3
Vidrios rotos
En cuanto llegó a la mansión, Candy se dirigió inmediatamente a la recámara de Anthony.
Como era de esperar, el muchacho estaba arriba de su silla de ruedas, vestido con ropa casual y mirando a través de su enorme ventana con una expresión triste. Cuando la escuchó entrar, levantó las cejas y carraspeó.
—Pensé que te habías perdido en la ciudad.
—¿Yo? Imposible. Es solo que no pensé que me fueras a extrañar tanto.
Anthony se sonrojó de manera casi imperceptible.
—Debo admitir que el lugar ha estado muy tranquilo sin tu constante parloteo.
Tomando eso como un sí, Candy sonrió victoriosa y procedió a contarle todo lo que había hecho en la ciudad sin omitir el más mínimo detalle, al tiempo que lo atendía y revisaba para cerciorarse de que estuviera bien. Cuando le platicó que perdió todo su dinero y un hombre se ofreció a ayudarla, Anthony frunció el ceño.
—No deberías hablar con extraños —le dijo.
—Tranquilo, él se acercó a mí.
—Eso está peor.
—Que desconfiado eres. Ese señor parecía muy amable.
—Pudo haberte secuestrado.
—¿Para qué? No tengo dinero ni familia, y además soy una chica muy fastidiosa —le guiñó un ojo—, de seguro me devolverían en diez minutos.
Anthony resopló.
—Eso es verdad.
—Pero no todo fue tan malo, mira lo que traje.
Sin poder aguantarse por más tiempo, Candy sacó de su bolso el libro que había comprado y se lo mostró a Anthony, tan emocionada como temerosa de su reacción.
—Esto es…
—Para ti.
Tal vez era su imaginación, pero las manos de Anthony temblaban ligeramente cuando tomó el libro de las manos de Candy. No pronunció palabra durante varios minutos, muy concentrado observando cada palabra y dibujo, tocando las páginas con tanta delicadeza como si fueran de cristal.
Cuando finalmente reaccionó, sus ojos azules parecían más transparentes que nunca.
—Candy, gracias —susurró en un hilo de voz.
—No hay de qué. Quizás este libro te sirva para crear tu propia estirpe de rosas, ¿no sería maravilloso?
—Sí —meditó—. En todo caso, ya sé que nombre ponerles.
Pocas veces desde que lo conoció se veía tan contento, así que Candy no se atrevió a arruinar el momento haciéndole más preguntas.
Pero estaba claro que a partir de entonces algo cambió entre los dos. Aún era muy pronto para que el muchacho la aceptara del todo, pero al menos ya no se comportaba con tanta hostilidad.
Digamos que la toleraba. Respondía a sus saludos cada mañana, la escuchaba pacientemente y en más de una ocasión se rio de alguno de sus chistes, escondiendo la cara para que ella no lo viera.
Pronto, los dos se habían convertido en el tema favorito de los sirvientes.
—No sé qué magia tiene esa chica, pero el señorito Anthony ha mejorado mucho desde que llegó —comentaba una de las mucamas a su madre.
—Es una muchacha tan alegre y bonita, nada como aquella estirada que lo visita a cada rato.
—Tienes razón —suspiró—. El señor Andrey estará feliz de ver a su sobrino.
—Sí, cuando se le ocurra volver.
—Lo esperan mañana. En la cocina están preparando todos sus platillos y postres favoritos.
—Entonces no hay que perder el tiempo y vamos poniéndonos bonitas para recibir a nuestro jefe.
Las dos sonrieron con picardía y siguieron limpiando la casa, echándole un vistazo de vez en cuando a la enfermera y su paciente en el jardín.
—Anthony, no creo que debería estar desayunando contigo —repitió Candy por tercera vez, rechazando muy a su pesar las deliciosas frutas, pasteles y cremas de la mesa.
—¿Por qué no? Yo te invité.
—Sí, pero estoy segura de que a tu tía abuela no le gustará la idea.
—Salió a visitar a unos viejos amigos, así que no estará por aquí hoy.
—¿Ah, sí? —Preguntó Candy, imaginando divertida que clase de amigos podría tener una mujer tan estricta.
—Sí, los Britter.
Candy dejó caer su tenedor con un ruido estrepitoso y el corazón latiéndole a mil por minuto.
—¿Los Britter? ¿Annie?
Anthony le dio un sorbo a su té, mirándola con una expresión inquisitiva en el rostro.
—¿Qué? ¿La conoces?
La pecosa hubiera deseado, más que cualquier otra del mundo, decir que sí. No solo conocía a Annie Britter, sino que alguna vez fue su dulce y tímida amiga, a la que quiso como a una hermana y a la que extrañaba todos los días, pero recordó que eso era imposible.
No puedo contarle a nadie que ella se crio en el Hogar de Poni.
—Solo de las páginas sociales en el periódico.
—Bueno, pues la tía quiere invitar a los parientes y amigos más cercanos de la familia a una cena mañana, incluyendo a los Britter.
—¡Qué maravilla! ¿Y a qué se debe la ocasión?
—Mañana regresa el tío abuelo —dijo Anthony, sonriendo ligeramente—. Por fin lo veremos después de dos meses.
Candy no podía entender como un hombre tan viejo podría viajar tanto, pero estaba ansiosa por conocer al famoso señor William Andrey del que todos hablaban con tanta admiración.
Al día siguiente Candy se despertó muy temprano luego de una noche de sueños extraños, en los que llamaba a Annie desesperadamente arriba del Padre Árbol. No la había visto desde que tenía seis años, pero la recordaba como el primer día: la textura de su cabello, su voz y la manera en la que se aferraba a ella, diciendo cuanto anhelaba tener un papá y una mamá.
—Me alegra que al menos tú encontraras felicidad, Annie —murmuró.
La pecosa estaba tan concentrada en sus pensamientos, que por poco no escuchó los toquidos desesperados detrás de su puerta.
—¡Candy! ¡Candy!
—¿Señor Peters? —Abrió la puerta, encontrando el rostro frenético del jardinero—. ¿Qué sucede?
—Gracias al cielo que estás aquí, Candy. Se trata de mi esposa, está enferma y ningún remedio funciona. Tenemos un hijo pequeño y me preocupa que ella no mejore —explicó sin aliento, sus ojos inundados de lágrimas—. No tenemos dinero para pagar un doctor, así que pensé…
—Tranquilo. Llévame con tu esposa.
De salida, Candy le pidió a Dorothy que se encargara de Anthony por un rato. La casa del jardinero estaba a quince minutos de la mansión Andrey, y cuando llegaron el sol ya había despuntado por completo en el cielo.
La mujer del señor Peters yacía acostada en la cama, con los ojos cerrados y respirando con dificultad. Un niño de unos cinco años estaba de pie frente a su cama, llorando desesperadamente.
—No te preocupes, pequeño —le dijo en voz dulce—, tu mamá se pondrá bien.
—¿Lo prometes?
—Por supuesto. Ahora ve con tu papá.
Candy no estaba segura de cuánto tiempo había pasado, pero dedicó todos sus esfuerzos en ayudar a la señora. Sin ningún medicamento a su disposición fue difícil lograr que le bajara la temperatura, pero después de un rato logró controlársela lo suficiente como para que despertara, débil y confundida.
—No puedo respirar bien —murmuró entrecortada y volvió a cerrar los ojos.
Candy hirvió agua y le agregó unas hojas de eucalipto para que la mujer pudiera inhalar la infusión y descongestionar sus vías respiratorias. El remedio funcionó mejor de lo que esperaba, porque de repente vomitó las flemas que obstruían su garganta, y así Candy supo que estaba fuera de peligro.
—Solo trata de que tu esposa descanse y se mantenga abrigada —le dijo al jardinero, que no paraba de temblar—. Luego vendré a revisarla con más calma.
—Candy, no sé cómo agradecerte por lo que acabas de hacer.
—No agradezcas —le sonrió la chica—, mejor reza para que no me regañen mis jefes.
Sin decir otra cosa, se encaminó de vuelta a la mansión Andrey, esperando que Anthony no estuviera enojado por haberse ido sin decir nada más.
A lo lejos vio a algunos sirvientes preparando todo para la cena de esa noche. Después de haber crecido en un orfanato y estudiar en una sobria escuela de enfermería, Candy no estaba acostumbrada a ver tantos lujos.
¡Qué bonito! La casa parece un castillo, pensó, contemplando atónita la decoración del salón principal.
—¡Candice White! —Escuchó que alguien gritaba su nombre completo. Desde el segundo piso, la ama de llaves la miraba tan furiosa que parecía que le estaba saliendo humo de las orejas.
—¿Sí, señora Smith?
—Ve inmediatamente a la habitación del señorito Anthony. ¡Es una orden! —exclamó, inflando las aletas de la nariz y arrugando su frente todavía más.
Candy asintió, tratando de inventar alguna excusa en caso de que la regañaran por ser tan incumplida en sus labores, aunque sabía que a él no le importaría que lo hubiera dejado solo para ayudar a alguien que la necesitaba en ese momento.
Sin embargo, no estaba preparada para ser recibida por Elisa Leagan. Se veía hermosa, su piel sin ninguna imperfección y los labios brillantes y curvados en una expresión maliciosa. Le estaba bloqueando la entrada, más alta e imponente que ella.
—¿Tú qué estás haciendo aquí? —Le preguntó petulante—. No sé cómo tienes el cinismo de volver después de lo que hiciste.
—No sé de qué habla, señorita Elisa…
—Deja de hacerte la mosca muerta. Desde hace horas te fuiste y no sabemos donde o con quién. ¡Qué comportamiento indecente para una enfermera! Y además mira lo que pasó por tu culpa.
—¡Elisa! —Gritó Anthony—. Déjala tranquila, ya te dije que estoy bien.
—No defiendas a esta terrible chica.
—Y tú no te metas en lo que no te importa. Déjala pasar.
—Pero Anthony…
—Ya me escuchaste.
A regañadientes, Elisa se movió lo suficiente como para que Candy pudiera colarse dentro de la habitación, pero en cuanto vio a Anthony, sintió que el alma se le salía del cuerpo: estaba recostado en la cama, con el brazo izquierdo vendado y el rostro lleno de pequeñas heridas que aún sangraban.
—¡Dios mío, Anthony! —Dijo Candy sin aliento—. ¿Qué tienes? ¿Qué te hiciste?
El rubio trató de ahogar un quejido sin mucho éxito.
—Nada, solo tuve un pequeño accidente.
—¿Pequeño accidente? —Se rio Elisa—. Dile la verdad a esta desgraciada, que es por su culpa que terminaste así.
—No es así.
—Elisa tiene razón.
La tía abuela Elroy, solemne y fría, entró a la recámara dejándolos a todos sin palabras. El recogido de su cabello endurecía aún más sus facciones, y Candy tragó en seco al darse cuenta de que la estaba mirando terriblemente molesta.
—¡Muchacha desequilibrada! Lo primero que te advertí es que no te separaras de mi sobrino ni un segundo.
—Tía, ya hemos hablado de esto. Candy es mi enfermera, no mi niñera.
—¡Sí, es tu enfermera! —Estalló la anciana—. Su trabajo es ocuparse de ti, no desaparecer cuando más la necesitas.
—Ella no es una esclava a mi servicio.
—No es esclavitud el cumplir con sus obligaciones.
—Te dije que te ocuparas de tus propios asuntos, Elisa.
—No discutan más, por favor —susurró Candy. No soportaba más la idea de ver a Anthony tan enojado con su propia familia, y menos aún por su culpa—. Tienen razón, no debí ausentarme de esa manera.
—No te disculpes. Lo que me pasó fue un accidente y no tiene nada que ver contigo.
—En todo caso les aseguro que no volverá a suceder —continúo ella.
—Por supuesto que no sucederá de nuevo —sentenció la tía abuela—, porque desde este momento vamos a prescindir de tus servicios como enfermera.
El silencio que se hizo en la recámara fue sepulcral. Por un momento Candy creyó haber escuchado otra cosa, o quizás todo se trataba de un mal sueño. ¿Todavía seguía dormida? ¿O acaso se había contagiado de fiebre y ahora estaba alucinando?
Pero no, todo parecía demasiado real, desde la voz firme de la tía abuela Elroy hasta los ojos venenosos de Elisa.
—¿Estoy despedida? —Preguntó tontamente, aunque ya sabía la respuesta.
—¡No, no estás despedida! Tía Elroy, no voy a tolerar que eches a Candy de esta casa.
—Anthony —se sorprendió la mujer—, ¿cómo puedes defender a esta chiquilla irresponsable?
—El único irresponsable aquí soy yo. Yo fui el que intentó levantarse de la cama, yo fui quien quebró el jarrón y yo caí sobre los pedazos de vidrio. ¿Ahora va a decir que Candy me empujó?
Al escucharlo, el shock inicial que sintió Candy fue remplazado por un agudo dolor en el pecho al tratar de imaginar lo que Anthony sufrió. ¿Cuánto tiempo estaría ahí, tirado en el suelo y sintiéndose más impotente que nunca?
Ella debió ayudarlo a levantarse, limpiarle las heridas y permanecer a su lado para asegurarse de que estuviera bien y en lugar de eso, se esfumó durante horas. Pudo entender con claridad el enojo de la señora Elroy y de Elisa, porque en ese instante, también se estaba odiando a sí misma.
—Tu tía y la señorita tienen razón —murmuró Candy para la sorpresa de todos—, creo que es mejor que me vaya.
—Bien, hasta que esta chica insignificante dice algo coherente —intervino Elisa.
—¡Candy no se va a ir a ninguna parte! Quiero que ella se quede aquí y que continúe siendo mi enfermera, ¡ustedes no tienen la facultad de decidir eso!
—No voy a permitir que un chiquillo como tú me desautorice de esta forma —concluyó la señora Elroy ofendida, y acto seguido dio media vuelta—. Ahora me voy, tengo que recibir a nuestros invitados. Elisa, acompáñame.
La pelirroja abrió la boca como si quisiera decir algo más, pero finalmente siguió a su tía por el corredor. Una vez estando solos, Candy y Anthony se miraron en silencio.
—Bueno —dijo la chica, aclarándose la garganta—, tengo que preparar mi equipaje antes de que anochezca por completo.
—¿De qué hablas? Yo no estoy de acuerdo con la decisión que tomó la tía abuela.
—Ella no está equivocada.
—Candy —la llamó él, y su voz sonaba más firme que nunca—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando llegaste a la casa?
—Por supuesto; que tus cinco enfermeras no duraron ni una semana aquí.
Un atisbo de una sonrisa se reflejó en el rostro de Anthony.
—Eso, y también que no necesitaba una niñera —suspiró—. Sé que las intenciones de mi tía son buenas, al igual que las de mis primos, de todos los que me conocen. Pero no saben que cada vez que me miran con lástima, que vigilan cada uno de mis movimientos, me están matando lentamente.
—Anthony…
—Tú no eres así, o al menos eso pensaba. Pero si continúas disculpándote a pesar de que te dije que fue un accidente, vas a acabar conmigo y la poca dignidad que aún me queda.
Para ese momento, Candy estaba llorando como cuando era una niña. Su dulce Anthony estaba ahí, consolándola y tratando de aliviar un poco del dolor en su corazón, cuando debería ser al revés. ¿Acaso no se lo prometió a sí misma? ¿No dijo que ayudaría a su Príncipe a recuperar su sonrisa?
—Yo tampoco quiero irme —confesó.
—Entonces no lo hagas. Quédate conmigo.
Candy suspiró conmovida, y se dedicó a curarle los cortes del vidrio en su cara mientras le contaba sobre la esposa del jardinero. Afuera el atardecer comenzaba a asomarse, pintando al cielo de tonos naranjas y rojizos; todo parecía más brillante, como si estuviera bañado en oro.
La marea estaba bajando, o al menos eso creyeron los dos hasta que escucharon pasos acercarse.
—Anthony, un sirviente te ayudará a prepararte para que bajes a cenar.
Era Elisa, que entró corriendo a la recámara con una gran sonrisa, pero al ver que Candy seguía ahí su expresión se volvió oscura.
—No tengo ánimos de salir, discúlpame con los invitados —le dijo, pero Elisa ignoró sus palabras y puso toda su atención en Candy.
—¿Qué hace esta aquí? ¿Acaso no escuchaste a la tía Elroy? Vete antes de que llamemos a alguien para que te saque a patadas.
—Hazlo —se defendió Candy—, pero yo no me iré a menos que Anthony me lo pida.
—Eres una insolente. Pero claro, ¿qué podríamos esperar de una huérfana como tú?
—¿Quién te dijo eso, Elisa? —Preguntó Anthony enojado.
—Una de sus compañeras del Hospital Santa Juana. Esta chica se crio en un sucio orfanato, ¿quién sabe qué clase de cosas les enseñan ahí? Por eso es mejor que se largue ahora antes de que…
—Elisa, me sorprende que una mujer como tú, que se jacta de ser una dama, esté dando órdenes en mi casa.
Todos se quedaron pasmados al escuchar la voz firme y varonil que se unió a ellos.
Elisa palideció de repente, como si hubiera visto un fantasma.
—¡Tío William!
Candy sintió que el mundo le daba vueltas.
—No puede ser, usted es… —se llevó una mano a la boca.
De pie en el umbral de la puerta estaba un hombre imponente, usando un costoso traje italiano de color negro que acentuaba su figura atlética, lo largo de sus piernas y lo ancho de sus hombros. Tenía el cabello corto y rubio, con algunos mechones rebeldes que enmarcaban sus facciones aristocráticas y un par de ojos tan azules como el cielo.
Y lo más sorprendente de todo era que Candy lo conocía.
—Buenas noches —dijo él, y buscando la mirada de ella, sonrió—. Soy William Albert Andrey, a tu servicio.
Notas:
¡Hola de nuevo! No saben cuánto agradezco el amor que le están dando a esta historia que todos los días llevo cerca de mi corazón, es algo invaluable, que me llena de tanta ternura, y por eso quiero decirles gracias. Gracias por darme una oportunidad, y no solo a mí, si no a estos personajes que amamos por los buenos y los malos recuerdos, por las enseñanzas que Candy Candy nos brindó. Escribir esto me hace sentirme cerca de ustedes, por eso espero que sigan acompañándome hasta que lleguemos al final, ¿qué les parece?
Bueno, pues pobre Candy, este no ha sido su día pero afortunadamente nuestro rubio favorito está aquí para poner orden, ¿o qué opinan al respecto?
Gracias de nuevo y nos veremos en lo que sigue. Posdata: Algunas me preguntaron sobre las actualizaciones y espero publicar al menos un capítulo cada semana, pero si algún día les fallo pido perdón, la verdad es que la universidad me tiene loca a veces.
¡Hasta la próxima!
