7

ANHELO

La tía abuela de Anthony era una mujer estricta, pero amaba a su familia y eso era evidente incluso para alguien como Candy. Por eso no fue una sorpresa cuando los sirvientes anunciaron que se celebraría una gran fiesta en honor a Alistear y Archibald Cornwall, que regresarían de Boston en un par de días.

—Va a ser un gran evento —comentaban los empleados—. Dicen que aprovecharán esta fiesta para escogerle una esposa al señor William.

Candy escuchaba en silencio y sentía un tirón en el estómago, probablemente por la tristeza que le producía el pensar en la vida que le tocó al señor Albert. Que cosa tan terrible no ser capaz de decidir si quería casarse o no, solo para cumplir con su deber.

La pecosa dejó esos pensamientos de lado y mejor se concentró en Anthony. Prefería pasar todo su tiempo en el jardín o en la biblioteca estudiando durante interminables horas, pero había cambiado en comparación a los primeros días; era más abierto, más simpático y a Candy le gustaba creer que tal vez ya la veía como a una amiga.

—¿Por qué no te has cambiado? —Le preguntó ella una tarde luego de darle sus medicamentos—. La fiesta empezará en menos de una hora.

—Lo sé, pero no voy a ir.

—¿Por qué no?

—Porque estoy enfermo y no quiero contagiar a nadie.

Poco convencida, Candy tocó su frente para revisar si tenía fiebre.

—Tonterías, estás más sano que nunca.

—Simplemente no quiero ir a esa fiesta aburrida para que todos me miren con lástima como si fuera un animal herido.

Era evidente que solo Anthony entendía sus propios sentimientos, así que ella prefirió aceptar sus palabras tristemente.

—Bueno, pero de todas maneras es una fiesta en honor a tus primos, ¿acaso no quieres verlos?

—Ya te dije cuál es mi relación con ellos.

—Y todo es un malentendido. Te aseguro que están ansiosos por verte.

Anthony hizo una mueca que mostraba su desacuerdo y movió su silla de ruedas hasta la gran ventana en su recámara con vista a su jardín. De repente se puso melancólico, probablemente recordando algo que Candy no alcanzaba a comprender y ella se sentó al borde de la cama en silencio.

¿Cómo puedo ayudarte, querido Anthony? Se preguntó a sí misma.

—Creo que tengo una idea —dijo él de repente, como si hubiera leído sus pensamientos—. Deberías venir conmigo a la fiesta hoy.

—¿Qué? Estás loco.

—No tendría nada de raro, eres mi enfermera.

—Sí, pero no creo que mi presencia sea necesaria en una fiesta.

—¿Cómo sabes? Podría morir atragantado sin que nadie me ayude.

Candy entrecerró los ojos ante la astucia del muchacho.

—Eso jamás pasaría.

—No te estoy pidiendo nada malo, solo quiero que me acompañes.

—Y te agradezco la invitación, pero no creo que sea buena idea. ¿Te imaginas la cara que pondrían los Leagan al verme?

—No te preocupes por eso, ahí estará mi tío para defenderte.

Eso no tranquilizó a Candy en lo absoluto. De hecho, ni siquiera deseaba pensar en el patriarca de los Andrey, porque sentía un extraño cosquilleo en el estómago al imaginar su rostro, el sonido grave de su voz.

No lo había visto desde hace más de una semana, cuando curó sus heridas luego de esa pelea que tuvo. El elusivo empresario salía de la mansión antes del amanecer y regresaba en la noche cuando todos estaban dormidos; de no ser porque Anthony le dijo que estaba trabajando en unas negociaciones, Candy habría pensado que Albert no existía.

—Prefiero evitar problemas —insistió Candy después de un rato—. No quiero que a tu tía abuela le dé un infarto porque mi culpa.

—Yo me ocupo de ella. Pero por favor, Candy, ven conmigo.

La pecosa iba a negarse otra vez cuando reparó en la mirada suplicante de Anthony. Él era orgulloso y a pesar de su condición, trataba de ser autosuficiente y no pedir ayuda a menos que fuera necesario. El hecho de que ahora estuviera prácticamente rogándole hablaba de la desesperación que sentía.

—Está bien —se rindió ella—, pero me tendrás que dar un día libre después de esto.

—Los que quieras. Es más, puedes tomarte un mes de vacaciones.

Candy sonrió porque sabía que eso era imposible.

—De acuerdo, entonces vamos.

—Primero sube a cambiarte —dijo Anthony arrugando la nariz imperceptiblemente—. Un uniforme de enfermera no forma parte de la etiqueta de una fiesta.

Y ese era el problema.

Una vez en su cuarto, Candy vació todo el contenido de su armario en la cama y descubrió que solo tenía ropa modesta y unos cuantos uniformes de repuesto, pero nada lo suficientemente bonito como para impresionar a los Andrey.

Terminó escogiendo un vestido de color verde, un tanto anticuado pero no demasiado viejo. Se acomodó el cabello en un moño alto en lugar de las dos coletas que acostumbraba a utilizar siempre y optó por maquillarse un poco, pellizcándose las mejillas para darles algo de color y aplicándose un bálsamo en los labios con olor a durazno.

Cuando bajó al vestíbulo ya estaba anocheciendo y Anthony la esperaba impaciente.

—¡Ya estoy lista!

El muchacho abrió la boca para decir algo, pero se detuvo abruptamente y la miró de arriba abajo, poniéndose rojo hasta las orejas.

—Vaya —musitó—. No me había dado cuenta…

—¿De qué?

—De que a pesar de todo sí eres una chica.

—¡Tonto! ¿Qué pretendes decir con eso?

—Que con ese carácter cualquiera pensaría que tienes ochenta años —bromeó Anthony en medio de una risa, y parecía de tan buen humor que Candy olvidó su indignación y se rio con él.

El mayordomo les pidió que pasaran al gran salón y ocuparan sus asientos. Mientras Candy movía la silla de Anthony, notó que algunos invitados la miraban con cara de pocos amigos, como si les asqueara su presencia.

De todas maneras no quiero juntarme con gente tan alzada y prepotente, se consoló en su cabeza.

—¿Dónde están tus primos?

—Quizás esperando hacer una gran entrada. Ven, pongámonos de este lado.

No se habían movido ni un centímetro cuando alguien se acercó a ellos.

—¡Anthony! —Exclamó una voz armoniosa,

Se trataba de la mujer más hermosa que Candy había visto en su vida. Alta, espigada, de un cabello negro que contrastaba con la blancura de su piel y unos ojos de color avellana que enmarcaban un rostro de facciones perfectas y labios carnosos.

—Leonie —dijo Anthony, sonriendo como pocas veces lo hacía—. No puedo creer que seas tú.

—Ni yo, ¡mírate! ¿Hace cuanto que no nos vemos?

—Creo que tres años, cuando tu familia se mudó a Nueva York.

—Es cierto. Moría de ganas por regresar a Chicago y visitarlos.

—¿A todos o solamente a mi tío? —Dijo Anthony con picardía.

Candy observó sorprendida como el bello rostro de la mujer se sonrojó.

—Qué cosas dices, por supuestos que a todos —se justificó un poco acalorada, pero después preguntó—. Por cierto, ¿dónde está él? Esperaba saludarlo.

—No tarda en llegar. Pero no te preocupes, Leonie, de seguro el tío William bailará contigo toda la noche.

—Ay, Anthony —se quejó ella tan roja que parecía que le iba a explotar la cara. Luego, reparó en la presencia de Candy y le ofreció una gran sonrisa—. Buenas noches, creo que no me he presentado: soy Leonette Harrison.

—Mucho gusto, señorita. Me llamo Candy White.

—Es un placer. Bueno, si me disculpan tengo que regresar con mi familia.

Aunque ya se había ido, la presencia de la joven seguía permeando el aire. Parecía muy cálida y jovial aparte de hermosa.

—¿Quién es ella?

—Una de las pocas damas de sociedad que vale la pena conocer —le explicó Anthony—. Pertenece a una de las familias más ricas de Nueva York y siempre han sido socios comerciales de los Andrey, por eso conozco a Leonette de toda la vida.

—Me imagino. Es muy linda y parece que te agrada mucho.

—Te conozco ese tono de voz, Candy, y estás equivocada. Leonette es una buena amiga y quizás en el futuro se convierta en familia.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Todos aman a Leonie, incluso la tía abuela y los Leagan. Es probable que ella sea la próxima señora Andrey.

La sonrisa de Candy se esfumó al escuchar esas palabras. Señora Andrey. Eso significaba que…

—Se va a casar con tu tío.

—Aún no es oficial.

—¿Y qué piensa él de eso?

Anthony se encogió de hombros como si hablar de ese tema lo aburriera profundamente.

—No lo sé. Pero te diré algo: si él llegara a enamorarse de alguien, sería de Leonette Harrison.

Candy no podía entender la sensación que le provocaban las palabras de Anthony, como un nudo en la garganta que no le permitía respirar.

Trató de disimular su malhumor conversando con Anthony de esto y aquello, pero eso apenas la distrajo un poco. Repetía en su cabeza el nombre de Leonette y no podía entender por qué una chica tan agradable como ella le provocaba ese malestar.

¿Tal vez una parte la envidiaba por ser tan hermosa? No, imposible, Candy nunca fue de las que se comparaban con otras personas. ¿Entonces qué le estaba pasando?

—Candy, ¿te importaría traerme un poco de agua? —Le preguntó Anthony una vez que lo ayudó a acomodarse en su asiento.

—Por supuesto.

Candy aprovechó ese momento para respirar un poco de aire lejos de su paciente y se movió hacia la mesa donde estaban los bocadillos y bebidas, cuando alguien la detuvo.

—¿Tú que haces aquí?

Elisa Leagan la miraba furiosa, con una mano apretando su brazo fuertemente.

—Suélteme, señorita.

—Este no es lugar para ti. Deberías estar en la cocina, o en el asqueroso orfanato del que te recogieron.

Ofendida, Candy se zafó de su agarre y la encaró sin un ápice de miedo.

—No le permito que me hable así.

—Y yo no te permito que arruines el buen nombre de los Andrey paseándote por aquí como si fueras la gran cosa. ¡Lárgate!

—No tengo por qué; Anthony me invitó.

Los ojos castaños de Elisa brillaron de una forma que estremeció a Candy.

—Me pregunto qué clase de favores estarás utilizando para que mi querido primo te dé tantas concesiones.

—¿Cómo se atreve? ¡Le exijo que me respete!

—¿Respetar a una cualquiera como tú? —Se mofó—. Mejor vete o haré que la tía Elroy te saque como la basura que eres…

—Elisa —la interrumpieron—. Deja en paz a Candy o yo mismo me encargaré de que no vuelvas a poner un pie en esta casa.

Las piernas le flaquearon a Candy al sentir la imponente forma del señor Albert Andrey detrás de ella. No se atrevió a moverse, temerosa de que su rostro delatara cosas que ni siquiera ella se atrevía a admitir, y mejor contempló a Elisa.

—Perdóneme, tío William.

—No me digas eso a mí, mejor pídele perdón a Candy. Ella es mi invitada y no permitiré que la trates de esa manera.

Elisa parecía estar al borde de un ataque nervioso. La cara se le puso verde de la rabia y se estaba mordiendo los labios hasta el punto que un hilillo de sangre brotó de ellos, pero de alguna manera se las arregló para mirar a Candy y abrir la boca sin delatar sus pensamientos.

—Discúlpame —le dijo entre dientes, y no esperó más respuesta antes de alejarse rápidamente.

Candy exhaló, pensando que ese breve encuentro con la pelirroja la había drenado de toda su energía. Deseaba ir a su habitación y llorar durante horas, o quizás subir a la punta del árbol más alto y olvidarse de sus problemas por un rato.

En lugar de eso, se dio la vuelta para mirar al hombre.

—Señor Andrey —dijo avergonzada—, lamento causarle tantos problemas.

Santo Dios, estaba tan guapo. Los moretones de la pelea que tuvo la semana pasada habían desaparecido por completo, dejando ver ese rostro maravilloso y los ojos azules que parecían más profundos e intensos que nunca.

—No te preocupes. Anthony me dijo que te invitó y para mí es un honor que nos acompañes.

—Muchas gracias.

El señor Andrey le sonrió levemente e inclinó la cabeza antes de retirarse a conversar con otras personas. Algo en él parecía extraño y distante.

Anthony no la cuestionó cuando volvió otra vez a la mesa viéndose desanimada. Él parecía feliz de tener su compañía, especialmente cuando se anunció la llegada de Archibald y Alistear Cornwell.

Su entrada en el salón fue todo un espectáculo. Los invitados aplaudieron para recibir a los dos muchachos, uno de cabello oscuro y el otro más claro, ambos de la misma estatura y con apariencia similar. Primero saludaron al señor Andrey efusivamente, y después a la tía abuela Elroy, dándole un beso en la mejilla para el beneplácito de la anciana.

Después ubicaron a Anthony, que estaba tenso y apretando la mandíbula mientras los hermanos Cornwell se acercaban a él.

—Alistear, Archibald —dijo Anthony secamente, pero no esperaba que el muchacho de gafas, el que parecía ser el mayor, se abalanzara contra él para darle un abrazo.

—¡Primo, te ves muy bien!

Candy sonrió enternecida por ese gesto que parecía borrar todas las heridas del pasado. Sin embargo, el otro chico de cabellos claros permanecía estoico.

—Anthony —fue su saludo.

—Archie, me alegra que estén aquí.

—¿Sí? —Se burló él sin poder contenerse—. Porque la última vez que te vi recuerdo que nos dijiste que jamás volviéramos.

El joven Brown palideció.

—Eran palabras estúpidas.

—No para mí. Si estamos aquí ahora es por respeto a la tía Elroy y a Albert, pero no te preocupes, nos mantendremos lejos de tu camino.

Sin decir otra cosa, Archibald se dio la media vuelta dejándolos atónitos.

—Disculpen a mi hermano —dijo Alistear—, es un poco orgulloso. Mejor iré a vigilar que no haga una tontería.

Cuando los Cornwell se fueron, Candy dejó escapar un suspiro; jamás imaginó que la relación entre Anthony y Archibald sería tan difícil.

—No te preocupes —carraspeó Candy—, ya se le pasará.

—Como si me importara. Es más, mejor que no me dirija la palabra.

Hombres, pensó la chica.

El resto de la velada pasó tranquilamente. Candy aprovechó la oportunidad para comer a sus anchas, degustando los exquisitos platillos y postres ante la mirada indignada de la señora Elroy, que no se atrevió a hacer ningún comentario.

Pero sobre todo, la pecosa se dedicó a observar al señor Albert y a Leonette. Era obvio que a ella le gustaba el empresario; estaba sentada a su lado, escuchando atentamente cada una de sus palabras y lo miraba como si hubiera colgado la luna en el cielo. Lo difícil era saber que sentía él por la joven, ¿cómo podría interpretarse su sonrisa, como simple cortesía o los gestos de un hombre enamorado?

—¿Estás bien, Candy? —Le preguntó Anthony.

—Sí, solo un poco distraída.


¿Cómo es posible que ella estuviera cada día más hermosa?

Albert Andrey se tomó un trago para evitar que sus pensamientos navegaran por otros rumbos, pero no podía sacudirse a Candy de la cabeza. Era como una fantasía envuelta en ese vestido, que dejaba al descubierto un cuello grácil y blanco. En la oscuridad de sus pensamientos, Albert se preguntaba como se vería su pálida piel si él pudiera tocarla con sus dedos, con sus labios.

No, no debía pensar en ella después de saber lo que su sobrino sentía, sin importar cuánto la deseara.

—Hijo mío —se acercó la tía Elroy—, ya va a comenzar el baile, deberías invitar a Leonette.

Albert la miró desde el otro lado del salón. Por primera vez en la noche se había alejado de él, y aunque era una chica hermosa y agradable, en ese momento no tenía ganas de pasar más tiempo a su lado.

—Tal vez después. Voy a ver a Anthony.

Su sobrino y Candy estaban en una esquina del salón charlando animadamente. Albert sintió una punzada de celos que tuvo que ocultar antes de acercarse.

—Buenas noches, ¿interrumpo?

—No, solo le decía a Candy que debería ir a bailar; no tiene que detenerse por mí.

—Ya te dije que no quiero —replicó la pecosa, un suave rubor cubriéndole las mejillas y evitando ante todo la mirada de Albert.

—Y tú, tío abuelo, tienes una fila de damas ansiosas por bailar contigo.

—Ninguna que me interese.

—¿En serio? Pues el señor Walker no tarda en obligarte a que bailes con sus doce hijas.

—Entonces es el momento de que me oculte en algún rincón —sonrió Albert de buena gana.

—Candy y tú deberían bailar.

Esas palabras fueron tan sorpresivas que Albert pensó que estaba alucinando. Pero no, Candy tenía la misma expresión confundida en el rostro.

—No creo que…

—Es buena idea —insistió Anthony—. Vayan a bailar, así Candy no estará aburrida y tú dejarás de ser asediado por tus admiradoras.

Albert sabía que de negarse, su sobrino sospecharía algo, así que reuniendo todo el coraje del mundo, le extendió una mano a Candy.

—¿Qué dices? ¿Te sacrificarías por mí?

Era evidente el nerviosismo de la pecosa, pero de cualquier manera puso su mano encima de la suya, y permitió que la llevara hasta el centro del salón.

—Todos nos están mirando —susurró Candy asustada.

—Te miran a ti. Por lo hermosa que eres —dijo sin poder soportarlo.

No le dio tiempo a reaccionar y tomó su estrecha cintura entre sus brazos, acercándola a su cuerpo tanto como pudo. Tenerla a su lado, sentir su tacto en su hombro, sobre su pecho, era un dulce tormento que estaba dispuesto a aprovechar.

Se estaba convirtiendo en un hombre egoísta. Ignoró las miradas escandalizadas de los invitados, de la tía Elroy y del propio Anthony, porque en ese momento solo le importaba ella. Ella y su corazón latiendo cerca del suyo, ella y todo lo que él anhelaba.

Y que no estaba dispuesto a dejar ir tan fácilmente.


Notas:

¡Hola!

Primero que nada quiero pedirles disculpas por la tardanza. La vida no ha sido fácil, tratar de encontrar cómo encajo en el mundo tampoco, pero no podía dejar de lado esta parte de mí que siempre quiero conservar, a Candy y a ustedes.

Muchas gracias por seguirme apoyando en este camino, quiero que estén a mi lado hasta que podamos ver un castillo de flores para nuestros personajes favoritos, todas ustedes son para mí la razón por la que esta historia se está escribiendo, así que deseo que nos veamos en este espacio que estamos construyendo juntas.

¡Gracias, mil gracias! Nos vemos hasta la siguiente.