11
OJOS QUE REFLEJAN
—Sí, estoy enamorado de ella.
Pronunciar esas palabras fue tan liberador que Albert Andrey tuvo que saborear el momento, reconociendo por primera vez la verdad que existía detrás de ellas y permitiendo que lo llenaran de fortaleza y tranquilidad, aunque en el fondo temiera la reacción de Stear.
Sin embargo, jamás pensó ver la gran sonrisa que adornó el rostro de su sobrino.
—Vaya —dijo—, nunca pensé ver al gran señor Andrey perdiendo la cabeza por una mujer.
—Es Candy —respondió él como si eso lo explicara todo—, sería más sencillo morir que no enamorarme de ella.
—Supongo que tiene sentido: el empresario con alma de vagabundo y la dama con vocación de enfermera. Es la pesadilla de la tía Elroy hecha realidad.
—No puedes decírselo a nadie, Stear.
—No lo haré, pero creo que es bastante obvio lo que sientes.
—La amo a morir, pero tampoco puedo ser egoísta —suspiró, sacudiendo la cabeza con pesadumbre—. Candy merece más que a un hombre atado a su apellido.
—Ya veo. ¿Entonces merece a alguien como Anthony?
Albert apretó la mandíbula sin querer contemplar esa posibilidad.
—Eres más perspicaz de lo que pensaba si te diste cuenta de eso.
—Conozco muy bien a mi primo y sé lo que Candy significa para él. Por eso me preocupa tanto...
La expresión del inventor se volvió seria mientras contemplaba la inmensidad del lago frente a él.
—Candy jamás le haría daño, Stear.
—Lo sé, y tú tampoco —dijo—. Pero en cualquier momento Anthony tendrá que mirar los ojos de Candy y encontrará algo que lo desilusione. Y no existe nada más doloroso que dejar ir un sueño.
—Olvida todo eso. Ahora lo único que importa es que Anthony recupere la alegría que perdió después de su accidente.
—Lo quieres mucho, ¿verdad?
—Sabes que sí, como a ti y a tu hermano. No hay nada que no estuviera dispuesto a hacer por ustedes.
—¿Incluso soltar a Candy?
El empresario inclinó la cabeza.
—Jamás la obligaré a que corresponda mis sentimientos.
—Lo entiendo, tío. ¿Pero te has puesto a pensar en lo que harías si ella te correspondiera? Si ella te amara de la misma forma, ¿la dejarías ir?
Albert permitió que las palabras de Alistear atravesaran su corazón. Cuando era un muchacho, su único sueño fue alejarse del nombre de los Andrey y convertirse en el dueño de su vida.
Ahora, como un hombre eso había cambiado. Su sueño tenía ojos color esmeralda y una risa vibrante que gritaba libertad. Era Candy.
—No —concluyó con renovado vigor—, jamás la dejaría ir.
Cuando Candy se vistió esa mañana con su uniforme de enfermera, tocó delicadamente el collar que le había regalado el señor Albert antes de guardarlo por debajo de su ropa, descansando cerca de su corazón como un recordatorio permanente de sus sentimientos.
Se miró en el espejo y por un instante no reconoció a la mujer que estaba frente a ella: tenía un brillo en los ojos, las mejillas sonrojadas y una sonrisa tonta que no podía borrar.
—Contrólate, Candy —se dijo a sí misma, pero las mariposas en su estómago no hicieron más que agitar su aleteo.
Sintiéndose feliz, bajó a desayunar a la cocina como era su costumbre, pero escuchó voces en el vestíbulo y no pudo evitar acercarse a chismosear un rato antes de ocuparse de sus obligaciones.
—… que alegría verlo de nuevo —era la ama de llaves con inusitada amabilidad—. Por favor, pase. En un momento le aviso al señor Andrey que usted se encuentra aquí.
—Muchas gracias, pero no le digan nada a Anthony, quiero sorprenderlo.
Candy observó discretamente al visitante. Era un hombre mayor y muy apuesto, con el cabello cubierto de canas, algunas arrugas adornando su rostro y una expresión amable. Algo en él le resultaba extrañamente familiar, como si lo hubiera visto en alguna parte.
Fue entonces cuando unió las piezas del rompecabezas y salió de su escondite para exclamar:
—¡Usted es el señor Brown, el papá de Anthony!
El hombre pegó un brinco cuando la pecosa se acercó a él sorpresivamente, pero después algo parecido a reconocimiento invadió sus facciones.
—Así es, señorita. Y supongo que tú debes ser Candy.
—Oh, ¿me conoce?
—Por supuesto —le sonrió con ternura—, mi hijo no hace nada más que hablar de ti en sus cartas. Tuve que venir personalmente a conocer a la enfermera que parece estar obrando milagros en él.
Candy se sonrojó ante sus palabras.
—El milagro es que Anthony me soporte todos los días.
—No, conozco el carácter de mi hijo y sé que a veces puede ser difícil —dijo el hombre antes de tomar las manos de Candy entre las suyas—. Verdaderamente agradezco todo lo que has hecho por él. La vida no me alcanzará para pagarte tu bondad.
—No tiene por qué hacerlo, señor Brown. Anthony es mi amigo y además es muy especial para mí.
—Entonces automáticamente eres especial para mí también, Candy. Esta casa ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí, ¿te importaría acompañarme a ver a mi hijo?
—Será un placer.
Del brazo del capitán Vincent Brown, Candy lo guio por los interminables pasillos de la mansión, contándole todo tipo de historias que se le venían a la mente. Él la escuchaba con paciencia, haciendo un comentario de vez en cuando, y en general la enfermera pudo darse cuenta del carácter noble de ese hombre que definitivamente había heredado Anthony.
El señor Brown quiso esperar afuera de la recámara para darle una sorpresa a su hijo, así que Candy entró como todas las mañanas, entonando una boba canción para despertar al muchacho.
—¡Buenos días! —Exclamó jovialmente, abriendo las ventanas de par en par—. ¡Qué clima tan hermoso! ¿Te gustaría dar un paseo en el jardín?
—Lo que quisiera en este momento es un poco de paz y tranquilidad —replicó él, cubriéndose la cara con una almohada—. ¿Cómo es posible que tengas tanta energía a esta hora?
—Es porque tengo muchas razones para estar de buenas.
—Yo no. Solo quiero dormir otras tres horas.
—¿En serio? ¿Y qué me dices si te doy un regalo?
—Olvídalo, Candy —replicó Anthony con fingido agotamiento—, nada me levantará el ánimo ahora.
—¿Ni siquiera yo?
El efecto fue instantáneo. Anthony abrió los ojos como platos al ver entrar a su padre, quien no desperdició un momento y corrió a abrazar a su hijo con tanta fuerza que los dos estuvieron a punto de caerse de la cama.
Candy los observaba en silencio, una sonrisa triste bailando en sus labios y un par de lágrimas resbalando por sus mejillas.
—No puedo creerlo —dijo Anthony con la voz ahogada—. ¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que seguías en Francia...
—Anhelaba verte, hijo mío. Mírate, ya eres todo un hombre.
—Tengo tantas cosas que contarte, papá...
La enfermera entendió que ese era un momento que solo los dos debían disfrutar, así que salió discretamente de la recámara y ellos ni siquiera se dieron cuenta de su ausencia.
Iba tan absorta en sus pensamientos que casi chocó contra alguien en el corredor.
—¡Oh, señor Andrey!
—Candy...
No iba solo. Stear se encontraba a su lado, pero los ojos de Candy apenas repararon en la presencia del inventor, demasiado ocupada mirando al empresario y recordando su charla la noche anterior y la manera en la que sus manos tocaron su cuello cuando le puso el collar que ahora reposaba cerca de su corazón.
—Buenos días, Candy —carraspeó el inventor con cierta incomodidad—. ¿Anthony está en su recámara?
—Sí, le quise dar privacidad para que hable con su padre.
—Entonces no hay que molestar, ¿cierto, tío?
El señor Albert, quien hasta ese momento observaba a Candy intensamente, pestañeó varias veces como despertando de un trance.
—Sí, es lo mejor. Tendré que hablar con George para que cancele mis reuniones hoy, quiero atender a Vincent como se merece.
—Oh, no te molestes, yo mismo iré a avisarle —dijo Stear de buena gana antes de darle unas palmaditas en la espalda al señor Albert—. Deberías bajar a desayunar. ¿Tú ya comiste, Candy?
—No...
—¡Excelente! Archie suele despertar hasta el mediodía, así que deberías hacerle compañía a mi tío.
—Pero es que yo...
—Pamplinas —la interrumpió el inventor—, no dejes que desayune solo. Vayan, yo me ocuparé de los pendientes
Parecía una emboscada, y Stear se alejó silbando animadamente. Una vez solos, Candy ni siquiera se atrevía a mirar al señor Albert sin sentir que la cara se le ponía roja de vergüenza.
Afortunadamente fue él, siempre comportándose como un caballero, el que rompió el silencio con una sonrisa:
—¿Bajamos al comedor, Candy?
—No creo que sea correcto. Si la señora Elroy se entera de que me estoy tomando esta clase de libertades se pondrá furiosa.
El señor Albert soltó una risa por lo bajo antes de inclinarse para susurrarle algo como si se tratara de un secreto:
—Candy, yo soy el señor de esta casa. Nadie tiene peso en mis decisiones y en este momento lo único que quiero es desayunar contigo.
—Está bien —sonrió la pecosa, rindiéndose con facilidad—, vamos.
Las empleadas no pudieron disimular su sorpresa cuando vieron entrar a Candy al lado del señor Albert. Le dedicaban miradas pícaras y sonrisas burlonas a la pecosa, quien hacía todo lo posible por mantenerse serena.
En ese ambiente, Candy pudo conocer una fase de él como jefe. Ahora entendía por qué todos le tenían tanto cariño: era amable y risueño, iniciaba conversaciones con los sirvientes y bromeaba con ellos como si fueran viejos amigos, un contraste muy diferente al carácter de la señora Elroy, quien siempre se mantenía distante y altiva.
El corazón de la enfermera latía con fuerza en su pecho y rezaba en silencio para que no se delatara en su cara todo lo que él le hacía sentir con cada uno de sus gestos, de su risa y de la calidez que desprendía.
Le resultaba muy fácil platicar con el señor Albert sobre cualquier cosa que le venía a la mente y a él particularmente le gustaba escuchar sobre el Hogar de Poni.
—En el invierno construíamos muñecos de nieve —le contó Candy felizmente—, pero todos se reían de mí porque me quedaban horribles y sin forma.
—Es una fortuna que como enfermera tengas más talento que como artista, sino estaríamos perdidos —bromeó el hombre.
—¡Ay, que malo es, señor Albert!
—Parece que tuviste una infancia muy feliz, Candy.
—La más hermosa. Aunque no todo fue sencillo, siempre hizo falta el dinero y muchas veces la señorita Poni y la hermana María dejaron de preocuparse sí mismas con tal de mantenernos.
—Ya veo —dijo él con un aire pensativo—. ¿Cómo es la situación del orfanato en este momento?
—Podría ser mejor, pero siempre trato de enviarles algo de dinero para ayudar con los gastos.
—Un día iremos al Hogar de Poni, Candy. Nos acompañarán Anthony, Stear y Archie.
—¿De verdad?
Los ojos del hombre se suavizaron al ver la emoción en el rostro de Candy.
—Por supuesto. Me gustaría hablar con la señorita Poni, creo que hay muchas cosas que los Andrey podemos hacer por ellas.
No hubo oportunidad de que Candy respondiera, porque en ese momento entró Archibald, quejándose ruidosamente.
—Tengo un dolor de cabeza impresionante.
—¿Acaso bebiste mucho en la fiesta de Candy, sobrino?
—No lo suficiente —dijo el muchacho, dejándose caer en una silla—. No pude dormir toda la noche pensando en Annie. Tengo que buscarla hoy.
—¿Annie Britter?
La pecosa se dio cuenta muy tarde de su error. Afortunadamente Archie no pareció darse cuenta de la familiaridad con la que habló de ella.
—La misma. Para ser una chica tan dulce también puede ser rencorosa —suspiró con dramatismo—. ¿Cuándo llegará el día en que me perdone?
—Archie está sufriendo mal de amores —le explicó el señor Albert—. Rompió su compromiso con Annie Britter por una estupidez y ahora está pagando las consecuencias.
—Soy un tonto, soy un imbécil...
Candy tenía tantas preguntas, pero no podría formular ninguna sin delatarse, así que se levantó y les sonrió a ambos.
—Creo que ya se me hizo un poco tarde, mejor voy a ver a Anthony.
—Gracias por acompañarme, querida Candy —le dijo el señor Albert a modo de despedida—. Deberíamos hacer esto más seguido.
—Me encantaría.
La enfermera salió tambaleándose, pero en la distancia alcanzó a escuchar a Archibald que exclamaba escandalizado:
—¿Qué acaba de suceder?
El papá de Anthony ya lo había ayudado a asearse y vestirse para el día. Al parecer no quería separarse ni un momento de su hijo, contándole todo acerca de sus viajes y las personas que conoció mientras estuvo en el mar. La única vez que dejó solo al muchacho fue para saludar a Albert, así que Anthony aprovechó para estudiar en la biblioteca.
—No veía a mi padre desde el accidente —le dijo a Candy luego de un rato de silencio.
—Oh. Debiste extrañarlo muchísimo.
—La idea de que me viera en una silla de ruedas, de que sintiera lástima por mí, me parecía insoportable. Pero ahora las cosas cambiaron.
—¿Ya eres otro Anthony?
—No. Solo tengo una enfermera entrometida que no me deja ahogarme en mi propia miseria —sonrió el muchacho con tanta luz que el corazón de Candy brincó de alegría.
Más tarde mientras Anthony tomaba una siesta, Candy se fue a descansar cuando una mucama tocó a su puerta.
—El señor Andrey organizó una cena en honor al señor Brown y te manda a decir que estás invitada, Candy.
—¿Yo?
—¡Sí, tú! —Insistió la mucama emocionada. Era una de las mujeres más chismosas que existían en la mansión y no perdió tiempo en entrar a la recámara y sentarse al borde de la cama con toda la confianza del mundo—. Candy, tienes que contarnos cómo le hiciste para tener como embrujado al señor Andrey.
La pecosa sintió que todos los colores le subieron a la cara.
—¡Santo Dios! No sé de qué me está hablando...
—No te hagas. En esta casa somos discretos pero no ciegos, ¿acaso no te has dado cuenta de cómo se te queda viendo el hombre? Parece que quisiera devorarte...
—¡Señora Fiona!
—Eres enfermera, Candy —dijo la mujer riéndose de lo lindo—, tú sabes de estas cosas.
—Por favor, no se hagan ideas. Esta clase de rumores me podrían meter en muchos problemas con la familia.
—Es verdad —meditó—. La señora Elroy tiene un carácter horrible, sin mencionar que esa señorita, la tal Leonette Harrison, está detrás del señor Andrey desde hace mucho tiempo.
Ante la simple mención de ese nombre el humor de Candy decayó considerablemente.
—Sí —logró decir—, y lo último que quiero es causar malentendidos.
—No te preocupes por eso. Pero si confías en mi intuición, deberías prestarle más atención al señor Andrey, y te darás cuenta que los ojos nunca mienten cuando se tratan de sentimientos.
Sin decir otra cosa, la mucama salió de la habitación dejando en Candy con un sentimiento de pesadumbre.
Cuánto deseaba que fuera verdad todo eso, que los ojos del señor Albert pudieran mostrarle aunque sea el reflejo de lo que ella sentía por él.
Vincent Brown se consideraba un hombre perspicaz. Luego de pasar la mayor parte de su vida en altamar, sus sentidos se acostumbraron a detectar cualquier situación improvista.
Así que simplemente con las cartas que le escribía su hijo pudo darse cuenta de que estaba enamorado de su enfermera.
Esa fue una de las razones por las que se apresuró a volver a Chicago con la intención de visitar a Anthony. Deseaba conocer de una vez por todas a la mujer que lo estaba devolviendo a la vida.
Su primer pensamiento fue que la chica le recordaba a Rosemary en sus ojos verdes y espíritu gentil. Al ver cómo trataba a Anthony, con tanto respeto y amabilidad, se sintió tranquilo. Una mujer cómo ella era precisamente lo que necesitaba.
Pero mientras estaban en la cena que Albert organizó para él, Vicent pudo darse cuenta de que estaba muy equivocado.
Lo supo desde el momento en que la chica entró al comedor y se sentó al lado de Anthony. El patriarca de los Andrey, normalmente compuesto y seguro de sí mismo, se enredaba con sus palabras y miraba a Candy como si se tratara de la única luz que conocía.
Y ella correspondía con el mismo ímpetu. Se reía de las bromas de Albert y absorbía cada gesto y palabra de él con una expresión en el rostro que la delataba más que mil palabras.
Vincent Brown se giró para mirar a Anthony y sintió un tirón en el estómago. ¡Cómo había sufrido a pesar de su corta edad! Y él, por sus constantes viajes, tuvo la culpa de la soledad que vivió encerrado en esa mansión sin más compañía que la de sus primos.
En ese momento, decidió que haría todo lo posible por no causarle más dolor.
Así que lo primero que hizo a la mañana siguiente fue buscar a Albert. Lo encontró afuera, dándole de comer a unos animales pequeños.
—No has cambiado nada —lo saludó con una sonrisa—, sigues amando tanto a la naturaleza como cuando eras un niño.
—La aprecio más ahora que vivo en una oficina.
Los dos compartieron miradas cómplices y quedaron sumidos en un silencio apacible, apenas roto por el cantar de las aves.
—En días tan hermosos como este no puedo dejar de pensar en tu hermana.
—También yo. La veo en Anthony y me duele pensar que no tuvo tiempo de conocerlo y darse cuenta del gran hombre que es.
Los ojos azules de Albert reflejaban tanta tristeza que a Vincent le recordó cuando Rosemary murió.
—Sabes que te aprecio como un hermano —le dijo, poniéndole una mano en el hombro—, por eso no soportaría verte asfixiado con todo el peso de los Andrey.
—Es mi deber. Desde el momento en que nací, me convertí en William más que en Albert.
—Eso es cierto. Incluso Rosemary sabía cuál era tu lugar en la familia, pero siempre me repitió algo que nunca olvidaré y que hoy necesito recordarte.
—¿Qué cosa?
—Que si existe una mujer a la que ames verdaderamente, y que te haga sentir libre a su lado, no la dejes ir aunque tengas que pasar por encima de todos —le dijo—. Y creo que has encontrado eso en Candy.
Una ráfaga de viento agitó el cabello de Albert mientras permanecía quieto, observando a Vicent con una expresión indescifrable. Pero finalmente habló sin titubear y con la firmeza de un líder:
—Tienes razón. No voy a negar que la amo, Vincent.
—Me alegra escucharlo —en pasos sincronizados, los dos comenzaron a dar una caminata por los terrenos de la mansión—. Ayer le comenté a mi hijo que tengo la intención de establecerme en Florida por un tiempo y quiero llevarlo conmigo.
—Me alegra. A Anthony le hará bien convivir contigo.
—Sí. Y ahora más que nunca estoy convencido de que debo alejarlo de aquí. El mar le sentará bien para curar su corazón roto y olvidar a Candy.
Albert se detuvo en seco.
—Mis sentimientos son problema mío, Vincent —enunció con convicción—, jamás permitiré que Anthony sufra por esto.
—Yo sí. Prefiero que sufra de manera limpia y rápida antes de que continúe ilusionado con un amor imposible.
—Ella es una buena chica y lo quiere, Vincent.
—Pero no de la misma forma que Anthony.
Albert cerró los ojos como si no pudiera soportar esa situación por más tiempo.
—¿Qué voy a hacer? Ninguna decisión que he tomado parece tan complicada como esto.
—Así es la vida —suspiró Vincent, elevando una plegaria hacia el cielo—. Solo el tiempo nos dirá que hacer.
En el jardín de rosas, Candy movía la silla de Anthony mientras él le hablaba sobre sus flores favoritas. En algún momento pasaron junto a un rosal con las flores más blancas y perfectas que había visto.
—¡Qué maravilloso aroma! ¿Cómo se llama esta nueva estirpe?
—Dulces Candy.
La pecosa miró a su paciente como si no pudiera comprender si se trataba de una broma.
—¿Lo dices en serio?
—Las cultivé especialmente para ti. ¿Te gustan?
—Por supuesto —murmuró entre lágrimas que Anthony correspondió con una sonrisa. A partir de ese momento, el ambiente cambió significativamente entre ambos.
—Tan solo espero que el jardinero sepa cuidarlas ahora que me vaya a Florida con mi papá.
—¿Entonces piensas aceptar?
—Es lo que quiero. La verdad es que no lo conozco muy bien y nada me gustaría más que estar a su lado.
—Eso es increíble, Anthony. Pero no quiero que hablemos de eso ahora, te voy a extrañar muchísimo y me pondré a llorar.
—¿De qué hablas? Tú vendrás conmigo.
Candy sintió un nudo en la garganta. No quería nada más que estar al lado de ese chico y verlo sonreír, pero al mismo tiempo, pensaba en Chicago, en la cercanía que había encontrado con Annie, con el Hogar de Poni y en todo lo que debía dejar atrás.
—Mi vida está aquí —concluyó con un suspiro—, y además hay muchas enfermeras mejores que yo en Florida.
—Pero tú no irías como mi enfermera, Candy.
La pecosa se puso pálida cuando se dio la media vuelta para tener a Anthony de frente. Desde que lo conoció nunca lo había visto tan exaltado, rojo hasta las orejas y como si estuviera luchando por encontrar las palabras.
—¿De qué hablas?
—Vas a pensar que estoy loco, pero llevo pensando en esto desde hace mucho tiempo y no puedo soportarlo más. Tú transformaste mi vida desde el instante en que llegaste a esta casa para desordenarla como si fueras un huracán —dijo en un hilo de voz, sin detenerse a tomar aliento—. Si pudiera arrodillarme frente a ti, lo haría en este momento. No quiero que vayas a Florida como mi enfermera, sino como la señora Brown.
—Anthony...
—Candy —enunció él—: ¿quieres ser mi esposa?
Notas:
¡Estoy viva!
Les pido un perdón de rodillas por la tardaza, no tengo excusas más allá de que la vida se ha puesto tan loca y complicada que a veces lo único que quiero es dormir una semana entera, pero esta historia y los hermosos comentarios que me dejan en cada capítulo me motivaron a escribir.
En serio quiero agradecerles. Tal vez pensarán que es falsa modestia, pero les aseguro que cuando publico un nuevo capítulo, me entra una ansiedad horrible y no puedo evitar pensar que soy una terrible escritora y que solo estoy compartiendo algo que no tiene sentido con ustedes. Pero cuando veo el amor que le dan a mis letras y a estos personajes con los que crecimos, comienzo a creer más en mí y en lo que hago, así que gracias de todo corazón por estar aquí, creánme que las leo diario y que están en mi corazón.
¿Qué les pareció el capítulo? Cuéntenme qué piensan que pasará con nuestros rubios ;) y con Anthony.
¡Nos vemos en la siguiente!
