chico obedeció la orden con presteza.

-Pero... -Candy observó la montura con ojo crítico- esa silla es muy rara.

-¿Rara? Es una silla de amazona. Las mujeres deben montar de lado.

-Pues a mí me parece muy peligrosa. Prefiero montar a horcajadas.

-Imposible. Es impropio que las mujeres monten de esa forma -replicó Terry.

-Sea impropio o no, sólo accederé a aprender de esa manera. Lo toma o lo deja -afirmó categórica al tiempo que ponía los brazos en jarras.

-Está bien -claudicó Terry-. ¿Y qué haremos con esto? -señaló su falda-. Así será muy complicado.

-Déjeme unas calzas.

-¡¡¡¿Qué?!!! -respondieron los dos muchachos al unísono.

-Unas calzas, eso que se ponen todos los hombres en las piernas.

-Yo no... no pienso dejaros ninguna. ¡Vaya escándalo! Una mujer no usa tales prendas.

-¿Por qué no? Parecen muy cómodas.

-Sí, pero... -Terry no sabía qué contestarle-. He dicho que no y es que no -concluyó tajante.

Aunque a regañadientes, a Candy no le quedó otra opción que ceder.

-Lo primero que tenéis que hacer es ocultar vuestro miedo. Si la yegua lo siente, no os dejará que la montéis. Acariciadla aquí, a lo largo de la ijada. Les gusta mucho.

Candy se acercó a la yegua con paso inseguro y empezó a acariciarla. Ésta movió el hocico hasta frotarlo contra el cuello de la mujer, complacida por las atenciones que le estaba dispensando.

-¿Veis? Os dije que le gustabais. Además, Princess es una yegua muy dócil. Con ella no tendréis ningún problema. Ahora, subíos.

La joven miró a su alrededor, pero no vio indicios de una escalera o algo similar.

-¿Y cómo pretende que lo haga?

-Yo os ayudaré.

Terry ensilló a Princess con una montura de hombre (aunque aquello no le parecía adecuado), ajustó las cinchas y se volvió hacia Candy.

-Ahora tenéis que meter vuestro pie izquierdo en el estribo. Luego os agarráis aquí, a la batalla de la silla, para poder tomar impulso hacia arriba y pasar la pierna derecha por detrás. Vamos, intentadlo.

Candy siguió sus indicaciones, pero al tomar impulso la pierna derecha se le enredó en el dobladillo de la falda y su cuerpo se inclinó peligrosamente hacia atrás. Habría caído al suelo si Terry no la hubiera sujetado por la cintura. Sin embargo, no la soltó hasta que ella comenzó a carraspear.

-Veo que jamás conseguiré subirme con esta falda -farfulló contrariada.

Con renuencia, Terry la separó lentamente de su cuerpo y la depositó sobre la arena.

-No es tan difícil. Agarraos el ruedo y probad de nuevo.

Lo intentó varias veces, pero hasta la décima tentativa no lo consiguió. Cada vez que se aupaba, siempre sin éxito, ahí estaba Terry para sujetarla, mirándola de una forma un tanto extraña. Cuando por fin lo logró, Candy sonrió de oreja a oreja, muy orgullosa de su hazaña. En cambio, él parecía un poco desilusionado.

-¿Ve? Aun con falda, he logrado mi objetivo.

-Sí, pero esto es sólo el principio. Ahora debéis hacer que la yegua camine.

-¿Y cómo lo hago?

-Yo os guiaré.

Sin más preámbulos, Terry se agarró a la silla y montó detrás de ella. Tomó las riendas con una mano, sujetó la cintura de la joven con la otra y acercó su rostro al oído de Candy al tiempo que murmuraba: -Poned vuestras manos sobre la mía y observad el movimiento que hago con las piernas.

Candy así lo hizo. La mano que sujetaba con firmeza las riendas de la cabalgadura era grande y cálida, pero cuando ella tocó su piel, sintió un extraño escalofrío.

Terry espoleó ligeramente al animal y comenzaron a desplazarse. Iban muy despacio, aunque Candy no dejaba de evaluar la considerable altura que había desde donde ella estaba hasta el suelo. Tenía miedo de caerse, así que, en un acto involuntario, se echó hacia atrás. Al apoyar su cuerpo contra el pecho de Terry, éste emitió un pequeño gruñido. Candy lo oyó y se giró hacia él, para encontrarse a menos de diez centímetros de su cara.

-Lo siento. ¿Le he hecho daño?

-Grrrrr. No, no es eso. Daos la vuelta y mirad al frente. Si no me hacéis caso, jamás aprenderéis.

Al darse de nuevo la vuelta, un rizo del cabello de Candy chocó contra la mejilla de Terry. Él, lejos de retirar el mechón de su cara, aspiró hondo y se llenó del delicioso olor a lavanda que desprendía. Esto no hizo sino ponerlo aún más nervioso, por lo que espoleó a la yegua con más brío de lo normal y Princess salió al trote.

-¡Por favor, vaya más despacio! -chilló asustada-. ¡Va a conseguir que me caiga!

Abandonaron la fortaleza atravesando el puente levadizo, que a aquellas horas permanecía bajado, y se dirigieron hacia el bosque de robles. Con el paso de los minutos, Candy empezó a perderle el miedo y se relajó. Ninguno de los dos hablaba, pero al cabo de un rato ella decidió que debía darle conversación. Fue la primera vez que lo tuteó.

-Perdona, Terry. ¿Podríamos ir al sitio donde me encontraste?

-¿Por qué queréis ir allí?

-No sé, simple curiosidad. Es posible que, si lo veo, recuerde algo.

-Está bien, vayamos a la playa. Así podréis trotar a vuestras anchas por la orilla del mar.

-¿También a la ensenada?-preguntó esperanzada.

-De acuerdo -la complació él.

Candy sintió una gran decepción cuando llegaron a la pequeña bahía. Pensaba que aquel sitio desataría en su mente algún recuerdo, pero no fue así. Allí no había más que arena y piedras, nada que encendiera una luz, aunque fuese muy débil, en la oscuridad de su pasado. Elevó la vista hacia la cumbre que se perfilaba al borde del acantilado y torció el gesto. Quizá había caído desde allí, aunque si así hubiera sido, tenía mucha suerte de no haberse roto el cuello.

-Terry, ¿podríamos subir allí arriba?

-En ese lugar no hay nada más que rocas. Además, es muy peligroso. Si no recordáis nada, lo mejor será que nos alejemos de aquí cuanto antes. Podría producirse un desprendimiento de piedras y estamos justo debajo.

Candy clavó la vista en el risco y no se volvió hasta que estuvieron a mucha distancia del precipicio. Si Terry no quería llevarla a la cima del acantilado, tendría que apañárselas para ir ella sola. No sabía cómo, pero ya pensaría en algo.

* * *

Con el paso del tiempo, Candy aprendió a montar bastante bien, pero Terry jamás la dejó abandonar los límites del castillo sin su compañía. Todos los días salían a cabalgar juntos, y él le fue enseñando poco a poco los extensos dominios de su padre. De vez en cuando competían en alguna carrera, que casi siempre ganaba Candy, aunque ella estaba completamente convencida de que era porque él se dejaba.

Entre los dos había surgido, casi desde el principio, una confianza y una complicidad fuera de lo normal. En realidad, habían llegado a convertirse en muy buenos amigos. Hablaban de cualquier cosa, sobre todo Terry, que, con infinita paciencia, le enseñó a Candy todo cuanto ella desconocía y debería saber sobre la vida en un condado. Le explicó con detalle las funciones de su padre como general en jefe fronterizo, así como las rencillas y enfrentamientos en los que constantemente debía mediar y, en su caso, atajar de raíz a fin de evitar una guerra entre Inglaterra y Escocia. También le habló de su madre, a la que había adorado, y sobre todo de su hermano mayor Charles, con el que lo unía una estrecha relación, a pesar de llevarse unos cuantos años de diferencia. Candy siempre lo escuchaba con genuino interés, aunque algo en su interior se desgarraba cada vez que él le relataba alguna nueva historia. Ella, por desgracia, había perdido sus propios recuerdos, así que tenía muy poco que explicarle de sí misma. Candy valoraba mucho aquella amistad que había nacido de la nada, apreciaba a Terry de verdad y estaba empezando a abrirle un hueco en su corazón, aunque en muchas ocasiones él se comportara de un modo demasiado protector con ella.

Al cabo de unas semanas le comentó la idea de salir a pasear sola, pero Terry se negó en rotundo. Tenía la impresión de que él quería controlarla en todo momento. Ella había observado que cuando estaba rodeada por más gente y se alejaba un poco de su compañía, Él la buscaba desesperadamente con los ojos y no paraba hasta tenerla de nuevo a su lado. Por esa razón, su oportunidad no llegó hasta pasados tres meses.

Con motivo de la inminente llegada de su primogénito, lord Graham estaba organizando una fiesta de bienvenida. Aquella mañana, el conde había encargado a Terry resolver varios asuntos relativos a dicha celebración, así que no podría acompañarla en su paseo matutino a caballo. Terry se disculpó con ella, prometiéndole que estaría de vuelta antes del almuerzo. De cualquier modo, no partió del castillo hasta asegurarse de que la joven se quedaba trabajando en sus aposentos con una pieza de tela que Martha le estaba enseñando a bordar.

Candy se dedicó a su labor durante una hora, pero era incapaz de dar dos puntadas sin equivocarse. Para mayor decepción, no hacía más que pincharse con la aguja. Muy aburrida y bastante frustrada por su torpeza, al final decidió que la costura no estaba entre sus virtudes. Ésa fue la excusa que necesitaba para dejar a un lado el bastidor y salir a tomar un poco el aire.

Cuando llegó al patio, vio a varios hombres ejercitándose con sus estoques. En un principio pensó en acercarse para ver cómo entrenaban, pero enseguida desistió de su idea. Recordó el comentario de Terry referente a que a los soldados no les gustaba tener ningún tipo de distracción femenina mientras trabajaban, así que se dio la vuelta con la intención de pasear por el pequeño jardín que había en el patio trasero. Sin embargo, no había dado ni dos pasos cuando se percató de algo que, hasta entonces, se le había pasado por alto. Como Terry no estaba allí para vigilarla, podría aprovechar esa oportunidad e ir a la ensenada. Buscaría un camino por donde subir hasta el acantilado; si llegaba a la cumbre, quizá aquel lugar le diera alguna de las respuestas que tanto necesitaba.

No se lo pensó dos veces. Cogió con las manos el ruedo de su falda, entró a la carrera en el castillo y subió de dos en dos los peldaños de la escalera hasta llegar a la planta superior. Le costó mucho esfuerzo desvestirse y volverse a vestir ella sola, pero finalmente lo consiguió. Tras hacerse una improvisada trenza, se dirigió a la puerta y salió como una exhalación, pero no llegó muy lejos porque se topó de bruces con Martha, que en aquel mismo instante intentaba entrar en la habitación cargada con un cesto de ropa limpia.

-¿Dónde creéis que vais? -preguntó la sirvienta al tiempo que la recorría de arriba abajo con la mirada.

-A dar un paseo a caballo.

-No creo que sea conveniente...

-Martha, ya sé montar bastante bien. No me pasará nada.

-¿Y el joven Terry? No está aquí, y él siempre sale a cabalgar con vos.

-Está haciendo unos recados, pero llegará a la hora de almorzar. Martha, me aburro mucho, demasiado. Además, me he acostumbrado tanto a esos paseos que ya no puedo prescindir de ellos. Te prometo que iré con mucho cuidado. Y le voy a pedir a Jimmy que me acompañe. -Nunca antes había mentido a la anciana, pero decirle la verdad entrañaría muchos riesgos y Candy no estaba dispuesta a que también Martha le impidiera salir sin compañía, tal y como hacía Terry constantemente-. Sólo estaré fuera una hora, lo suficiente para dar una pequeña vuelta. «Y el tiempo justo para llegar antes que Terry y que me encuentre donde, según él, debo estar», pensó para sí misma.

-No creo que lord Terry esté de acuerdo con esto -objetó.

-Te aseguro que se quedará más tranquilo al saber que no he salido sola. Hasta luego. -Sin darle tiempo para replicar, depositó un cariñoso beso en su mejilla y bajó a la carrera la escalera mientras tarareaba una canción que Martha jamás había escuchado.

«Esta juventud... -pensó para sus adentros-. ¡Cualquiera los entiende!».

Candy fue directamente a los establos y allí se encontró con Jimmy, que estaba muy ocupado almohazando un semental gris.

-Hola, Jimmy. ¿Podrías ayudarme a ensillar a Princess ?

-Por supuesto, milady. ¿Va a salir sola?

-No. Lord Terry me está esperando fuera de los muros. -Después de una primera vez, ya no tuvo ningún reparo en seguir mintiendo-. Date prisa, por favor.

El muchacho tardó diez largos minutos, que a ella se le hicieron eternos, en colocar la silla de montar y ajustar las cinchas. Cuando terminó, Candy estaba tan nerviosa que no perdió ni dos segundos en montar al animal y salir al trote.

Le llevó casi media hora localizar la ensenada. Guió a Princess hasta la orilla de la playa, a una zona lo suficientemente alejada del acantilado como para evitar que ninguna piedra alcanzase a la yegua si se producían desprendimientos. Después desmontó de un salto y se acercó corriendo a la base del barranco para inspeccionar el lugar. Aquélla era una zona rocosa, aparentemente inaccesible, pero tras un minucioso escrutinio, halló lo que estaba buscando. Oculto entre unos matorrales que crecían salvajes en la base del acantilado, descubrió el comienzo de un angosto sendero que subía en una importante pendiente hasta la cumbre.

No lo dudó ni un instante. Con las manos desnudas, retiró las ramas que le impedían el acceso y comenzó a ascender sin mirar hacia atrás. El camino era muy escarpado, tanto que tardó una hora en alcanzar la cima, aunque iba a buen paso. Llegó casi sin resuello, así que se tomó un momento para descansar, sentada sobre una gran piedra. Cuando se sintió recuperada, volvió a ponerse en pie, no sin antes echar una ojeada a su espalda. Muy cerca de allí, a escasos metros del desfiladero, se levantaba un espeso bosque de robles. Aquella imagen le provocó una extraña sensación de déjà vu e, inconscientemente, llevó su mano hasta el cordón que rodeaba su cuello, como hacía siempre que le sobrevenía un presentimiento, aunque nunca llegaba a encontrarle la lógica. Algo en su interior le decía que ella había estado allí antes, pero por más vueltas que le daba, era incapaz de recordar cómo ni cuándo había sido. Caminó unos pasos en dirección al barranco y, cuando llegó al borde, se detuvo para mirar hacia abajo. La considerable altura que existía desde la base del precipicio hasta donde ella estaba le provocó una oleada de vértigo.

-No me imaginaba que fuera tan alto...

Candy estaba inclinada hacia el abismo, la vista perdida en el fondo rocoso, cuando unas fuertes manos la agarraron por la cintura y tiraron con fuerza de ella.

-¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo?

Candy se vio girada con brusquedad hasta chocar contra algo duro. Al levantar la vista, se encontró frente a frente con unos ojos azules que destilaban cólera.

-Terry..., ¿qué haces aquí?

-Eso mismo me pregunto yo. ¿Cómo se os ha ocurrido venir a un lugar tan peligroso?

-Yo... sólo estaba dando un paseo.

-Con que un paseo, ¿eh? ¿Dónde está Jimmy? No lo veo por ningún lado.

-Yo... vine sola -reconoció cabizbaja.

-¡Ya sé que vinisteis sola, pequeña estúpida! -Terry la zarandeó hasta que ella volvió a mirarlo a la cara-. En cuanto llegué al castillo y no os encontré bordando, tal y como os dejé cuando me fui, comencé a buscaros por todos lados. Me crucé con Martha, y fue ella quien me dijo que habíais salido a pasear. «Con Jimmy», me repitió varias veces. Aunque hubiera sido así, ¿qué tipo de protección os hubiese brindado ese mocoso? Bajé corriendo a los establos para ensillar de nuevo a Zar, y no sabéis la sorpresa que me llevé cuando vi al muchacho allí, tan tranquilo, dando de comer a los caballos. ¿Sabéis lo que se me pasó por la cabeza en aquellos momentos?

Candy negó con la cabeza.

-Pensé que habíais huido, que no volvería a veros nunca más. ¿Sabéis cómo me sentí?

Los fuertes dedos de Terry se clavaron sin piedad en los brazos de Candy.

-Me estás haciendo daño.

-¿Daño? Vos no sabéis la incertidumbre que he pasado hasta que os he encontrado. ¿Cómo habéis podido desobedecerme? ¡Os dije que este sitio era muy peligroso!

-Sólo quería echar una ojeada.

-Sois una inconsciente. ¡Estabais al borde del precipicio! ¡Creí que os ibais a caer!

Terry no pudo contener más la tensión que se había acumulado en su interior desde que descubrió que Candy no estaba en el castillo. Sin pensárselo dos veces la tomó de los hombros, la acercó con rudeza a su cuerpo y cubrió los labios de Candy con los suyos.

Ella no se movió, sus labios apretados no participaron en la vorágine de sensaciones que se desataban en la boca de Terry. Mientras tanto, él exteriorizaba toda su rabia y frustración con un beso enfermizo durante largo tiempo deseado. Cuando al fin la soltó, la joven no pudo articular palabra.

-Terry, yo...

-Candy, escuchadme -la interrumpió él, al tiempo que se apartaba un poco de ella para mirarla a los ojos, aunque sin llegar a soltarla-. Os amo, y que me cuelguen si espero un minuto más para decíroslo.

La cabeza de Candy empezó a darle vueltas.

-Estás equivocado -intentó hacerle razonar-. No puedes sentir nada por mí. Yo... en ningún momento he pretendido...

-¡Maldita sea, Candy! ¿Es que no os habéis dado cuenta? Llevo sin separarme de vos desde que os conocí, siguiendo cada paso que dais, observando cómo sois y vuestro comportamiento con los demás y... me he enamorado de vos. Es así de simple. Al principio pensé que sería algo pasajero, un capricho que tarde o temprano se me pasaría pero... no puedo vivir sin vos. Candy, casaos conmigo.

-¿Qué? -Candy se desprendió del abrazo de Terry y se alejó unos pasos-. No sabes lo que estás diciendo. Es una locura.

-Locura sería no pedíroslo.

-No puedo casarme contigo -dijo Candy al fin.

-¿Por qué no?

-Terry, no sabes quién soy. ¡Demonios, ni yo misma lo sé! ¿Cómo vas a casarte con una persona completamente desconocida? ¿Una persona sin pasado?

-Candy, a mí me da igual el pasado. Lo que de verdad me importa es el futuro. Nuestro futuro.

-Pero ¿y si alguna vez consigo recordar? Puede que, en algún lugar, tenga una familia esperándome. Incluso un esposo.

-Si tuvierais a alguien, ya os habría encontrado. Si yo fuese esa hipotética persona, no habría descansado hasta dar con vos. Reconocedlo, Candy, no hay nadie en vuestra vida.

-Terry, ¿y qué me dices del amor? Ahora mismo no sé lo que siento por ti.

-Lo único que sé es que no os soy indiferente, que mi compañía no os desagrada. Es más, he notado que estáis muy a gusto conmigo, al igual que yo con vos. Nos gustan las mismas cosas, y casi todo el tiempo que pasamos juntos no hacemos sino reír y compartir buenos momentos. Ésa es una buena base para una relación, y el primer paso para el amor. Os enseñaré a amarme tal y como ya os amo yo. Si me aceptáis, os juro que jamás os arrepentiréis.

-No sé qué decir. Estoy muy confusa.

-Decid que os casaréis conmigo y yo os ayudaré a disipar poco a poco vuestras dudas.

-Terry, ¿estás seguro? Es cierto que te he cogido mucho cariño, pero no sé si algún día llegaré a amarte como tú te mereces.

-No he estado tan seguro de nada en toda mi vida. Además, quiero que sepáis que no aceptaré un no por respuesta.

-Hablas con demasiada confianza. ¿Cómo puedes tenerlo tan claro?

Terry la obligó a mirarlo a la cara y Candy se quedó estupefacta con lo que vio. Su rostro estaba inusualmente serio, pero lo que la sorprendió fue la penetrante mirada que le dirigió. Sus ojos azules zafiro reflejaban perseverancia y convicción, y ella tuvo la impresión de que él haría todo lo que estuviera en su mano para conseguir su propósito. No iba del todo desencaminada.

-Os casaréis conmigo, milady, de eso no os quepa duda.

CONTINUARÁ