Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "My Roommate is a Vampire" de Jenna Levine, yo solo busco entretener y que más personas conozcan esta historia.


Epílogo

Un año después

Una vez acabada la jornada, estaba guardando mis cosas para irme a casa cuando el móvil me vibró varias veces: me habían llegado nuevos mensajes.

Tardé un minuto en encontrarlo en el bolso donde guardaba mi material artístico. Ahora que daba clases a tiempo completo y cada día tenía que llevármelo todo en el metro, el bolso que utilizaba era el más grande que había tenido nunca. Se diría que disponía como mínimo de una docena de bolsillos interiores, en los que las llaves y el móvil desaparecían una y otra vez.

Para cuando logré localizarlo, Edward me había mandado un buen puñado de mensajes.

Edward: Estoy esperándote delante de la entrada del edificio de Bellas Artes.

Llevo un atuendo que he elegido yo mismo esta tarde.

La camiseta de manga larga verde que te gusta con un pantalón negro.

Creo que le darás tu aprobación.

O, en cualquier caso, así lo espero.

Pero supongo que lo sabremos en breve.

Te echo de menos.

Una carcajada me ascendió por la garganta.

Edward A. Cullen, de trescientos cincuenta y un años, me enviaba mensajes con emojis.

Era casi imposible de creer.

Bella: Dejo guardadas un par de cosas y me voy. Esta semana hemos estado haciendo plástica, así que tengo el aula hecha un desastre.

Dame 15 minutos

Yo también te echo de menos

Lo encontré donde había dicho que estaría, a la sombra junto a la salida del pabellón de Bellas Artes de Harmony Academy. Estaba apoyado en el muro de ladrillos del edificio, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, enfrascado en el teléfono.

Mientras me acercaba, levantó la vista y me dirigió una enorme sonrisa.

—Ya estás aquí.

—Pues sí. —Le cogí la mano y le di un apretón—. ¿Qué tal el día?

Encogió un hombro.

—Bien. Aburrido. Me he pasado la mayor parte intercambiando mensajes con el agente inmobiliario; cree que para finales del mes que viene podremos firmar el contrato de nuestro nuevo hogar. —Calló un instante—. El resto del día me lo he pasado escuchando a Lorenzo hablar maravillas de su contadora.

Un grupo de alumnos de mi clase de soldadura de la tarde pasó a nuestro lado. Me saludaron con la mano y yo les devolví el gesto con una sonrisa. Todavía me costaba creer que tuviera aquel trabajo, con alumnos que me respetaban y deseaban oír lo que tuviera que decirles.

Cuando me volví hacia Edward, me miraba con una expresión tan ardiente que era casi inapropiada, dado que no solo nos encontrábamos en mi lugar de trabajo, sino también delante de un montón de críos.

—¿Enzo tiene contadora? —pregunté al tiempo que me subía un poco la correa del bolso por el hombro—. ¿En serio?

—Eso parece.

—¿Por qué?

—Hay que tener mucha experiencia para gestionar unas finanzas que se remontan doscientos años. —Me dirigió una sonrisa de medio lado—. Lorenzo nunca ha tenido cabeza para los negocios, cosa que no debería sorprenderte, pero con los años ha amasado una fortuna más que suficiente para sufragar su estilo de vida. En fin, por lo que se ve está encandilado con su contadora, que no tiene ni pizca de vampírico, lo que le está acarreando todos los problemas que puedas imaginar y alguno que otro que ni te imaginas.

Eso era más que probable.

—No hablemos más de Enzo —sugerí. Señalé con un gesto la colina que descendía desde el edificio de Bellas Artes hasta llegar al pequeño lago artificial situado en el centro del campus de Harmony y el sendero que lo rodeaba. La impresión que me había dado durante la entrevista el año anterior (que sería un lugar popular para pasear cuando hacía buen tiempo) había resultado cierta. Era el lugar favorito de todo el mundo para dar una caminata a la hora de comer, tras un partido de lacrosse o los viernes por la tarde—. ¿Te apetece dar un paseo conmigo?

Hacía calor para ser principios de diciembre y me apetecía disfrutar un poco más del exterior antes de volver a casa. El cielo encapotado hacía que no fuese demasiado incómodo para Edward, quien se había recuperado lo suficiente de su siglo de letargo accidental como para tolerar las excursiones diurnas siempre que hubiera bastante sombra. Además, eran las cuatro de la tarde en Chicago: de todas formas, el sol no duraría mucho.

Para mi sorpresa, Edward dudó y un gesto de aflicción asomó en su semblante.

—¿Qué sucede? —le pregunté preocupada.

—Nada. —Negó con la cabeza antes de forzarse a adoptar su expresión habitual. Me apretó la mano—. Un paseo alrededor del lago suena muy bien.


El sendero estaba más concurrido de lo habitual para ser martes, con grupitos de alumnos y hasta algunas personas sin relación con Harmony que disfrutaban del tiempo inusualmente agradable dando un paseo junto al lago. Aunque caminar por el campus solía ser una de mis actividades favoritas entre semana —a Edward le gustaba aprovechar su capacidad de permanecer despierto más tiempo durante las horas de sol—, el paseo no parecía haber calmado su agitación de antes. Se sobresaltaba cada vez que nos rebasaba un grupo bullicioso de alumnos y los dedos de la mano que no sostenía la mía tamborileaban sin parar contra el muslo derecho.

Cuando dio un respingo que casi lo levantó del suelo porque un pato había empezado a parparle con fuerza a algo que debía de haber visto entre la hierba, me detuve y le tiré de la mano.

—Pero ¿qué pasa?

—¿Cómo? —respondió con la mirada fija en el pato, que ahora regresaba al agua haciendo ruido—. No pasa nada. ¿Por qué crees que pasa algo?

Su voz sonaba media octava más aguda de lo normal y las palabras le salían de la boca al doble de la velocidad habitual.

—Suposiciones mías —dije, mirándolo de reojo.

—No pasa nada —repitió. La mandíbula no dejaba de movérsele mientras dirigía la mirada a sus pies, al agua, a las nubes en el cielo —. Te lo prometo. ¿Podemos… seguir paseando?

La última vez que lo había visto así de agitado fue cuando hablamos de mudarnos juntos a un nuevo apartamento. Uno que no pareciera solo suyo. Uno que careciera de los desagradables recuerdos del siglo que se había pasado sin ser capaz de percatarse de lo que sucedía a su alrededor.

Algo le pasaba, eso estaba claro.

—Sea lo que sea —dije en el tono más amable que era capaz de emplear—, puedes contármelo.

Cerró los ojos y suspiró trémulo.

—Hay algo que me gustaría pedirte.

Hundió la mano en el fondo del bolsillo del pantalón de pinzas.

Cuando volvió a sacarla, sostenía una cajita de terciopelo.

El corazón se me paró.

—No tengo derecho a pedirte que te quedes a mi lado para siempre —dijo. Su voz recobró la cadencia y el tono habituales. Me pregunté si acababa de dar comienzo a un discurso que hubiera ensayado durante las largas horas que en los últimos meses yo había pasado lejos del apartamento, desde que empecé a trabajar en Harmony—. Pero nunca he dicho que no fuera un hombre egoísta. Ni que fuera un buen hombre, ya que nos ponemos.

—Pues claro que no eres egoísta —recalqué—. Y eres una de las mejores personas que conozco.

Quitó importancia a mis palabras con un gesto.

—Esas son cuestiones en las que nuestra opinión puede diferir, supongo. En cualquier caso, lo que me gustaría pedirte es… —Fue incapaz de seguir. Cerró los ojos. Negó con la cabeza—. De lo que he venido hoy a hablar contigo es…

—Quieres que me lo piense —lo interrumpí.

Una bandada de patos atravesó bamboleante el sendero a unos metros de nosotros, sin dejar de graznar ruidosamente entre ellos mientras mi mundo entero se ponía patas arriba.

Edward asintió con lentitud.

—Sí —musitó.

Entonces abrió la caja que tenía en la mano.

Nunca le había dado demasiadas vueltas a cómo me gustaría que fuera mi anillo de compromiso si alguna vez me ofrecían uno.

Los diamantes siempre me habían parecido más o menos bonitos, pero algo sosos y faltos de carácter. Jamás me vería llevando uno…, ni en la mano ni en ninguna otra parte.

El anillo que reposaba en la caja de terciopelo negro tenía un rubí de color sangre en el centro, más o menos del tamaño y forma de una moneda de un centavo, pero tallado con unas curiosas facetas que atraparon la luz del sol cuando las manos trémulas de Edward hicieron que se agitara un poco.

Puede que nunca hubiera pensado demasiado cómo quería que fuera mi anillo de compromiso, pero al instante supe que jamás vería uno más bello o más perfecto que ese.

—Si te digo que sí —aventuré, con la respiración cada vez más acelerada—, tendrás que enseñarme qué hacer.

Me atreví a mirarlo a la cara. Me observaba con una expresión que no pude descifrar.

—¿Enseñarte qué hacer? —repitió.

—Sí —respondí—. Ya llevo un año viviendo contigo, pero has tenido muchísimo cuidado de ocultarme los… aspectos más peliagudos. Necesito saber con exactitud qué me espera si…

Dejé la frase inacabada, tratando de formular el resto de lo que tenía en mente de un modo que no asustara a nadie que pasara cerca.

—¿Si…? —me animó Edward.

—Si me lanzo a ello —respondí de sopetón. Ya estaba. Con eso bastaría. Enarqué las cejas de forma significativa.

De pronto entendió lo que intentaba decirle.

—Sí, por supuesto. Mi amor…, te lo contaré todo —prometió Edward, y sus palabras fueron como un torrente de sinceridad—. Te mostraré todo lo que quieras ver. Si, una vez que lo hayas presenciado y sepas cómo sería contigo, dices que no…

—Lo entiendo —le corté.

—Y yo también lo entenderé —afirmó—. Lo que decidas. Este anillo es solo una promesa de que…

—Me lo pensaré —concluí.

—Sí.

Satisfecha, le ofrecí una sonrisa franca. Y le tendí la mano izquierda.

Sentí la frialdad del rubí contra la piel cuando me deslizó el anillo por el dedo. Una vez en su lugar, ambos nos quedamos mirándolo, incapaces de creernos del todo lo que acababa de suceder hasta que el sol comenzó a ocultarse de lleno en el horizonte.

Sin dejar de sonreírle, lo agarré de la mano.

Y él me llevó a casa.


NOTA:

Llegamos al final de la adaptacion y del especial Spooky de este año, espero que les haya gustado esta historia, es de mis favoritas del año y quise compartirselas. Nos leemos despues.