Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "My Roommate is a Vampire" de Jenna Levine, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.
Capitulo Veinte
Carta del señor Edward A. Cullen a Bella Swan, con fecha de 18 de noviembre, confiscada y no enviada.
Mi queridísima Bella:
Han pasado más de veinticuatro horas desde mi captura, pero creo que he logrado ciertos avances para conseguir mi liberación.
He hablado con la señorita Denali. Aunque estoy más convencido que nunca de que un matrimonio entre ambos sería desastroso, me complace haber confirmado que no está tan chapada a la antigua como sus padres.
Aunque mi rechazo le ha dolido y molestado, posee suficiente compostura y amor propio como para no querer a ningún hombre que no la quiera a ella.
Creo que terminará por convertirse en una aliada inesperada en mis intentos por recuperar la libertad.
Espero que te encuentres bien… y que no interpretes mi silencio como otra cosa que lo que es en realidad.
Concretamente, que me hallo atrapado en una terrorífica mazmorra de las afueras sin vía de escape.
Con todo mi amor,
Edward
De: Heidi Merriweather
Para: Bella Swan
Asunto: Sus términos
Estimada señorita Swan:
Soy el asistente de la señora Elizabeth Cullen y le escribo en su nombre para informarla de que no le ha dejado otra opción que plegarse a sus exigencias.
Le ruego que acuda al castillo situado en el número 2314 de S. Hedgeworth Way en Naperville, Illinois, a las ocho de la tarde de mañana. La señora Denali le entregará a su hijo en custodia si, y solo si, destruye en su presencia todas las copias existentes de la cinta cinematográfica en la que expone a los vampiros. Esa cinta que usted ha rodado tiene el poder de destruir todo por lo que tanto hemos luchado desde que abandonamos Inglaterra y, aunque tomar parte por la prometida de su hijo es importante para mi señora, nada lo es tanto para los nuestros como vivir en secreto.
Nos veremos mañana por la tarde. (También le ruego que no responda a esta misiva. La señora Cullen no sabe consultar su correo electrónico, por lo que todos los mensajes se me reenvían directamente y, a decir verdad, bastante trabajo tengo ya sin además tener que ocuparme de su correspondencia más irrelevante).
Atentamente,
H. Merriweather
—No me puedo creer que aún tenga a Heidi ocupándose de sus asuntos. —Lorenzo chasqueó la lengua y negó con la cabeza—. Que la mujer tiene cuatrocientos setenta y cinco años, por el amor de Dios. Es de vergüenza.
—Sí —dije, sin saber muy bien qué responder. Estaba tan perdida que no sabía ni cómo encontrarme.
—Bueno, supongo que lo importante es que se lo han tragado — prosiguió—. Por un lado estoy sorprendido, porque de verdad que es ridículo, pero por el otro no me sorprende en absoluto. Mañana a las ocho te llevaré volando.
—No —negué a toda prisa, levantando las manos—. Tomare un Uber y ya.
Lorenzo se me quedó mirando desde su posición estratégica, en el sofá de cuero negro de Edward.
—No digas tonterías. No es seguro que vayas sola.
Palidecí al pensar en presentarme a la cita sin respaldo vampírico.
—Ya lo sé. Sería un suicidio ir sola a esa casa.
—Pues sí.
—Lo que quería decir es que, si me llevas tú, al ser mi primer vuelo sin avión, me distraeré demasiado y no podré mantener la cabeza fría y centrada en lo que tendré que hacer una vez allí.
Lorenzo se recostó sobre los cojines, reflexivo.
—Está bien —concedió—. Es cierto que el primer vuelo puede ser apabullante. Así que sí, coge un Uber. Pero no te bajes del coche hasta que me veas flotando al otro lado de la canasta de baloncesto.
Lo miré con el ceño fruncido.
—¿Canasta de baloncesto?
—La reconocerás cuando la veas —dijo antes de murmurar entre dientes algo sobre un «infierno suburbano» que no acabé de entender. Luego se puso en pie y enfiló hacia la puerta de entrada.
—Nos vemos mañana por la noche —me despedí, tratando de transmitir una confianza que no sentía en absoluto.
Lorenzo se detuvo y, dándose la vuelta, me miró con una expresión indescifrable.
—Por favor, ten cuidado —dijo con una ternura que hasta entonces no le había oído.
Los ojos se me empañaron de repente.
—Lo tendré.
—Bien. —Entonces, con el tono burlón al que estaba mucho más acostumbrada, añadió —: Porque, si te pasa algo mañana por la noche, Edward volverá a matarme.
El 2314 de S. Hedgeworth Way se encontraba al final de una callecita sin salida. Era una casa beis y blanca de dos plantas casi idéntica al resto de las casas beis y blancas de dos plantas de la calle. Tenía una bandera de los Estados Unidos ondeando en un mástil y —sí, ahí estaba— una canasta de baloncesto montada en el lateral de un cobertizo pintado de un tono algo más oscuro de beis y blanco.
Solo las gárgolas de piedra de más de medio metro de alto encaramadas a cada lado del garaje —así como el vampiro de casi dos metros suspendido en el aire, unos tres por encima de la canasta— diferenciaban la casa de las demás.
Parpadeé al ver al vampiro volador.
Lorenzo se me había adelantado.
Eso era bueno.
También era la señal para que me bajase del coche y me encaminase hacia la casa.
—Gracias —le dije al conductor. Las manos me temblaban tanto que me costó abrir la portezuela. Había refrescado bastante en los cuarenta y cinco minutos desde que había salido el apartamento de Edward, o puede que la temperatura siempre fuera un par de grados más baja tan al oeste del lago. Mientras me acercaba a la casa, me arrebujé un poco más en el abrigo para mantener el calor… y para tratar de serenar los nervios.
Había quedado con Lorenzo en que primero trataría de hablar yo con los captores. El vídeo mostraba con toda claridad que uno de los suyos había participado en el complot. Si los vampiros de la casa se percataban de que el traidor me acompañaba esa noche, las cosas podían complicarse de un modo que pondría en peligro tanto la seguridad de Edward como la de Lorenzo. La idea era que él permaneciera en el aire, donde no pudieran verlo, a menos que las cosas se torcieran… y yo precisara de intervención vampírica.
Levanté la vista para mirarlo mientras me aproximaba a la casa.
Asintió para infundirme ánimo. Sentía un nudo en el estómago y, en la cabeza, una voz me gritaba: «Corre, corre, aléjate de ahí» con mayor fuerza a cada paso que daba.
Pero Edward me necesitaba.
Así que continué avanzando, poniendo un pie delante del otro hasta que, al fin, me encontré delante de la puerta de entrada.
Cuando estaba a punto de llamar, con el corazón a punto de salírseme del pecho, oí a alguien carraspear fuerte y con toda la intención a menos de dos metros de distancia.
—Disculpe —dijo el hombre—. Pero ¿conoce usted a esa gente?
Mi interlocutor debía de tener unos cincuenta años y las comisuras de la boca se le curvaban hacia abajo en una mueca de desaprobación. Llevaba abrigo y un pantalón de pijama de franela color oscuro, así como un gorro de lana rojo con manoplas a juego.
De todos los escenarios que Lorenzo y yo habíamos pensado en las últimas veinticuatro horas, ninguno incluía qué hacer en caso de que interfiriera un vecino fisgón. Pero, por lo visto, ese era precisamente el que habíamos pasado por alto.
—Yo… no los conozco —balbuceé—. O, más bien… sé quiénes son, pero no los conozco de conocerlos. No sé si me entiende.
—Mmm… —La mueca de desaprobación se convirtió en una mirada directamente desconfiada—. Habrás venido a comprar droga, entonces.
Abrí los ojos como platos.
—¿Perdone?
El hombre apuntó a las ventanas delanteras de la casa. Solo entonces me di cuenta de que todas estaban cubiertas con láminas de plástico oscuro.
—Han cegado las ventanas, nunca salen de día y en toda la noche no hace más que entrar y salir una gente muy rara. —El hombre contaba con sus largos dedos estirados cada uno de los delitos que, según él, sus vecinos cometían contra la sociedad—. No sé cómo funcionará donde tú vives, pero por aquí eso solo significa una cosa.
Me detuve y esperé a que me contara cuál era. Cuando lo único que hizo fue mirarme con una sonrisita petulante, aventuré:
—¿Quiere decir… droga?
—Droga, sí —confirmó.
—No tengo la menor idea —me apresuré a responder, buscando un motivo creíble para justificar mi presencia que hiciera largarse a aquel hombre—. Yo… he venido nada más que por… —me lamí los labios y solté lo primero que se me pasó por la cabeza— por la factura de internet.
No me hizo falta levantar la vista para saber que Lorenzo había puesto los ojos tan en blanco que se le iban a caer de las cuencas.
Por increíble que pudiera parecer, el hombre aceptó mi explicación.
—No me sorprende que una gentuza como esta se retrase con las facturas —murmuró.
—Y que lo diga —respondí, esforzándome por soltar una carcajada. Sonó más bien como un sollozo.
El hombre me dio una palmada en el hombro, me guiñó un ojo de un modo que, en cualquier otra circunstancia, habría sido lo más escalofriante que me hubiera pasado ese día y dijo:
—Que se dé bien el trabajo, hermosa.
Mientras el hombre regresaba a su casa beis y blanca de dos plantas, cerré los ojos y respiré hondo varias veces. Tenía que calmarme. Aún no había hecho nada y ya me encontraba a unos segundos de que me diera un patatús.
Lancé una nueva mirada de soslayo a Lorenzo. Este asintió y me mostró ambos pulgares hacia arriba.
Había llegado el momento.
—Allá vamos —murmuré entre dientes justo antes de llamar a la puerta.
Parte de mí esperaba que fuera Edward quien respondiera. Pero cuando la puerta se abrió, no me sorprendió ver a la señora Cullen—pálida y sin maquillaje estridente esta vez— al otro lado.
No me invitó a entrar. Tampoco se anduvo por las ramas.
—¿Lo has traído? —me preguntó mirándome con fijeza, con una mano en la cadera y la otra abanicándose la cara, como si el frío aire de la noche, que me atravesaba el abrigo como un cuchillo, fuera demasiado cálido para ella.
Ahora que estaba allí, no podía evitar preguntarme si Elizabeth Cullen era una persona distinta antes de su conversión. ¿Habría sido una madre buena y amable con Edward cuando era niño?
Eso esperaba. Detestaba la idea de que el pequeño Edward hubiera crecido en un hogar con alguien así como madre.
Me di una palmadita en el bolsillo de los vaqueros, donde me había guardado el móvil antes de subirme al Uber.
—Sí.
—Enséñamelo.
Lo saqué y abrí la aplicación de fotografías.
—Lo tengo justo aquí —dije antes de pulsar el botón de reproducción.
Mi voz se alzó metálica desde el teléfono y tuve que hacer un gran esfuerzo para no estremecerme hasta el tuétano al verme gesticulando como una loca en el salón de Edward con una bolsa de sangre donada en cada mano. De alguna manera, el clip parecía aún más ridículo ahí, en mi teléfono, delante de la mismísima persona a quien pretendía amenazar con él.
Pero, con todo y con eso, pareció causar un profundo efecto en la madre de Edward. Dio un paso atrás, horripilada. Se llevó las palmas temblorosas a las mejillas mientras veía el vídeo en el que yo advertía de la amenaza vampírica que se cernía sobre Norteamérica.
Volví a guardarme el teléfono en cuanto acabó el vídeo. La madre de Edward se alejó de mí con temor, adentrándose en la casa centímetro a centímetro.
—Si accedemos a romper el compromiso y dejar marchar a Edward —comenzó a decir en un hilo de voz, con la mano tiritando sobre el cuello—, ¿lo destruirás?
Parecía aterrorizada. Por suerte para mí, ese era el trato más fácil que hubiera hecho jamás.
—Sí.
—¿Esta noche?
—Aquí y ahora —le ofrecí—. Delante de sus propios ojos.
La mujer asintió, pero solo parecía tranquilizada en parte.
—Heidi dice que es posible hacer copias de este tipo de cosas. ¿Prometes destruir todas las demás si suelto a mi hijo? ¿Y que no lo pondrás en los TikToks?
—Esta es la única copia —le aseguré—. Cuando la borre de mi teléfono, nadie más podrá verla. —Me detuve y traté de poner cara seria al añadir—: Le prometo que nunca pondré el vídeo en los TikToks.
La señora Cullen dudó, como si no supiera si creerme.
Entonces, al cabo de lo que parecieron minutos enteros, inspiró hondo.
—Si me mientes —dijo—, te daré caza como a la alimaña que eres.
La puerta se me cerró de golpe en la cara.
Alcé la vista hacia Lorenzo, que parecía preocupado.
—Voy a bajar —dijo, descendiendo al suelo como si lo llevasen con una cuerda invisible—. Creo que se lo ha tragado, pero…
Antes de que pudiera concluir la frase, la puerta volvió a abrirse.
Ahí estaba Edward, con la misma ropa con la que había dejado el apartamento unas noches atrás, al irse a la cita en el Ritz-Carlton.
Lo recorrí con la vista de arriba abajo, fijándome en cada centímetro de su ser: desde el modo en que el cabello despeinado le caía por la frente hasta la camiseta blanca de manga larga que se le ceñía a los amplios hombros como si hubiera nacido para no llevar otra cosa.
Sus ojos se clavaron en los míos, tan incapaz de dejar de mirarme como lo hacía yo. Estaba aún más pálido que de costumbre, con unas ojeras oscuras que hasta entonces nunca le había visto.
Pero el caso es que estaba ahí y estaba entero y me contemplaba con tanta ternura y asombro que me sentí idiota por haber llegado a dudar de sus sentimientos.
—Has venido —dijo con voz ronca. Tenía los ojos muy abiertos por la incredulidad—. Eres una mujer fabulosa.
El alivio se apoderó de mí al oír su voz. Asentí sin atreverme a hablar.
—¿Y a mí no me vas a llamar «fabuloso»? —Lorenzo hizo un puchero en algún punto a mis espaldas—. Yo también he ayudado.
—Y encima has tenido que aguantar a Lorenzo mientras tanto — dijo Edward sin hacerle el menor caso. Avanzó hacia mí desde donde se encontraba en el recibidor. Después de varios días sin sentirlo, su abrazo fue como volver a casa. Me sentía firme sobre el suelo y a punto de desfallecer mientras me estrechaba, con su ancho y duro pecho bajo mi mejilla, y las manos aportando un contrapunto helado al calor de mi abrigo.
Aun así, su tacto me calentaba por dentro.
—Deberíamos irnos —nos interrumpió Lorenzo con brusquedad.
Edward levantó la mejilla de mi cabeza, donde la tenía apoyada.
—Tienes razón —concedió. Se apartó un poco para poder mirarme a los ojos—. Me han soltado, Bella. Pero no es seguro que permanezcamos un solo segundo más aquí.
—Me ofrecería a llevarlos volando de vuelta al apartamento, pero no puedo cargar con los dos —se disculpó Lorenzo antes de añadir con una sonrisita pícara—. Además, ahora mismo prefiero no andar de mal tercio con ustedes dos, tortolitos.
Edward lo fulminó con la mirada, y estaba a punto de responderle algo cuando le puse la mano en el brazo.
—Está bien —me apresuré a decir—. Voy a pedir un Uber. A estas horas no tardará en venir alguno.
Programé el punto de recogida un par de bloques más allá de la casa de los vampiros, por si acaso. No hacía falta tentar a la suerte nada más tener a Edward de vuelta.
—Gracias por salvarme, Bella —murmuró con voz suave y maravillada—. ¿Cómo he podido tener tanta suerte?
Lo besé, incapaz de refrenarme.
—Ya hablaremos más tarde —susurré contra sus labios—. Por ahora, volvamos a casa.
Mantuvimos las manos quietas la mayor parte de los cuarenta y cinco minutos que duró el trayecto en Uber hasta el apartamento. A Edward se le cerraban los ojos y, el hecho de que pudiera verle los colmillos del todo cuando volvía a despertarse indicaba que se encontraba demasiado agotado como para volvernos invisibles al conductor. Le aparté el pelo de la frente mientras dormitaba, tratando por todos los medios de no imaginarme por lo que debía de haber pasado durante los últimos días para estar tan cansado tras la puesta del sol.
No obstante, una vez dentro del apartamento, pareció volver en sí casi por completo. Me llevó en volandas de la entrada al salón, como si una vez en casa no quisiera perder más tiempo.
—Espera —le dije cuando hizo el intento de envolverme entre sus brazos. Claro que quería que lo hiciera, que me besase y me tocara. Igual que yo quería besarlo y tocarlo. Pero primero tenía algunas preguntas—. Acabas de pasar tres días retenido en contra de tu voluntad; así que antes de que hagamos… nada más, necesito saber si estás bien de verdad.
Edward asintió y volvió a acortar la distancia entre nosotros.
—Ahora sí. —Su voz estaba teñida de tal ardor y tal anticipación que las rodillas me flaquearon. Cuando me rodeó con los brazos y me atrajo de nuevo hacia él, me convencí con facilidad de que podíamos mantener esa misma conversación mientras teníamos contacto físico.
Apoyé la cabeza en su pecho otra vez, más o menos como estábamos cuando nos reunimos delante de la casa de Naperville.
Él empezó a mecerme con suavidad, adelante y atrás. Jamás en la vida había sentido tantísimo alivio y satisfacción.
—Lorenzo me contó parte de lo que estaba pasando —murmuré, con la voz amortiguada por la tela de su camisa—, pero necesito que me lo cuentes tú. Es la única forma de convencerme de que estás bien de verdad.
Edward me estrechó con fuerza, suspiró y dejó caer la cabeza hacia delante hasta apoyarla sobre mi hombro.
—Es tal y como te habrá contado —musitó—. La familia de Irina no se tomó bien que anulara el compromiso. —Dio un paso atrás y levantó las muñecas, que presentaban unas desagradables marcas rojizas que no había advertido hasta entonces—. Durante mi ausencia he llegado a conocer muy bien su mazmorra.
Me quedé sin aliento.
—Te han hecho daño.
—Un poco —admitió—. No demasiado. Somos inmortales, pero como no nos late el corazón, nuestra sangre no corre como la tuya. Esto, a su vez, implica que nuestras heridas tardan muchísimo en sanar, lo que resulta un tanto irritante. —Me dirigió una media sonrisa irónica. Dios, cómo había echado de menos sus sonrisas—. Solo me dejaron maniatado durante parte de un día. Te prometo que las laceraciones parecen mucho peores de lo que son.
Se me acercó y me envolvió de nuevo entre sus brazos. Cerré los ojos, hundí la cara en su hombro y respiré su aroma.
De alguna manera encontré el valor para hacerle la pregunta cuya respuesta más ansiaba.
—Entonces, ¿el compromiso ha quedado anulado definitivamente?
—Sí. —Su voz profunda sonó más firme que nunca—. He puesto fin al compromiso de manera definitiva. Por irónico que parezca, Irina me ayudó. No le entusiasmaba la idea de casarse con alguien que prefería pudrirse en una mazmorra de las afueras que convertirse en su marido. Intervino en mi favor ante sus padres al mismo tiempo que tú urdías tu fantástica estrategia para TikTok. —Se echó hacia atrás y me colocó un mechón rebelde detrás de la oreja—. Es una mujer razonable, al menos hasta el punto en que pueden serlo los Denali. Simplemente no es la mujer adecuada para mí.
El calor en su mirada era inconfundible. Me ruboricé ante la obvia implicación de lo que decía y clavé la mirada en el suelo.
—Te he echado de menos —admití. Me sentí tonta por añorar tanto a alguien a quien conocía desde hacía apenas unas semanas.
Pero era la verdad.
—Yo a ti también. —Se detuvo antes de añadir—: Te escribí. —Sus palabras reverberaron como un rumor profundo en mi oreja.
¿De verdad me había escrito mientras estaba prisionero? Me ceñí aún más contra él, con el corazón tan henchido que pensé que me iba a explotar—. Les entregué las cartas a los guardias y les pedí que te las enviaran. Pero a saber qué harían los Denali con ellas. ¿Has recibido alguna?
Sentí una punzada en el pecho al oír su tono esperanzado.
—No —admití—. No me ha llegado nada tuyo.
Por un momento me planteé confesarle cómo había interpretado al principio su total silencio, el miedo irracional que me invadió. Pero entonces suspiró, apoyó la barbilla en mi cabeza, y todas las preocupaciones me parecieron demasiado bobas y lejanas como para justificarlas con palabras.
—Lo siento mucho —se disculpó.
—¿Qué decían las cartas?
Se echó un poco hacia atrás, con una sugerente expresión en los ojos verdes y las pestañas húmedas con algo que, si no lo conociera, me habrían parecido lágrimas incipientes. Me miró a los ojos, y parecía que lo que veía en ellos lo encandilara tanto como a mí lo que veía en los suyos.
Entonces asintió como si hubiera tomado una decisión.
—Decían esto —murmuró antes de darme un beso leve en los labios.
La parte racional de mi mente decía que no era el momento para hacer lo que estábamos haciendo. Los círculos oscuros que le asomaban bajo los ojos contradecían su afirmación de estar bien y yo no tenía claro que me estuviera diciendo la verdad sobre las tremendas marcas rojizas en las muñecas.
Además, debíamos hablar sobre lo que éramos el uno para el otro ahora que ya no había una prometida de por medio y lo único que se interponía entre nosotros era mi propia mortalidad.
Pero Edward me besaba con tal urgencia —las manos rodeándome la cara, enredándose en mi pelo; la prueba de lo mucho que me deseaba apretándose con ardiente urgencia contra mi cadera— que decidí que la conversación podía esperar.
—No he dejado de pensar en ti mientras estábamos separados —murmuró sin dejar de besarme las mejillas—. La pasión que pones en todo lo que haces, tu bondad de espíritu. Tu belleza. Tu amabilidad.
Las manos, ávidas de repente, subían y bajaban por mi espalda mientras sus labios, deslizándose por mi mentón, habían llegado a ese punto dulce e hipersensible en el que el cuello se une al hombro. Lo rodeé con los brazos para estrecharlo con mayor fuerza, sin darme cuenta siquiera de que me estaba conduciendo hacia la pared hasta que la sentí firme y sólida contra la espalda.
—Yo también he pensado en ti —le confesé, deleitándome en la forma en que colmaba mi cuerpo de atenciones. Seguíamos completamente vestidos, pero el tacto de sus manos a cada lado de mi cintura me quemaba a través de la camisa como si no llevase nada puesto—. Pensaba en ti todo el tiempo.
—Por favor, dime que vas a quedarte conmigo. —Sus palabras apenas eran un susurro contra mi hombro mientras me lo besaba—. Con tus convicciones y tu talento, es solo cuestión de tiempo que tu situación financiera mejore y ya no necesites nuestro acuerdo inicial. Pero…
En cuanto mencionó el motivo por el que en principio había ido a vivir con él me sacó del momento, al recordarme que no le había contado nada de la entrevista en Harmony. De repente me pareció importante que lo supiera.
—Puede que tengas razón en lo de la mejora de mi situación financiera.
Edward se detuvo en mitad de algo absolutamente delicioso que me estaba haciendo en el lóbulo de la oreja.
—¿Cómo?
—Mientras estabas fuera, tuve una entrevista en el colegio aquel. —Me resultó imposible ocultar la alegría en mi voz—. Creo que me fue bien. Bueno, aún no hay nada concretado. Pero tengo esperanza.
Hundió el rostro en el hueco de mi cuello y me estrechó con fuerza.
—Por supuesto que fue bien. Mi querida Bella, jamás dudé que los deslumbrarías por completo. Igual que deslumbras a todo el mundo. —Se detuvo—. Igual que me deslumbraste a mí.
Perdí la noción del tiempo que permanecimos abrazados en el salón. La mente me daba vueltas y vueltas. Puede que hubiera tenido razón desde el principio. Quizá, si creía en mí misma la mitad de lo que él creía en mí, no necesitaría compartir piso mucho más tiempo.
Pero aquello no alteraría mis sentimientos.
Ni el hecho de que desearía quedarme con él, aunque empezase a percibir un sueldo de forma periódica.
—No me atrevo a albergar la esperanza de que alguien como tú elija convivir con alguien como yo —prosiguió al cabo de unos instantes—. Pero eso no cambia lo mucho que deseo que, pese a todo, te quedes conmigo.
Tragué saliva con dificultad.
—¿Estás seguro? Algún día envejeceré. No tendré este aspecto para siempre.
—No me importa —respondió sin más. Entonces, con un brillo pícaro en los ojos, añadió—: Además, siempre seré mayor que tú.
Me reí a pesar de todo, antes de posar los dedos bajo su barbilla para que me mirase a los ojos. Su expresión estaba cargada de una vulnerabilidad tan dolorosa que me arrebató el aire de los pulmones.
Asentí.
—Quiero quedarme.
Cuando volvió a besarme, me convencí de que saber con exactitud qué vendría después todavía podía esperar.
