Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "My Roommate is a Vampire" de Jenna Levine, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.
Capitulo Dieciséis
Fragmento del capítulo 17 de Hacer el amor con humanos en el siglo XXI: una guía definitiva para el vampiro moderno (autor anónimo)
Si has llegado hasta aquí, lector, entenderás hasta qué punto las costumbres y expectativas en cuanto al sexo han cambiado desde la época en que todo el mundo fingía esperar hasta el matrimonio para mantener relaciones sexuales.
Hay ciertas prácticas que tu amante humano del siglo XXI con toda probabilidad esperará y que pueden llegar a sorprenderte si llevas varias décadas sin disfrutar de encuentros sexuales.
En este capítulo se describen varios de los métodos modernos más populares para provocar el orgasmo en una persona humana usando la boca.
La clave, como abordaremos más adelante en detalle, consiste en disimular los colmillos. Al final de este capítulo, verás una guía paso a paso con varios ejercicios prácticos que, de aplicarse en la cama, dejarán a tu amante humano inmensamente satisfecho.
Edward me convenció para volver al apartamento en un Uber.
Aunque hablar de «convencer» sería exagerado: acepté en cuanto me lo propuso. Después de todo, en nuestra anterior aventura en el metro había aprendido sin problema alguno las nociones básicas sobre el transporte público. Si el proceso de subirse a un tren le hacía sentir incómodo, ya lo intentaríamos de nuevo en otro momento.
Y, sobre todo: el Uber nos llevaría a casa más rápido. Después de lo que acababa de suceder en la fiesta de Jake, estaba deseando llegar cuanto antes.
Era evidente que a Edward le pasaba lo mismo. Una vez que nos abrochamos los cinturones y el conductor se alejó de la acera, Edward volvió a ponerme las manos encima: me tocaba los hombros, el pelo y, al mismo tiempo, me miraba con una expresión tímida y esperanzada.
Yo estaba más que dispuesta a continuar donde lo habíamos dejado. Pero, primero, tenía algunas preguntas.
—Así que Taylor Swift, ¿eh? —Le sonreí pícara, disfrutando al ver cómo se removía nervioso en el asiento—. No sabía que fueras swiftie.
Se estremeció un poco al oír el término.
—No. Es lo que te he dicho antes. Simplemente me puse a estudiar para la fiesta.
—Ya veo que sí.
Edward asintió. Sus dedos jugueteaban indolentes con el pelo de mi nuca, provocándome un estremecimiento de placer por la columna.
—Quería asegurarme de tener algo de lo que hablar con la gente de la fiesta y, por lo que investigué, es particularmente famosa entre el público de veinticinco a treinta y ocho años.
—Así es —concedí.
Bajó los ojos hasta mis labios y sus pupilas se dilataron. Extendió el brazo y me rodeó, acercándome a él. Sentí cómo iba perdiendo interés en la conversación.
—Me puse anoche, cuando te fuiste a la cama, y no tardé ni dos horas en aprendérmelo todo sobre ella. Fue pan chupado.
Sonreí y me planteé decirle que había mezclado las expresiones «pan comido» y «está chupado», pero antes de poder articular las palabras ya estaba besándome de nuevo, con sus labios terriblemente suaves contra los míos.
—Espera. —Me aparté un poco, tratando de recuperar el aliento, y señalé a nuestro conductor con un gesto de la cabeza—. Tal vez deberíamos esperar hasta llegar a casa.
—¿Por qué?
—Porque tenemos público.
—Ah… —Sus ojos centellearon con malicia y una sonrisa ufana se le abrió paso en los labios. Entonces fui yo quien se quedó atontada mirándole la boca. Teníamos las caras muy cerca—. El conductor no puede ver lo que hacemos.
Le lancé una mirada. Tenía la vista fija en la carretera y no en el espejo retrovisor, por el que se nos veía a Edward y a mí con toda claridad, enredados en el asiento trasero.
—¿No ve lo que estamos haciendo?
—No.
Un escalofrío desagradable me bajó por la espalda.
—¿Por qué no?
Edward suspiró y, apartándose de mí, se dejó caer en el asiento. Mi cuerpo protestó ante la pérdida repentina del contacto físico.
—Los vampiros tenemos… ciertas habilidades mágicas. —Puso cara rara antes de negarlo con un gesto de la mano—. No. Llamarlo «habilidades mágicas» no sería preciso. Basta señalar que soy capaz de hacer ciertas cosas de las que los humanos no son capaces. La gran mayoría de los vampiros pueden hipnotizar hasta cierto punto a los humanos para que las cosas parezcan distintas de cómo son en realidad.
—¿En serio?
Edward asintió.
—Nuestro conductor cree que estamos enfrascados en el teléfono móvil, sin tocarnos con las manos ni ninguna otra parte del cuerpo.
Procesé la información en silencio. Lo que me estaba contando —que los vampiros tenían la capacidad de hacer que la gente viera cosas que no estaban ocurriendo— más o menos coincidía con las historias que había oído sobre ellos a lo largo de los años.
Entonces, de pronto, me vino algo a la cabeza.
Los colmillos prominentes que no había notado hasta besarlo en la fiesta de Jake.
—¿Por eso no había notado lo de tus… dientes hasta esta noche? —Enarqué una ceja con expresión acusatoria—. ¿Me habías hipnotizado?
Edward se mostró sorprendido.
—No sabía que me hubieras notado los colmillos en la fiesta.
Solté una risotada.
—Digamos que ha sido imposible no darme cuenta con la lengua metida en tu boca. Si es que son… enormes. Y muy puntiagudos.
Edward se puso a juguetear nervioso con el cinturón de seguridad.
—Lo de ocultártelos no es algo que hiciera aposta. En general, los humanos son nuestro alimento y una amenaza al mismo tiempo. Usar la hipnosis para disimular los colmillos ante quienes nos rodean es un mecanismo de defensa. En realidad, es un acto reflejo. Esa clase de hipnosis es tan involuntaria para nosotros como el respirar. —Se rascó la nuca antes de añadir—: Solo desaparece una vez que nos sentimos cómodos del todo en el entorno. Con personas en quienes confiamos.
Entonces me dirigió una mirada tan franca e inocente que entendí de inmediato lo que implicaban sus palabras.
Que confiaba en mí.
Por el rabillo del ojo vi que casi habíamos llegado al apartamento.
No pasaba nada por que los últimos minutos estuviéramos sin cinturón de seguridad, ¿no?
Antes de que me diera tiempo a arrepentirme de lo que iba a hacer, desabroché el mío y me subí al regazo de Edward, montándolo a horcajadas, mientras el tipo del Uber seguía conduciendo camino a casa sin enterarse de nada. Su cuerpo entero se puso rígido; los músculos de los muslos se le tensaron y relajaron mientras me acomodaba sobre ellos.
Deslizó las enormes manos hasta mis caderas para agarrármelas, con los ojos tan abiertos por la sorpresa que no pude evitar preguntarme cuánto tiempo habría pasado desde que mantuvo relaciones íntimas por última vez. Desde luego, lo de besar lo había pillado enseguida, pero, por lo poco que sabía sobre la época en la que había caído en su letargo, puede que no estuviera acostumbrado a hacer mucho más que eso.
¿Sería esta la oportunidad de enseñarle otras habilidades modernas que se hubiera perdido durante su largo coma?
Ya tendría tiempo de sobra para pensar en ello más tarde.
Por el momento, me limité a inclinarme hacia delante hasta que mi boca encontró su oreja y nuestros torsos quedaron pegados. La respiración de Edward se volvió jadeante mientras me clavaba los dedos en la carne blanda a cada lado de la cintura.
—¿Tienes otros poderes mágicos? —pregunté mientras le besaba el lóbulo con calma y la mano derecha descendía por su pecho hasta detenerse sobre el corazón largo tiempo dormido—. ¿O hipnotizar a la gente es el único?
Edward soltó una leve carcajada y su risa reverberó, cálida y dulce, contra la palma de mi mano.
—Tengo otro más —admitió.
—¿Cuál? —En ese momento el coche iba a aparcar en paralelo y se detuvo por completo delante de nuestro edificio. Deposité un beso en los labios de Edward: una promesa de lo que vendría en cuanto estuviéramos en el interior—. Cuéntamelo.
—Es… —negó con la cabeza— una habilidad bastante estúpida, en comparación con otras. Pero, si de verdad quieres conocerla, te la mostraré en cuanto subamos.
Al entrar en el apartamento, Edward me cogió de la mano y tiró de mí hasta llevarme delante de la puerta del trastero. El mismo trastero que había dejado clarísimo que me estaba vedado el día que me enseñó el piso.
—Aquí está la respuesta a la pregunta de cuáles son mis otros poderes mágicos. —Se me quedó mirando para ver cómo reaccionaba—. Si aún quieres saberlo.
Cuando agarró el picaporte, sentí cómo me atravesaba una punzada de pánico. En mi cabeza ya había contemplado todas las posibilidades de lo que podría haber en aquel lugar prohibido. Y esa noche ya habían pasado muchas cosas; no sabía si estaba lista para descubrir la verdad.
Posé la mano en su brazo para detenerlo.
—Me dijiste que no había cadáveres ahí dentro —le recordé, con las palabras un poco aceleradas.
—En efecto.
—¿Era verdad?
—Sí. Tampoco hay sangre. Ni cabezas cortadas. Nada que pueda resultarte desagradable o que te asuste. Te lo prometo. De hecho… —se rascó la barbilla—, puede que hasta te guste lo que veas.
El tono esperanzado en su voz —el hecho de que quisiera compartir algo que hasta entonces había sentido la necesidad de ocultar— acabó con todas mis suspicacias.
—Está bien —dije al tiempo que asentía y me preparaba para lo que estuviera por venir—. Abre la puerta.
Aguanté la respiración… para soltar una risotada de sorpresa al cabo de un instante, en cuanto abrió la puerta del trastero y vi lo que albergaba en su interior.
—Edward —musité incrédula.
—Ya lo sé.
—¿Por qué hay tantas piñas ahí dentro?
—No son solo piñas.
Las hizo a un lado —debía de haber como mínimo una docena— en la balda donde reposaban. Por detrás había filas de caquis, kumquats y otras frutas de vivos colores que ni siquiera reconocí.
—Algunos vampiros poseen habilidades impresionantes, como convertir el vino en sangre, volar o viajar hacia atrás en el tiempo —prosiguió pesaroso—. Por desgracia, lo único que yo puedo hacer es hacer que aparezca fruta sin querer cuando me pongo nervioso.
Entré en el cuartito y cogí una fruta pequeña y mullida que parecía una pera, pero olía a naranja.
—¿Esto es lo que has estado ocultándome todo este tiempo?
—Sí —respondió—. Te lo puedes comer, por si te lo estabas preguntando.
—¿Sí?
Edward asintió.
—Debería ser perfectamente comestible. Todas las semanas llevo lo que haya hecho aparecer a un banco de alimentos local. O te lo regalo a ti.
Me acordé de la cesta de kumquats con la que me había obsequiado el día de la mudanza. Y del frutero con cítricos variados que había en la encimera de la cocina.
—Ah —dije.
—Mi ritmo de producción se ha disparado desde que te mudaste al piso. Parece que estos días no consigo relajarme.
Me costaba creer que yo lo pusiera nervioso, pero lo dejé pasar.
—¿Por qué no me contaste nada de esto? —Cuando vi que a Edward se le iban a salir los ojos de las órbitas, añadí a toda prisa —: Tampoco es que importe demasiado; es solo por curiosidad.
—Es uno de los poderes vampíricos más ridículos de la historia conocida. Además de inútil, dado que no podemos comer fruta. — Se rascó la nuca, desviando la mirada—. Para cuando te enteraste de quién era en realidad, quería que pensaras que era un tipo impresionante. No un incompetente que hace que aparezcan kumquats sin querer.
Sentí cómo me sobrevenía una oleada de calor.
—¿Querías impresionarme?
Mi compañero de piso asintió.
—Todavía quiero impresionarte.
Aquello no tenía ningún sentido. ¿Que él quería impresionarme a mí? Edward era un ser inmortal de trescientos veinte años. Yo no era más que… yo.
Apoyé la espalda en la pared para no caerme.
—Pero… ¿por qué? Si yo no soy nadie.
Sus ojos se clavaron de repente en los míos con tal intensidad que pareció que estuviera mirando de frente al sol.
—¿Cómo puedes decir algo así?
Bajé la vista a los pies.
—Porque es cierto.
Al instante me vi presionada contra la pared, con los antebrazos de Edward flanqueando mi cabeza y su mirada furiosa. Puso la cara a pocos centímetros de la mía.
—Jamás en mi vida he oído algo que sea menos cierto.
—Pero…
Me interrumpió con los labios, besándome con una ferocidad que no le había visto hasta entonces. Abrí la boca sin darme cuenta y él no perdió el tiempo, hundiendo la lengua en ella como si jamás pudiera cansarse de mi sabor. Me besó como si la vida le fuera en ello, como un poseso, y yo no pude hacer otra cosa que devolverle el gesto, envolviéndolo entre mis brazos, casi desfallecida al sentir cada parte de su cuerpo firme y esbelto apretándose con urgencia contra el mío.
—Eres a-lu-ci-nan-te —murmuró, cada sílaba subrayada con un beso enfebrecido en los labios, el mentón, la garganta. Me fundía entre sus caricias; corría el riesgo de deshacerme en cualquier momento, deslizarme pared abajo y acabar formando un charquito en el suelo.
—Edward —jadeé. Sus manos me recorrían el cuerpo con ademán posesivo, dejando a su paso un rastro de calor a pesar de la frialdad de su tacto. Me sentía febril y más ligera que el aire.
Pero él no había acabado.
—Eres amable y generosa —prosiguió—. Aun después de descubrir lo que era no me abandonaste, pues sabías que necesitaba tu ayuda. En todos estos años jamás he conocido a nadie más comprometido a mantenerse fiel a sí mismo que tú. —Se echó hacia atrás y me clavó en los ojos una mirada tan ardiente que podría haber fundido un iceberg—. ¿Acaso tienes idea de lo valioso, de lo raro que es eso, Bella?
Sus ojos, estanques verdes e incandescentes, me rogaban que lo entendiera.
Pero no era capaz.
—No —respondí—. No creo tener nada de especial.
Se le tensó la mandíbula.
—En tal caso —dijo con voz ronca y colmada de promesas—, te ruego que me permitas demostrarte hasta qué punto te equivocas.
Su dormitorio era distinto de como lo había imaginado. No había ataúd ni nada que sugiriese que su ocupante no era sino un humano acaudalado y perfectamente normal con un gusto decorativo cuestionable.
Mucho mayor que mi dormitorio, tenía un ventanal con vistas al lago que iba desde el suelo hasta el techo, igual que el del salón. Y, al igual que el salón, era bastante oscuro. Los apliques de latón en las paredes proyectaban una luz tenue que jugueteaba con los sutiles tonos del cabello de Edward. Quería hundir las manos entre esos bucles y sentir su sedosa suavidad al deslizarse entre mis dedos.
La cama era de matrimonio, con un colchón grueso y un dosel rojo sangre a juego con la colcha que la cubría y los cortinones del ventanal. Cuando Edward me tumbó sobre ella, con la misma cautela que si fuese una muñeca de porcelana, advertí que era de terciopelo. «Esta parte sí que responde un poco al cliché —pensé mientras recorría el suavísimo material con los dedos—. Parece salida de Entrevista con el vampiro».
Pero mi cuerpo ardía por la anticipación y los nervios, y el modo tierno y cálido en que Edward me miraba al pie de la cama hacía que me fuera casi imposible pensar con claridad.
Las críticas constructivas sobre la decoración de su dormitorio podían esperar.
Alargué los brazos hacia él, deseosa de pasar a la siguiente fase.
No obstante, la visión de mis brazos extendidos pareció frenar en seco el deseo salvaje que lo había impulsado a traerme hasta su dormitorio. Ya no me miraba como si quisiera follarme sin parar hasta la semana siguiente. Toda su actitud cambió: sus ojos verdes se clavaron en los listones de madera del parqué y los dedos de la mano derecha comenzaron a tamborilear con ritmo nervioso sobre el muslo.
Me alcé sobre los codos, preocupada.
—¿Edward?
—Tal vez… —comenzó a decir con tono afligido. Sentándose a mi lado, soltó aire con fuerza y se dobló hacia delante hasta apoyar los codos en las rodillas. Entonces escondió la cara entre las manos —. Tal vez no deberíamos hacerlo.
El corazón se me paró mientras trataba de reconciliar lo que decía en ese momento con lo que había sucedido unos instantes antes. Me erguí en la cama hasta quedar sentada junto a él y entonces, dudosa, deslicé la mano por su amplio pecho, abriendo la palma sobre el lugar en el que antaño le había latido el corazón.
Hasta entonces, cada vez que lo había tocado había desencadenado una respuesta cinética inmediata. En esta ocasión, sin embargo, su inmovilidad resultó casi sobrenatural.
Era como tocar una estatua.
—¿Es que… no quieres hacerlo?
Se le cortó la respiración. Se me acercó y, vacilante, me rodeó con el brazo a modo de respuesta silenciosa.
—No es eso lo que he dicho. —Su voz sonaba como grava gruesa y, al acercarse aún más a mí, los fuertes músculos de su brazo se flexionaron contra el hueco de mi espalda—. Claro que quiero hacerlo. No te haces una idea de hasta qué punto quiero hacerlo. Solo he dicho que tal vez no deberíamos.
Estábamos sentados tan cerca que habría sido facilísimo girar la cabeza y posar los labios en su mejilla. Me costó no hacerlo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—No estaba en mis planes arrastrarte a tener algo romántico con… alguien como yo.
—Nadie me está arrastrando a nada.
—Pero…
—Soy yo quien quiere tener algo romántico contigo.
Cuando me miró a los ojos, su expresión era descorazonadora.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Para empezar, porque eres humana. —Negó con la cabeza—. Para continuar, porque yo no lo soy.
Eso era, por descontado, lo que hasta entonces me había echado para atrás. Pero ya no me importaba. Edward era amable y compasivo. Me había comprado toda una batería de cocina cuando le dije que necesitaba una cazuela y había hecho comentarios agradables e interesantes sobre mi arte a pesar de no comprenderlo.
Me entendía y mostraba un tipo de sensibilidad intuitiva que me dejaba sin respiración.
Y, vale, sí, era un vampiro. Sin duda eso suponía ciertas dificultades, pero no cambiaba el hecho de que era alguien bueno o que lo deseaba como no había deseado nunca a nadie.
—No me importa —respondí sin más. Le tomé la mano con ternura y entrelacé nuestros dedos.
—Pues debería importarte —murmuró, aunque no me soltó la mano. Estábamos tan cerca que era probable que notase el latido agitado de mi corazón contra sus propias costillas—. No quieres el tipo de vida que llevo, Bella. Es imposible que quieras ser lo que yo soy. Para que pudiéramos estar juntos, juntos de verdad, tendrías que someterte a una serie de cambios…
Levanté nuestras manos unidas hasta que mis labios tocaron la fría y suave solidez de su muñeca, y dejé la boca sobre ella.
Entonces entreabrió los suyos y, ay, qué suaves los había sentido contra los míos. Aun cuando sus besos se volvieron desesperados.
Quería saborearlos de nuevo, abrírselos con la lengua.
—No me he planteado un futuro tan lejano —admití—. Lo único que sé es que ahora mismo quiero sentirte lo más cerca posible.
Tal vez más adelante quisiera imaginar lo que un futuro a largo plazo con Edward exigiría de mí.
Pero aún no.
Ni siquiera habíamos tenido una cita como tal.
Cediendo a la tentación, deposité un beso casto, con la boca cerrada, en su clavícula, gozando de la sensación marmórea de su piel contra mis labios.
—Bella —murmuró con voz espesa.
Me moví un poco y le rocé con los labios la base del mentón antes de descender por su cuello hasta el punto en el que, muchos años atrás, habría latido su pulso. El lugar en el que, sospechaba, otro vampiro lo habría mordido siglos antes de que yo naciera.
—Edward —murmuré yo. Abrí la boca y saqué la lengua para saborearlo. Su piel sabía a sal y almizcle, a deseo y fresca brisa nocturna.
Emitió un gemido.
—Sí tú lo deseas y yo lo deseo, ¿por qué no vamos a hacerlo? — pregunté, aunque él había dejado de protestar. Hundí la nariz en el lugar donde su cuello se unía al hombro, disfrutando cuando inspiró con fuerza, cuando su brazo se tensó a mi alrededor, cuando sus dedos se clavaron en mi costado.
—Bella… —Su voz era mitad advertencia, mitad promesa. Con la respiración entrecortada, la mano libre subió hasta rodearme la mejilla.
Suspiré y me rendí a su caricia. Sentía en llamas cada nervio de mi cuerpo; ardía de anticipación. Sus manos eran grandes y bellas.
Fuertes y diestras. La idea de lo que podrían hacerme si se dejaba llevar…
Era una tortura deliciosa.
—Por favor —musité.
Fue como si aquellas dos palabras accionaran un interruptor en su interior. Lo vi en sus ojos y en el modo en que los restos de su voluntad se agrietaron y desmoronaron. Entonces sus labios volvieron a cubrir los míos con besos tan ansiosos y necesitados como en la fiesta de Jake. Se movió con rapidez, en silencio; colocó una mano en la parte baja de mi espalda y la otra en mi hombro, guiándome hacia atrás hasta quedar una vez más de espaldas sobre el colchón.
—Uf, Bella —murmuró contra mis labios. Se cernía sobre mí, apoyando el peso sobre los codos, los antebrazos a cada lado de mi cabeza. Se inclinó hacia delante y me dio un beso en la sien. Luego rio por lo bajo, un sonido tan alegre y lleno de alivio que me hizo pedacitos el corazón—. Jamás seré capaz de negarte nada que desees.
Cuando, sola en mi dormitorio, había imaginado esto mismo, Edward era un amante callado y tímido, tan cortés y refinado en el sexo como se mostraba en el día a día. Pero en este momento no había nada de callado y tímido en él. Ahora que yacía bajo su cuerpo, en su suntuosa cama con dosel, mostraba una pasión que era como si una presa hubiera reventado inundándolo todo, como si hasta este momento se hubiera estado controlando a duras penas.
Sus besos implacables me dejaban sin aliento, anhelante y deseosa de más, y lo rodeé con los brazos mientras me besaba, tratando de ceñirme aún más a él.
—Bella.
Esta vez mi nombre sonó a súplica en sus labios. No necesitaba oxígeno, pero respiraba con pesadez y agitación sobre mi cuello, como si acabase de correr varios kilómetros. Tal vez en unas circunstancias así se apoderase de él la memoria muscular del hombre que había sido. Me estaba cubriendo casi por entero con su cuerpo, un peso de lo más agradable que me presionaba contra el colchón. La sensación de su aliento sobre mi piel, atenta a cada roce, me hizo estremecer.
Me removí bajo su cuerpo, ansiosa por sentirlo en todas partes.
—¿Puedo tocarte? —preguntó en un susurro ronco, sin levantar la cabeza del lugar donde descansaba, apoyada en el hueco de mi cuello.
Asentí, a punto de explotar de la anticipación.
Su mano se deslizó por el delantero de mi camisa hasta encontrar un seno. Me arqueé bajo su tacto y Edward apretó…, primero con suavidad y luego, cuando vio el efecto que tenía en mí, con presión creciente. Tenía los pechos de un tamaño respetable, pero le cabían con facilidad y por entero en sus palmas enormes.
Las aletas de la nariz se me dilataron; la respiración se me volvió caliente y rápida conforme las sensaciones se apoderaban de mí.
—Edward —murmuré, con la única intención de animarlo a proseguir. El sonido de su nombre debió de afectarlo de alguna manera, porque en respuesta gruñó. Su formidable capacidad verbal parecía haberse desvanecido cuando la mano que tenía libre descendió y cubrió mi otro seno. Sus pulgares acariciaron con rudeza los pezones a través de la camisa y el sujetador hasta que se endurecieron como pequeñas piedras al contacto con sus palmas, pero él siguió, siguió y siguió todavía más, hasta convertirme en un torrente de sensaciones a flor de piel.
—Hmm —exclamé, incapaz de articular una frase completa.
La suave colcha de terciopelo que tenía bajo el cuerpo creaba un contraste delicioso con las fuertes punzadas de deseo que sacudían mis venas; el plácido y rítmico tictac del reloj de pie del recibidor, un firme acompañamiento para mi respiración rápida y desacompasada.
Edward me quitó con impaciencia la camisa y el sujetador, que arrojó al suelo como si se deshiciera de un estorbo. Su gruñido grave y desesperado al contemplar mi pecho desnudo agudizó el deseo que me tensaba la boca del estómago hasta cotas insoportables.
—Quiero saborearte —pronunció con voz ronca, levantando la cabeza. Sus pupilas estaban henchidas de deseo mientras seguía acariciándome los pezones, rosados y turgentes, con los pulgares —. Entera.
Al parecer, mi gemido incoherente era todo lo que necesitaba como permiso. Me subió la falda hasta la cintura y entonces, con unos movimientos tan lentos y cuidadosos que fueron como una tortura, me bajó las bragas. De pronto estaba medio desnuda y abierta ante él, expuesta y vulnerable. Los ojos se le oscurecieron aún más mientras me miraba, tan ardientes y ansiosos al recorrer mi piel desnuda que podía sentirlos.
—He imaginado este momento con más frecuencia de lo que se consideraría decente. —Su voz sonó baja y de una terrible urgencia mientras sus dedos trazaban dibujos invisibles por dentro de mi muslo. Su tacto era decidido y con cada pasada se acercaba cada vez más adonde yo quería; sin embargo, los movimientos resultaban de una lentitud enloquecedora.
Y yo me había cansado de esperar.
—Edward —lo urgí, removiéndome en la cama para azuzarlo—. Por favor.
Él, por el contrario, parecía empeñado en tomarse su tiempo.
—Me he tocado en mi cuarto, pensando en ti justo así —confesó contra la piel sensible por detrás de mi rodilla—. En mis sueños hasta he ido a tu cama.
Su mano fue ascendiendo cada vez más hasta alcanzar mi centro palpitante, que acarició con gesto dulce y reverente. Me arqueé con tal fuerza y desesperación que casi me caí de la cama.
—Edward…
—¿Quieres que te cuente lo que te hago en mis sueños?
Entonces, por fin, me abrió los pliegues empapados con un grueso dedo. Mi cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada cuando empezó a describir suaves círculos alrededor del lugar en el que se agolpaban todas y cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. La boca se me abrió y tras los párpados cerrados sentí cómo estallaban miles de estrellas, con el cuerpo tenso como un arco.
—Hmmm… —Estaba jadeando; todo orgullo o dignidad que hubiera podido poseer habían desaparecido por completo. Necesitaba que me tocase. Ahora—. Por favor.
Edward rio entre dientes mientras la parte inferior del colchón se movía bajo su peso. Casi pude oír su sonrisita satisfecha cuando dijo: —Tal vez debería mostrártelo y ya.
Deslizó las grandes manos por mi cuerpo hasta llegar a las caderas. Y ahí las dejó, aferrándome y abriéndome ante él mientras sus ojos se deleitaban en mi carne expuesta. Me estremecí por lo vulnerable de la postura en que me encontraba. El anhelo crudo y ardiente que le advertí en los ojos resultó casi insoportable.
—Eres… —murmuró contra el interior de mi muslo, mientras las aletas de la nariz se le abrían para olfatearme— tan magnífica que superas mis fantasías más salvajes.
Aquello yo ya lo había hecho más veces. Sobre todo, con mi novio de la universidad, que veía el sexo oral como una obligación que zanjar lo más rápido posible antes de poder pasar a actividades más placenteras.
Pero en el momento en que Edward hundió el rostro entre mis piernas, quedó claro que no había nada en el mundo que prefiriera hacer más que eso. Lamía y saboreaba, inspirando mi aroma mientras se tomaba su tiempo con deliberación. Mis dedos encontraron sus hombros y me aferré a ellos como si se me fuera la vida mientras él me provocaba y el suave algodón de la camisa que aún llevaba puesta me acariciaba con deliciosa suavidad las piernas desnudas.
Volví a dejar caer la cabeza sobre la almohada y me revolví en el colchón, apretándome contra su boca, buscando una mayor fricción, necesitada de más. Pero él no se dejó apremiar. Sus manos me agarraron las caderas con mayor fuerza mientras mi cuerpo trataba de mecerse contra él, clavándome inclemente contra el colchón, justo donde me quería. Gemí de placentera agonía mientras Edward trazaba el contorno de mi clítoris con su lengua aplanada, de una suavidad insoportable, en una danza que evitaba el contacto directo por el que mi cuerpo clamaba. Me sentía cada vez más mojada y me oía como a lo lejos, emitiendo unos quejidos agudos.
Sin embargo, él no se dejaba distraer por mi desesperación y seguía besándome, lamiéndome, saboreándome.
—Edward. —Enredé los dedos en su cabello suave y tiré sin dejar de gemir. Me estaba destrozando. Me estaba volviendo loca de deseo—. Por favor.
Mi súplica ansiosa debió de desatar algo en su interior. Lanzó un gruñido fuerte y prolongado, cuyas reverberaciones me provocaron una oleada de sensaciones que me descendieron por la columna.
Y entonces, por fin, su lengua se lanzó al punto justo, lamiéndome sin parar mientras sus labios se cerraban alrededor de mi clítoris. Sorbió con suavidad para luego aumentar la presión, y el cuarto, la cama bajo nuestros cuerpos, todo se esfumó. El mundo entero se redujo a la nada, porque nada existía fuera de Edward y el placer exquisito y creciente que me estaba proporcionando.
—Dios mío —gemí, apretándome contra su boca. Estaba fuera de mí, había perdido la razón—. No pares.
El orgasmo me sobrevino como un tsunami: arrollador e irrefrenable. Los dedos de los pies se me crisparon con una oleada de placer que me desbarató por dentro. En la distancia oí cómo Edward se movía en la cama y subía por mi cuerpo, recorriéndolo con sus besos, deshaciéndose en elogios con mis piernas desnudas, mi estómago, mis senos.
Al cabo de lo que podrían haber sido unos pocos segundos o treinta minutos, se estiró junto a mí cuan largo era con una sonrisa satisfecha y de medio lado en los labios.
—Mientras me dejes, quiero hacerte esto mismo todos los días — murmuró contra mi coronilla.
Se me escapó una risita; me sentía agotada y más ligera que el aire.
Me giré y escondí la cara en su pecho.
—Cuánto me alegro de haberte convencido.
Edward rio y, rodeándome con los brazos, me ciñó contra su cuerpo.
—Yo también.
Me desperté de repente un rato después; ni siquiera me había dado cuenta de que me había quedado traspuesta. Edward llegaba en ese momento con un vaso de agua y una leve sonrisa en los labios.
Se sentó a mi lado en la cama.
—Toma —me dijo, ofreciéndome el agua—. Por si tienes sed.
Y la tenía.
—Gracias. —Acepté el vaso y di un sorbo antes de dejarlo en la mesilla—. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—No mucho. Quizá quince minutos.
Me removí bajo la colcha. Lo último que recordaba antes de caer dormida era haber usado su pecho como almohada y estar envuelta en sus brazos. Debía de haberme tapado al salir del cuarto.
Me invadió un sentimiento de ternura. Le cubrí la mejilla con la mano. Él suspiró, y sentí su barba incipiente y áspera contra la palma cuando se inclinó para incrementar el contacto.
Solo entonces me percaté de la tienda de campaña que se le había formado en los vaqueros y que debía de ocultar una incómoda —y colosal— erección.
Dado lo que recientemente me había confesado sobre su relación con la fruta, me sentí tentada de hacer un chiste de lo más inapropiado, del tipo: «¿Acabas de hacerte aparecer un plátano en el bolsillo?», pero me corté. Porque, por un lado, me acababa de regalar uno de los orgasmos más increíblemente alucinantes de mi vida y reírme de él no me parecía un pago adecuado por ello; y, por otro, sabía de sobra que lo de sus pantalones se debía por entero a que, sí, se alegraba de verme.
Descendí con la mano por su pecho, lenta, pero sin detenerme, hasta llegar a la cinturilla de los jeans. Los músculos del estómago se le tensaron y relajaron bajo mi palma.
—Bella —dijo con voz ronca, apresurándose a cubrir mi mano con la suya para detenerme—, espera.
Me senté y le besé ambas comisuras de la boca. Él se estremeció y dejó caer la cabeza sobre mi hombro.
—¿Qué te pasa?
—Nunca he… hecho todo lo demás sin… —cerró los ojos, sin querer o sin poder mirarme mientras pronunciaba el resto de la frase — sin que hubiera sangre de por medio.
El corazón se me paró como mínimo cinco segundos.
—Ah…
—Así es. —Levantó la cabeza y me miró a los ojos—. Hace más de cien años que no mantengo relaciones con nadie. Estoy falto de práctica y te deseo muchísimo. Si me tocas, si… seguimos adelante, no sé si tendré autocontrol suficiente para evitarlo cuando… me encuentre cerca del final. —Se desplomó sobre las almohadas y suspiró con pesar—. No sé si sería capaz de hacerlo sin lastimarte.
Desde donde me encontraba veía con toda claridad el contorno de su miembro, completamente erecto y luchando contra la tela de los jeans. Mi deseo de arrancárselos y echarle un buen vistazo era tal que casi podía paladearlo. Estaba segura de que podría hacerlo sin lastimarme. Si fuera a perder el control y morderme cuando no debía, ya lo habría hecho hacía mucho.
De pronto tuve una idea.
—Sé qué puedo hacer para ayudarte a no perder el control.
Abrió un ojo y me miró.
—¿El qué?
Sin responder, comencé a desabrocharle los jeans. Sus manos se cerraron sobre las mías como una garra.
—Bella, espera…
—Shhh —murmuré con ánimo tranquilizador mientras le apartaba las manos. Metí la mía y lo agarré, maravillada por el modo en que se le cortó la respiración y dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada.
El corazón se me aceleró. Era enorme… y, sí, ya me lo había imaginado, pero una cosa era distinguir el contorno y la forma a grandes rasgos de la polla de un tío cuando aún lleva ropa… y otra completamente distinta tenerla en las manos.
—¿Qué haces? —Su voz sonó grave; los ojos se le notaban vidriosos e incrédulos.
En ese momento lo vi tan hermoso y vulnerable que deseé hacerle sentir igual de bien que él me había hecho sentir a mí.
—Esto —respondí antes de inclinarme y tomarlo en la boca.
Medio esperaba que protestase de nuevo, pero no lo hizo. Se hundió entre las almohadas con un gruñido áspero, cerrando las manos y apretando los puños contra los ojos.
Si le preocupaba perder el control y morderme en cuanto estuviera dentro de mí, ¿qué mejor forma de bajarle un poco el calentón que provocándole un orgasmo antes de que lo hiciéramos?
Empezar con una felación solía ayudar a los hombres con los que había estado a durar más. Y, vale, Edward no era como el resto de los tíos, pero a este respecto me habría jugado cualquier cosa a que no era tan distinto de los demás.
De forma instintiva, me lo introduje aún más, saboreando la embriagadora combinación de sal, almizcle y Edward en la lengua.
Los sonidos incontrolables de deleite que emitía mientras me afanaba me animaron a ir más hasta el fondo, de ceñirlo aún más en la boca.
Cuando alcé la vista, vi que tenía la mandíbula desencajada y los ojos vidriosos del placer. Cuando nuestras miradas se cruzaron, me mostró una reverencia y una desesperación que aumentaron mi ansia por sentirlo dentro, y cuanto antes.
—¿A ti… te gusta? —murmuró, rodeándome la cara con manos temblorosas, con los ojos clavados en los míos mientras me acariciaba las mejillas con los pulgares.
Dios, era precioso.
En respuesta, extendí una mano hasta rodearle el cuerpo y le estrujé la nalga.
Lanzó un gruñido inhumano que, más que oír, sentí, al tiempo que el frágil autocontrol que mantenía sobre sí se rompía y esfumaba. Una enorme mano se alargó hasta mi cabeza, empujándome lo mínimo mientras sus caderas comenzaban a ondularse contra mí en un movimiento rítmico. Duro, rápido…, glorioso. Por los sonidos incomprensibles que emitía y la forma en que su cabeza impactaba una y otra vez contra la almohada, Edward estaba incapacitado por el placer que le estaba provocando tenerlo insertado hasta el fondo de mi garganta.
—Joderrr —gruñó. Ahora tenía las dos manos sobre mi cabeza, guiando mis movimientos mientras se estremecía y luchaba por no perder el control. Y por el clímax. Sus embestidas eran cada vez más erráticas y veloces. Las manos me resbalaban por la saliva y sus propias secreciones—. Bella, dios mío, Bella. No voy a…, no puedo acabar sin…
Edward se tapó la boca con la mano para no decir nada más.
Alcé la vista y lo miré a la cara mientras nos movíamos al unísono; los ojos cerrados con fuerza, el pecho agitado.
Había dicho que nunca lo había hecho sin que hubiera sangre de por medio. ¿Sería posible que de verdad necesitara sangre para ello?
En tal caso, ¿cuánto tiempo tenía pensado reprimirse —y dejar que lo llevara al límite como ahora— sin pedirme lo que necesitaba para llegar al orgasmo?
De manera instintiva, deslicé una mano por su pecho e introduje el dedo índice entre sus labios. Su cuerpo experimentó una sacudida. Sus ojos se abrieron de inmediato y se clavaron en los míos. Pese a lo desesperado de su necesidad, Edward mantenía la cordura suficiente para entender lo que le estaba ofreciendo.
—Bella —jadeó, y mi nombre sonó a pregunta en sus labios.
Yo asentí, haciéndole saber que sí, estaba de acuerdo.
Entonces emitió un sonido a medio camino entre un gruñido y un rugido. Mordió y…
No me dolió. La verdad es que no. Ya había donado sangre alguna vez y, aunque la punta de mi dedo tenía más terminaciones nerviosas que el antebrazo, el mordisco no fue desagradable.
Edward lamió la pequeña herida como si su vida dependiera de ello, sorbiendo y succionando y… aquello me resultó sorprendentemente sexy. Tenía el rostro contraído por la misma expresión de gozo estático que había mostrado al hundirse entre mis piernas esa misma noche y, joder, me podría haber pasado el resto de la vida contemplando cómo se dejaba llevar por completo por el placer.
—Bella —gimió, destrozado del todo por lo que le estaba haciendo. El dedo se me resbaló y se le salió de la boca, por lo que succionó para volver a introducirlo.
Entonces nos dio la vuelta a una velocidad tan inhumana que me robó el aliento, colocándome de espaldas antes de que me diera siquiera cuenta de lo que había sucedido. Había visto indicios de su fuerza sobrehumana con anterioridad, pero hubo algo primitivo y salvaje en la forma en que me cubrió con el cuerpo.
Cuando se inclinó sobre mí, el cabello oscuro le caía sobre los ojos.
—Por favor —rogó con voz áspera y cargada de deseo apenas contenido. Sus antebrazos eran puro músculo y tensión mientras se cernía perfectamente inmóvil por encima de mí. Todavía tenía mi dedo entre los labios. Daba la impresión de que si lo sacaba le iba a dar algo—. Quiero sentirte.
Asentí, entendiendo en la expresión desesperada de su mirada lo que me pedía.
—Hazlo —musité.
Con un gruñido y una deliciosa embestida de caderas se insertó por completo en mi interior. Jadeé, atónita ante la barbaridad de un miembro que me había robado el aire de los pulmones. Mi cuerpo se contrajo y se relajó en un acto reflejo, esforzándose por acomodar su tamaño mientras él trataba de contenerse.
Lo rodeé con los brazos y lo atraje con un beso ardiente. Jamás había estado con alguien dotado con semejante enormidad, y el modo en que mi cuerpo debía ensancharse para darle acomodo era increíble. Lo sentía por todas partes, a la vez; quería que se moviera, deseaba notar el glorioso placer sensual de su miembro entrando y saliendo de mi cuerpo. Quería tenerlo en mis brazos mientras nos movíamos juntos y estallar de éxtasis mientras lo estrechaba con fuerza.
Con una exhalación entrecortada, Edward salió de mi interior poco a poco para luego introducirse de nuevo con tanta fuerza que el cabecero chocó contra la pared. Deslicé las manos por su espalda, agarrándome a su sólida musculatura mientras trataba de empujarlo aún más contra mi interior.
—¿Te gusta? —Los tendones de su cuello marcaban un pronunciado relieve mientras trataba de contenerse.
—Sí.
Entonces lanzó un gruñido salvaje, y colocó los labios tan pegados a la piel de mi cuello, con todas las terminaciones nerviosas en alerta, que, más que oírlo, lo sentí. El finísimo margen de autocontrol al que se había estado aferrando pareció romperse con una nueva embestida de caderas. Y otra. Y otra más.
—Eres mía —bramó mientras sus envites aumentaban de velocidad y su voz adquiría un timbre atronador que no le había oído jamás.
Respondí con un gemido incoherente, agitada bajo su peso, clavada al colchón por sus fuertes manos y el ritmo incansable de sus caderas.
Hasta entonces se había mostrado paciente y generoso en la cama. Ahora me estaba usando, se estaba sirviendo de mi cuerpo —y mi sangre— para su propio goce. Tomar conciencia de que no me iba a dejar salir de aquella cama hasta que hubiera exprimido hasta la última gota de placer me volvió loca. Un grito desesperado surgió de su garganta y a punto estuvo de provocarme otro orgasmo instantáneo.
—Por favor —supliqué con voz ahogada, sin saber siquiera qué le pedía. Empujé con las caderas hacia arriba, adoptando el ritmo de sus embestidas, arrebatada por la urgencia y desesperación de mi deseo. Mis pulmones eran incapaces de coger el aire necesario. Mi cuerpo, de obtener fricción suficiente. No existía nada en el mundo salvo su respiración en mi oído, los empellones implacables de su cuerpo contra el mío y el orgasmo latente que estaba a punto de provocarme y que me estaba matando sentir todavía fuera de mi alcance.
—Edward…
—Quiero… sentirte —masculló. Yo no era más que un cúmulo de sensaciones salvajes—. Bella, vente para mí.
Cuando lo hice, Edward se metió otro de mis dedos entre los labios y, mordiéndolo, succionó con gesto desesperado. Yo seguía mecida por oleadas de placer cuando sus caderas empujaron una última vez, con mi sangre en su lengua y mi nombre en sus labios ardientes de deseo. El cuerpo entero se le tensó encima de mí, la espalda se le arqueó y, mientras agarraba las sábanas a ambos lados de mi cabeza, los puños se le cerraron con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
Después, tumbados los dos en el colchón, nos quedamos un largo instante en silencio. Yo cabeceaba sobre su pecho, adormecida por los suaves dibujos que trazaba con la punta de los dedos sobre mi brazo. Los únicos sonidos en el dormitorio, más allá del ritmo acompasado de nuestra respiración, llegaban amortiguados de la calle.
Los coches hacían sonar el claxon y la gente seguía con su vida como cualquier otro viernes por la noche, pero la mía había cambiado de manera súbita e irrevocable.
