Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "My Roommate is a Vampire" de Jenna Levine, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.
Capitulo Diecisiete
Una oleada de robos en bancos de sangre del área metropolitana de Chicago desconcierta a los hospitales de la ciudad (página 5 del Chicago Tribune, 14 de noviembre)
Erick Yorkie, AP — Los administradores de los hospitales de Chicago no encuentran explicación a la reciente oleada de robos en los bancos de sangre de sus centros de donación en el Near North Side.
«Es de esperar que cada semana desaparezcan cierto número de donaciones», señala Jenny McNiven, coordinadora voluntaria en el Michigan Avenue Children's Hospital. «Nuestros bancos de sangre están gestionados casi por entero por voluntarios y los errores son inevitables. Pero lo que hemos visto en las últimas cuarenta y ocho horas no puede explicarse por un simple error humano».
Según McNiven, este fin de semana se han producido allanamientos en tres centros distintos. En todos los casos, cuando los voluntarios comenzaron su turno de mañana, encontraron las puertas de los refrigeradores abiertas de par en par, y la mayor parte del contenido había desaparecido. En uno de los centros se encontraron unos guantes largos de satén blanco abandonados y el equipo de forenses de la Policía de Chicago los está analizando en busca de pistas.
«No sé cómo alguien podría hacer algo así», se lamenta McNiven. «Si se trata de una broma, no tiene la más mínima gracia. La sangre salva vidas».
Edward —y su pecho desnudo— me estaban esperando en el salón cuando salí de su dormitorio al amanecer de la mañana siguiente. Se encontraba en el sofá, hojeando un periódico con el ceño algo fruncido.
—Buenos días.
Al oírme, levantó la vista y lo dejó a un lado.
—Buenos días. —Me sonrió con cierta timidez, lo cual resultaba un poco ridículo, teniendo en cuenta cómo habíamos pasado la mayor parte de la noche anterior. Me sorprendió ver lo compuesto que estaba, dado que no me hacía falta mirarme en un espejo para saber que tenía el pelo más enmarañado de la historia de la humanidad.
Entonces recordé que había abandonado el dormitorio con una disculpa poco después de medianoche y no había dormido a mi lado.
—¿Qué hora es? —pregunté—. Entro a trabajar a las ocho y media.
—Son poco más de las seis. —Se puso en pie, caminó hacia donde me encontraba y me colocó las manos en las caderas. O, para ser más exactos, a cada lado de la región aproximada de mi cintura. Estaba envuelta desde el pecho hasta los pies en una de sus suaves sábanas de satén rojas. No era fácil mantener la precisión anatómica—. Mi sábana te queda bien.
Se me escapó una carcajada.
—Anoche no volví a vestirme después de…, bueno. —Dejé la frase sin acabar, ruborizada—. Era más fácil envolverme en la sábana que buscar dónde habías tirado mi ropa interior.
Murmuró algo antes de darme un beso en la mejilla.
—Estás divina.
—Claro que no.
—Espero que jamás te pongas otra cosa.
Entonces me dio un beso casto y tierno. Apoyé las manos en su pecho y me incliné hacia delante para disfrutar del suave roce de sus labios contra los míos.
—Me sorprende que no estés vestido —señalé—. No es que hayas pasado la noche durmiendo.
Tracé con los dedos el contorno de una cicatriz informe y prominente que tenía justo debajo de su pezón derecho. Deseaba preguntarle cómo se la había hecho. Si le había sucedido cuando aún era humano o después. Pero no era el momento.
—Mi idea es pasar el mayor tiempo posible sin camisa.
Exhalé una risotada sorprendida.
—¿Cómo?
—A ti te gusta que no la lleve —respondió sin más, como si me estuviera contando que iba a llover—. De hecho, te gusta muchísimo. Y a mí me complace hacer aquello que te gusta.
No es que hubiera intentado esconder precisamente lo mucho que me gustaba su cuerpo, pero la forma en que formuló la frase me hizo preguntarme algo.
—¿Has notado de alguna forma que me gusta que no lleves camisa? —Para que quedara claro, deslicé la mano por su pecho fabuloso—. Más allá de que te haya dicho que tienes un cuerpo estupendo, quiero decir.
Edward sonrió con timidez.
—Tu aroma cambia de manera sutil pero inconfundible cuando estás excitada.
Los ojos se me abrieron como platos por la sorpresa. Eso era nuevo.
—¿En serio?
Asintió.
—Hasta anoche no paraba de decirme que estaba equivocado, que me estaba pasando de listo. —Esbozó una sonrisa pícara al inclinarse hacia delante y apoyar los labios en mi oído—. Ahora, sin embargo, sé que tenía razón.
Me estremecí al recordar la forma en que prácticamente me había olfateado la víspera y la piel se me puso de gallina. La idea de que mi aroma cambiase al excitarme y Edward lo notara debería haberme dado apuro. Pero por algún motivo no fue así, quizá porque era Edward quien me lo estaba contando.
Sus manos comenzaron a abrirse paso por debajo de donde había ceñido la sábana alrededor de mi cuerpo.
—Quiero volver a estar dentro de ti, Bella —me susurró al oído. Me estrechó contra él hasta que pude sentir cada centímetro de su deseo urgente y duro contra mi vientre—. Lo de antes ha sido glorioso más allá de lo imaginable. Pero quiero más.
Sentí un escalofrío, lo rodeé con los brazos y hundí la cara en su hombro.
En mi mente, le chillé a Sue por haberme puesto en el turno de mañana del sábado.
—Yo también quiero más —respondí—. Pero, por desgracia, tengo que ir a trabajar.
Edward se apartó de mí con un gruñido. Ahora mi cuerpo también le chillaba a Sue.
—Está bien —concluyó lacónico—. No obstante, espero que no te parezca mal que lo retomemos donde lo dejamos cuando vuelvas a casa.
Entonces lo besé. Porque no, no me parecía mal en absoluto.
Más que andando, me fui a la biblioteca flotando en una nube.
En cuanto llegué, me senté al mostrador principal de la sección infantil, dejé el bolso y llevé a cabo los pasos necesarios para iniciar la sesión del ordenador en el que trabajábamos. Pero mi mente estaba kilómetros de distancia, de vuelta en el apartamento.
Hacía como una hora que había amanecido. Era probable que Edward estuviera preparándose para irse a dormir. Esa mañana volvíamos a tener sesión de plástica, por lo que tenía que dejar listas las acuarelas, los lienzos y los protectores para el suelo. Los niños ya habían empezado a llegar y se arracimaban alrededor de los expositores de libros con sus padres, esperando a que empezáramos.
Aunque los talleres de arte me encantaban, en ese momento lo único que deseaba era estar de vuelta en casa, durmiendo acurrucada junto a Edward.
—Buenos días —me saludó Sue mientras se recogía el pelo en una coleta y rebuscaba materiales en el armario situado detrás del mostrador principal.
—Buenos días. —Bajé la vista al plan para la mañana que había diseñado unos días atrás, agradecida por que mi colega lo hubiera imprimido y dejado delante del ordenador—. ¿Qué te parece la idea?
—¿La de «Pinta el escenario de tu libro favorito»?
—Sí.
—Creo que está genial —me respondió con una sonrisa que me dejó el corazón calentito.
—Me alegro de oírlo. La verdad es que estoy bastante orgullosa.
—Y deberías —recalcó. Me sonrojé un poco por el cumplido antes de sacar un coletero del bolso y tirarme del pelo, que aún llevaba demasiado corto, para recogérmelo en un moño desaliñado en la coronilla—. Hasta ahora lo habíamos hecho con personajes y princesas Disney, pero no con escenarios.
—Hay un montón de libros infantiles que se desarrollan en lugares alucinantes —dije. Me agaché y empecé a rebuscar bajo la mesa, intentando localizar la caja con los pinceles y lápices de colores—. Ojalá los niños disfruten con la actividad.
No tuve que esperar demasiado para que me quedase claro que estaba siendo todo un éxito.
—¿Señorita Swan? ¿Pasa algo si le añado un dragón a mi castillo?
Me giré desde el sitio en el que estaba ayudando a una niña a pintar un llamativo dibujo del sol. Había elegido un tono de púrpura casi fosforescente para los rayos. Sin duda, era mi favorito de todos los proyectos en los que estaban trabajando.
—Claro que no —le dije al pequeño que me había hecho la pregunta y que, por lo que me había dicho antes al presentarse, se llamaba Zach—. ¿Qué iba a pasar?
Zach encogió un hombro.
—Las instrucciones decían que pintásemos el escenario de nuestro libro favorito —me explicó—. Ya he terminado el castillo y tenía pensado pintar un personaje, pero eso sería saltarme las reglas.
Me acuclillé para quedar al nivel de los ojos de Zach. Su lienzo estaba cubierto por remolinos informes marrones y verdes. No se parecían a ningún castillo que yo conociera, pero tampoco es que hubiera visto un castillo en persona, así que ¿quién era para juzgarlo? Tal vez en su libro favorito o en su imaginación —o en ambos— ese era el aspecto exacto de los castillos.
—Creo que aquí quedaría genial un dragón —le dije, señalando una esquina que no había cubierto de acuarela.
—Pero Fluffy es el protagonista del libro, no un escenario — replicó el niño con la misma seriedad que si estuviera impartiendo una clase magistral sobre el estado actual de la política estadounidense, lo cual, dado que no tenía más que seis años, resultaba tan adorable que casi me eché a reír.
Me mordí la mejilla por dentro para no hacerlo y fingí estudiar la pintura con atención.
—Entiendo lo que quieres decir. Pero ¿sabes?, la única regla en el arte es disfrutar de lo que haces.
Las cejas se le alzaron disparadas por la pequeña frente.
—¿No hay ninguna otra regla?
—Ninguna —confirmé—. Hoy queremos que pinten el escenario de sus libros favorito, pero si tú quieres añadir a Fluffy, adelante.
De hecho, en realidad no soy capaz de imaginar un castillo sin un dragón. Puede que Fluffy sea de verdad parte del escenario de tu libro y no solo un personaje.
Zach se mordió el labio inferior mientras cavilaba.
—Tiene sentido.
—Sí. Pero, al final, la pintura es tuya. Haz algo que te guste.
Y así, Zach sumergió el pincel en el frasco de acuarela naranja que tenía delante, pintó un remolino gigantesco en la única esquina de la hoja que quedaba libre y sonrió.
Cuando regresé al apartamento, casi había anochecido. Subí las escaleras de dos en dos, sonriendo de oreja a oreja al imaginar cómo me arrojaba en brazos de Edward y retomaba lo que habíamos dejado a medias esa misma mañana.
Sin embargo, cuando llegué al rellano de la tercera planta, sabía que algo no iba nada bien.
Para empezar, oí gritar a Edward desde el interior del apartamento.
—¡¿Cómo se atreve a venir a mi casa sin avisar y comportarse así?!
Para continuar, también se oía gritar a una mujer cuya voz no reconocí.
—¿Cómo te atreves a hablarme tú de ese modo a mí? —replicó la mujer con desdén mientras sus tacones repiqueteaban tan fuerte contra el parqué que los pasos se oían con claridad desde donde me encontraba—. ¡Habría jurado que tenías mejores modales, Edward Anthony Cullen!
Vacilé antes de abrir la puerta, sin saber qué hacer. La única otra persona que había estado en nuestro apartamento desde mi mudanza había sido Lorenzo, que era otro vampiro. Y la cosa acabó fatal.
Según parecía, la actual situación no iba a terminar mucho mejor.
Pero ¿qué podía hacer? La discusión, por agria que sonase, no tenía nada que ver conmigo. Hasta lo que había oído sin querer ya me pareció meterme donde nadie me llamaba.
—Bella llegará enseguida —dijo Edward—. Le ruego que se marche antes de que regrese. No quiero seguir discutiendo esta cuestión.
—No —respondió llanamente la mujer—. Tengo intención de conocer a esa muchacha humana para saber con quién te has encaprichado.
Edward soltó una carcajada desprovista de humor.
—Por encima de mi cadáver.
—Eso tendría fácil solución.
—Elizabeth…
—No seas insolente, Edward. —La mujer comenzó a andar de nuevo; el taconeo contra el parqué sonaba tan fuerte que se diría que se había propuesto hacer un agujero que llegase hasta el apartamento de la segunda planta—. Si no consigo que atiendas a razones, puede que esa Bella Swan sea más maleable.
Al escuchar mi nombre, el corazón comenzó a latirme con tal fuerza en los oídos que tapó el resto de lo que Edward y la mujer se gritaban. Por lo visto, la discusión sí que tenía que ver conmigo.
Tal vez debería intervenir.
Antes de poder cambiar de idea, abrí la puerta de entrada al apartamento.
La mujer que estaba en el salón parecía más o menos de la edad de mis padres, con patas de gallo en los ojos y las sienes entrecanas. No obstante, ahí terminaba toda semejanza entre la señora que en ese momento me lanzaba gélidos puñales con la mirada y Charlie y Renné Swan. Llevaba un vestido de seda y crepé negro con mangas abullonadas de terciopelo, en una mezcla de estilos de inspiración ligeramente histórica que habría quedado ideal en el plató de Los Bridgerton.
No obstante, lo que me llamó la atención de verdad fueron sus ojos. La última vez que había visto un maquillaje tan llamativo había sido en el colegio, cuando el hermano mayor de Jake nos llevó a ver a una banda que homenajeaba a KISS una noche en que sus padres estaban fuera de la ciudad. Formaba un contraste tan exagerado con su aspecto general que me dolían los ojos con solo mirarla.
—¿Es ella? —La mujer apuntó hacia mí con un dedo acusador con perfecta manicura rojo chillón. Sin embargo, su mirada seguía fija en Edward—. ¿Esta es la pelandusca por la que has tirado todo por la borda?
¿«Pelandusca»? No podía creerme lo que acababa de oír. Pero ¿quién hablaba así?
—Disculpe, pero ¿quién es usted?
—Esta —siseó Edward— es la señora Elizabeth Cullen. — Calló un instante—. Mi madre.
El tiempo pareció detenerse. Cerré los ojos tratando de comprender lo que Edward acababa de decir y la ridícula situación en la que de repente parecía que me hubiera metido.
¿Cómo que su «madre»?
¿Acaso era posible?
Pero ¿su madre no debería llevar muerta cientos de años?
Entonces la señora Elizabeth Cullen me mostró un par de colmillos de punta afilada y todo cobró sentido.
—Ah, que usted también es una vampira —jadeé, mareada y con las rodillas temblorosas.
—Por supuesto que soy una vampira —replicó la madre de Edward antes de atravesar el salón como si aquellos fueran sus dominios. Lo cual, me di cuenta de pronto, podía ser verdad. En realidad, no tenía ni idea de la situación financiera de Edward… ni de ningún otro aspecto sobre él.
Y nunca me había resultado tan evidente como en ese momento.
—No voy a volver a Nueva York con usted, madre. Eso jamás ha entrado en mis planes —dijo, volviendo hacia mí una mirada llena de culpabilidad—. Bella no tiene nada que ver con esto. Déjela al margen.
La señora Elizabeth Cullen me descartó con un gesto desdeñoso de la mano.
—Está bien. En este aspecto, al menos, haré lo que me dices. De hecho, y por respeto hacia ti, ni siquiera me la comeré.
—Madre…
—No es necesario que vuelvas a Nueva York conmigo —lo interrumpió la mujer—. Los Denali llegan a Chicago mañana por la noche. Hablarás aquí con ellos.
No tenía ni idea de quiénes serían los Denali, pero estaba claro que Edward sí. Al oír sus palabras, dio un paso atrás de forma refleja. Parecía atónito, como si acabara de abofetearlo.
—Había pensado que, al devolverle los regalos, tanto Irina como sus padres habrían deducido que no tengo intención de casarme con ella. —Permaneció un instante en suspenso—. La última vez que le escribí, le expliqué con toda claridad que no pensaba seguir adelante.
Menos mal que estaba de pie cerca del sofá. Si no, cuando las piernas me flaquearon al oír las palabras «casarme con ella», habría terminado en el suelo y la situación habría resultado mucho más incómoda.
—Y recibió el mensaje, querido. —La madre de Edward lo fulminó con la mirada—. Tus intenciones no habrían podido quedar más claras si las hubieras anunciado en una cena formal repleta de invitados.
—Entonces, ¿por qué vienen?
—Porque los Denali, al igual que yo, interpretan tus acciones como un claro signo de que no estás en tus cabales desde que despertaste del letargo. Estamos de acuerdo en que este asunto no puede resolverse por carta y es necesario reunirse en persona.
—Me hallo más cuerdo que nunca. —Edward se cruzó de brazos, adoptando lo que para él debía de ser una actitud asertiva.
El efecto se veía mitigado por el hecho de llevar un pantalón de pijama de la rana Rene que, desde luego, yo no le había comprado en Nordstrom. Pero daba igual. Seguía estando buenísimo.
La señora Elizabeth Cullen, sin embargo, no parecía impresionada.
—Dejaré que se lo expliques tú mismo a tu futura familia política. Nos reuniremos con ellos en sus habitaciones del Ritz-Carlton mañana a las siete de la tarde para tratar su inminente enlace. —La señora Cullen olfateó el aire y se estremeció—. Una muchacha humana, Edward. Es que no doy crédito.
Dicho esto, su madre nos dirigió una teatral reverencia y salió a toda prisa del apartamento.
Un silencio ensordecedor se apoderó del salón. Me quedé mirando a Edward, deseosa de que dijera algo, lo que fuera, que convirtiese el caos de los últimos minutos en algo con un mínimo sentido.
Al cabo de lo que parecieron dieciocho años, carraspeó.
—Hay algo más que no te había dicho. —Al menos tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—¿Tú crees? —Edward dio un respingo ante la hostilidad de mi tono, pero no me importó. Me había prometido que no volvería a ocultarme nada importante—. Edward, ¿qué más no me has contado?
Suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Muchas cosas. —Tragó saliva—. ¿Deseas oírlas o ya no quieres volver a saber de mí?
—Primero dime una cosa —respondí, levantando una mano—. ¿Es cierto que le has dicho a la tal Irina que no vas a casarte con ella?
—Sí —respondió con sinceridad—. De manera inequívoca y repetidamente. Toda esta situación… Toda… —Dejó la frase inacabada y volvió a pasarse la mano por el pelo—. Nada de esto debería haber sucedido.
Parecía al borde de la desesperación.
—Vale —dije—. Escucharé lo que tengas que decirme.
Con ojos cohibidos, alargó la mano en busca de la mía.
—¿Te sientas conmigo?
Asentí y me armé de valor para escuchar el resto de la historia.
Edward se sentó a mi lado en el sofá del salón, con las manos entrelazadas con delicadeza sobre el regazo.
No hacía ni diez minutos, lo único que quería era llevármelo a la cama para seguir con lo que habíamos dejado interrumpido esa misma mañana. Pero tendría que esperar. En ese momento lo único que expresaba su cara era la necesidad de sincerarse por completo.
Y yo necesitaba escuchar lo que tuviera que decir.
—En ciertos círculos de la sociedad vampírica —comenzó, con la mirada clavada en el suelo— se siguen celebrando matrimonios concertados. Cuando me fui de Inglaterra para trasladarme a los Estados Unidos, y sobre todo cuando dejé a mi familia en Nueva York y vine a Chicago, pensé que esas necedades también se habían quedado atrás. —La nuez le tembló en la garganta cuando tragó saliva con dificultad—. Es evidente que mi madre lo ve de otro modo.
Esperé a que se explayara. Cuando transcurrió un largo instante sin que lo hiciera, pregunté:
—¿Quién es la señorita Denali?
—Alguien a quien apenas conozco —respondió en voz baja, como si le diera vergüenza—. Tuvimos una… aventura, una vez. Hace casi doscientos años. —Calló un instante—. Y ahora, por lo visto, estamos comprometidos.
El corazón me dio un vuelco en el pecho al sentir una absurda punzada de celos. Mi reacción no tenía sentido, claro. Esperar que alguien se mantuviera célibe durante siglos era algo injusto. Lo que hubiera sucedido entre él y la tal señorita Denali más de un siglo antes de que yo naciera no tenía nada que ver conmigo.
Aun así, me dolió.
—Ah…
Edward se volvió hacia mí con mirada triste.
—No siempre he vivido como ahora, Bella. Cuando era más joven, me alimentaba igual que el resto de mis congéneres y me acostaba con todo lo que tuviera dos piernas, vampiras, humanas…, de todo. —Apartó la vista—. En la época de la Regencia se celebró en París una fiesta en la que la señorita Denali y yo…
—Ya lo pillo —me apresuré a interrumpirlo. Cubrí mi mano con la suya—. No necesito conocer todos los detalles.
—Bien. Porque no me apetece demasiado compartirlos. —Cerró los ojos—. Ya no soy la persona que era a principios del siglo XIX, Bella. Llevo muchísimo tiempo sin ser esa persona.
Tenía un montón de preguntas sobre cómo se había convertido en quien era ahora, pero había otras cuya respuesta necesitaba conocer primero.
—¿Cuánto tiempo llevas prometido con ella?
—Sucedió durante mi coma —respondió Edward con acritud—. Mi madre jamás ha aceptado los cambios que introduje en mi vida cuando decidí vivir entre humanos en lugar de considerarlos un mero alimento. Pensó que, cuando despertara, casarme con alguien con valores más tradicionales sería una manera de llevarme de nuevo al redil.
—¿Valores tradicionales?
—Sí. —Me dirigió una media sonrisa desprovista de humor—. Beber sangre humana directamente de la fuente en lugar de conseguirla en bancos. O, si estos fueran necesarios, no dejar nada atrás después de saquearlos. —Se detuvo y apartó la vista—. Matar humanos de forma indiscriminada.
Me estremecí al pensar en Edward llevando ese tipo de vida.
—Pero tú no eres así.
—No —respondió con fervor—. Ya no.
—Pero la señorita Denali sí —supuse—. Y tu madre también.
—Sí.
—¿Y Lorenzo?
Edward permaneció en suspenso un instante, sopesando sus palabras.
—Está… cambiando. Creo que ejerzo una influencia moderadora sobre él.
Me puse de pie y caminé hasta el ventanal que daba al lago.
Poco a poco iba tomando conciencia de la enormidad de lo que me estaba contando. Necesitaba espacio para reflexionar sobre lo que significaba… para Edward y para nosotros.
—No sé qué decir —murmuré.
Al cabo de un instante noté su sólida presencia a mi espalda y sus fuertes brazos rodeándome antes de poder siquiera protestar.
Apoyó la mejilla en lo alto de mi cabeza. Inhalé su reconfortante aroma y deseé que todo lo que acababa de suceder con su madre no hubiera sido más que una pesadilla.
—No voy a casarme con ella —murmuró con vehemencia contra mi pelo. Me besó la cabeza con tanta dulzura que me hizo añicos el corazón. Era como una promesa—. Jamás iba a casarme con ella, ni siquiera antes de conocerte. Ese fue el único motivo por el que no te lo conté. Pensé que tenía la situación controlada. Ni se me pasó por la cabeza que mi madre o los Denali pudieran llegar tan lejos.
Sus afirmaciones contribuyeron en gran medida a aflojar el nudo de dolor que sentía por dentro. Suspiré y me di media vuelta entre sus brazos para apoyar la cabeza en su pecho. Edward me estrechó con más fuerza.
—Cometí un grave error de cálculo al asumir que lo dejarían pasar —continuó—. Ahora sé que no aceptarán una negativa por carta.
Mi mente se detuvo en las palabras «por carta». Me aparté un poco para poder mirarlo a los ojos.
—¿Tienes previsto decírselo en persona?
Edward suspiró.
—Los Denali me esperan. Mi madre está aquí y no se irá sin mí. Sí, creo que necesito ir a hablar con ellos. Es la única forma de que entiendan que voy en serio cuando digo que quiero quedarme en Chicago y vivir la vida que he elegido. —Tragó saliva y me besó en la frente—. Si no lo hago, es solo cuestión de tiempo que todos se presenten aquí. Y eso no lo permitiré. No mientras vivas conmigo.
Traté de hacer caso omiso del nudo que sentía en el estómago.
Tenía un muy mal presentimiento.
—Así que mañana por la tarde vas a ir al Ritz-Carlton.
Edward asintió.
—¿Crees que es una buena idea? —Me repateaba lo insegura que sonaba, pero las últimas veinticuatro horas habían sido demenciales. Había disfrutado de una sesión de sexo maravilloso con un vampiro y había sufrido un altercado imprevisto con otro. Me habían rechazado en una oportunidad profesional y había conseguido una entrevista para otra.
Era probable que necesitase bajar el ritmo.
—Sí. —Me apartó un mechón de pelo que me había caído sobre los ojos y me lo colocó detrás de la oreja. Me cubrió la mejilla con la mano libre—. Lo único que quiero es ir a ese hotel, decirles a los Denali que no voy a casarme con Irina y a mi madre que, por mí, puede irse al cuerno, y luego volver derecho a casa.
—Me da que no va a ser tan fácil.
Solo había pasado unos minutos en presencia de su madre y no hacía ni media hora que me había enterado de que Edward estaba metido en un problemático compromiso que se remontaba a los años de la Regencia. Aun así, veía como mínimo cinco formas en que aquello podía acabar fatal.
—Ya verás que sí —respondió Edward con una confianza que yo no sentía en absoluto—. No me acuerdo bien de la señorita Denali, pero estamos en el siglo XXI, ¿no? No puede querer casarse con alguien a quien apenas conoce más de lo que lo quiero yo.
Sonaba segurísimo de ello, pero yo no podía evitar sentir que era un plan terrible.
—¿Te fías de alguna de estas personas?
Entonces se quedó parado.
—No —reconoció—. Pero no admiten mi negativa por carta y no me quedan alternativas. —Abrí la boca para protestar, pero Edward negó con la cabeza—. Todo irá bien; te lo prometo. Y, en cuanto acabe, volveré derecho a casa contigo.
A pesar de mis reticencias, el corazón se me esponjó al oír sus palabras.
—Me gusta esa parte del plan —admití.
Edward se quedó parado y, de repente, sus ojos centellearon con picardía.
—Dado que no tengo adónde ir hasta mañana por la tarde, ¿por qué no te doy algo de recuerdo antes de marcharme?
Antes de poder siquiera responder a su pregunta, posó la boca en la zona de la garganta en la que mejor se me sentía el pulso y enredó las manos en mi pelo. De repente era como si la última media hora y todos los nuevos líos y complicaciones que habían aparecido no hubieran tenido lugar.
Me fundí entre sus brazos.
—Me parece bien —respondí jadeante, echando la cabeza atrás para ofrecerle un mejor acceso.
Edward emitió un gruñido de aprobación antes de llevarme en volandas a su dormitorio.
