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ROSA MARCHITA
La mansión de los Andrey parecía sacada de un cuento de hadas.
En la entrada, sosteniendo su modesto equipaje, Candy White contempló boquiabierta la enorme construcción que se imponía ante ella. Lo primero que pensó es que esa familia era tan rica que de seguro no tendrían problema en pagarle muy bien, y después imaginó con nostalgia como reaccionarían los niños del Hogar si pudieran visitar un lugar así.
—¿Es usted la señorita Candice? —Le preguntó la mujer que salió a recibirla.
—La misma, pero puede llamarme Candy.
—Yo soy la señora Smith, ama de llaves y la encargada de contratar el personal de esta casa —le informó con expresión severa, dándose media vuelta y haciéndole un gesto a Candy para que la siguiera adentro—. Usted viene ampliamente recomendada, Candice, por lo que espero buenos resultados.
Candy tragó en seco, pero avanzó el camino con la frente en alto y tratando de mantenerse serena a pesar de los nervios que sentía.
—No se preocupe —le dijo a la señora Smith alegremente—, soy muy trabajadora y responsable, no se va a arrepentir de contratarme.
La ama de llaves era un témpano de hielo, no sonreía ni contestaba nada de lo que Candy le decía y la pobre chica aprendió que lo mejor sería quedarse callada si no deseaba meterse en problemas.
La señora Smith la condujo por los interminables pasillos de la mansión hasta que llegaron a un cuarto pequeño pero bonito, con las ventanas abiertas y que olía ligeramente a lavanda.
—Aquí es donde vivirás de ahora en adelante —le informó—. Acomoda tu equipaje, vístete con tu uniforme y cuando estés lista, una de las mucamas te llevará al jardín para que conozcas al señorito Anthony.
—Muchas gracias por acompañarme y ser tan amable, señora Smith —le dijo Candy a la mujer, pero ésta apenas se dignó a mirarla una última vez antes de salir como alma que lleva al diablo.
Una vez estando sola, Candy se permitió a sí misma relajarse un momento. Tan solo el día anterior, la jefa de enfermeras del Hospital Santa Juana le dijo que la familia Andrey estaba buscando una enfermera para uno de sus integrantes, y de inmediato pensó en Candy para el trabajo.
Por supuesto, ella no necesitó muchos argumentos para aceptar. La idea de poder enviar más dinero a la señorita Poni y la Hermana María la llenaba de emoción, sobre todo con la cantidad de niños que habían llegado al Hogar en los últimos años, así que Candy no desperdició la oportunidad, a pesar de que nunca había trabajado como la enfermera particular de alguien.
Iba a extrañar a sus pacientes del hospital, a sus compañeras y la rutina que de alguna manera desarrolló en ese lugar donde solo existía la muerte y el dolor, pero no iba a negar que estaba emocionada, sobre todo ante la perspectiva de vivir en un lugar tan bonito como ese y tener su propia habitación por primera vez.
—Voy a ser feliz aquí —se dijo a sí misma.
Se lavó y arregló rápidamente, y a los pocos minutos alguien tocó su puerta con timidez.
—Disculpa que te moleste —murmuró una agradable chica que tenía el cabello rojo peinado en dos trenzas y las mejillas sonrojadas—, soy Dorothy, la mucama.
—¡Hola, Dorothy! Yo soy Candy, me alegra mucho conocerte.
—A mí también. Si necesitas algo no dudes en pedírmelo.
—¡Gracias, espero que podamos ser buenas amigas!
Dorothy era el primer rostro amable que Candy veía desde que llegó. Le recordaba sutilmente a Annie en la manera en la que prefería escucharla antes que hablar ella misma. Juntas caminaron hacia el jardín, y mientras tanto Candy se deleitó haciéndole preguntas sobre cada cosa nueva que veía.
—Llegamos, Candy —le dijo Dorothy—, el señorito Anthony debe estar por aquí cerca.
Candy tan solo asintió, demasiado embelesada con la belleza del jardín como para formular una palabra. El lugar estaba lleno de flores y rosas de distintos colores, tan hermosas que no parecían reales. Por un momento se olvidó de la razón por la que estaba ahí, hasta que una voz masculina habló con frialdad:
—No necesito una niñera, así que puedes irte desde ahora.
Candy se paralizó de la sorpresa. Detrás de un rosal se escondía un joven de cabello rubio en una silla de ruedas, y aunque le estaba dando la espalda, su hostilidad era evidente.
—No soy una niñera, y si lo fuera, la decisión de despedirme no sería tuya —comentó Candy en un tono alegre, pero sintiendo su corazón acelerarse ante la perspectiva de ser rechazada por su propio paciente en el primer día.
—Lo es —replicó el muchacho—, pregúntales a las cinco enfermeras que estuvieron antes de ti y no duraron ni una semana.
Aunque la actitud de ese muchacho distaba mucho de ser cordial, Candy decidió no dejarse intimidar tan rápido. Después de todo, había lidiado con chiquillos insoportables como Tom y como tantos otros que encontró en su camino, así que un niño rico no sería rival para ella.
—Puede ser, pero ninguna de esas enfermeras se llamaba Candy White.
Con toda la confianza del mundo, Candy se acercó a Anthony para mirarlo de frente, pero al hacerlo el corazón se le detuvo en el pecho unos segundos.
Conocía ese rostro casi de memoria. Lo recordaba en una tarde lluviosa, en su añorada colina, con la música de la gaita anunciando su llegada.
—Príncipe —murmuró sin poder evitarlo.
¡Sí, debía ser él! Por supuesto, había crecido, pero sus facciones eran inconfundibles, especialmente sus ojos del color del cielo, que ahora la miraban con una mezcla de furia y aburrimiento.
—¿Qué dices? —Le preguntó toscamente—. ¿Acaso te afectó el sol?
—No, no es eso. Solo me quedé pensando cómo es posible que un muchacho tan apuesto pueda ser tan grosero.
Anthony la miró sin saber muy bien qué responder ante su insolencia.
—No es muy inteligente hablarme de esa manera si deseas conservar tu trabajo.
—Nunca dije que soy inteligente —le guiñó un ojo Candy —además, esas cinco enfermeras a las que corriste no son nada comparadas conmigo. A mí no me asusta un niño malcriado.
—¿Niño? Deberías mirarte al espejo, ¿cuántos años tienes tú? ¿Quince?
Candy le sacó la lengua como era su costumbre cuando se sentía juguetona.
—Dieciocho, pero mi ego de mujer te agradece que me quitaras tres años de encima.
Inesperadamente, Anthony esbozó algo parecido a una sonrisa. Solo de esa forma Candy pudo ver con claridad a ese chico que conoció en la Colina de Poni, a su querido príncipe, su amor de la niñez
Creí que jamás lo volvería a ver. Dios mío, gracias por permitirme encontrarlo de nuevo.
Candy no cabía en sí de la emoción. Aún guardaba el emblema que su príncipe dejó en la colina, y fugazmente se preguntó si acaso Anthony la recordaba o al contrario, la perdió en su memoria como algo insignificante, un encuentro sin trascendencia.
—Supongo que puedo ponerte a prueba una semana, pero tendrás que esforzarte si quieres seguir aquí —le advirtió Anthony en un tono serio.
—Al final tendrás que rogar para que me quede —le prometió ella—. Soy tan buena enfermera que mis pacientes en el Santa Juana lloraron cuando me fui.
—Supongo que de alegría.
Candy le dio un golpecito juguetón en el hombro sin poder contenerse. Estando ahí, en ese maravilloso jardín y platicando por primera vez en más de ocho años con su adorado príncipe, se sintió tranquila y en paz, hasta que la realidad de las cosas le cayó como un balde de agua fría.
No había notado hasta ese momento lo pálido y demacrado que lucía Anthony, como si no hubiera dormido en semanas. Además, estaba dolorosamente delgado y parecía muy pequeño, ahí postrado en esa silla de ruedas.
Pero lo que le rompió el corazón a Candy fue lo que se escondía detrás de esos ojos azules, una tristeza inmensurable. En algún punto en esos años, Anthony había perdido las ganas de vivir y eso se reflejaba en cada uno de sus movimientos, en la manera en la que ni siquiera podía mirarla a la cara.
Sin embargo, Candy White se prometió a sí misma, con su corazón de enfermera y el alma de aquella niña que lloraba en la colina, que haría todo lo posible para que su príncipe recuperara su sonrisa.
Notas:
¡Hola! Me pone nerviosa subir esta historia, creo que desde que comencé a enamorarme de la escritura mi mayor miedo es compartir mis obras al mundo, pero amo tanto a Candy, a Albert y a cada uno de estos personajes, que no pude contenerme, ¡ojalá les guste esta historia y me acepten entre ustedes!
Solo para aclarar, aquí Candy nunca fue adoptada por los Leagan ni los Andrey, sino que creció en el Hogar hasta que le surgió la oportunidad de estudiar enfermería. Anthony está vivo, pero sufrió un accidente que lo dejó en silla de ruedas; Albert asumió su responsabilidad como cabeza de los Andrey y lo veremos muy pronto. Si en algo es confusa esta historia (o de plano la detestan) no duden en dejarme un review, los leeré con mucho gusto.
¡Hasta la siguiente!
