2
LIBROS PARA UN MUCHACHO
Esa tarde, Candy permaneció al lado de Anthony en el jardín de rosas en silencio, sin atreverse a romper la paz que sentía en su corazón al saber que estaba cerca de su querido Príncipe de la Colina.
No obstante, fue Dorothy quien interrumpió ese breve momento de tranquilidad.
—Candy, la señora Andrey quiere hablar contigo en su oficina.
—¿Ahora?
Anthony, al ver que estaba reacia en dejarlo solo, hizo un gesto indiferente con la cabeza.
—No hagas esperar a la tía abuela.
—Pero…
—Quiero estar solo.
Candy entendió muy bien que el muchacho la estaba corriendo, así que decidió no tentar su suerte, inclinó la cabeza y volvió a entrar a la mansión.
La propiedad era tan grande que podría albergar a todos los niños del Hogar de Poni y otros doscientos más sin ningún problema. Estuvo caminando por más de diez minutos sin encontrar su destino, hasta que se le ocurrió preguntarle a una de las mucamas.
Cuando finalmente llegó a la oficina, una anciana elegantemente vestida la miró furiosa.
—Si hay algo que no tolero es la impuntualidad de las personas —le dijo a manera de saludo.
—Le pido una disculpa, no volverá a suceder otra vez.
La mujer hizo un gesto poco convencido y siguió revisando sus papeles. No le dijo a Candy que tomara asiento, así que ella permaneció de pie frente al escritorio de caoba, con las manos entrelazadas al frente y pensando que así se sentía cada vez que alguna maestra la regañaba.
—En la familia Andrey solo buscamos lo mejor, en este caso, una enfermera capacitada y excelente en su trabajo. ¿Esa eres tú?
—Por supuesto, señora, no se arrepentirán de contratarme. Haré que Anthony se sienta muy feliz con…
—No te dirijas a mi sobrino con tanta familiaridad —la interrumpió—. Estás aquí para ser su enfermera, no su amiga.
—Entiendo —musitó Candy avergonzada.
La señora Elroy Andrey se acomodó las gafas en forma de media luna, reclinándose en su silla.
—Mi sobrino tiene un carácter tempestuoso y rebelde a pesar de estar en una silla de ruedas. Por esa razón tienes que estar al pendiente de él las veinticuatro horas del día, ya que si algo malo le llega a suceder, será culpa tuya.
—Sí.
—Ahora que William está de viaje soy yo quien tiene que tomar las decisiones —suspiró la anciana—. Quedas advertida, muchacha, solo tienes una oportunidad para conservar este trabajo, porque el primer error que cometas será el último.
Candy tragó en seco ante las palabras tajantes. En el pasado le había tocado enfrentarse a personas difíciles, pero ninguna estaba al nivel de la señora Elroy. Como pudo le hizo una torpe reverencia y salió de la oficina a la velocidad de la luz.
Ese día, Candy comió con los empleados de la casa. Todos le dieron la bienvenida, expresando sus deseos de que pudiera conservar su trabajo más tiempo que cualquiera de las otras enfermeras que no aguantaron ni siquiera una semana.
—Siempre le pido a Dios para que el señor Anthony se recupere —dijo la cocinera—. Era un chico tan alegre, y ahora…
—Cualquiera se sentiría mal, estando solo en un lugar tan grande como este —respondió Candy.
—Oh, pero él no está solo. Tiene a los señores Archibald y Alistear, aunque ahorita estás en Boston, y a su tío, el señor William.
Cuando dijo ese nombre, las mucamas soltaron una risita nerviosa, sonrojándose.
—¿Qué pasa? ¿Quién es él? —Preguntó Candy curiosa.
—El jefe de la familia Andrey.
—Ah. ¿Y cómo es?
—Es un hombre magnífico —le respondió el jardinero—, y la única persona a la que el señor Anthony tolera. Quizás por eso está de mal humor, el señor Andrey se fue de viaje.
Candy asintió distraídamente, tratando de imaginar al famoso tío William. En su cabeza se hizo la imagen de un anciano de la misma edad que la señora Elroy, con una gran barba de color blanco, pero un corazón amable.
Más tarde en la noche, Candy fue a la habitación de Anthony para llevar a cabo los cuidados que necesitaba en su condición. Encontró al muchacho acostado en su cama con los ojos abiertos y mirando el techo sin decir palabra.
—Buenas noches, señor Anthony —lo saludó, recordando las palabras que compartió con la anciana en su oficina.
—¿Qué te pasa? ¿Dónde quedó la insolencia con la que me hablabas hace un par de horas?
—Sigue aquí —dijo juguetona.
—Pon esto en el librero antes de que te vayas —le indicó, señalando con la cabeza un libro tan pesado que un golpe del mismo sería suficiente para dejar inconsciente a uno.
Candy hizo lo que le pidió, pero notó en uno de los estantes la pintura de una mujer rubia.
—¡Qué hermosa! —Exclamó sin poder evitarlo.
—Es mi madre en su juventud.
—Se parece a ti, tienen las mismas facciones. ¿Dónde está ella?
Anthony, que hasta ese momento sonreía ligeramente, volvió la cara hacia otro lado y su expresión se tornó sombría.
—Murió hace muchos años.
—Perdóname, no quise que recordaras algo tan triste.
—Está bien.
Candy observó el rostro de la mamá de Anthony. Aunque se trataba de una pintura, estaba claro que era una mujer enfermiza, con el semblante pálido y delgada como una hoja.
—Yo no conocí a mi mamá —dijo—, pero fui afortunada de crecer rodeada de gente maravillosa en el Hogar de Poni…
—¿El Hogar de Poni?
—Es un orfanato cerca del lago Michigan —le explicó, deseando que al escuchar eso Anthony recordara que alguna vez estuvo ahí, arriba de su querida colina, vestido con traje escocés y sosteniendo una gaita en sus manos.
—Ya veo.
—Ojalá conocieras el Hogar de Poni, Anthony, es hermoso. El aire parece más puro, en la noche las estrellas….
—Pero no puedo —la sorprendió él—, sabes bien que no puedo. Soy inútil sin la ayuda de alguien.
Candy se quedó pasmada al escucharlo.
—No digas eso.
—Es verdad. Mis piernas, mi cuerpo entero, no sirven para nada.
La amargura era evidente en su voz, tanto como la manera en la que sus gestos reflejaban odio, no hacia Candy, sino hacia él mismo.
—Anthony, no permitiré que hables así.
—Y yo no permitiré que te extralimites en sus funciones. Déjame en paz, por favor.
Candy contuvo las lágrimas que ardían detrás de sus ojos. Recogió las cosas que había dejado esparcidas por la habitación, y le dio una última mirada al muchacho.
—Estaré ahí si me necesitas.
—Por supuesto, es tu trabajo —le espetó cortante.
Durante los días siguientes, Anthony se negó a salir de su habitación. Candy lo atendía con cuidado, revisando que sus comidas fueran lo suficientemente nutritivas, que se tomara el medicamento e hiciera los ejercicios que le habían recomendado.
Anthony se comportaba como un paciente ejemplar. El problema era lo ojeroso que estaba, como si no pudiera conciliar el sueño en las noches, y la forma en la que se escondía entre las sombras. No decía una sola palabra y tan sólo se dedicaba a devorar todos los libros de su biblioteca personal.
—Está melancólico —le dijo Dorothy una tarde—, extraña lo que alguna vez tuvo. Es una pena que el señor Andrey no esté aquí para ayudarlo.
Aunque nunca lo había visto en su vida, Candy rogaba para que el tío William regresara de su viaje, si es que eso era lo que Anthony necesitaba para sentirme mejor.
Por su parte, ella siempre trataba de elevar su espíritu como podía. Llenaba el silencio hablando incesantemente de cualquier cosa que le venía a la cabeza esperando sacarle alguna sonrisa, pero por más que lo intentaba, Anthony permanecía impávido, ajeno a la desesperación de todos, especialmente de su vieja tía Elroy.
La pobre anciana pasaba a verlo todos los días, y aunque nunca decía más que palabras de reproche, Candy podía ver en su rostro cuánto le dolía ver a su sobrino en ese estado.
—Hoy visité tus rosas —le dijo Candy una mañana cuando le llevó el desayuno—. El señor Oswald, el jardinero, está intentando cuidarlas tanto como tú, pero parece que ellas te extrañan. Incluso algunas se están marchitando.
Eso fue lo único que pareció despertar a Anthony de su estupor. Los ojos le brillaron de una forma especial, e incluso sus mejillas tomaron algo de color mientras comía el plato de avena lentamente.
—Candy —la llamó de repente—, quiero salir a tomar el sol.
Una vez en el jardín, la pecosa observó felizmente a Anthony, que atendía a sus olvidadas rosas con esmero. Solo ahí parecía estar contento, como si tuviera un verdadero propósito; se parecía más al muchacho que debía ser, en lugar del hombre que hablaba con tanto cinismo.
La paz que habían construido no duró mucho, porque una voz femenina los interrumpió.
—¡Anthony!
La que había llegado era una deslumbrante mujer pelirroja, que se acercó al muchacho con la misma energía de un huracán. Se inclinó para darle un abrazo que él recibió sin muchas ganas.
—Elisa —la saludó.
—Te extrañé, querido. Cuando la tía Elroy me dijo que no te sentías bien, le insistí a mi madre para que pasáramos una temporada aquí en Chicago, ¿no te parece maravilloso?
—Sí, gracias. No tenías por qué molestarte, ya estoy bien…
Elisa no respondió, demasiado entretenida mirando a Anthony con una expresión ensoñadora en la cara. Solo después de un rato reparó en la presencia de Candy, quien trataba de no hacer ruido o molestar a cualquiera de los dos.
—¿Quién es ella? ¿Una nueva criada?
—No, es Candy, mi enfermera.
—Mucho gusto, señorita Elisa.
Ella arrugó la nariz, como si le provocara un inmenso asco estar en su presencia. De la misma forma en la que se ignora un animal muerto en el camino, Elisa hizo lo mismo con Candy y centró todas sus atenciones en el chico.
—Estoy sedienta —dijo después—. Tú, la nueva enfermera, ve a traernos un par de limonadas.
—No, Eliza, Candy no está aquí para actuar como tu sirvienta.
—No se preocupe —intervino la pecosa sin perder su sonrisa—, para mí no es ningún problema.
Definitivamente esa pelirroja no le agradaba en lo absoluto, pero tenía que reconocer que Anthony estaba muy solo en la mansión y tal vez alguien de su edad podría alegrarlo un poco.
Mientras Candy preparaba las limonadas, la señora Smith, ama de llaves, le dio una buena noticia.
—Llevas tres semanas aquí —informó—. Considero que ya no estás en periodo de prueba, Candice, el trabajo es tuyo.
—¿De verdad? ¡Yupi, entonces puedo quedarme!
La señora Smith contempló con seriedad la manera efusiva en que la pecosa se comportaba, pero no dijo nada para reprimirla.
—Mañana es sábado, puedes tomarte el día libre para hacer lo que te plazca.
Candy iba a insistir que no era necesario, pero entonces recordó que tenía ganas de ir a la ciudad a enviar una carta para la señorita Poni y la Hermana María, y también comprar un regalo para Anthony.
Al día siguiente despertó muy temprano. Fue extraño ponerse otra ropa que no fuera su típico uniforme de enfermera y aún más saber que no tenía ninguna responsabilidad en el día. Estuvo tentada a echarse para atrás y no hacer uso de su descanso, pero sabía que quizás el joven Brown querría un tiempo solo, sin ella respirándole en el cuello.
Le encomendó a Dorothy que le llevara a Anthony las medicinas que debía tomar con cada comida, y salió fuera de la mansión Andrey por primera vez en semanas.
La ciudad estaba rebosante de personas intentando vender sus productos bajo cualquier excusa. Candy perdió la cuenta del número de veces que se acercaron a ofrecerle una tela "importada", cremas para la infinidad de pecas en su rostro y frutas exóticas. Entre tantas cosas no sabía que regalo escoger para Anthony
—¿Qué se le da a un muchacho que tiene todo lo que el dinero puede comprar? —Se lamentó, cuando de pronto vio una librería a lo lejos.
Una vez estando ahí no sabía cuál ejemplar llevarse entre los miles que vendían. Sabía muy bien que a Anthony le gustaba leer, pero no qué clase de cosas. Nunca le prestó mucha atención a la enorme cantidad de libros que guardaba en su habitación y solo se quejaba de lo pequeña que era la letra.
—¿Busca algo en especial, señorita? —Le preguntó el vendedor.
—Un obsequio para un amigo.
—Ah, deje le explico. En esta sección tenemos libros de misterio, drama, romance, y por este lado están los de química, física, botánica…
—¡Eso es perfecto! —Exclamó al recordar lo mucho que le gustaban las flores
Pronto ubicó un libro que se dedicaba específicamente al estudio de las rosas. Emocionada, Candy se dispuso a pagar, pero al buscar su cartera se llevó un trago amargo.
—¿Pasa algo?
—¡Mi dinero no está!
Debió habérsele caído, o quizás alguien muy hábil logró sacárselo. Avergonzada, Candy vació el contenido de su cartera en una mesa, ignorando la forma en la que los clientes y el propio vendedor la observaban.
—Oiga —le dijo este—, lárguese de aquí si no tiene con que pagar el libro.
—No puede ser, déjeme buscar el dinero, debe estar por aquí…
—Apúrese, tengo gente esperando en la fila…
Candy quería llorar. Estaba a punto de rendirse y pedir disculpas, pero alguien la detuvo al hablar firmemente:
—Yo pagaré por ella.
Sorprendida, se dio media vuelta para mirar a su benefactor.
—No, por favor, no se moleste.
—No es ninguna molestia —el extraño le sonrió y en ese momento Candy sintió desfallecer.
El hombre era muy alto y tenía una figura elegante y espigada, sin embargo, lo que verdaderamente le sorprendió fue el enorme parecido que tenía con Anthony, casi como si fuera la misma persona, excepto un poco mayor.
No. De seguro el calor le estaba haciendo daño, y por eso veía en cada hombre rubio, de ojos azules y tez clara a su paciente.
—De verdad, no es necesario…
—Considéralo un regalo —insistió el hombre, y sin dar lugar a discusión, le entregó el dinero al vendedor, dándole una mirada de reproche por la manera en la que trató a la pecosa.
—Estoy muy apenada —le dijo Candy cuando salieron de la tienda—, no sé cómo agradecerle.
—No agradezcas, pequeña. En el pasado la bondad de los extraños me salvó la vida, así que esto no es nada en comparación.
El hombre tenía una voz profunda y que hablaba de experiencia y madurez. Por alguna extraña razón, Candy se sintió muy a gusto en su presencia.
—De todas maneras muchas gracias. Le prometo que si lo vuelvo a ver, pagaré lo que gastó en mí. Yo soy Candy White.
—Háblame de "tú." Me hace sentir viejo cuando las personas se dirigen a mí con tanta formalidad.
—Lo haré —accedió la pecosa de buena gana—, aunque no entiendo por qué te sientes viejo.
—Cada vez que veo a mis tres sobrinos envejezco veinte años.
Candy se rio.
—Entonces trata de evitarlos más seguido.
El extraño sonrió como si le hiciera mucha gracia la chica. Iba a decir algo hasta que vio algo detrás de ella: un hombre que lo esperaba afuera de un lujoso auto, haciéndole señas para que se acercara.
—Debo irme, Candy, pero fue un placer conocerte —se despidió.
Candy lo observó alejarse en silencio hasta que recordó la cosa que se había olvidado preguntar.
—¡Espera! —Gritó—. ¿Cuál es tu nombre?
El extraño se giró. Incluso desde lejos, pudo ver que sus ojos del mismo color del mar parecían más intensos que nunca.
—Albert —dijo—. Llámame Albert.
Notas:
¡Hola! No saben cuánto agradezco cada uno de sus comentarios, me llenó el alma saber que el comienzo de esta historia les gustó. Les agradezco porque apagaron un poco mis miedos de publicar, por eso no me contuve y decidí escribir este capítulo para ustedes, ahora ya no es mío, se los regalo para que lo lean, imaginen con él, lo disfruten o lo odien. ¡Gracias, infinitas gracias! Nos vemos en el siguiente capítulo.
Pd. Ya apareció Eliza, la tía Elroy, pero aún más importante, nuestro rubio favorito. Ahora sí, que empiece lo bueno.
