9
TERREMOTO
Desde que Albert conoció a Candy (o mejor dicho, desde que la encontró luego de aquella tarde en la Colina), la pecosa se había convertido en un pensamiento constante en su cabeza, tan vital como si respirar se tratara.
Por eso no tardó mucho en darse cuenta de que ella lo estaba evitando.
Cuando visitaba a su sobrino por las mañanas, la enfermera no tardaba en poner una excusa y salía de la habitación como si no soportara estar ahí, apenas mirando a Albert a los ojos cuando él le hablaba o encerrándose en su habitación antes de que llegara en la oficina.
Francamente, Albert estaba perdiendo la cabeza por esa chica de sonrisa radiante y el corazón más puro que existía. ¿Cómo era posible que lo tuviera tan atrapado en su embrujo, que la extrañaba con tanta desesperación?
—Anthony —le dijo al muchacho cuando entró a saludarlo como todos los días—. ¿Estás solo?
—Sí, Candy insistió en prepararme el desayuno y la estoy esperando —sonrió—. No puede quedarse quieta ni por un segundo...
El empresario fingió no darse cuenta de la manera en que su sobrino hablaba de ella, con una chispa en los ojos que delataba irremediablemente lo que sentía. Gracias a Candy, Anthony estaba pareciéndose más a la persona que fue antes del accidente: jovial, sereno y con ganas de vivir.
Y Albert, aunque estaba feliz de saber lo mucho que él había mejorado, no podía evitar sentirse culpable por esos celos y posesividad que nunca antes había experimentado, que lo llevaban a decir, en la oscuridad de la noche: Candy es mía.
Ya era muy tarde para negarlo. Deseaba tanto a esa chica que se estaba quemando vivo, consumido por el deseo de ver su rostro cada día, tomarla entre sus brazos y no dejarla ir jamás.
—Te ves distraído —dijo Anthony para llamar su atención.
—Solo estaba pensando en unos contratos que debo firmar en estos días.
—Trabajas demasiado, tío. ¿Cuándo te tomarás un descanso?
—Cuando tenga cien años o el día que tus primos se dignen a colaborar en la empresa, lo que sea que llegue primero —bromeó—. Desde que llegaron de Boston apenas los he visto.
—Stear se aparece por aquí de vez en cuando para mostrarme sus inventos y obligar a Candy a probarlos. Dice que ya no está enojado por lo que pasó la última vez.
—¿Y Archie?
El rostro del muchacho se llenó de una infinita tristeza que ni siquiera pudo disimular.
—No tengo la menor idea —fue lo único que respondió.
—Dale tiempo, sabes que es más orgulloso que su hermano.
—Como si me importara. Él puede hacer lo que quiera —dijo en forma petulante, pero era obvio que su corazón estaba roto.
Albert sabía lo que era crecer rodeado de la soledad que traía consigo el apellido Andrey. Siempre le alegró que al menos Anthony tuviera a los hermanos Cornwall para enfrentar la vida, unidos siempre como si fueran hermanos.
Lo llenaba de impotencia no poder hacer nada para ayudar, ¿pero de qué manera podría hacer entrar en razón a dos muchachos cabezas duras?
—Tendré que hablar con la tía Elroy para que se encargue de poner orden en esta casa —suspiró.
—Cuando regrese de Florida. Además sabes que toda su atención está en sus queridos Leagan.
—Tienes razón, olvidaba que ellos son sus favoritos.
—Eso no me sorprende. Lo que sí me gustaría saber es quien de todos nosotros es tu sobrino favorito —preguntó Anthony con aires de travesura.
—Neal y Elisa, aunque también depende del día. Hoy tú te estás llevando la delantera.
—¿Entonces puedo pedirte un favor?
—Mientras se trate de algo razonable.
—Me gustaría organizar algo especial para Candy este fin de semana por su cumpleaños.
Eso definitivamente capturó el interés de Albert, que inclinó la cabeza inquisitivamente.
—¿De qué hablas? ¿Acaso su cumpleaños no es en invierno?
—Ni siquiera ella misma lo sabe con certeza. Pero cuando estábamos hablando le pregunté qué fecha escogería ella, y dijo que durante la primavera. ¿Y qué mejor momento que ahora, cuando por fin florecieron las rosas que cultivé en su honor?
El empresario escuchó en silencio con un sabor extraño en la boca. Ahí estaba la prueba irrefutable de los sentimientos de Anthony por su enfermera, que lo estaban llenando de ilusión y devolviéndolo lentamente a la vida.
Jamás podría ser tan egoísta como para anteponerse a sí mismo, pero también estaba consciente de que no sería capaz de contener lo que Candy estaba despertando en él, que lo llevaba a buscarla como si fuera un manantial de agua y él un hombre sediento y desesperado.
—No tienes por qué pedirme permiso —le dijo, recuperándose de su estupor—; esta casa es tuya y puedes disponer de ella siempre que quieras.
—Te lo agradezco, tío.
—Debo ir a la oficina. Nos vemos más tarde.
Durante el día Albert permaneció distraído, repitiendo la conversación con Anthony una y otra vez en su cabeza. Tan inmerso estaba que apenas notó que su secretaria, Marian, se asomó tímidamente por la puerta entreabierta.
—Qué pena molestarlo, señor Andrey, pero alguien lo está buscando.
—¿Tiene cita?
—No. Se trata de la señorita Leonette Harrison.
Albert frunció el entrecejo ante esas palabras.
—¿Leonette está aquí?
—Sí, vino con su chaperona a hablar con usted. ¿Le digo que regrese otro día?
—Por supuesto que no, Marian. Dile que pase.
—Como usted ordene, señor.
A los pocos segundos Leonette entró a la oficina con todo el porte y la elegancia de una reina.
—Buenas tardes, señorita Harrison. ¿A qué se debe ese honor?
—Albert —sonrió—. No es necesario que te pongas de pie para recibirme. ¡Y deja esa formalidad! Pareciera que no nos conocemos.
—Lo hago para que pienses que soy un caballero.
—No es necesario, yo sé que lo eres. Mis papás te envían saludos y esperan que nos visites pronto.
—Lo haré en cuanto tenga oportunidad, aunque tienes que advertirle a tu padre que ya estoy harto de hablar de negocios —puntuó con una mueca.
—Entonces estoy de suerte, porque no vine a hablar de eso, sino a traerte una invitación que no permitiré que rechaces.
—¿Una emboscada?
—Algo parecido. No me digas que ya se te olvidó lo de este fin de semana.
Albert trató de hacer memoria, pero lo único que venía a su cabeza era Candy y la celebración que Anthony quería organizarle. Aparte de eso, nada le parecía lo suficientemente importante como para merecer su atención.
—Lo lamento, Leonie, pero...
—Albert —jadeó sorprendida y con el rostro ensombrecido—, ¿de verdad olvidaste mi cumpleaños?
Vaya, así que era eso. El magnate cerró los ojos sin atreverse a encarar a Leonette.
—Si piensas que soy un imbécil tendrás toda la razón.
—No, solo creo que eres un hombre como cualquier otro, con una memoria selectiva.
—Discúlpame, no sé qué pasa conmigo.
—Tranquilo, Albert. Entiendo que estás ocupado con la empresa y tus negocios.
—Haré lo que sea para compensarte.
Leonette sonrió con picardía.
—Quita esa cara —se rio—. No te pediré nada raro, solo que vayas a mi fiesta. Tu tía Elroy y los Leagan estarán en Florida y Anthony y los Cornwall me dijeron que estarán ocupados.
—Y yo soy el último Andrey que te queda.
—No. Eres el único que me importa.
Tal vez era la imaginación de Albert, pero algo en las palabras de Leonette lo hicieron sentir incómodo y prefirió cambiar de tema.
—Haré lo posible por estar ahí.
—Eso no es suficiente. Prométeme que no vas a faltar o jamás te perdonaré que seas tan descuidado.
—No cabe duda de que eres tan convincente como tu padre —dijo resignado—. Está bien, Leonie. Te prometo que asistiré a tu fiesta.
—¡Maravilloso! Aquí tienes la invitación, espero verte para que bailes contigo toda la noche.
Albert despidió a Leonette hasta la puerta del edificio. Cuando finalmente se fue a bordo del coche, subió a su oficina, se dejó caer en la silla y suspiró, sintiéndose derrotado.
—¿Y ese brazalete, Candy?
El corazón de la pecosa respingó ante la pregunta inesperada de Anthony.
Los dos estaban en el jardín como todos los días, ella plantando las flores para la señora Elroy mientras él le daba instrucciones, conversando sin ninguna preocupación bajo la calidez del sol y rodeados del aroma a tierra mojada.
—Oh, ¿esto? —Se rio con nerviosismo—. Estaba en mi equipaje, fue un regalo de mis madres en el Hogar de Poni.
Anthony asintió sin estar muy convencido y Candy siguió trabajando a pesar de sentir su mirada siguiendo cada uno de sus movimientos.
Sabía que no se trataba de algo malo y no había motivo para sentirse avergonzada, pero su instinto le dijo que probablemente no sería buena idea contarle que fue su tío el que le regaló ese brazalete que se había convertido en una de sus posesiones más preciadas.
De tan solo recordar al señor Albert, la enfermera sentía los colores subirle a la cara. Por eso no se atrevía a hablar con él, aterrada de que al mirarlo a los ojos, delataría lo que estaba sintiendo y que cada vez era más difícil de ocultar.
Se sentía como la peor de las mujeres. La única razón por la que estaba en esa mansión era para cuidar de Anthony, su querido Príncipe de la Colina, sin ninguna otra distracción. No obstante, estaba perdiendo el rumbo.
—¿Estás cansada? —Le preguntó su paciente al verla tan silenciosa.
—¡Para nada!
—¿Quieres ir adentro? La tía Elroy ya se fue.
Eso era algo que tenía a Candy más contenta de lo que se atrevería a admitir. La imponente mujer le provocaba un terror infundado, como si fuera la rectora de un colegio, con esa mirada fría y voz autoritaria. El hecho de que tanto ella como los insidiosos Leagan no regresarían hasta dentro de un mes se sentía como un milagro del cielo.
—No, no te preocupes. Mejor terminemos de plantar las flores.
El ambiente sereno que se había instalado entre los dos se vio interrumpido ante la llegada de los Cornwall. Desde su fiesta de bienvenida, el único que parecía estar dispuesto a dejar el pasado atrás era Alistear, quien visitaba a Anthony todos los días para hablar como si fueran viejos amigos. En cuanto al menor de los hermanos, era apenas obvio su resentimiento.
—¡Anthony, Candy! —Los saludó Stear con una sonrisa—. ¡Qué bueno que están aquí! Quiero mostrarles mi último invento.
—Oh, no.
—¿Qué pasa?
—Anthony tiene miedo de que quemes el jardín —intervino Candy en un tono de broma.
—¡Solo pasó una vez! Además, este aparato les ayudará a plantar las flores y regarlas con mayor facilidad. Candy, tú deberías probarlo.
—¿Yo?
—Por supuesto. El tío William dice que te encanta subir a los árboles más altos, así que estoy seguro de que nada te da miedo.
La enfermera se sonrojó ante la mención del señor Albert y la insinuación de que hablaba de ella con sus sobrinos.
—Déjalos en paz, Stear —intervino su hermano, el de cabellos claros y ropa elegante, que ni siquiera se dignó a dedicarles una mirada.
—¡Archie! No has saludado a Anthony.
Era verdad. El muchacho hasta ese momento había permanecido callado, mirándolos con una expresión indiferente en el rostro.
—No tengo porque hacerlo, mucho menos dirigirle la palabra a un tipo tan arrogante como él.
—Ya me he disculpado con ustedes —dijo el aludido—, nunca fue mi intención correrlos de esta casa.
—¿En serio? Porque esas no fueron tus palabras; nos echaste cuando lo único que queríamos era ayudarte.
—No les pedí que lo hicieran
—Lo sé y ese fue nuestro error, pero muchas gracias por el recordatorio. De ahora en adelante te dejaremos en paz para que sigas pensando que todos somos los villanos en tu patética historia.
—¿Qué está sucediendo, Archibald?
Candy se sintió desvanecer por un momento. Se trataba del señor Albert, que acababa de llegar de la oficina a juzgar por su aspecto. Miró a sus sobrinos, especialmente a Archie, con recelo.
—Lo siento, tío, pero creo que ya es momento de que dejemos las cosas claras. Jamás olvidaré la humillación que nos hizo a mí y a mi hermano, sin importar que esté postrado y sin caminar.
Anthony estaba pálido, sujetándose con fuerza a su silla y temblando casi imperceptiblemente, Stear lucía apenado y el señor Andrey mostraba enojo contenido.
Por su parte, Candy no pudo escuchar en silencio por más tiempo.
—¡Suficiente! No es posible que sigan comportándose como unos niños malcriados a pesar de la edad que tienen.
—No te metas en esto, Candy.
—¡Me meto porque ya estoy harta de sus estupideces! —Exclamó sin importarle que era a Anthony a quien le estaba hablando—. Ninguno de los dos es la víctima en todo esto, así que dejen de lloriquear como unos bebés. Anthony cometió un error al sacarlos de esta casa, pero ustedes no podrían ni imaginar lo que él estaba viviendo.
—Nosotros tratamos de estar ahí para él y no hizo más que insultarnos —repuso un ofendido Archie.
—Comprendo tu enojo, pero apoyar a una persona que amas también significa entender sus silencios, sus conflictos y saber que un mal día no significa que te dejen de querer. Es tan triste ver cómo su estúpido orgullo los está convirtiendo en hombres débiles que prefieren perderse el uno al otro antes que reconocer sus errores
Después de su pequeño arranque de ira, el silencio cayó pesadamente sobre todos. Stear tenía los ojos abiertos como platos, el señor Albert parecía sorprendido, Archie a punto de vomitar, y Anthony...
Desde que lo conoció nunca había visto una expresión así en su rostro.
—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? Y peor aún, a meterte en un asunto que no te incumbe.
—Yo no quería...
—No me importa. Esto es algo entre él y yo, tú no tienes nada que hacer aquí.
—Anthony, tranquilízate. Sabes que Candy tiene buenas intenciones —dijo el señor Albert en ánimo conciliador, pero su sobrino lo ignoró en favor de dedicarle a ella una mirada que reflejaba la furia que sentía y que no podía contener.
—Cállate, tío. Y tú vete —le dijo, su voz ausente de calidez—, no quiero hablar contigo, mucho menos que estés aquí. Al menos por un día haz lo que te ordeno y déjame en paz.
—No fue mi intención faltarte al respeto, pero tampoco me arrepiento de lo que dije.
—¿Acaso ya se te olvidó tu lugar? ¿Ya olvidaste que eres mi enfermera? Esa es la única razón por la que estás aquí, no te tomes más atribuciones de las que te corresponden.
Pocas veces Candy se había sentido tan desolada como en ese momento, al ver nada más que frialdad en esos ojos.
—No, no se me olvida —consiguió decir en medio del nudo en su garganta, y sin decir otra cosa, se dio la media vuelta y corrió hacia el lago dentro de la propiedad de los Andrey.
Subió al árbol más alto que encontró y ahí, sentada en una de las ramas más firmes, se permitió llorar como cuando era una niña.
¿Quién la mandó a abrir la boca? Quizás Anthony tenía razón; ella no era más que una simple empleada que en ocasiones actuaba como algo más solo porque en esa familia eran gentiles con ella.
Pero no podía soportar ver a Anthony tan triste por la distancia que había con su primo. Algo así le recordaba a su propia historia con Annie y lo mucho que sufrió cuando terminó todo tipo de comunicación con ella.
Afortunadamente la vida le estaba dando otra oportunidad. El haber vuelto a encontrar a esa chica que fue como su hermana le regresó el alma al cuerpo, y quería lo mismo para Anthony. Él también merecía paz con Alistear y Archibald y de esa manera curar las heridas que se causaron el uno al otro.
Y aunque entendía su furia hacia ella, eso no significaba que no doliera saber que en ese momento la estaba odiando.
—¡Candy!
Cuando escuchó esa voz casi se cayó del árbol. Estuvo tentada a ignorarlo y permanecer arriba hasta que se fuera, pero el señor Andrey era muy perspicaz y la vio de inmediato. Cruzaron miradas y él le sonrió, tan gentil como siempre.
—Siempre me encuentra en situaciones vergonzosas —se lamentó Candy una vez que bajó para encararlo.
—Al contrario. Más bien te admiro por tu habilidad y destreza.
—No haga chistes con eso.
—Lo digo en serio. Esperaba encontrarte aquí.
Candy bajó la cabeza al ser incapaz de sostenerla esa mirada más azul que el cielo que se reflejaba en el lago.
—¿Va a despedirme?
Él no respondió de inmediato, solo se dedicó a estudiarla como si quisiera aprenderse sus facciones de memoria.
—Candy, nunca te dejaré ir a menos que tú quieras irte.
—No quiero irme.
—Entonces quédate para siempre con nosotros. Y conmigo.
Candy trató de controlar su respiración errática y su corazón palpitante e ilusionado que no quería escuchar razones.
—Bueno, tal vez usted no me va a echar, ¿pero Anthony?
—Es más probable que me odie a mí, a la tía Elroy y al mundo entero antes que a ti, pequeña.
—Lo dudo mucho.
—No llores más. Una sonrisa siempre te quedará mejor —la tranquilizó mientras limpiaba la humedad de sus mejillas con el pulgar. Ese gesto estremeció a la pecosa, que se sobresaltó como si su tacto quemara—. ¿Me acompañarías a dar un paseo?
—Por supuesto.
Durante un rato los dos caminaron juntos por el inmenso terreno que envolvía la mansión. El señor Andrey parecía más vivo que nunca, rodeado de naturaleza, con el viento agitando su cabello y el sol creando una especie de halo dorado sobre su cabeza.
Es hermoso, pensó Candy embelesada cuando se atrevió a mirarlo sin que él se diera cuenta.
—¿Sabes? Acaba de suceder un terremoto en esta casa —dijo él repentinamente, confundiendo tanto a la pecosa que de pronto imaginó que había escuchado mal.
—¿A qué se refiere?
—Mi hermana solía decir que los terremotos ocurren para liberar energía acumulada en la tierra. ¿Has experimentado alguno?
—Sí. Son bruscos y peligrosos.
—Y también nos obligan a movernos —sonrió el hombre, deteniéndose para mirarla a los ojos—. Hoy fuiste un terremoto, querida Candy. Sacudiste tanto a Anthony, Stear y Archie que ya no podrán vivir en paz con su silencio. Tendrán que reparar lo que cayó y construir algo mejor.
—Señor Albert...
—Sin importar lo que pase, sigue agitando nuestro sopor —susurró el hombre muy cerca de ella—. Sigue recordándonos lo que significa tener vida.
Para ese punto Candy estaba llorando de nuevo. Permitió que él la consolara con palabras dulces, que tomara sus manos entre las suyas para darles un casto beso y después estrujarlas con algo que aparentaba ser devoción.
—Está bien —aceptó Candy con la voz rota—. Haré todo eso, mientras usted nos traiga calma en medio del caos.
Era verdad que en esa casa había ocurrido un terremoto. Para Albert tenía ojos verdes, para Candy azules.
Pero este era el primer desastre que los dos estaban dispuestos a aceptar con los brazos abiertos y el corazón tranquilo, aunque los destruyera por completo.
Notas de la autora:
No puedo creer el tiempo que ha pasado, incluso ya es otro año y la verdad se siente como otra vida. Si todavía siguen aquí, esperando estas actualizaciones les agradezco desde lo más profundo de mi corazón por darme la oportunidad de contarles esta historia tan imperfecta, ustedes me regalan un poquito de ilusión con sus comentarios e interacciones, ¡gracias, mil gracias!
Les quiero pedir una disculpa. Quería publicar este capítulo desde hace tiempo, pero nunca había padecido tantos cambios como ahora. Estoy nerviosa, asustada, insegura, pero sumamente feliz, porque creo que por primera vez estoy conociéndome a mí misma y con el tiempo, espero construir una vida maravillosa y estar orgullosa de mí.
¡Gracias de nuevo por su paciencia! Y lamento mucho si este capítulo está algo aburrido, esa fue una de las razones por las que no me atrevía a publicarlo, pero espero que en algún punto les haya sacado una sonrisa. Pronto viene lo mejor, así que quedénse conmigo, ¿sí?
¡Hasta la siguiente!
