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CONVERSACIONES

Durante varios días la relación entre Anthony y Candy fue tensa. No se dirigían la palabra más allá de lo estrictamente necesario y su camaradería se vio sustituida por un silencio insoportable que parecía haber trastocado su amistad.

Por eso cuando una mañana él le dijo que quería hablar con ella, temió lo peor.

—Hoy es sábado —le dijo a manera de saludo, dándole la espalda mientras contemplaba el paisaje través del cristal de su ventana—, deberías tomarte el día libre. Sal y diviértete.

—¿Estás seguro?

—Sí, no te necesito para nada. Solo regresa antes de las seis.

En cualquier otra circunstancia Candy habría necesitado más convencimiento, pero ese día aceptó gustosa la oferta. Necesitaba alejarse de la mansión, respirar aire fresco y dejar de sentir que estorbaba al menos por un minuto.

Así que se cambió de ropa por algo más ligero, colocándose su sombrero de sol y saliendo rumbo a la ciudad con ánimos renovados. Una vez allí trató de ser muy cuidadosa al evitar las oficinas de la familia Andrey, donde sabía que él se encontraba en ese momento.

Un suave rubor cubrió sus mejillas cuando trajo a su mente el apuesto rostro del señor Andrey. Desde que la consoló luego de su pelea con Anthony, algo parecía haber cambiado entre los dos.

Se había hecho una costumbre suya despedirse de manera furtiva en los corredores de la mansión, él besando el dorso de su mano como un amuleto de buena suerte y ella sintiendo que se moriría ahí mismo.

¿Qué iba a hacer? Ese era un pensamiento constante en su cabeza. Tenía miedo de que sus gestos delataran lo que estaba sintiendo y que era más difícil de ocultar. ¿Cómo reaccionaría el señor Andrey si supiera? ¿Le tendría lástima o rechazo frente a su atrevimiento? Y peor aún, ¿qué diría Anthony?

Sacudió la cabeza tratando de apartar esos pensamientos. No valía la pena martirizarse con algo como eso.

Iba tan ensimismada que casi no logró escuchar que alguien le estaba hablando desde el otro lado de la calle.

—¡Candy, Candy! ¡Mira por aquí!

Creyó estar alucinando. Pero no, se trataba de Annie Britter, que estaba afuera de una boutique agitando la mano como loca en su dirección. Como Candy no se movió, fue ella la que se encaminó a su encuentro, envolviéndola en un abrazo efusivo.

—¿Annie?

—Hola, Candy, me da tanto gusto verte. No sabía que excusa poner para hablar contigo.

—No deberías hacerlo —replicó la enfermera—, es peligroso que alguien te vea conmigo y sepan sobre el Hogar.

—No te preocupes por eso. A mí ya no me importa lo que diga la gente.

—¿Y tu mamá?

—Está fuera de la ciudad, ¡tenemos todo el tiempo del mundo! Ven, entremos aquí.

Confundida por la rapidez del encuentro, Candy dejó que prácticamente la arrastrara hacia una pequeña cafetería, donde las dos se sentaron mirándose de frente a plena luz del día luego de tantos años.

Candy no podía creer que esta mujer, tan fuerte y segura, era la misma chica tímida con la que creció en el Hogar de Poni, pero debía recordar que las dos ya no eran las mismas. Annie había crecido y parecía muy cómoda en su propia piel, hablando animadamente y sin perder esa elegancia que siempre la caracterizó.

—De verdad eres una dama —balbuceó Candy sin detenerse a pensarlo.

—¿Acaso lo dudaste?

—Ni por un segundo. Tú naciste para esto —dijo, señaló su vestimenta fina, peinado y ademanes cuidadosos—, siempre fue tu destino convertirte en una princesa.

—¿En serio? A mi mamá le encantará saber que todas sus lecciones dieron frutos.

Las dos pidieron malteadas y helados como si fueran niñas otra vez y platicaron durante horas sin sentir que el tiempo transcurría en lo absoluto. Era sorprendente lo rápido que volvieron a acoplarse la una a la otra, sintiendo la misma confianza y cariño de antes.

Hablaron sobre cualquier cosa que les venía a la cabeza. Annie le contó sobre su familia y lo mucho que amaba a sus padres, los momentos felices y también los tristes cuando extrañaba algo que ya no le pertenecía. Candy le platicó acerca del Hogar de Poni, las aventuras que vivió y su decisión de convertirse en enfermera.

—Y así es como terminé trabajando para Anthony —concluyó con un suspiro.

—Parece que te está yendo bien ahí.

—No lo creas, he metido la patada varias veces y me sigue sorprendiendo que aún no me hayan echado.

—Eso es imposible. He escuchado que todos te quieren, en especial el señor William.

Candy estuvo a punto de atragantarse con su propia saliva.

—¿Qué dices?

—Sí —sonrió Annie como si le hiciera mucha gracia su reacción—. Tiene negocios con mi papá y cuando se reúnen en la casa siempre está hablando de la enfermera pecosa que tiene los ojos más hermosos del mundo. ¿Quién más podría ser aparte de ti?

—No digas esas cosas, Annie.

—¿Por qué no? No tiene nada de malo, a menos que él te gust...

—¡No, nada de eso!

Mortificada, Candy se cubrió la cara con ambas manos, roja ante la mirada atónita de su amiga, quien era más perspicaz de lo que pensaba.

—Oh, Candy —suspiró—. Así que se trata de eso. No tienes por qué sentirte avergonzada.

La pecosa se animó a contemplar los ojos de Annie y en ellos no encontró nada más que honestidad, sin una pizca de malicia o reproche en su contra. Este era el rostro familiar de alguien que fue como su hermana y que jamás la juzgaría aunque estuviera equivocada.

Darse cuenta de eso la llenó de valor para atreverse a ser vulnerable por primera vez sobre algo que la estaba devorando por dentro.

—En este caso sí. No soy más que una simple enfermera en su casa.

—No creo que al señor Andrey le importe. Si tan solo escucharas como habla de ti.

—Lo hace porque soy amiga de su sobrino, o quizás porque le doy lástima. Pero eso no importa, no es más que una ilusión de mi parte.

—¿Desde cuando hablas con tanto pesimismo? No eres la misma Candy de antes.

—Tú conoces este mundo más que yo, Annie. Sabes lo mucho que importan las apariencias en la sociedad, ¿te imaginas lo que dirían de una chica huérfana como yo?

Annie inclinó la cabeza sin ser capaz de contradecir sus palabras. Esa era la misma razón por la que ella ocultó sus orígenes con tanto celo, así que no había motivo para fingir lo contrario.

—Bueno —resolvió su amiga—, quizás tienes razón, pero es posible que el señor Andrey sea diferente.

—Eso no importa. Yo solo debo limitarme a hacer mi trabajo, además es muy probable que él se case pronto.

—¿En serio? Sé que tiene muchas admiradoras pero no hay nadie en especial. Bueno, excepto Leonette Harrison.

Muy a su pesar, Candy sintió un tirón en el estómago ante la mención de ese nombre.

—Bien. Hacen juego los dos.

—Ay, Candy —dijo Annie resignada —, tal vez necesitas que te griten las cosas para que las entiendas.

Planeaba despedirse de ella en la cafetería, pero su amiga insistió en acompañarla a la mansión con su chófer. Incluso iba a entrar a la casa, pero cuando le dijo que los Cornwall estaban quedándose ahí también, Annie se arrepintió.

—No creo que sea lo mejor ver a Archie en este momento.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Larga historia. Mejor te la contaré la próxima vez que nos veamos.

Candy le agradeció por el viaje una vez que llegaron, pero notó que la casa se veía muy tranquila, como si no hubiera nadie. Tocó varias veces a la puerta sin ninguna respuesta, ni siquiera del mayordomo que siempre estaba listo para recibir a las personas.

—Quizás ya se durmieron —dijo para sí misma—. Aunque apenas son las seis...

En cuanto terminó de decir eso, una tonelada de papel picado de colores explotó en el rostro de Candy, al mismo tiempo que sonaban los silbatos y un coro de exclamaciones al abrirse la puerta.

—¡Feliz cumpleaños, Candy!

Todos los empleados de la casa, incluidos los cocineros, el jardinero y también la señora Smith, ama de llaves, estaban ahí parados dándole la bienvenida. Pero lo más sorprendente no fue eso, sino tres muchachos vestidos con trajes escoceses y entonando una melodía en sus gaitas.

Eran los hermanos Cornwall, Stear y Archie, acompañados de nadie menos que Anthony.

Ver a su querido amigo, hizo que los ojos de Candy se llenaran de lágrimas con una sensación que no podía describir.

—Por Dios, ¿qué es todo esto? —Preguntó emocionada.

—Es por tu cumpleaños —le dijo Dorothy.

—Pero aún no es mi...

—Desde ahora celebraremos este día. Dijiste que te gusta la primavera, ¿no es así?

Esto lo expresó Anthony, acercándose en su silla de ruedas con una expresión radiante y luz en sus ojos. Se veía tan lleno de vida, tal feliz, que Candy pensó que podría morir en paz en ese momento.

—Pensé que me odiabas —atinó a decir en medio de las lágrimas que obstruían su garganta.

—No. Me podré enojar contigo, pero nunca podría odiarte.

—Además todos te estamos muy agradecidos, Candy —intervino el mayor de los Cornwall acercándose con una sonrisa—. Si no fuera por ti, este par de cabezas duras jamás se habrían reconciliado.

Archibald se les unió un tanto apenado, mientras ponía la mano sobre el hombro de Anthony, un gesto que fue bien recibido.

—Es cierto. Gracias por todo, gatita —agregó para que solo ella escuchara.

Una vez que entraron a la casa, volvió a llorar al ver cada rincón decorado con globos y serpentinas de distintos colores que los empleados se habían encargado de poner con sumo cuidado.

En su recámara, Dorothy la ayudó a ponerse un hermoso vestido de color rosa pálido ceñido a su figura, regalo de Archie y Stear. Permitió que la maquillaran levemente, poniéndole una corona de flores encima de su cabello rubio.

Se sintió como una princesa cuando bajó las escaleras. Ni siquiera en sus sueños habría imaginado un día como ese.

La fiesta se celebraría en el jardín de la casa. El chófer resultó ser un músico innato y proporcionó entretenimiento con su violín, tocando alegres melodías que tenían a todos bailando en poco tiempo.

—No te detengas por mí —le dijo Anthony cuando la vio sentarse al lado de él en una de las mesas—. Diviértete.

Compartió un baile con los hermanos Cornwall, el jardinero y los ayudantes de la cocina, aunque prefirió pasar casi todo su tiempo al lado de Anthony. Saber que su amistad seguía intacta la llenaba de tanta felicidad que apenas podía contenerla en el pecho.

—No puedo creer que hicieras todo esto por mí.

—Es lo menos que te mereces. Además quería disculparme por ser un patán.

—No te preocupes, ya todo quedó olvidado. ¡Pero mírate! —Dijo la pecosa, señalando maravillada su tartán y kilt—. Cuando vi por primera vez un traje escocés pensé que era de un astronauta.

Candy esperó que con esas palabras Anthony recordara ese día que se conocieron, pero su gesto no cambió en lo absoluto, solo la miró con relativo interés.

—¿De verdad?

—Sí —insistió—. Incluso pensé que las gaitas sonaban como caracoles arrastrándose.

—Qué graciosa eres.

—¿Ya se te olvidó? Ese día yo estaba llorando arriba de la Colina de Poni.

—¿De qué hablas, Candy?

—Tú apareciste vestido igual que ahora, como salido de un cuento de hadas —dijo Candy desesperadamente, sin ver una pizca de reconocimiento en el rostro de Anthony—. Me consolaste y después te fuiste. Siempre quise encontrarte.

Pero el muchacho solo la escuchaba perplejo sin poder darle sentido a sus palabras, como si ella estuviera perdiendo la cabeza.

—Candy, estás confundida. Apenas nos conocimos cuando llegaste a la mansión.

—Trata de recordarlo. Creo que el Hogar de Poni está cerca de tu casa en Lakewood.

—Es verdad que vivimos ahí por varios años —meditó Anthony—, pero yo aún era un niño y la tía Elroy jamás nos permitió salir solos.

—No lo puedo creer —murmuró Candy.

El mundo le comenzó a dar vueltas ante esta revelación. Había sido tan tonta, dejándose llevar por la impresión que le causó ver a Anthony, con los mismos rasgos que su Príncipe de la Colina, que no se detuvo a analizar lo improbable que era que se tratara de la misma persona, comenzando por el hecho de que las edades no coincidían en lo absoluto.

—De seguro por eso te caigo bien, ¿no? —interrumpió Anthony sus pensamientos con semblante serio—. Porque me parezco a él.

—Deja de decir estupideces. A mí me agradas porque eres Anthony, no hay ninguna otra razón.

Y era verdad. Cuando llegó a la mansión se prometió ayudarlo a recuperar su sonrisa y eso era algo que planeaba cumplir aunque se le fuera la vida en ello. Lo mucho que quería a Anthony no tenía nada que ver con el Príncipe de la Colina, sino con el muchacho brusco y enojado, pero tan dulce que ni siquiera sus peores momentos podrían ocultarlo.

—¿De verdad, Candy?

—Por supuesto. Seremos amigos siempre, Anthony.

—Sí —confirmó, pero su voz era débil—. Toda la vida.

El resto de la velada transcurrió alegremente. Se sirvieron los platillos y postres favoritos de Candy, y la pecosa no se midió al comer. Recibió varios regalos, que eran en su mayoría cartas y dibujos, pero los atesoró como si se tratara de algo precioso.

Más tarde los empleados comenzaron a retirarse y en el jardín solo quedaron los Cornwall, Anthony y Candy probando un poco de pastel y platicando amenamente.

—Es una lástima que el tío William no haya podido venir.

—Recuerda que tenía un compromiso de negocios muy importante, hermano —respondió Archie.

—Tonterías, a eso ya no puede llamársele "negocios."

Candy dejó caer el tenedor sobre el plato y miró a Stear inquisitivamente.

—¿Por qué?

—Porque estamos hablando de que hoy también es el cumpleaños de Leonette Harrison y todos sabemos que tarde o temprano se comprometerá con mi tío, así que aparte de tratarse de negocios, también es un asunto romántico.

Aunque era ridículo, Candy no pudo evitar sentir que un cuchillo le atravesaba el corazón al escuchar esas palabras.

—¿Te pasa algo? —Le preguntó Anthony.

—No, solo que estoy un poco cansada.

—Entonces ya vámonos a dormir.

Candy llevó a Anthony hasta su habitación y le dio sus medicamentos como todas las noches. Trató de sonreír, fingiendo que por dentro no estaba sintiendo un tumulto de emociones dolorosas, pero sabía que su paciente era muy perspicaz y de seguro se dio cuenta de que algo andaba mal con ella. Por fortuna no dijo nada.

Iba a retirarse a su propio cuarto, cansada y un poco deprimida, cuando alguien la interceptó en el pasillo.

—Buenas noches, Candy.

El señor Albert estaba vestido con un smoking color negro, el cabello peinado hacia atrás y sus ojos fijos sobre ella, imperturbables y profundos.

—Buenas noches —respondió con nerviosismo—. Anthony ya se acostó.

—¿Entonces puedes acompañarme?

—¿A dónde?

Como respuesta, él le sonrió mientras caminaba hacia la cocina. Los sirvientes ya estaban dormidos, así que fue el señor Andrey quien se puso la tarea de preparar algo en la estufa al mismo tiempo que Candy lo contemplaba en silencio.

—¿Te gusta el chocolate caliente, pequeña?

—Mucho, pero no debería molestarse...

—Quiero hacerlo —dijo en un tono que no daba lugar a protestas.

Los dos bebieron de las humeantes tazas sin decir nada apaciblemente. La noche parecía estarlos cobijando, dándoles un momento robado en un mundo tan caótico.

—Pensé que no estaría en la casa —murmuró Candy esperando que su voz no pareciera un reclamo.

—Regresé hace un par de horas y los vi disfrutando su celebración.

—¿Por qué no se acercó?

—No me atreví.

—¿Por qué?

El señor Andrey permaneció callado durante un rato. Era obvio que había algo en su mente que ni siquiera él mismo podía expresar con certeza.

—No podría felicitarte en público sin delatarme, Candy.

Esas palabras no hicieron más que confundir a la pecosa. Pero él se veía tan serio, tan atormentado que no se atrevió a preguntar más al respecto, aunque no podía encontrarle sentido a nada de lo que había dicho.

—No se preocupe por eso, tampoco es algo tan importante como para...

—Lo es para mí —la interrumpió con firmeza—. Tan importante que nada de lo que te diga podrá ser suficiente.

—No necesita decir nada.

—Entonces acepta algo de mi parte.

El magnate sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo que tenía grabada las iniciales de la familia Andrey. Con suma delicadeza la abrió para revelar un collar de oro del cual colgaba un dije tan grande como una moneda, que encerraba el dibujo de una rosa.

—¿Qué es esto?

—Un obsequio de mi hermana antes de morir —le sonrió con algo parecido a nostalgia en sus ojos.

—¿Cómo puede darme algo así?

—Yo no voy a utilizarlo.

—Eso no importa. Si perteneció a la mamá de Anthony no debería de regalárselo a alguien como yo. No lo merezco, en cambio otra persona...

El señor Albert no permitió que dijera otra palabra. Se movió para quedar detrás de ella y con sumo cuidado, como si temiera que pudiera romperse, le puso el collar.

—No puedo pensar en ninguna otra que sea más digna que tú, querida Candy. ¿Cómo puedes pensar lo contrario?

La chica se estremeció. Quiso pensar que fue por el frío que se colaba por las ventanas entreabiertas, pero sabía que era por la respiración de él a sus espaldas, sus manos rozando suavemente la piel de su cuello y su cercanía que la tenía al borde de la muerte.

—No tengo palabras.

—Está bien —la tranquilizó él después de que se dio la vuelta para mirarlo con lágrimas en los ojos. Sin dejar de ser gentil, le dio un beso en la frente que calmó su agitado corazón—. Feliz cumpleaños, Candy White.

.

.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que alguien los estaba observando.


A la mañana siguiente, Albert Andrey despertó de buen humor a pesar de haber dormido una hora en toda la noche. Ni siquiera le importaba el hecho de tener que permanecer todo el día encerrado en la oficina, recibiendo clientes y revisando contratos, porque lo único en lo que podía pensar era en ese bello rostro cubierto de pecas.

Aún era temprano, así que decidió salir a dar una caminata por los alrededores de la mansión antes de desayunar. El día habría sido muy pacífico de no ser por un ruido constante cerca del lago.

Se trataba de Alistear.

—¿Qué estás inventando, sobrino?

—Estoy creando un aparato que permite a las personas respirar debajo del agua. ¡Deberías probarlo, tío!

—Solo si quieres que a la tía Elroy le dé un ataque cuando sepa de mi muerte —bromeó.

—Muy gracioso. Ya verás que este es el invento del siglo.

—No lo dudo, pero asegúrate de que funcione bien antes de hacer alguna misión suicida.

—Deberías tener más fe en mí. Y no lo digo solo por esto.

Albert inclinó la cabeza a modo de pregunta.

—Sabes que confío en ustedes más que en nadie.

Stear suspiró como si no creyera sus palabras. Exhausto, se dejó caer sobre la hierba.

—Quizás cuando se trata de negocios, pero en realidad no sabemos mucho de ti. No nos has contado nada sobre la fiesta de Leonette.

Intuyendo el rumbo de la conversación, Albert se unió a su sobrino en el suelo.

—Fue como cualquier otra gala de sociedad: los mismos rostros, las mismas palabras de adulación. Habría soportado toda la noche de no ser porque el padre de Leonette no dejaba de insinuar la palabra compromiso.

—Pero eso es algo que tiene que pasar tarde o temprano, tío. Eres el Patriarca de los Andrey y necesitas una esposa y un heredero, ¿por qué no Leonette?

—Es una chica encantadora y definitivamente es lo que busca la tía Elroy y todos nuestros socios.

—¿Pero?

Albert levantó la mirada hacia el cielo, donde sabía que Rosemary podía mirarlo con la misma dulzura que le expresó en su infancia, aunque no siempre estuviera de acuerdo con sus decisiones.

—Es algo muy sencillo. No quiero a Leonette ni a ninguna otra.

—¿Y a Candy?

La pregunta fue tan repentina que el empresario se sintió desconcertado durante unos segundos.

—¿Por qué dices eso, Alistear?

—Creo que desde hace tiempo tuve la corazonada, pero anoche lo confirmé. Tienes suerte de que te viera yo y no Archie, porque sabes lo escandaloso que es.

—No pasó nada malo.

—Lo sé, tío, te conozco. Me refiero a tu forma de verla: como si fuera algo que adoraras.

—Nadie puede saberlo.

—Entonces es cierto. Estás enamorado de ella.

Albert cerró los ojos. Llevaba tanto tiempo ocultando lo que sentía que en ese momento no tuvo fuerza para seguir luchando. Exhaló, y después dijo:

—Sí —fue una sola palabra que cayó pesadamente sobre ambos—. Sí, estoy enamorado de ella.


Notas de la autora:

¿Pueden creer que llegamos al capítulo diez? A mí me asombra lo rápido que pasa el tiempo, pero no puedo pensar en algo mejor que compartirlo al lado de todos ustedes. No puedo dormir y sé que no lo haré hasta compartirles esto, espero que les guste mucho el capítulo, es lo único que deseo. Espero que Candy y Albert sigan atrapándolos tanto como a mí y que se enamoren al mismo tiempo que ellos.

¡Muchísimas gracias por los comentarios, la paciencia y la forma tan amorosa en como me recibieron después de ausentarme por un tiempo! Ojalá toda la bondad que me han regalado se multiplique mil veces en todos los ámbitos de su vida. De verdad, gracias por todo, jamás tendré las palabras correctas. ¡Hasta la siguiente!

Posdata: prepárense, porque a partir de este capítulo las cosas irán escalando.