8

UN BRAZALETE DE ESMERALDAS

Bailar con el señor Andrey se sentía como caer al vacío, o al menos eso pensaba Candy. ¿O de qué otra manera podría describir ese cosquilleo en el vientre, como el aleteo de una mariposa? O caracoles arrastrándose, pensó mientras escondía una sonrisa.

Cada parte de su cuerpo era muy consciente de él y del aroma a su loción; la mano que rodeaba su cintura y cada respiración que se reflejaba en su pecho, tan cerca de ella que parecían uno solo.

Se sintió cohibida al reparar en la manera en que sus ojos azules y profundos seguían cada uno de sus movimientos como si fuera la persona más importante en el salón. Nerviosa, casi se fue para atrás, enredándose en sus propios pies.

—Tranquila —murmuró el señor Andrey, aferrándola con más fuerza hacia su cuerpo—. No dejaré que caigas.

—Es que no estoy acostumbrada a que la gente me mire cuando bailo.

—Entonces no les prestes atención —dijo, su rostro volviéndose serio—. En este momento, solo quiero tus ojos sobre mí.

Esas palabras no ameritaban una respuesta y Candy, sonrojada y sin aliento, no habría podido formularla de todas maneras. Se conformó con seguir bailando a su lado, aunque la música parecía distante y sus sentimientos nublados, perdidos en una fantasía de su propia creación.

Era muy fácil pretender por un instante que los dos no eran más que Albert y Candy, existiendo solos en un pequeño lugar hecho de estrellas y deseos, pero la realidad llegó a recordarles quienes eran ambos: una chica sin padres ni apellidos, y un hombre poderoso cargando el legado de su familia tras la espalda.

—William —interrumpió una pálida señora Elroy—, el padre de Leonette quiere hablar contigo antes de irse.

Tan ensimismados estaban en su propio mundo que no se habían dado cuenta de que los músicos cambiaron el ritmo de las melodías y los invitados habían comenzado a bailar libremente sin prestarles atención.

El señor Albert parpadeó como si estuviera saliendo de un trance, soltando a Candy lentamente mientras procesaba las palabras de la anciana.

—Iré en un momento, tía.

—Se trata del negocio en Nueva York —insistió—. Si quieres que todo salga bien no lo hagas esperar.

A él no le quedó más opción que obedecer. Sin decir otra cosa, besó a su tía en la mejilla y le sonrió a Candy, dejándolas a solas en un incómodo silencio que la pecosa fue la primera en romper:

—Permiso, señora. Tengo que ver a Anthony.

—¿Al fin te acordaste de mi sobrino? —Se mofó—. Me parece que te contraté para que fueras su enfermera, pero veo que estás olvidando tu lugar, chiquilla.

—¿Ah?

—No permitiré un comportamiento tan vergonzoso por parte de una empleada en mi propia casa —le advirtió haciendo una mueca de disgusto—. No me importa lo que diga William; yo también puedo tener la última palabra.

Candy tragó en seco mientras la señora Elroy la contemplaba de arriba abajo antes de irse con todo el semblante de una reina orgullosa.

Era obvio que sus días en la mansión estaban contados, ¿pero acaso sería buena idea comenzar a buscar trabajo en otro lugar? Probablemente sí; con sus ahorros, terminaría muriéndose de hambre en un mes si es que la despedían.

Preocupada, buscó a Anthony entre la multitud, y su culpabilidad no hizo más que aumentar al verlo en un rincón sin nadie que lo acompañara.

—Ya volví. No quería tardarme tanto, pero…

—No hay problema —la interrumpió él—. Yo fui quien te obligó a acompañarme, espero que al menos te hayas divertido un poco.

—Tú nunca me obligas a nada. ¿Acaso no somos amigos?

—Amigos —repitió él en un tono sarcástico—. No creo que sea buena idea ser amigo de una chica tan atolondrada como tú.

—¿De qué hablas? Esa es la mejor parte; así jamás te aburrirás conmigo.

Anthony inclinó la cabeza para ocultar su expresión.

—Sí, lo sé —murmuró casi con melancolía—. Y ese es el problema.

Una corazonada le dijo a Candy que no insistiera más con el tema.

La pecosa no disimuló su felicidad cuando Anthony le dijo que estaba cansado y prefería irse a dormir. Después de todo lo que pasó, no podía soportar ni un minuto más las miradas de los hermanos Leagan y de la tía Elroy, o peor aún, al señor Albert conversando amenamente con aquella chica, Leonette.

Mientras ayudaba a Anthony a prepararse para dormir, Candy notó que el ambiente entre los dos se volvió pesado, como si hubiera mil palabras en el aire que ninguno se atrevía a pronunciar.

—Bueno —carraspeó ella—, si no necesitas otra cosa, yo…

—No te vayas, quiero hacerte una pregunta.

—Dime.

El muchacho apretó la mandíbula y cerró los ojos, evitando mirarla a toda costa. ¿Qué podría ser tan terrible como para que estuviera así de nervioso? ¿La iba a echar de su vida por irresponsable e impertinente?

—Tienes una muy buena relación con mi tío Albert, ¿no es cierto? —Fue la inesperada pregunta.

—Relación es un término exagerado —se excusó ella en medio de una risita nerviosa—, tú sabes que apenas lo conozco.

—Sí, pero te la llevas bien con él.

—Podría decirse —murmuró Candy—. Tu tío es una de las personas más amables que conozco y el único miembro de tu familia que me ha tratado con respeto y consideración. Bueno, aparte de ti.

—¿Qué piensas de él, Candy?

De todos los cuestionamientos que le pudo haber hecho, ese era el que más temía. ¿Cómo responder a algo que ni siquiera ella misma lograba entender? Además, ¿cómo podría confesarle a Anthony que ni siquiera se atrevía a pensar en su tío sin sentirse débil y pequeña?

—No sé qué decir —susurró la pecosa—. Él es tu familia, un hombre gentil y bueno que además es mi jefe. Eso es todo.

—¿Segura?

—¡Por supuesto! Y no entiendo por qué me estás haciendo estas preguntas.

—Porque cuando los vi bailar, yo…

—¡Tú mismo nos pediste que bailáramos! —Replicó Candy exasperada.

—Sí, pero no imaginé verlos tan cercanos, como si se conocieran de toda la vida.

—Dime —reaccionó Candy—, ¿acaso eso te molesta?

Ahora Anthony fue el que se puso incómodo.

—No, claro que no —contestó rápidamente—. Es solo que desde que mi tío asumió su lugar como el jefe de la familia se ha vuelto más triste, como si esto lo asfixiara. Y no sé, pienso que una chica tan insoportable como tú sería muy buena para él.

—¿Qué dices?

—Nada raro, no me malinterpretes. Me refiero a que podrías ser una gran amiga para mi tío. Y también para mí.

Aunque pronunció esas palabras entre dientes, Candy lo entendió a la perfección y no pudo evitar saltar encima y darle un abrazo que casi le quebró las costillas. El muchacho intentó alejarse, pero al cabo de un momento dejó de luchar y aceptó el gesto a regañadientes.

—¡Oh, por fin lo admitiste! —Gritó Candy—. ¡Somos amigos!

—Espera, yo no dije que…

—Ya no te puedes retractar. Desde este momento hasta el final de mis días tú y yo seremos los mejores amigos del mundo. Y te puedo decir algo —agregó seriamente—, en esta casa, eres el único amigo que necesito.

Anthony esbozó la primera sonrisa genuina de toda la noche.

—¿De verdad? ¿Ni siquiera mi tío?

—Claro que no. ¡Y ya deja de pensar tonterías!

—Está bien —se recostó Anthony plenamente satisfecho con su interrogatorio—, no quería hacerte sentir mal, solo es curiosidad.

—Lo entiendo. Ahora si quieres compensarme por este mal rato, ya vete a dormir que debes estar muerto por todo lo que pasó hoy.

Un dejo de tristeza cruzó el rostro de Anthony, seguramente recordando la actitud de sus primos, especialmente de Archibald.

—De acuerdo. Pero quiero que me hagas un favor mañana.

—Lo que sea.

—Primero deberías averiguar de qué se trata antes de aceptar —bromeó el muchacho.

—Oh, no te preocupes, si es algo raro estoy dispuesta a darte una paliza aunque me corras de esta casa.

—Suerte que es algo muy sencillo. Necesito que vayas al vivero que está en el centro y compres un paquete de semillas de flores nomeolvides, las favoritas de la tía Elroy. Quiero comenzar a plantarlas antes de que se vaya a Florida.

—¿Tu tía se va? —Preguntó Candy sin molestarse en disimular el entusiasmo que eso le provocaba.

—Solo durante un mes para acompañar a los Leagan y después volverá. Pero sí, descansaremos de ella por un tiempo.

—¡Entonces iré! ¡Yupi!

Pese a su entusiasmo y la idea de aprovechar esa oportunidad para relajarse un poco, Candy no logró conciliar el sueño esa noche. Dio vueltas en su cama hasta el amanecer, preocupada porque cada vez que cerraba los ojos, volvían a su cabeza imágenes de ese baile. Recordó la sensación del señor Albert a su lado, su aliento golpeando la sensible piel de su cuello mientras bailaban al ritmo de la música. Ruborizada, se regañó a sí misma por tener esa clase de pensamientos que una señorita como ella no debería tener.

Al día siguiente se vistió y arregló muy temprano, dispuesta a no desperdiciar mucho tiempo en caso de que Anthony la necesitara. Esta vez fue más precavida al momento de guardar su dinero y colocándose un sombrero para el sol antes de salir de la mansión y tomar el camino largo hasta la ciudad.

Se entretuvo visitando una Iglesia y enviándole dinero a la señorita Poni y la Hermana María. Cuando finalmente compró las semillas ya pasaba del mediodía y su estómago comenzó a hacer ruidos extraños por no desayunar; sin embargo, estaba tan exhausta que primero quiso descansar las piernas.

Encontró un pequeño parque lleno de árboles que ofrecían una sombra maravillosa, justo frente a un estanque de agua tan cristalina que parecía un espejo. Contenta, colocó su suéter sobre la hierba y se sentó sobre él, cerrando los ojos para apreciar la brisa fresca que alborotaba su cabello y la tranquilidad de ese momento robado para ella misma.

—Esta es vida —suspiró.

—Estoy de acuerdo.

Por un momento creyó estar alucinando. Pero al levantar la cabeza, encontró el apuesto rostro de Albert Andrey, que sonreía de oreja a oreja ante su expresión confundida.

—¡Oh! —Exclamó la pecosa.

—Perdóname, Candy, no te quise molestar.

—No me molesta, señor Andrey, es solo que no esperaba verlo.

—Yo tampoco, aunque debo admitir que es una linda sorpresa.

Candy se sonrojó.

—¿Qué está haciendo aquí, señor?

—Mi oficina queda cerca y normalmente a esta hora me gusta salir a caminar.

—Ya veo —dijo Candy mordiéndose el labio en un gesto de vergüenza al pensar que la encontró holgazaneando—, yo estoy aquí para cumplir un encargo de Anthony, pero ya voy a regresar a la casa.

El hombre se rio suavemente.

—No te apresures tanto.

—Anthony se quedó solo…

—Tienes que confiar en él. Mi sobrino ya no es un niño, y no creo que le agrade pensar que te necesita todo el día a su lado.

—Confío en él, pero de todas maneras me preocupa.

El señor Albert hizo un sonido de asentimiento y se sentó a su lado.

—Eres buena, Candy White —le dijo—. Si todas las enfermeras actuaran como tú, podríamos sanar el corazón del mundo.

—Me tiene demasiada fe, señor Andrey.

—¿Fe? No. Se trata de percepción y en eso jamás me equivoco.

Los dos se miraron antes de sonreír fugazmente. Por un momento permanecieron callados en un silencio apacible, apenas roto por el canto de las aves y la risa de algunos niños que jugaban a lo lejos.

—Este es un lugar bonito —murmuró Candy.

—Me recuerda a nuestra casa en Lakewood.

—¿Lakewood?

—Es el lugar donde crecí. Mi hermana Rosemary, la madre de Anthony, decía que era nuestro pequeño castillo de flores donde podíamos ser felices —bajó la mirada con tristeza—. Ahí viví algunos de los mejores momentos de mi niñez, pero también los más tristes.

—¿Le gustaría regresar?

—Por supuesto. Y lo haré pronto, con Anthony, Stear y Archie, y también contigo, si quisieras ir.

—Claro que quiero. ¡Incluso podríamos planificar un viaje! —Exclamó emocionada.

—Es una buena idea, sé que a Anthony le encantaría que conocieras el Portal de Rosas que cultivó con tanto esmero.

Candy suspiró al imaginarlo.

—Sería maravilloso. Aunque también me gustaría que visitáramos el Hogar de Poni.

—¿El Hogar de Poni?

—Es un orfanato, señor Andrey —le dijo, esperando ver disgusto en su rostro, pero él simplemente sonrió—. Fui criada por dos mujeres que son mis ángeles de la guarda: la señorita Poni y la hermana María.

—No sabía eso.

Emocionada, la pecosa le contó todo lo que recordaba, sobre sus amigos y las aventuras que pasaron, los animalitos con los que jugaba cuando era una niña, las ocasiones que se cayó del Padre Árbol y lo mucho que le gustaba caminar descalza por la hierba, sintiéndose más feliz que nunca a pesar de las carencias que a veces tenían.

El señor Albert la escuchó con atención, haciendo uno que otro comentario de vez en cuando, pero con una evidente nostalgia en los ojos, como si le hubiera gustado estar en un lugar tan humilde como ese.

—Extraño el Hogar de Poni —dijo Candy al terminar su relato—. De hecho, fue ahí donde conocí a Anthony.

—¿De verdad? Me cuesta creer que la tía Elroy permitió que Anthony saliera de Lakewood en algún momento.

—¡Sí, pero es cierto! Jamás lo olvidaré parado en la Colina de Poni, sosteniendo una gaita y vestido con su traje escocés. Pensé que era un astronauta o un príncipe…

—¿Cuántos años tenías, Candy?

—Seis, ¿por qué?

—Es imposible que conocieras a Anthony en ese entonces. ¿Estás segura de que fue él a quien viste?

—Estoy completamente segura, incluso lo reconocí ahora que comencé a trabajar para él.

El señor Andrey se puso pensativo de repente, como si una sombra oscura hubiera cubierto su rostro.

—Candy, estás equivocada, yo…

No terminó de decir lo que sea que fuera a confesarle, porque el estómago de la pecosa decidió interrumpir con un rugido de león para demostrar el hambre que sentía. Ella, avergonzada, se puso de pie con toda la intención de huir por la vergüenza.

—¡Ay, no, qué lástima que escuchó eso!

—No te preocupes. Al contrario, he sido muy descortés —le dijo el hombre, incorporándose en toda su estatura y guiñándole un ojo—. ¿Te gustaría almorzar conmigo, querida Candy?

—Oh, no. No podría…

—Tengo tiempo libre y me gustaría pasarlo a tu lado.

La enfermera estuvo tentada a negarse rotundamente, pero una vocecita en su cabeza le dijo que no fuera una tonta y aprovechara ese momento.

—Está bien —dijo—, pero solo con una condición: yo invito.

—Por supuesto que no, debo ser un caballero.

—Ya es momento de que yo le retribuya un poco de lo que usted ha hecho por mí, ¿o acaso se le olvidó el día que me prestó dinero para comprarle un libro a Anthony? Por favor, déjeme invitarlo.

El señor Andrey parecía reacio a aceptar, pero finalmente levantó los brazos como si estuviera dándose por vencido.

—Bien, tú ganas.

El presupuesto de Candy apenas alcanzó para un mesón humilde aunque muy limpio, donde los dos pidieron un par de emparedados y unos refrescos que disfrutaron sentados al lado de una ventana, contemplando los colores de la ciudad y el sonido de la música callejera.

—Lamento no poder ofrecerle algo mejor, señor Albert.

—No digas eso. En realidad no puedo recordar la última vez que me sentí tan tranquilo como hoy.

—¿Acaso nunca había almorzado en un lugar como este? —Bromeó la enfermera.

—No desde que me convertí en el Patriarca de los Andrey. Y por supuesto —añadió con picardía—, no al lado de una mujer tan linda como tú, Candy.

—Ay, no diga mentiras. Le encanta avergonzarme, ¿no es cierto?

—Me gusta tu rubor, tus pecas y tu sonrisa apenada —admitió él—, pero no te estoy diciendo ninguna mentira.

¿Por qué le decía esas cosas? Era muy difícil para su tonto corazón pensar lógicamente cuando escuchaba algo así.

—Qué bueno que al menos se distrajo un poco —fue lo único que Candy pudo decir, porque un chiquillo de unos diez años se acercó a ellos, sosteniendo una caja con algunas joyas de fantasía.

—Buenas tardes, señor. ¿Le gustaría comprar un detalle para su novia?

Eso era lo último que faltaba para hacer la situación más difícil. Esta vez Candy se puso tan roja que estaba segura de que le saldría humo de las orejas.

—Oh, no. Él y yo no somos…

—Bueno, su esposa —dijo el muchacho y se giró para mirar al señor Albert, quien se estaba aguantando una carcajada—. Los regalos son lo que mantiene vivo a un matrimonio, no deje que el amor se acabe.

—Estás equivocado, niño…

—Tranquila, Candy —intervino el empresario con un gesto divertido—. ¿Qué te gustaría que te comprara?

—Nada, nada, no es necesario.

—Bien, entonces yo escogeré algo por ti. Dime, amigo, ¿qué me recomiendas?

—Este brazalete, por supuesto. Está bañado en oro y tiene algunas esmeraldas incrustadas, combina muy bien con los ojos de su esposa —expuso el niño—. Es un poco caro, pero le aseguro que vale la pena.

El señor Albert compró el brazalete al precio que dijo, aunque claramente estaba hecho de acero inoxidable y sin ninguna piedra preciosa que justificara su costo elevado. También fue lo suficientemente generoso como para comprarle darle dinero extra al chiquillo, y solo así los dejó solos, feliz por el negocio que acababa de cerrar.

—Señor Andrey, lo hubiera corregido cuando dijo que nosotros…

—Solo es una estrategia de venta, Candy, no hay razón para molestarnos con un niño.

—Si usted lo dice.

—Y aunque se trata de una baratija, él tiene razón —comentó el hombre, ayudándole a ponerse el brazalete en la muñeca—: estas "esmeraldas" combinan con tus maravillosos ojos verdes.

Después de pagar la cuenta, los dos salieron hombro a hombro, deteniéndose un momento a disfrutar de la brisa fresca que los golpeó en la cara después de estar encerrados un rato.

De su parte, a Candy le hubiera gustado pasar más tiempo con él, pero no podía olvidar la razón por la que fue a la ciudad en primer lugar.

—Tengo que volver a la mansión.

—Y yo a la oficina. ¿Segura que no quieres que te lleve?

—Segura. Y muchas gracias por el regalo, señor Andrey, lo guardaré siempre como uno de mis tesoros.

—Yo también, Candy. Guardaré este día y tu sonrisa.

La pecosa hizo una mueca y se dio la vuelta para irse antes de que él viera las lágrimas que se habían formado detrás de sus ojos.

Por fin entendía a qué se debía esa sensación que experimentaba cada vez que estaba cerca de William Albert Andrey. Lo reconoció como algo que ardía, quemaba, dolía y asfixiaba, porque estaba enterrado en lo más profundo de su alma y rogaba por salir.

Sin embargo, para ella era imposible, si es que no quería terminar con el corazón roto.


NOTAS:

¡Hola! Por favor no me odien por desaparecerme tanto, les juro que últimamente me dormía con un solo pensamiento en la cabeza: la culpa por dejarlas así, y sobretodo, el miedo de que pensaran que abandoné esta historia.

Lo admito, estuve tentada a hacerlo, en aquellos momentos en los la inspiración no llegaba a mí a pesar de que la llamé mil veces, pero ahora entiendo que todo el estrés de terminar el semestre y uno que otro problemita en el que debo trabajar hizo que Candy y Albert no quisieran acercarse a mí, pero lo hicieron y no saben lo feliz que me hace verlos de nuevo.

¡Gracias, gracias, gracias! No saben cuanto agradezco que estén a mi lado en ese viaje, nunca sabrán lo que siento cada vez que leo sus comentarios que valen más para mí que cualquier cosa en el mundo. Por eso espero que mis ideas y los sueños que plasmo en esta historia sean suficientes para retribuirles tanto cariño. ¡Gracias y perdón! Espero que al menos este capítulo les haya sacado una sonrisa, con la primera cita de nuestros rubios, ¿o ustedes que opinan?

¡Gracias infinitas! Nos vemos para la siguiente.