12

Locura o amor

Candy recordaba que cuando era una niña soñaba que algún día, un joven apuesto y de buen corazón le declararía su amor y sería muy feliz a su lado, como las protagonistas de aquellas historias que les contaban en el Hogar de Poni antes de dormir.

Pero al escuchar las palabras de Anthony, no sintió nada más que miedo, como si estuviera siendo perseguida por un animal salvaje: primero se paralizó de la sorpresa y después tuvo ganas de echarse a correr.

¿Quieres ser mi esposa? La pregunta seguía retumbando en el silencio del jardín, con las rosas que llevaban su nombre como único testigo. La pecosa deseó que todo se tratara de una pesadilla.

Quizás Anthony pudo adivinar sus pensamientos, porque la expresión ensoñadora de su rostro desapareció de repente:

—Perdóname —le dijo con una risita nerviosa—, no sé qué me está pasando.

—No te preocupes.

Candy estuvo a punto de sostenerse de las espinas de las rosas para no caer al suelo. Tal vez el dolor sería como un ancla que no le permitiría volverse loca en frente de Anthony.

—Sé que debí esperar más tiempo, pero tenía que decírtelo de alguna manera.

—¿Cómo? ¿Entonces sí era verdad?

Anthony le dedicó una sonrisa tan brillante que habría podido iluminar al mundo. Con cada segundo que pasaba a Candy le daban ganas de desaparecer un poquito más.

—Claro que sí, nunca había sido tan honesto como hoy.

—Lo sé, pero a lo mejor estás confundido.

—No —afirmó él sin abandonar ese aire de esperanza en su voz—. Desde que pasó mi accidente, he vivido sintiendo que olvidé quien soy. Pero de algo estoy seguro, Candy: quiero que seas mi esposa, que vayas a Florida conmigo y que estés a mi lado.

—Pero eso es imposible…

—¿Por qué te cuesta tanto creerlo? ¿Acaso piensas que no puedo tener sentimientos, que estoy hecho de piedra?

Eso era más de lo que Candy pudo soportar. Cerró los ojos y se alejó de Anthony para sentarse en un banquito. ¡Qué estúpida, qué tonta e impertinente había sido! Se odió a sí misma por no haber puesto algo de distancia con él desde el principio; tal vez si se hubiera comportado simplemente como una enfermera, no tendría que estar padeciendo en carne viva las consecuencias de sus actos.

—Anthony —comenzó sin saber muy bien lo que iba a decir—, desde que te conozco solo he querido que seas feliz. Por eso debo ser honesta contigo, yo…

—¡No me respondas todavía! Tan sólo piensa lo que te dije.

—No hay nada que pensar —dijo ella al borde de las lágrimas—, necesito que me escuches.

—No. Yo ya sé tu respuesta, la he sabido desde hace tiempo.

—¿Entonces por qué?

¿Por qué me haces esto si sabes que no puedo corresponderte? Esa era la pregunta que la enfermera tenía en la punta de la lengua y que apenas pudo contener.

Anthony movió la silla de ruedas y se estiró para tomar las manos de Candy entre las suyas. Estaba frío, pero aun así trató de darle un poco de calidez a ella, como si quisiera tranquilizarla con ese gesto.

—Simplemente porque quiero hacerte cambiar de opinión, aunque se me vaya la vida en ello.

—¿Y qué si yo no estoy de acuerdo en que te desgastes en algo que no vale la pena?

—Eres lo único que vale la pena. Solo cuando tú llegaste volvió a emocionarme la idea de despertar otro día, porque al menos sabía que podría verte.

—Por favor, Anthony, no sigas más…

—Tal vez estás dudando por mi condición —le dijo, señalando despectivamente su silla—. Sé que siempre seré un hombre incompleto, pero te prometo que…

—¡Basta! ¿Cómo puedes decir algo tan horrible? Para mí eres Anthony y eso es más que suficiente.

Los ojos azules del muchacho se iluminaron al escuchar esas palabras.

—¿Entonces tú me quieres, Candy?

—Por supuesto que te quiero —la pecosa se mordió los labios tratando de rehuir su mirada—, pero no de la forma que tú esperas.

—Deja que yo me preocupe por eso. Te amaré lo suficiente por los dos y jamás te reprocharé que no puedas corresponderme.

—No deberías conformarte con tan poco. Mereces a alguien que te ame, que se sienta dichosa ante la idea de compartir una vida contigo.

—No quiero a nadie, solo a ti.

—Anthony…

Sintiendo que era una causa perdida, el chico finalmente suspiró, moviéndose tan lejos de ella como le fue posible. Candy pensó que ese sería el momento en el que se daría por vencido, pero se trataba de lo contrario.

—Tranquila, no tienes que aceptar ahora —le dijo—, estoy dispuesto a esperarte todo el tiempo que quieras. Tómate unas vacaciones, incluso puedes ir al Hogar de Poni, y cuando estés lista para volver yo estaré aquí.

Candy ya no tuvo fuerzas para contestarle, ni siquiera para levantar la cabeza o moverse del mismo lugar donde estaba. Anthony pareció entender su silencio y se alejó en su silla con dirección a la mansión.

Una vez que estuvo sola, la enfermera se dejó caer al suelo y lloró con todas sus fuerzas, como no lo había hecho desde que era una niña.

No sabía qué hacer o como apagar el incendio que ella misma había causado. Los pensamientos alrededor de su cabeza no hacían más que confundirla, llevándola al borde del abismo.

Poco después cayó en un trance. Soy una basura, la peor de las mujeres, se repetía una y otra vez. Haría cualquier cosa para evitarle sufrimiento a Anthony, ¿pero sería capaz de aceptar su mano? ¿Se casaría con él aún sabiendo que jamás podría entregarle su corazón, porque ya le pertenecía a otra persona?

No sabía cuánto tiempo estuvo sentada en el jardín de las rosas dándole vuelta a esas preguntas, pero quizás fue más del que pensaba, porque de repente Archibald se acercó viéndose preocupado:

—Hola, Candy, ¿te encuentras bien?

—Oh, sí. Solo estaba descansando —mintió, secándose las lágrimas y tratando de poner una sonrisa—. ¿Has visto a Anthony?

—No, pero tienes un semblante horrible —exclamó el menor de los Cornwall chasqueando la lengua—, deberías ir a descansar.

—No es nada, creo que no dormí bien.

—No mientas. Conozco esa expresión y es obvio que se trata de un mal de amores.

La pecosa iba a reírse, pero en el último segundo cayó en cuenta de que Archie estaba en lo cierto. ¿De qué otra manera podría llamársele a lo que estaba sintiendo?

—Tienes un buen ojo para reconocer las emociones de las personas —contestó.

—¿Tú crees? Mi hermano piensa que soy un insensible cabeza dura. Pero entiendo lo que te pasa porque yo también estoy en la misma situación.

Candy estuvo a punto de preguntarle por Annie Britter, pero se detuvo en el último momento.

—¿Cómo le haces para vivir así?

—Creo que el dolor se vuelve parte de ti. La mala noticia es que a veces no puedes recordar quién eras antes de sentirte de esa forma.

—No suena muy esperanzador —se rio la pecosa.

—Pero la buena noticia es que puedes construirte alrededor del dolor y empezar de nuevo. Aunque pienso que no tienes por qué angustiarte, Candy —dijo sentándose a su lado—; me cuesta creer que la persona que tú ames no te corresponda.

—Ojalá se tratara de eso. Sería más fácil vivir anestesiada si solo se tratara de mí.

—Ah, entonces tú eres la rompecorazones.

—Más bien la miserable que no recuerda cuál es su lugar —susurró con más amargura de la que pretendía.

Archie negó con la cabeza. Después de eso ninguno de los dos dijo nada, y cuando Candy se giró para mirarlo, pudo darse cuenta de que parecía triste.

—Te voy a contar algo, gatita: desde que era un niño la tía abuela decidió comprometerme con Annie Britter. Nunca me preguntó mi opinión, así que crecí enojado, porque no soportaba la idea de tener que casarme con alguien a quién no amaba.

—¿Y que sentía ella?

—Me idolatraba —la sonrisa que le dedicó el muchacho no alcanzó sus ojos—. Me escribía cartas, fragmentos de poemas y libros con dedicatorias; cocinaba mis platillos favoritos, tejía suéteres y sábanas como regalo, y parecía que vivía solo para mí. Pero cada detalle hacía que yo la odiara un poco más, así que tiré todo a la basura.

—Archie…

—Cuando cumplí dieciocho años, Annie me trajo un pastel que ella misma horneó, y me dijo que no podía esperar a convertirse en mi esposa. Recuerdo que me reí en su cara y le respondí que sería la última mujer en el mundo a la que yo amaría.

Candy tuvo que morderse el interior de las mejillas para no gritar, para no darle una cachetada a Archie por la humillación que hizo pasar a su amiga.

—Eso es horrible.

—Lo sé, fui un canalla y me arrepiento. Ese día, vi morir el amor en los ojos de Annie y me di cuenta de que ya no sentía nada por mí: ni siquiera tristeza o enojo, solo indiferencia. Una semana después su padre rompió el compromiso, y ya te imaginarás lo que pasó.

—La tía Elroy te castigó, pero al menos recuperaste tu libertad.

—Los Britter siguieron visitándonos y Annie aún era amiga de Stear y Anthony, así que no pude escapar. Pero sin el peso del compromiso encima de mí, la conocí de otra forma. Y me enamoré de ella, Candy. Me enamoré tanto que ahora siento que me estoy volviendo loco, pero sin importar lo que pase, Annie jamás me aceptará. ¿No te parece irónico?

—Más bien una tragedia —le contestó—. Aunque no entiendo por qué me cuentas esto.

—Te lo digo porque escuché cuando Anthony te pidió matrimonio. Y sé que aunque lo rechazaste, hay una pequeña parte de ti que piensa que debe aceptarlo.

Candy se sorprendió al escuchar sus palabras. Jamás pensó que el vanidoso e impulsivo Archibald Cornwall sería capaz de leerla como un libro abierto.

—No es eso, pero a él le han pasado demasiadas cosas horribles y no quiero ser la persona que lo lastime.

—No entiendes, gatita: el amor no es una deuda que pagar. ¿Acaso yo estaba obligado a amar a Annie por el simple hecho de que ella sí sentía algo por mí?

—Claro que no.

—Y ahora que es al revés, ¿Annie tiene que corresponderme?

—No —respondió Candy.

—¿Entonces por qué es diferente tu situación? No puedes forzarte a querer a Anthony solo porque él ha sufrido o porque está enamorado de ti, ese sería el peor error que cometerías en tu vida.

Candy suspiró como si todo el peso de sus emociones estuviera escapando de su pecho. No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba esas palabras hasta que escuchó que Archie las pronunciaba.

—¿Te das cuento de lo que hiciste? —Le preguntó Candy riéndose entre lágrimas—. Salvaste a Anthony y me salvaste a mí.

—No, solo te acompañé al lugar donde debías estar desde el principio.


Albert estaba a punto de entrar a la mansión acompañado por Vincent cuando vieron que Anthony se acercaba arriba de su silla.

—¿Dónde está Candy? —Le preguntó sin poder evitarlo, sorprendido de no ver a la enfermera acompañando a su sobrino como todos los días.

Anthony no respondió. Se veía taciturno y malhumorado, lo cual no era extraño, tomando en cuenta que su estado de ánimo se había vuelto muy inestable desde que tuvo aquel accidente.

Pero jamás esperó que el muchacho que siempre se comportaba con orgullo y altanería se rompería de repente. Anthony comenzó a llorar, su cuerpo sacudiéndose con violencia mientras se aferraba a la chaqueta de su padre como si se tratara de la vida misma.

—Por Dios, hijo —exclamó Vincent asustado—, ¿qué tienes? ¿Qué te pasó?

—Le pedí matrimonio a Candy.

Nada habría preparado a Albert para escuchar esas palabras. Por un momento deseó haber entendido mal, que se tratara de una alucinación luego de haber estado bajo el sol mucho tiempo.

—¿Estás seguro de lo que hiciste?

—No, pero ya es muy tarde para arrepentirme, papá.

—¿Y qué te respondió?

Por su reacción era sencillo adivinar lo que había pasado.

Albert se llevó una mano al pecho luego de sentir un dolor agudo. No se atrevió a darle una palabra de aliento, ni siquiera a mirar a Anthony a los ojos, porque sabía que no podría soportar la culpa; una pequeña parte de él se alegraba de que ella lo hubiera rechazado.

Candy es mía, pensaba esa voz oscura y vergonzosa que cada vez era más difícil de ignorar.

—Creo que tu papá y tú querrán platicar a solas —interrumpió aclarándose la garganta—. Iré a revisar unos pendientes de la oficina, volveré más tarde.

Vincent le dedicó una mirada a Albert, como diciéndole que entendía la situación por la que estaba pasando.

Subió a su automóvil sin permitir que el chófer lo llevara. Se sintió como un ladrón escapando entre las sombras, cuyo delito habitaba en su consciencia.

Nunca había conducido con tanta velocidad, pero necesitaba irse de la mansión cuanto antes. No sabía cómo reaccionaría si llegaba a encontrar a Candy en los pasillos; quizás terminaría arrodillándose a sus pies, o abrazándola con fuerza y hundiendo su rostro en su cuello mientras le suplicaba que lo eligiera a él, solo a él.

Anthony había cambiado las reglas del juego al haberse declarado. Ahora Candy sabía que él siempre sería una opción para ella, y conociendo el corazón dulce de esa hermosa pecosita, era muy probable que tarde o temprano le diera su mano.

Albert apretó el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su sobrino era su prioridad en la vida y lo último que le quedaba de su hermana Rosemary, pero el amor que sentía por Candy lo había convertido en un hombre egoísta.

Caminaría sobre vidrios rotos por ella, renunciaría al apellido Andrey y se convertiría solo en Albert si eso necesitaba para estar a su lado, ¿cómo iba a perderla tan fácilmente sin luchar?

—No seré un cobarde —juró en voz alta—; dejaré que ella elija. Si me rechaza, lo entenderé y no volveré a molestarla. Pero si me acepta, pasaré por encima de todos y la convertiré en mi esposa.


Después de la conversación con Archie, Candy había tomado una decisión y estaba lista para decírsela a Anthony. Mientras caminaba hacia su recámara sentía las piernas temblorosas y el corazón a punto de estallarle en el pecho, aunque al que encontró fue al señor Brown en el corredor.

—Mi hijo está dormido —le dijo amablemente.

—Oh, entonces volveré más tarde a ver cómo está.

—Espera, Candy. ¿Te importaría acompañarme a tomar el té?

La propuesta fue inesperada, pero de todas maneras asintió débilmente y siguió al hombre al saloncito. Los dos se sentaron frente a frente y sin decir palabra mientras una mucama les servía el té.

—¿Pasa algo, señor Brown?

Los ojos del capitán estaban llenos de melancolía. Candy se dio cuenta de que parecía muy cansado, como si de repente todo el peso del mundo hubiera caído encima de sus hombros.

—Necesito que seas franca conmigo —fue su respuesta—. ¿Qué piensas hacer con Anthony?

—Oh. Yo… yo no esperaba que me preguntara eso.

—Perdóname si estoy siendo impertinente, Candy, pero se trata de mi hijo. No puedo evitar preocuparme por él.

—Lo entiendo y me alegra que pregunte —la enfermera tomó una respiración profunda y contestó—: voy a renunciar a mi trabajo, porque no puedo aceptar a Anthony.

De todas las reacciones que imaginó, el señor Vincent Brown la sorprendió al dedicarle una sonrisa que a pesar de ser triste, también guardaba dulzura y un cariño paternal.

—Es lo que imaginé.

—Nunca quise lastimar a Anthony…

—¿Para qué somos humanos si no es para tener sentimientos, Candy? Yo quiero que mi hijo siempre recuerde que a pesar de todo, él sigue siendo un hombre y no está exento de sufrir algo como esto.

—Gracias por entenderme, señor Brown. Lamento haberles causado tantos problemas.

—No digas eso. Más bien soy yo el que tendré que molestarte ahora con un favor.

—Sí, lo que usted quiera.

—¿Puedes esperar un par de semanas antes de hablar con Anthony? Sé que es un chico fuerte, pero de todas maneras quiero mentalizarlo para que sepa enfrentar mejor el rechazo.

Candy no estaba convencida de que fuera la mejor opción. ¿Cómo iba a soportar más tiempo sintiendo la tensión entre los dos y teniendo su respuesta en la punta de la lengua? Pero tampoco podía negarse a nada de lo que el capitán le pidiera.

—Está bien, así tendré oportunidad de buscarle otra enfermera antes de irme.

—Hay algo más que debo pedirte: dile a Albert lo que pasó, cuéntale tus planes. Ese muchacho tiene tantas cosas por decirte que deberías tomarte el tiempo de escucharlo, Candy.

Lo último que ella quería era ver al patriarca de los Andrey. Cada vez que pensaba en él, sentía que se delataba a sí misma; todavía no podía resignarse que al renunciar a su lugar en esa casa y junto a Anthony, también estaba renunciando a Albert.

—Trataré de hacerlo —le dijo al señor Brown a pesar del nudo obstruyéndole la garganta.

Esa noche, Candy buscó a Anthony. Él la esperaba en su habitación, recostado en la cama mientras leía un libro y notó que veía sorprendentemente tranquilo, aunque en cuanto la vio llegar los ojos se le iluminaron.

—Pensé que te habrías ido.

—No, ¿por qué lo haría?

—Porque te di la oportunidad de que pienses y me digas una respuesta.

Candy cruzó la recámara hasta quedar a su lado, abrió su maletín y sacó todas los instrumentos y medicinas que necesitaba.

—No te dejaré sin una enfermera —le sonrió.

A partir de ese día cada instante que pasaban juntos se volvió incómodo. Los dos trataban de fingir que nada había sucedido; Candy le hablaba sobre cualquier cosa que le venía a la cabeza y Anthony respondía con el mismo tono mordaz que utilizaba desde que se conocieron, pero era evidente que desde que le propuso matrimonio, algo se rompió definitivamente.

Solo debo soportar esto un poco más, se decía la pecosa cada mañana, luego de pasar la noche en vela pensando en lo que le diría a Anthony para despedirse. Se estaba consumiendo en vida, y notó que había adelgazado considerablemente, su uniforme le quedaba demasiado grande, tenía círculos debajo de los ojos y hasta su cabello se había vuelto quebradizo y opaco.

Durante esa semana, Candy se encargó de poner todo en orden. Envió correspondencia a una de sus amigas de la escuela de enfermería, quien estuvo de acuerdo en sustituirla cuando renunciara; luego juntó sus ahorros y se dio cuenta de que tenía dinero suficiente para alquilar un modesto apartamento de una sola habitación y sobrevivir con lo mínimo mientras encontraba un trabajo.

Ahora solo quedaba una última cosa que era lo que estaba repudiando: hablar con el señor Albert.

Lo había evitado a pesar de que él la buscaba constantemente, enviando sirvientes e incluso yendo él mismo a su recámara mientas ella se negaba, fingiendo estar enferma, dormida u ocupada con Anthony, pero ya se le estaban terminando las excusas, y de cualquier manera había llegado el momento de enfrentar la realidad.

Así que un día ella misma decidió buscarlo. Normalmente él acostumbraba a dar un paseo por los terrenos que rodeaban la mansión, pero estaba lloviendo, se pronosticaba una horrible tormenta y todos preferían refugiarse en un lugar seguro.

Lo encontró en la biblioteca, bebiendo una taza de café y tan inmerso en su lectura que ni siquiera se dio cuenta de que había entrado.

—Buenos días —lo saludó con una voz más débil de la que pretendía.

El efecto fue inmediato. El señor Albert prácticamente lanzó el libro hacia el lado opuesto y se levantó con tanta rapidez que la taza se quebró al impactarse contra el piso. No recordaba una mirada como la de él, azul, intensa y capaz de detener su corazón.

—Candy, ¿acaso pretendías matarme?

—Señor Andrey…

—¿Por qué me estuviste evitando? Llegué a pensar que solo existías en mi imaginación.

—No quería ser grosera, es que he estado muy ocupada.

—No importa, si ya estás aquí no voy a permitir que te me escapes tan fácilmente.

Si tan solo supiera que lo último que quiero es alejarme de él, pensó Candy, intentando ocultar su sonrojo.

—Necesito hablar con usted de algo muy importante.

—También yo, pero te escucho, querida Candy.

Ella no podía soportar estar en su presencia, y él parecía un hombre al borde de la desesperación. La miraba como si no pudiera creer que fuera real y que estuviera ahí, a su lado; incluso al mover una silla para que se sentara, se dio cuenta de que sus manos temblaban ligeramente.

—Tomé una decisión, señor Andrey, y me parece que usted debería saber de qué se trata. Yo…

—¡Candy, aquí estás! Te está buscando el señorito Anthony —exclamó Dorothy, quedándose como piedra cuando vio que el señor Albert también estaba ahí—. ¡Oh, qué pena! No quise interrumpir.

—No te preocupes, iré en un momento.

Candy tenía miedo de que si no hablaba con él en ese instante, las palabras morirían en su garganta y no encontraría otra oportunidad para hacerlo. Pero él ya se había puesto de pie y le dedicó media sonrisa.

—Más tarde —le dijo, y se sintió como una promesa—. Te buscaré más tarde, porque la conversación que quiero tener contigo no terminará pronto.

No había forma de responder algo como eso, así que Candy asintió brevemente y fue a la habitación de Anthony. Había despertado indispuesto por un leve resfriado, por lo que se dedicó a cuidarlo durante el resto del día, hasta que se sintió lo suficientemente mejor como para comer algo y descansar sin problemas.

Agotada, la pecosa bajó al comedor de los empleados donde estaban sirviendo la cena.

—Será mejor que ya nadie salga —dijo la cocinera—, en cualquier rato va a empezar la tormenta y mejor recemos para salir bien librados.

Era verdad. El viento soplaba violentamente y caían rayos, haciendo que las puertas y ventanas se estremecieran. Candy jamás lo admitiría, pero las tormentas siempre la asustaron, haciéndola sentir como una niña otra vez.

Y como el destino nunca estaba de su lado, ocurrió el peor escenario.

—¡Candy, Candy! —Un hombre entró al comedor gritando como un desalmado—. ¡Candy, esto es urgente!

—¿Pero qué sucede?

Lo reconoció fugazmente como uno de los encargados de los establos. Era un muchacho joven, Oliver, que siempre la saludaba cuando la veía y parecía tener una sonrisa plasmada en su rostro sin importar la situación, excepto en ese momento.

—Es mi hermanito. Se cayó de un árbol, no sabemos si está bien —explicó agitado—. No puedo ir a la ciudad a buscar un doctor, pero…

—Vamos —le respondió Candy sin pedir más explicación.

Subió a colocarse un abrigo, sus botas de lluvia y tomó un paraguas, pero tuvo una sensación de déja-vu cuando salió de la casa sin decirle a nadie a donde iba. Oliver vivía aproximadamente a quince minutos de la familia Andrey, pero con la lluvia que se hacía cada vez más fuerte tardaron casi media hora en llegar.

El niño estaba recostado en una sencilla cama con su madre junto a él. Cuando vio a Candy lloró de alivio y le dijo que su hijo se había dado un buen golpe al caer y que estaba tratando de mantenerlo despierto.

Lo primero que la enfermera hizo fue revisar que no tuviera una concusión. Después de descartar esta posibilidad el proceso fue más tranquilo: el niño tenía algunos golpes y torceduras, pero nada que fuera complicado de tratar.

Sólo cuando el pequeño se calmó y Candy confirmó que estaba fuera de peligro decidió que era momento de regresar a la mansión.

—Señorita, ya está lloviendo más fuerte, ¿segura que no quiere pasar la noche aquí? —Preguntó la mamá de Oliver.

—No podría dejar a Anthony solo, pero le agradezco su hospitalidad.

—Entonces deja que mi hijo te acompañe.

—No se moleste —respondió mirando a Oliver con una sonrisa tranquilizadora—. Será mejor que él se quede y me avise si algo les sucede.

Candy no se quedó a escuchar más protestas. Ya había oscurecido por completo y decidió emprender la marcha, aunque el camino se volvía más borroso por la lluvia.

Estoy bien. Estaré bien, trató de decirse en su cabeza, pero no pudo ignorar el pánico en la boca de su estómago al darse cuenta de que la lluvia se había convertido en una tormenta violenta y furiosa que apenas le permitía dar un paso sin sentir que el viento la arrancaría del suelo.

Aterrorizada, se dio cuenta de que no sabía donde estaba. Las frías gotas de agua y sus propias lágrimas le empañaban los ojos, y no había ni una sola luz que pudiera indicarle el retorno a la casa de los Andrey.

—Dios, por favor ayúdame —suplicó.


—Señor, tiene una visita.

Albert, encerrado en su estudio, levantó la vista para observar al mayordomo.

—¿Una visita con este clima?

—Se trata del señor Harrison y su hija.

No hizo más preguntas y salió a recibirlos en el vestíbulo. Efectivamente, los dos se encontraban sentados, calados hasta los huesos y temblando de frío; sin embargo, Leonette brincó de gusto en cuanto lo vio.

—¡Albert, qué dicha verte!

—Digo lo mismo, pero me preocupa encontrarlos en esta condición.

—Lamento las molestias, muchacho —le dijo el señor Harrison dándole la mano—. Leonette y yo salimos a hacer unas diligencias en la tarde, pero nuestro carruaje quedó atascado cuando comenzó a llover. Fue una suerte que recordáramos que tu casa está cerca y alcanzáramos a llegar.

—Tendremos que pasar la noche aquí, Albert —intervino Leonette con más entusiasmo del que se esperaba en alguien que atravesaba una situación como esa.

Su padre, avergonzado, le dedicó una mirada de reproche.

—Por supuesto que no, solo queríamos pedirte que nos dejaras esperar aquí un momento, mientras la tormenta se calma allá afuera.

—De ninguna manera permitiré eso, ustedes se quedan aquí.

—Pero William…

—No escucharé un no, Oscar. Para mí es un honor recibirlos.

Las mucamas prepararon dos habitaciones y los Harrison subieron a vestirse con ropa seca mientras Albert y los Cornwall los esperaban en la sala con una taza de té para que entraran en calor.

Leonette, ignorando los constantes regaños de su padre, se sentó junto a Albert y trató de hacer fluir la conversación, pero él no era capaz de concentrarse. ¿Cómo podría tener espacio en su mente para algo que no fuera Candy? Anhelaba estar solo con ella para hacerle entender que no podía contemplar la posibilidad de aceptar a Anthony o a ningún otro, no mientras existiera él.

Como si lo hubiera invocado, su sobrino entró a la sala con Vicent empujando su silla.

—Albert —dijo—, necesito que le digas a mi padre que debo salir.

—Tienes que estar bromeando, ¿acaso no escuchas la tormenta?

—Me importa un demonio, yo necesito irme de aquí.

—Hijo, cálmate…

Cuando se dio cuenta de la palidez de Anthony, sus ojos frenéticos y su intento por levantarse de la silla, una sensación de mal augurio plagó a Albert.

—¿Qué está pasando?

—¡Candy, es Candy! —Le gritó—. Tuvo que ir a la casa de Oliver a ayudar a su hermano y no ha vuelto desde hace horas. Me preocupa que algo le haya pasado con esta tormenta.

Al escuchar al muchacho, Albert se levantó como un poseído, viendo rojo de repente.

—Yo misma iré por ella.

—No, no puedes irte —dijo Archie—. ¡Esto parece un huracán! ¿Acaso te quieres morir?

—Tío debemos confiar en Candy, es una chica muy inteligente y estará bien.

—¡Cállense! —Gritó al mayor de los Cornwall—. ¡Iré a buscarla y no permitiré que ustedes se metan en mi camino!

Estaba perdiendo la cabeza, así que ignoró las protestas de todos y prácticamente empujo a su familia, a los Harrison y a los sirvientes mientras se preparaba para salir. ¿Qué iba a hacer la tormenta contra él? ¿Acaso lo detendrían los rayos y el viento para llegar a ella?

—Albert, te lo suplico —insistía Leonette tratando de aferrarse a su ropa—, no salgas. Espera mañana, de seguro la enfermera está bien en casa de esas personas.

—Puede ser, pero no voy a descansar hasta que ella esté a salvo conmigo.

No esperó más tiempo y se fue azotando la puerta a sus espaldas, sumiendo a todos en un silencio absoluto, que fue roto por el señor Harrison:

—¿Cómo se le ocurre salir así en medio de una catástrofe? No cabe duda de que ese muchacho está loco.

—No, loco no —la voz de Anthony se alzó en medio de los presentes—. Sólo está enamorado.


NOTAS:

Oh, Dios. ¿Por dónde empiezo?

Quizás pidiéndoles una disculpa que espero que pueda atravesar la pantalla y la sientan en su corazón, porque creo que no hay palabras para decir lo apenada que estoy por el tiempo que tardé en regalarles un nuevo capítulo. Me da vergüenza confesar que tuve escrita la mitad de este capítulo durante varios meses, pero no pude escribir la otra mitad hace apenas tres días.

Creo que nunca había entendido lo que es un bloqueo hasta ahora. No es que las palabras no quieran estar plasmadas en el documento; es que sin importar lo que escribo, todo me parece horrible, comienzo a tener dudas y termino borrando todo y quedándome como al principio. Pero leerlos a ustedes, saber que tal vez mi historia los hace sonreír y emocionarse desde diferentes rincones del mundo (incluso desde África, ¿lo pueden creer?) me llenó el corazón de alegría y finalmente pude acabar este capítulo imposible. ¿Aún pienso que ustedes merecen algo mejor que esto? Por supuesto. ¿Todavía me siento bloqueada? Definitivamente, pero por quienes me están acompañando, y por Albert y Candy, quiero ver el final de esta historia.

Gracias, mil gracias por la paciencia y por el amor, les deseo que su Dios se los multiplique mil veces. Gracias.

Cuéntenme que opinan, las leo y nos vemos en la próxima :)

Pd. Son las 4am en México, perdón si ven errores o incoherencias en alguna parte, prometo editarlo pronto.