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Julio
—Los pies fuera del puto mueble. —Theo pateó los tobillos de Blaise, tirándolos de donde estaban apoyados en la mesita. Draco puso los ojos en blanco, aceptó la bebida que le tendió Theo y se permitió una sonrisa genuina por primera vez en meses.
Blaise, eternamente indiferente a la ira de Theo, se limitó a sacar su pitillera y encender un cigarrillo en una muestra alternativa de fastidio. Theo lo fulminó con la mirada, soltó un gruñido bajo y frustrado y dejó la bebida de Blaise fuera de su alcance.
Whisky, cigarrillos y bromas entre Blaise y Theo. No era la peor manera de pasar un viernes por la noche y, a decir verdad, dudaba que algo pudiera desanimarle después de recibir una lechuza de Hermione aquella tarde.
Había vuelto de Australia.
Planeaban encontrarse en el Callejón Diagon al día siguiente: Sábado.
Una velada sencilla y previsible, con copas y amigos, parecía una buena manera de culminar un día tan esperanzador.
Entonces Pansy Parkinson atravesó el Fu, les dirigió a todos una severa mueca burlona y anunció que eran unos viejos aburridos.
—Me estoy esforzando por restablecer este grupo de amigos y vosotros tres preferís holgazanear un viernes por la noche, —dijo, sacándolos del salón y llevándolos a uno de los muchos espacios de entretenimiento de la mansión. Esta sala en particular incluía un bar grande y bien surtido y una espaciosa mesa redonda.
—¿Los insultos forman parte del restablecimiento de un grupo de amigos? —preguntó Draco, incapaz de reprimir una sonrisa.
—¿E invitándote a ti misma? —añadió Theo.
Se encogió de hombros y les señaló la mesa con una silenciosa petición de que se sentaran todos. Theo y Draco obedecieron; Blaise asaltó la barra y dejó caer más bebidas y aperitivos sobre la mesa antes de tomar asiento también.
Pansy sacó una baraja de un bolsillo cómicamente pequeño de su ajustado vestido que debía de tener un amuleto de extensión.
—También planea robarnos, —dijo Blaise, totalmente imperturbable, mientras se recostaba en su asiento y apoyaba los pies en la mesa. Dio una larga calada a su cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo abovedado.
Draco casi se echó a reír al ver cómo se movía la mano de Theo, demasiado lejos para golpear los pies de Blaise o el cigarrillo. Pansy empezó a repartir las cartas, sin haber explicado aún a qué jugarían o con qué amplitud pensaba liberarlos de su dinero. A Draco no le habría preocupado mucho antes, pero ahora apenas tenía dinero para gastar en la despiadada habilidad de Pansy para apostar y jugar mejor que ellos sin apenas pestañear. Solo podía suponer que había perfeccionado sus habilidades en los años transcurridos desde la última vez que había jugado con ella.
—Así es como va a funcionar esto, —empezó Pansy, moviendo la cabeza de tal forma que su flequillo se balanceó como una cortina antes de volver a su perfecta posición neutral—. Voy a deciros que sí, que me mudé a Francia durante unos años y que sí, que me vino bien desconectar de este lugar durante un tiempo. Pero también sí, echaba de menos estar aquí y sí, os echaba de menos a todos. Y sí, estoy siendo obscenamente sincera cuando lo digo, así que no volveremos a sacar el tema. Y sí, ahora me quedo para siempre, así que sí, estáis todos atrapados conmigo otra vez. ¿Alguna pregunta?
—Vasa decirnos eso, ¿verdad? —Draco levantó una ceja.
—Acabo de hacerlo, ¿no?
—Si tú lo dices, —se encogió de hombros, con una sonrisa robándole la expresión.
Le tiró una pequeña aceituna a la cara.
—Yo también te eché de menos, Pans.
—Sí, ya cubrimos la parte en la que me echaste de menos durante tu, —ella hizo una mueca—, enfermedad.
Theo resopló.
—Esto no está tan mal. Me recuerda a mi cumpleaños que pasamos bebiendo con Granger.
Las dos patas de la silla de Blaise volvieron a hacer contacto con el suelo mientras sus pies caían de la mesa, riendo con un volumen y una fuerza sorprendentes. Blaise, de entre todas las personas, no solía reír de forma sonora e inesperada.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Theo, con los ojos entrecerrados.
Blaise hizo un gesto hacia Draco.
Los hombros de Draco se tensaron. Podía sentir cómo se le erizaba el vello.
—¿Te importaría explicarte o estamos jugando a las adivinanzas?
La risa de Blaise se apaciguó, las facciones se neutralizaron mientras los agraciaba con su perspicacia.
—Tenía que recordarte que estabas prometido.
—Gracias por aquello, por cierto, —refunfuñó Draco.
—Granger también necesitaba el recordatorio.
—De nuevo, muchas gracias.
—Y a los dos os hizo falta que os señalaran que no habíais invitado a Astoria. Probablemente por alguna razón.
Las palabras de Draco se derramaron con más sinceridad cuando lo dijo esta vez.
—Gracias, por aquello, entonces. Creo.
Pansy carraspeó frente a ellos e inclinó la cabeza hacia un montón de monedas que había en el centro de la mesa.
—Entonces, para que quede claro, ¿apoyamos lo de Granger? —preguntó.
—Sí, —respondieron Theo y Blaise simultáneamente.
La rapidez con la que ofrecieron su acuerdo dejó realmente atónito a Draco, arraigándolo a su asiento por un momento mientras giraba, observándolos. Theo le ignoró y continuó.
—Y suponiendo que Draco arregle este puto desastre cuando la vea mañana, tú también podrás experimentar la alegría que es Granger borracha.
—No puedo esperar, —dijo Pansy.
—No, de verdad. Sabe todo tipo de cosas extrañas y fascinantes. Estoy recibiendo una educación muggle adecuada.
—Va a tener que vestirse mejor si se espera que socialice con ella. —Pansy arrojó otro galeón al centro de la mesa—. Supongo que siempre puedo llevarla de compras, si es necesario.
—Me gusta como viste, —dijo Draco, dejando las cartas en la mesa.
La sonrisa de Pansy, enfermizamente dulce y recubierta de condescendencia, lo irritó incluso antes de que dijera una palabra.
—Claro que sí, cariño. Estás perdidamente enamorado de ella.
Draco entrecerró los ojos, frunciendo el ceño. Una sensación de dolorosa exhibición le hizo desear encogerse, desvanecerse.
—No pongas esa cara, —dijo Pansy—. Si sirve de algo, ella también está perdidamente enamorada de ti.
—¿Y lo sabes por haber comido una vez con ella?
La cabeza de Pansy se tambaleó de un lado a otro como si no pudiera decidir si su mandíbula tenía que colgar abierta de incredulidad o si necesitaba sacudirse la estupidez de todos los demás de su pelo perfecto.
—No es de extrañar que todo se vino abajo sin mí aquí. Hombres.
Blaise emitió un sonido que podría calificarse generosamente como otra pequeña carcajada.
Pansy levantó las cejas y miró a los tres, como si esperara una réplica, una respuesta o algo parecido a una explicación. Suspiró; había refinado la eficacia de ese sonido tan sufrido durante su estancia en Francia. Con un solo suspiro sonaba realmente asediada, desgastada por la guerra.
—A mí me parece, como observadora totalmente imparcial y ajena al tema, que es un poco más complicado que eso. —Recogió el montón de oro del centro de la mesa y lo arrastró hacia ella. ¿Había ganado? Draco no había estado prestando atención—. Parece más bien que los dos os acobardasteis cuando ambos os disteis cuenta de lo enorme y difícil que es ser Draco Malfoy y Hermione Granger en una relación duradera.
Se encogió de hombros como si fuera obvio y repartió otra mano.
—No es gratis ser vosotros dos. Os va a costar, —frunció el ceño cuando hizo contacto visual con Draco, la voz se deslizó hacia algo desdeñoso—, bueno, os ha costado todo, ¿no? Demasiado, en mi opinión. Pero al parecer, demasiado si le preguntas a ella también. —No empezó a jugar, pero dejó las cartas sobre la mesa con demasiada fuerza. El desdén en su tono aumentó—. Quiero decir, ¿qué mujer en su sano juicio quiere que alguien a quien ama pierda su familia y su nombre y su dinero y su casa por su culpa? Así que sí, de la única comida que tuve con ella me quedó la sensación de que la gran Hermione Granger sigue siendo del tipo sacrificado.
Draco abrió la boca para decir... ¿algo? ¿alguna cosa? No sabía si tenía que defenderse a sí mismo o a Hermione.
—Y tú, —continuó ella antes de que Draco pudiera emitir sonido alguno—. Bueno, le diste la razón, ¿no? Ella dijo que el coste no merecía la pena y tú estuviste de acuerdo. Cuanto antes os deis cuenta, idiotas, de que vuestra relación va a tener costes y decidáis si estáis dispuestos a pagarlos o no, mejor. —Terminó con una respiración pesada, casi enfadada, agitada por la forma en que volvió a hacerse con las cartas, desvió la mirada entre los tres y luego espetó—: ¿A quién le toca?
Theo, valiente como era, intentó responder.
—Yo creo...
—Y no me hagáis hablar de vosotros dos, —dijo, señalando con el dedo entre Theo y Blaise.
—¿Nosotros? ¿Qué hemos hecho? —preguntó Theo.
Blaise respondió en su lugar.
—Creo que ya hemos tenido suficiente psicoanálisis brutal por una noche, Pans. Encantado de tenerte de vuelta.
Ella puso los ojos en blanco y mantuvo el contacto visual el tiempo suficiente para que Draco tuviera la sensación de que estaban intentando una conversación silenciosa. Él dio un sorbo a su whisky en lugar de involucrarse. Ya había tenido bastante con los consejos de Pansy sobre relaciones por una noche. Le dolía el pecho.
Tenía una extraña habilidad adivinatoria para ver a través de él, a través de la mayoría de la gente, y cortar por lo sano para desangrarle y quitarle sus excusas. Su precisión le molestaba.
Draco había pasado la mayor parte del último año buscando a tientas una relación diferente y más distante con su padre, luchando por encontrar el camino correcto. Intentando proteger a Hermione de la debilitante decepción que suponía la aparente falta de voluntad de sus padres para cambiar, había dejado que ella alimentara una esperanza poco realista. Y entonces, en Navidad, perdió la calma, dejó que años de resentimiento se acumularan y explotaran, literalmente, de un modo que puso a Hermione en peligro, pero también puso de manifiesto lo tóxicos y carentes de arrepentimiento que eran realmente sus padres.
Hermione sabía que estaría enemistada para siempre con Lucius Malfoy, y no quería lo mismo para Draco. Y aunque sentía que ella lo había abandonado, que se había rendido y lo había dejado de lado, él también se había rendido, y con menos lucha de la que ambos merecían. Se había revolcado durante meses en lugar de acercarse a ella. Se había dicho a sí mismo que era porque ella no quería. Pero al igual que con Pansy, su falta de acción probablemente tenía más que ver con sus propios miedos a ser rechazado, por partida doble, que con su comprensión de los deseos de ella.
Necesitaban algo de espacio y tiempo, pero acabaron teniendo demasiado de ambos.
Pansy soltó un suspiro, rompiendo su silencioso enfrentamiento con Blaise.
—Sí, me alegro de haber vuelto. —Volvió a centrar su atención en Draco y necesitó una vergonzosa cantidad de autocontrol para no retroceder ante su inspección una vez más—. Entonces, ¿creemos que Granger es una chica de bodas en primavera o verano?
—
Por un lado, los viajes de Draco a Gringotts llevaban mucho menos tiempo cuando no tenía que viajar tan profundo bajo tierra para visitar las bóvedas generacionales. Por otro lado, no tener acceso a esas bóvedas inspiraba a Draco un nuevo tipo de ansiedad en lo más profundo de su estómago que nunca antes había conocido: inseguridad financiera.
¿Se sentía así la mayoría de la gente? ¿Era así como se sentía uno cuando navegaba por el mundo y no tenía la posibilidad de comprar lo que quisiera? No le importaba mucho, como demostró el dolor que sintió en la mandíbula cuando se dio cuenta de que había estado rechinando los dientes.
Deslizó el joyero por el escritorio: la última de las reliquias de los Malfoy que regresaba a las bóvedas a las que ya no tenía acceso.
Les había devuelto el anillo un mes antes, pero se había olvidado del collar de rubíes, el que, de todos modos, nunca le había regalado con éxito. La mayoría de las veces le traía recuerdos desagradables y, sin embargo, al ver cómo el duende cruzaba el escritorio y se llevaba la caja plana de terciopelo, Draco sintió que había perdido algo precioso.
—El señor y la señora Malfoy han renunciado formalmente a reclamar cualquier resto de mobiliario o pertenencias del piso confiscado, —dijo el duende, deslizando un pergamino hacia Draco.
Apretó los dientes. Lo sabía, pero tenerlo por escrito le crispaba los nervios. Querían que les devolviera las joyas caras y nada más. Se habían lavado las manos. Pronto le quitarían también las protecciones, la magia familiar, la magia de sangre. Todo.
—¿Hay algo más que Gringotts pueda hacer por usted hoy, Sr. Malfoy?
—Sí, —dijo.
El duende esperó a que se explicara. Draco se preguntó brevemente por qué no le habían ofrecido champán. Tal vez era otra cosa que ya no podía permitirse ahora que podía permitirse muy poco.
—Necesito abrir una cuenta nueva. La mía, claro.
—Hay un depósito mínimo de veinte galeones para la apertura de cuentas.
Las muelas de Draco hicieron un ruido inquietante al cerrar la mandíbula y morder lo que quería decir. Al fin y al cabo, tenía un negocio y unos ingresos estables. La tienda funcionaba bien y, desde luego, Blaise sabía administrar sus finanzas. Que ese duende pensara que no le quedaban ni veinte galeones a su nombre después de que le hubieran desheredado...
Respiró hondo.
—Por supuesto. Conozco el depósito mínimo, —porque lo había comprobado, mortificante como había sido tal pensamiento—, y lo tengo preparado.
Depositó los galeones sobre el escritorio. El duende apenas pestañeó, recogió el oro, lo contó y anotó los totales en su libro de contabilidad.
—¿Será el titular principal de la cuenta?
—Sí.
—¿Desea que algún secundario o autorizado tenga acceso a la cuenta?
Surgió de él por impulso. Un impulso estúpido, salvajemente optimista.
—Sí.
—¿Nombre?
—Hermione Jane Granger.
El duende levantó la vista del libro de contabilidad, frunció el ceño y repitió el nombre de Hermione.
—Sí, —confirmó Draco—. Hermione Jean Granger.
—El titular secundario de su cuenta tendrá que presentar su varita para inspección y verificación de acceso para completar el proceso.
Draco asintió.
—Por supuesto, —dijo. Se obligó a creerlo. Iba a encontrarse con ella en menos de una hora. Y le iba a ir bien. Podía sentirlo, podía manifestarlo, si se esforzaba lo suficiente. Iba a ir jodidamente bien.
—
Quedar para tomar un helado había sido idea suya. Le gustaba pensar que la elección tenía algo de sentimental, como recordatorio de dónde había empezado todo: él llevándole helado cuando no tenía por qué hacerlo.
Estaba cerca de la puerta de Florean Fortescue. Un vistazo a su reloj de bolsillo le dijo que había llegado pronto después de una reunión tan expeditiva en Gringotts. Esperar no era bueno para él; le agitaba los nervios. Le hacía mover la pierna. Golpeándose los pantalones con los dedos. Contando los segundos que juraba oír en el reloj que llevaba en el bolsillo.
Volvió a cogerlo, el metal frío le rozaba las yemas de los dedos. Ella se lo había arreglado una vez, hacía mucho tiempo. Antes de que pudiera sacarlo del bolsillo y confirmar por enésima vez que, efectivamente, aún no era la hora, vio acercarse sus rizos alborotados.
Vio el momento exacto en que sus ojos lo encontraban, un pequeño surco de preocupación que se alisaba entre sus cejas.
No se permitió pensar demasiado en sus actos. Simplemente hizo lo que era natural, lo que siempre había sido tan natural con ella. La saludó con un ligero abrazo, la barbilla contra sus rizos, saboreando la sensación de sus brazos rodeando su torso, aunque solo fuera por ese momento.
Dio un paso atrás, con una sonrisa cautelosa en los labios.
—Hola, —dijo ella.
—Hola. —Inclinó la cabeza hacia la puerta—. Tienen de caramelo de manzana otra vez.
Su sonrisa se dibujó más brillante.
—¿Sí? Hacía tiempo que lo habían retirado.
Ella le siguió al interior, y lo que podría haber sido una incómoda reintroducción, haciendo cola en una heladería, se sintió casual, agradable. El silencio no parecía condenatorio. Era como solía ser con ella: fácil, un respiro natural del bullicio de la vida que les rodeaba. Le gustaba compartir silencios con ella.
Pidieron. Ni siquiera se molestó en ofrecerse a pagar. Ella forzó su dinero sobre la encimera antes de que él hubiera terminado siquiera de pedir su sabor.
Cuando se sentaron en una esquina junto a la ventana, con una hermosa vista de la calle, ella le sonrió. Algo cautelosa, algo esperanzada.
—Hola.
—Hola, —volvió a decir, devolviéndole la sonrisa.
—Lo siento, —dijo, exhalando—. Estoy nerviosa. —Dejó escapar una risa incrédula y entrecortada.
—Eso es ridículo. Solo soy yo... solo nosotros.
Ella asintió, levantando el pecho y los hombros al inspirar. Él la vio contener el aire durante un instante y luego, lentamente, lo soltó, con los hombros hundidos y la tensión relajada.
—¿Qué tal Australia? —le preguntó. Con diligencia, se obligó a no mirar su boca mientras comía un bocado de helado. Sin embargo, el pensamiento lascivo estaba ahí, plantado en su cerebro con ecos que recordaban lo que esa boca podía hacer, cómo sabía, cómo se sentía.
—Oh, estuvo... estuvo bien. Bien, en su mayor parte. —Inclinó la cabeza una vez, con las facciones contraídas mientras determinaba cómo redactar lo que iba a decir a continuación. Echaba de menos ver ese proceso—. A veces fue un poco incómodo. Pero creo que lo necesitábamos. Una noche nos echamos a llorar con una botella de vino.
—Lo siento. Ojalá hubiera podido ayudar.
Miró su helado y luego volvió a mirarle a él. Sonrió, pequeña pero brillante.
—Yo también. —Hizo girar la cuchara en el bol—. ¿Te sientes mejor?
—Mucho. —Se permitió una sonrisa—. La recuperación de un resfriado desagradable es en realidad bastante rápida cuando tomas las pociones y dejas que la gente te ayude.
—Imagínatelo.
—Notable, de hecho.
—Tenías un aspecto bastante patético.
Asintió.
—Me puse enfermo el día de mi cumpleaños y... bueno, mi madre no me envió ningún caramelo este año, como es lógico. Supongo que me sentí un poco mal por mí mismo.
No lo dijo, pero sabía que estaban en la misma página, encontrándose en algún punto intermedio.
Tampoco la tenía a ella.
Había estado concentrándose en su expresión, intentando no parecer demasiado serio, demasiado adusto, demasiado acusador, cuando la mano de ella encontró la suya sobre la mesa, con dedos fríos envolviendo su palma.
—Han sido unos meses duros, —dijo—. Siento no haber estado ahí. Con tus padres, yo solo...
Sacudió la cabeza y la detuvo.
—Lo sé.
Respiró hondo, haciendo una mueca de dolor mientras se mordía el interior de la mejilla.
—Me arrepiento, —dijo, con los ojos fijos en sus manos. Parecía un poco inestable, pero su voz era clara y uniforme—. Intentaba protegerme y, bueno, tomé la decisión por ti, por nosotros, de que no merecía la pena perderlos. No volveré a hacerlo, no importa lo que seamos el uno para el otro.
—No. Hermione, te dejé hacerlo. Decidí que era malo para ti. Y debería haberte dicho lo malo que era... con ellos. Debería haberte elegido a ti. —Titubeó, en busca de su propia versión de la perspicacia de Pansy—. Nunca será fácil, ser nosotros. Pero mereció la pena. Merece la pena.
Ella asintió, con los dedos presionando contra los suyos.
—Lo siento. —Esta vez, cuando lo dijo, tenía un punto final.
—Yo también. —El suyo también.
Siguió su mirada, observando sus manos entrelazadas.
—¿Podemos, —tragó saliva a media frase, apretándole la mano—, fingir que ha sido un mal sueño? ¿El comienzo de este año?
Lo deseaba.
—No lo creo. Fue horrible. ¿Pero fue... bueno? Porque ahora lo sé, y con absoluta certeza. —Hizo una pausa. Se preparó. Preguntó—. ¿Y tú?
Parpadeó, con la pregunta asentándose en su piel, dentro de su cerebro. Tardó un momento, tal vez, en comprender el alcance de lo que él quería decir. Pero cuando lo comprendió, su sonrisa le dejó sin aliento, robándole oxígeno a cada segundo que se extendía.
Los años pasaban en instantes, futuros enteros abandonados volvían a su lugar, eran posibles una vez más. Unirse siempre había sido fácil cuando lo permitían, cuando dejaban de luchar contra sí mismos, cuando se dejaban llevar por la corriente que los arrastraba. Podrían haber luchado. Podrían haber ido de un lado a otro, escudriñando sus culpas, crímenes y agravios mutuos. Pero en lugar de eso, en un simple momento que alivió seis meses de dolor en un abrir y cerrar de ojos, decidieron seguir adelante.
—Ven a mi piso, —dijo ella.
Resopló incrédulo, el último aire que le quedaba. Se rio, sintiéndose tan ligero, tan genuinamente esperanzado.
—¿Para?
—Para siempre.
—
Apenas habían dado un paso para salir del Flu y entrar en el estrecho piso de Hermione, cuando esta rompió a llorar. Luego gimió, secándose la cara. Draco se echó a reír, se acercó a ella, se metió en su espacio y le acunó la cabeza entre las manos, con los pulgares secándose las lágrimas calientes.
—¿Abrumada? —preguntó.
Ella también se rio, pero parecía bastante molesta. Asintió con la cabeza.
—Te he echado mucho de menos. —Su voz casi se quebró al final, secándose las lágrimas de la cara con una determinación que decía que no lloraría más. En su lugar, sus manos encontraron la camisa de él y sus dedos caminaron desde las costillas hasta el centro del pecho. Sus manos se aplastaron, con las palmas apretadas contra él. Luego se curvaron, arrugando la camisa en su agarre.
—¿Por favor? —pidió ella.
Y él sabía todas las maneras en que ella lo había dicho.
Por favor, quédate.
Por favor, abrázame.
Por favor, perdóname.
Por favor, bésame.
Lo sabía, porque también las pensaba para sí mismo.
Sus manos se movieron una frente a la otra. La derecha viajó desde su mejilla hasta la parte posterior del cráneo, enroscándose en sus rizos y tirando suavemente para inclinarle la cabeza hacia arriba. La izquierda descendió desde la mandíbula hasta el cuello, con los dedos recorriéndole suavemente la garganta, entre los pechos, hasta la cintura, donde la rodeó con el brazo.
Pagaría cualquier precio por esto.
Cuando la besó, justo delante de la rejilla del Flu, en un piso diminuto que nunca había visto antes, después de meses desamparado, solo y, literalmente, sin hogar, sintió que por fin había encontrado su lugar. No necesitaba una mansión ni un piso caro. No necesitaba bóvedas generacionales en Gringotts ni un nombre que le abriera puertas.
La necesitaba a ella, y el fuego que se disparaba a través de él cuando saboreaba sus labios, inhalaba sus suspiros, compartía su aire.
Le atrapó el labio inferior entre los dientes y aplicó suficiente presión para que ella gimiera, con las manos agarrando y tirando de su camisa. Él sonrió satisfecho cuando le soltó el labio y le besó la mandíbula en dirección a la oreja.
—¿Me haces una visita guiada? —preguntó, sabiendo que ella sería capaz de oír la sonrisa en su voz.
Se le escapó el aliento, una especie de media risa, medio gemido. Sus manos se apartaron del pecho de él, se enredaron en su cinturón y lo cogieron por la cintura mientras ella lo alejaba de Flu.
—Sí, —dijo—. Este es el salón, muy pequeño. Como puedes ver, no tengo muchos muebles. Una mesita baja, aquí, y un sofá que gané en una apuesta bastante imprudente. —Tiró de él hacia él, los giró y lo empujó hacia los cojines de terciopelo verde. Un parpadeo después, se colocó en su regazo, con las rodillas apoyadas en sus caderas, mientras sus manos volaban hacia su mandíbula, exigiendo otro beso.
Un gemido se escapó de su garganta cuando sus manos recorrieron la parte superior de sus muslos, deslizándose hasta su culo. Tiró de sus caderas contra las suyas, sin arrepentirse de la forma en que la embestía, indecentemente excitado después de haber pasado tanto tiempo sin ella.
—Tengo muebles de sobra, —le dijo, aferrándose a la piel de la base de su garganta mientras ella echaba la cabeza hacia atrás. Deslizó las manos por debajo del jersey y se lo subió por la cabeza—. Estar en un salón de baile no les sirve de nada.
Llevaba un sujetador de encaje verde, el mismo que le había comprado para su cumpleaños el año anterior. No tenía intención de perder el control de su voz, pero el sonido que escapó de sus pulmones sonó sobre todo inhumano, salvaje en su deseo abrumador.
—¿Te lo has puesto para mí? —le preguntó mientras recorría con la lengua los bordes de encaje. Supuso que ella asentía por la forma en que sus rizos se movían en su periferia. Si ella había querido responder con la voz, el sonido quedó atrapado en su garganta, borrado por la respiración jadeante que soltó cuando la lengua de él le rodeó el pezón por encima del encaje de su bonito sujetador.
Ella respiró entrecortadamente, le puso las manos en los hombros y luego en el cuello, tanteando los botones.
—Sí, —dijo finalmente—. Esperaba. Echaba de menos... solo, esperaba.
—Eres preciosa, —le susurró a su piel mientras le desabrochaba más la camisa. Cuando por fin se la abrió, sus manos recorrieron su pecho. Ella soltó una risita.
—¿Qué?
—Pansy Parkinson, de entre toda la gente, me envió una lechuza y me amenazó con hacerme daño físico si hoy no me ponía mi lencería más bonita.
—Es más mandona que tú.
—Tenía razón, la necesitaba. —Y con eso, ella golpeó sus caderas contra él de nuevo, forzando un gemido de su garganta.
—Granger, —casi gruñó—. Me encanta este sofá. He echado de menos este sofá. Pero no voy a follarte en él ahora mismo. Te voy a tener en una cama. —Se movió hacia delante, con las manos bajo el culo de ella, y la levantó de su regazo.
Suspiró, dramática y exagerada, con una sonrisa gloriosa que la delataba. Se levantó y le cogió del brazo, tirando de él también.
—Por aquí.
Necesitaba recuperar el aliento. Necesitaba ir más despacio. Solo un poco, lo suficiente. Quería saborear esto, saborearla a ella, saborear este pequeño puto piso y todos los lugares en los que podría amarla.
—¿Qué pasa con mi visita guiada? —preguntó mientras se levantaba, con una sonrisa de satisfacción firmemente instalada en su cara.
Puso los ojos en blanco y señaló al azar el espacio que les rodeaba.
—Bueno, desde aquí se ve toda la cocina porque es un piso muy pequeño. Ni siquiera tengo una mesa de cocina todavía, pero si la tuviera, iría justo aquí, —más gestos vagos—, por ahora solo he estado usando el sofá...
—Buenas encimeras, —dijo él, cortándola.
Su cabeza se ladeó, un rayo de confusión mezclado con frustración mientras le repetía.
—¿Buenas encimeras?
Volvió a acortar la distancia entre ellos, sus dedos se engancharon fácilmente a su cintura, bailaron a lo largo de las costillas, viajaron hacia su columna vertebral. Se inclinó.
—La altura perfecta, —dijo, y la levantó, dando dos grandes zancadas para plantarla sobre la encimera en cuestión. Amortiguó su risa sorprendida con la boca y la atrajo hacia sí para darle otro beso.
Sus dedos trabajaron el botón de sus vaqueros, sus labios todavía desesperados por devorar cada centímetro de su piel mientras lo hacía. Ella hablaba mientras se retorcía, palabras entrecortadas mientras se contorsionaba e inclinaba para que él pudiera quitarle la ropa.
—Creía, —se inclinó hacia la izquierda, apoyando la mano en su hombro—, que querías el dormitorio. —Ella se inclinó hacia la derecha y él le bajó los vaqueros de un tirón. También las bragas.
—Sí, y llegaremos, —dijo él, arrodillándose mientras le daba un beso en la cara interna del muslo. La empujó hacia delante, hasta el borde del mostrador—. Pero primero...
Ella gimió y golpeó la encimera con la mano cuando él la saboreó. Le levantó las rodillas por encima de los hombros y la agarró por las caderas para mantenerla en su sitio, mientras volvía a pensar en todas las formas en que podía usar la boca para hacerla gemir, suspirar y agitarse de lo lindo.
Un oh casi inaudible se transformó en un gemido cuando una de sus manos encontró el pelo de él, arrastrando las uñas por él. Chupó directamente su clítoris, haciendo girar la lengua de tal forma que su aguda inhalación pareció sorprenderla incluso a ella.
Algo cayó con estrépito en el fregadero junto a ellos: un tarro o un cuenco o cualquier otra cosa sin importancia.
Él aflojó el agarre de sus caderas justo cuando los dedos de ella volvían a rozarle el cuero cabelludo.
Deslizó un dedo dentro de ella, luego otro, retorciéndolo, arrastrándolo y tirando. Le costaba creer lo poco que había tardado, lo cerca que había estado y lo preparada que estaba, reducida ya a un desastre retorciéndose sobre la encimera.
El oh llegó fuerte, esta vez.
Sus manos no se separaron del pelo de él hasta que recuperó el aliento tras el orgasmo. Se sentó más erguida cuando él se puso en pie, empuñando con las manos su camisa abierta y tirando de ella hacia él antes de quitársela de los hombros. Se aferró a él, en sujetador y sin nada más.
Le besó el centro del pecho y el calor irradió desde el punto de impacto.
Ella le besó la base de la garganta, y le cortó la respiración, con la mano enroscada alrededor de su cintura.
Le recorrió el brazo con los dedos, cogiéndole la mano izquierda con la derecha.
Ella le susurró al oído mientras le desabrochaba el sujetador.
—¿Te quitas el glamour? —preguntó ella, con palabras apenas audibles. Sus ojos se desviaron hacia el brazo izquierdo de él, que sostenía entre los dos—. No los necesitas. Y menos conmigo. Yo también me desharé de los míos.
Esperaba sentir en el pecho una punzada de pánico, de miedo, una exposición que le dejara en carne viva. Sintió algo de miedo, pero, sobre todo, inexplicablemente, sintió algo parecido a la paz: resignación sin sensación de fracaso. Confiaba en que ella no le juzgaría por la vil marca de su brazo, que no le miraría de otra manera. No después de tanto tiempo.
Sacó la varita del bolsillo del pantalón y se lanzó un finite silencioso. Hermione ni siquiera echó un vistazo a su Marca Tenebrosa. En lugar de eso, cogió su varita y tiró de ella tímidamente, con un ¿Puedo? tácito grabado en la mandíbula. Con su varita, se lanzó un finite sobre sí misma.
Sabía que había estado ocultando las ojeras; no sabía nada de la cicatriz que tenía sobre la ceja derecha. Minúscula, casi invisible, probablemente completamente imperceptible para todos con los que se cruzaba a diario. Pero Draco había estudiado sus rasgos, la cara que los tenía.
Había reventado toda la cristalería y a ella le goteaba un chorrito de sangre por un lado de la cara.
—Puedo desvanecerla por ti.
—No, Draco. Ahora no. Más tarde, —suplicó con los ojos—, hablaremos de ello más tarde. Pero ahora mismo. Por favor... por favor, llévame a la cama.
Su sí desapareció en el tejido de su piel, respondiendo mientras le besaba el hombro, tirando de ella desde la encimera. Ella se tambaleó, inestable por un momento, antes de conducirlo al pequeño pasillo, completamente desnuda, alucinantemente hermosa.
Con la mano en la suya, tiró de él para que la siguiera. Él no necesitaba la dirección; la seguiría a cualquier parte.
Inclinó la cabeza hacia la derecha.
—Esa es la habitación de invitados. Como puedes ver, no tengo muebles para ella.
La inmovilizó contra la puerta abierta y le dio un beso en la clavícula. Su cinturón cayó al suelo, liberado de sus pantalones.
—Un gran espacio para elaborar pociones, —dijo. Ella asintió, suspiró, se inclinó contra él mientras le besaba el cuello.
Inclinó la cabeza hacia la izquierda, hacia la puerta que tenían enfrente.
—Ese es el baño, muy pequeño.
—¿Hay sitio en la ducha para dos?
—Tendríamos que ponernos muy cerca.
—No me importa.
Volvió a besarle los labios, con la lengua perezosa y satisfecha mientras la exploraba. El calor zumbaba en sus huesos, no lo suficiente como para quemarlo, pero sí para saciarlo, para alimentarlo. Todo parecía un sueño: tenerla, tocarla, arrancarle deliciosos gemidos y quejidos con sus caricias. No quería despertarse nunca.
Le desabrochó los pantalones, se los bajó de un empujón e hizo un ruido de impaciencia cuando se dio cuenta de que aún llevaba zapatos y tenía que separarse de ella el tiempo suficiente para quitárselos de una patada y desvestirse. Cuando su mano se deslizó por la cintura hasta llegar a sus calzoncillos, debió de oír cómo se le cortaba la respiración al besarle la piel bajo la mandíbula.
Con la mano alrededor de la polla, bombeó lentamente, varios golpes mortales, hasta que él perdió el control. Bajó las manos por debajo de su culo para levantarla y abrazarla. Sus dientes rozaron su cuello antes de posarse en su oreja.
—Dormitorio. —En parte una pregunta, pero sobre todo una orden. Se balanceó contra ella, el calor estallando en llamas que lamían la parte inferior de su piel. El hombro de ella soportó el gemido de él mientras la mantenía pegada a él, separada por una sola capa de tela.
Un gesto vago, un brazo flácido, señalando en general hacia el pasillo.
—Solo queda una puerta, —exhaló ella y él asintió contra su piel, moviéndose antes de darse cuenta de que sus piernas se habían puesto en movimiento.
La puerta del dormitorio se abrió con un pequeño empujón.
—Tienes una cama nueva, —dijo, una observación tranquila mientras la bajaba sobre ella y se deshacía por fin de su ropa interior.
—Me acostumbré a tener más espacio, incluso a compartir.
Lo arrastró a la cama con ella, uno frente al otro, uno al lado del otro. Él no pudo evitar una sonrisa estúpida y amplia.
Volver a estar en una cama con ella.
—Tus sábanas son blancas.
—Dejé el borgoña contigo.
Ella le rodeó el cuello con los brazos mientras él se colocaba sobre los codos, más cerca, en parte por encima de ella.
—Me encantan esas sábanas, —dijo. Un beso en su sien—. Esas horribles sábanas de Gryffindor...Dioses, te he echado de menos.
Su agarre alrededor del cuello y los hombros se tensó: ya no le quedaba espacio para tirar de él, pero quizá sí para retenerlo allí.
—Hablando de sábanas, tengo frío. —Soltó una carcajada tranquila, con los ojos desviados hacia los pies de la cama, donde habían tirado las sábanas. Se rio mientras se inclinaba y las cogía, subiendo sábanas blancas y una colcha atroz para cubrirlas.
Ella emitió un sonido feliz y satisfecho contra su piel. Las vibraciones zumbaban contra él.
—Acogedor, —susurró.
—Perfecto.
Él se movió, se ajustó de nuevo, un lento arrastre de su cuerpo contra el de ella, la excitación no olvidada, pero cambiando hacia algo más lento, más dulce. Le rodeó los hombros con los brazos, quedando cara a cara. El pecho de ella rozaba el suyo cuando ella inspiraba, las narices se rozaban.
Se aprovechó de su proximidad, de lo fácil que era mantener conversaciones difíciles con ella cuando estaban cerca, compartiendo pensamientos tanto como oxígeno o calor corporal.
—No se te permite dejarme otra vez.
Ella negó con la cabeza.
—No se te permite dejarme volver a hacerlo.
Él sacudió la suya.
Le besó el hombro, el pecho, el corazón, y hacia arriba otra vez: el cuello, la mandíbula, los labios.
Cuando se separaron, los pulmones desesperados por respirar, él forzó las palabras a formarse a partir de la respiración agitada.
—Y cuando te pida que te cases conmigo, vas a decir que sí.
Ella se inclinó contra él, una aspiración aguda seguida de un sonido reprimido en lo más profundo de su garganta.
—Lo haré, —dijo ella, con la boca pegada a la suya y el asentimiento atravesándole.
—Y nos casaremos.
Ella asintió con la cara pegada a la suya, las manos aferrándose a sus hombros mientras él se hundía en ella.
—Sí, —exhaló.
—Y voy a pasar cada día de mi vida amándote.
—Sí.
—Y me vas a permitir hacerlo.
—Sí, —otra vez.
—Joder... Hermione.
—Sí, —parecía ser todo lo que ella podía decir, y era todo lo que él quería oír.
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Nota de la autora:
Mis queridas Endless_musings y persephone_stone son las mejores, y espero que todos lo sepáis ya.
Simplemente... gracias. Lo he dicho tantas veces ya y todavía no es suficiente. ¡Muchas, muchas gracias por leer!
