13
Un lugar seguro
Candy era buena fingiendo que no tenía miedo.
Siempre fue la niña que subía a los árboles más altos, la que aprendió a nadar en un río caudaloso y que hacía amistades incluso con desconocidos. Sus madres le decían que no tenía sentido de la preservación.
Pero no era cierto. Candy sentía miedo, pero lo escondía bajo una máscara de valentía. Ella tenía que ser fuerte, consolar a Annie cuando despertaba de una pesadilla y secar las lágrimas de los niños del Hogar.
Y ahora que estaba sola ya no tenía razón para disimular: tenía miedo, y no sabía qué hacer.
En su terquedad intentó llegar a la casa de los Andrey, aunque probablemente sólo había caminado en círculos durante horas. No dejó que ese pensamiento la desanimara y luchó contra el viento que amenazaba con despegar sus pies del suelo.
Resiste, se dijo. Pronto estarás en tu recámara, envuelta en una cobija y recordando esto con una sonrisa.
Sin embargo, ninguna de esas palabras o sus oraciones le resultaron tranquilizadoras. Sus ojos apenas se estaban acostumbrando a la oscuridad, así que no alcanzó a ver un tronco tirado a la mitad del camino.
Tropezó con él, soltando un grito ahogado al caer sobre unas piedras. Cuando se levantó no sintió dolor, solo un leve aturdimiento y un zumbido en sus oídos. Al tocarse la cabeza descubrió que estaba sangrando, pero no le dio mucha importancia a eso.
Siguió avanzando, y justo cuando pensó que sus piernas dejarían de responderle, alcanzó a percibir algo parecido a una carreta abandonada. Se acercó a tientas y al descubrir que así era casi brincó de alegría, ¡ahí estaba su salvación! No perdió más tiempo y se colocó debajo de ella, envolviéndose con su abrigo viejo y mojado para protegerse del frío.
La tranquilidad hizo que procesara todo de repente. Su cuerpo entero dolía después de una caída semejante, y no quería ni pensar cómo despertaría al día siguiente, llena de cortes y hematomas.
Bueno, pensó mientras se tocaba la cabeza. Eso si no muero de una contusión.
Dentro de su improvisado refugio observó cómo la tormenta agitaba y destruía todo con furia. De repente sintió mucha nostalgia y su mente divagó en otras direcciones; hace tiempo que no se sentía tan frágil y nerviosa, como una niña que no encontraba su lugar.
¿De qué le servía ser enfermera si ni siquiera podía ayudarse a sí misma? ¿Y para qué quería regresar a la mansión de los Andrey? Muy pronto ese lugar dejaría de ser suyo, ahí ya no había nada para ella.
Pensó en Anthony, en el chico de las rosas que le ofreció su corazón sin imaginar lo que haría con él. ¿Ya estaría dormido o aún seguiría despierto? ¿Sabría que estaba atrapada en una tormenta, o creyó que se fue para no tener que responder a su propuesta?
—Eso sería lo mejor —meditó Candy en voz alta—. Debería desaparecer esta noche, fingir que la tierra me absorbió. No volverían a verme de nuevo.
Era una posibilidad tentadora. Nadie en esa casa la echaría de menos; los Leagan y la señora Elroy estarían felices con su ausencia; quizás algunos de los sirvientes se pondrían tristes, al igual que los hermanos Cornwall, pero no les importaría mucho.
El único que la extrañaría sería Anthony, aunque lo superaría tarde o temprano. Se iría a Florida con su padre, encontraría una enfermera igual de impertinente y quizás se enamoraría de otra chica que pudiera corresponderle de la misma forma. Eso era lo único que Candy deseaba: que él pudiera arrancarla de su corazón, que olvidara su nombre y su rostro para que no siguiera causándole daño.
Y el señor Andrey….
La pecosa tragó saliva y apartó esa idea de su cabeza. No podía pensar en Albert Andrey sin sentir que se moría por dentro.
Sin darse cuenta las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas, mezclándose con las gotas de lluvia. Ahora la tormenta salía de sus ojos, y amenazaba con ahogarla.
No sabía por qué estaba llorando. Trató de mentirse diciendo que se debía a la angustia, pero no. La respuesta estaba incrustada en lo más profundo de sus huesos.
Recordó que en la escuela de enfermería, una de sus compañeras le dijo que pronto iba a casarse con el hombre de su vida. Cuando Candy le preguntó cómo se dio cuenta de que lo amaba, ella le contestó:
—Un día cerré los ojos e imaginé que estaba atrapada en un lugar desierto y que sólo alguien podía acompañarme. Fue su rostro el que vi primero; deseaba que él estuviera a mi lado, que se quedara conmigo en las buenas y en las malas.
Ahora Candy lo entendía por completo. Lloraba porque estaba enamorada, y aunque desapareciera de la faz de la tierra, eso era lo único que deseaba llevarse.
Y aunque era una tontería la manera en la que se dejó llevar por algo que no tenía sentido, tampoco estaba avergonzada de sus sentimientos. Alguien como Albert, con todo lo bueno y lo malo, merecía ser amado.
Los ojos se le hincharon por el llanto y empezó a sentir mucho sueño, hasta que recordó que no era recomendable dormir luego de un golpe en la cabeza.
Pero tenía frío y se sentía cansada. Quería dejarse llevar por algo oscuro, silencioso y perfecto, y olvidar sus preocupaciones al menos durante un par de horas.
¿Qué más da si me duermo? No hay nadie que venga a ayudarme, nadie que se acuerde de mí. Si mañana estoy viva, encontraré el camino a casa. Si amanezco muerta, ¿acaso no será lo mejor?
Iba a cerrar los ojos cuando escuchó algo que la despertó completamente:
—¡Candy! ¡Candy!
No, esa voz era una dulce mentira que se negaba a creer. La caída me está haciendo escuchar cosas imposibles.
—¡Candy! ¿Dónde estás?
Sí, definitivamente estaba soñando, porque no había forma de que él estuviera ahí, buscándola con tanta desesperación que parecía que se volvería loco si no la encontraba. Y aunque Candy estaba consciente de eso, se levantó y gritó:
—¡Por aquí!
En cuestión de segundos un hombre apareció frente a ella, abrazándola con tanta fuerza que le robó el aire de los pulmones.
—Por Dios, Candy. Mírame —le dijo con la voz entrecortada—. Te tengo en mis brazos pequeña. Ahora estás a salvo.
—No… —murmuró Candy.
Aunque su aroma y su tacto parecían los mismos, estaba segura de que no era él. ¿Para qué ilusionarse con una fantasía absurda de la que tendría que despertar tarde o temprano?
—Estás herida, amor. Te llevaré a un lugar seguro, pero necesito que permanezcas despierta, ¿puedes hacer eso por mí? Déjame ver esos maravillosos ojos, Candy —le suplicó—. Devuélveme la vida.
Cuando el hombre la levantó en brazos, cargándola como si no pesara nada, Candy tocó su rostro. Podía sentir las líneas fuertes de sus pómulos y su barbilla, la nariz recta y su piel áspera.
Pero fueron sus ojos, azules como el mar y el cielo, los que la convencieron de que se trataba de él. No había forma de que pudiera replicar algo tan hermoso en su imaginación.
—Albert —exclamó sorprendida.
—Sí, mi dulce Candy. Quédate conmigo.
—No puedo creer que estés aquí.
—Ni siquiera muerto te dejaría sola.
El resto del camino fue un borrón para Candy. Durante algunos intervalos, cayó inconsciente, apenas dándose cuenta de que él la estaba protegiendo con su propio cuerpo. Lo escuchaba hablar para mantenerla despierta, oprimiéndola contra su pecho y pidiéndole que contara los latidos de su corazón.
Cuando volvió en sí, los dos entraron a una cabaña. El señor Albert la depositó gentilmente en el suelo mientras encendía una chimenea.
—¿Dónde estamos? —Preguntó Candy.
—En una especie de refugio cuando quiero escapar de la tía abuela y mis sobrinos.
Pasaron varios segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz. La cabaña era pequeña, pero muy limpia y tenía un aire acogedor que demostraba perfectamente quién era su dueño.
—Es hermosa.
—Te lo agradezco —el señor Albert la miró con una sonrisa—. Ahora quítate la ropa.
—¿Qué?
Esa orden fue tan inesperada que Candy se ruborizó de pies a cabeza, furiosa ante las carcajadas del hombre.
—Nos resfriaremos con esta ropa húmeda —le explicó—. Aquí tengo algo para cambiarnos.
—Sí, pero…
—No permitiré que te enfermes. Ponte esto.
El señor Albert se dio la vuelta para darle privacidad.
Candy era una enfermera titulada, así que el cuerpo humano no era algo que le causara vergüenza. ¿Acaso no había tratado a muchísimos pacientes, especialmente hombres?
Y a pesar de todo eso, no podía comportarse con profesionalismo; la presencia de él permeaba en cada rincón de esa cabaña. La idea de estar desnuda en el mismo lugar, aspirando su aroma y escuchando sus respiraciones le provocaba un cosquilleo en la parte baja del abdomen.
Ignorando su pudor, Candy hizo lo que debía. Se colocó la camisa que le prestó, y aunque era demasiado grande y holgada para ella, no estaba mojada.
Por su parte el señor Albert también se vistió con ropa seca. Cuando la miró, sus ojos estaban oscurecidos y tenía una expresión indescifrable en el rostro.
—Te queda bien —fue lo que le dijo.
—¡Oh! Gracias, es muy suave.
—Acércate. Voy a curar tus heridas.
—No es necesario, se supone que yo soy la enfermera.
—Sí —respondió él, haciendo una mueca divertida—, pero esta vez me toca cuidarte.
La envolvió en una manta y los dos se sentaron en el suelo frente a la chimenea. Candy normalmente era tan parlanchina que se metía en problemas por no cerrar la boca, pero en ese momento descubrió que no podría formar una palabra coherente aunque quisiera.
El señor Albert estaba muy cerca. Una de sus manos, grandes y ásperas, sostenía su mentón, mientras la otra colocaba una especie de ungüento sobre la herida en su cabeza.
—Soy tan torpe —dijo Candy sin poder soportar el silencio—. Me caí y estuve tropezando todo el tiempo.
—No conoces el terreno. Yo crecí aquí, me sé de memoria cada centímetro de este lugar.
—Fue muy valiente de su parte salir a pesar de la tormenta.
—Fui valiente porque te estaba buscando.
Candy asintió, tratando de concentrarse en el crepitar del fuego, pero la respiración del señor Albert acariciaba sus mejillas mientras limpiaba los rastros de sangre en las palmas de sus manos, por lo que se le hizo muy difícil mantener el hilo de sus propios pensamientos.
—Desde que lo conocí me ha salvado en muchas situaciones, señor Albert. Tal vez ya está harto de que se lo repita, pero tengo que darle las gracias. Si no me hubiera encontrado ya estaría muerta de frío.
—No me lo agradezcas, Candy. No fue un gesto desinteresado.
—¿A qué se refiere?
—Salí a buscarte por mi propio egoísmo —le explicó, su voz casi inaudible por el sonido de la lluvia chocando contra la ventana—. No soportaría la vida si algo llegara a sucederte.
—Pero eso no sería su culpa.
El señor Albert hizo un gesto con la cabeza, cómo preguntándole si podía curar el corte que tenía en una de sus piernas, justo debajo de la rodilla. Candy asintió sin decir palabra.
Se estremeció, y no solo por el frío del ungüento sobre su piel, sino porque se trataba de él, tocándola de esa manera.
—Tenemos una conversación pendiente, Candy —dijo con naturalidad—. Y parece que estaremos atrapados aquí está noche.
Cierto. Había olvidado que esa misma tarde lo buscó para contarle su decisión de renunciar como la enfermera de Anthony.
Pensó que podría decírselo con facilidad, pero ahora, mirando a esos ojos que adoraba, su valentía flaqueó.
Tal vez sería mejor empezar desde el principio.
—Anthony me propuso matrimonio.
Fue como si la tormenta y el fuego de la chimenea se hubieran extinguido de repente. En la cabaña hubo tanta quietud que el señor Albert parecía congelado, mirándola con una mezcla de incredulidad y enojo.
—Ya veo.
—Está esperando una respuesta.
Lo observó tragar en seco y alejarse imperceptiblemente de ella. Buscaba poner distancia entre los dos.
—Y supongo que estás lista para dársela.
—Por supuesto. La he sabido desde el día que me preguntó.
El señor Albert hizo un sonido extraño y Candy se sintió nerviosa de repente. ¿Acaso le disgustaba tanto la idea de que alguien como ella pudiera entrar a su familia que ahora no quería ni mirarla?
—¿Debo adivinar tu respuesta?
—Voy a renunciar —le soltó antes de que pudiera arrepentirse—. Ya arreglé todo para que una de mis compañeras lo atienda.
—¿Por qué? —Le preguntó, levantándose abruptamente—. ¿Anthony no quiere que su esposa sea su enfermera?
—¿Su esposa? ¡No! ¿De qué me está hablando?
—¿No es por eso que vas a renunciar?
Candy se habría reído a carcajadas, pero no parecía que el señor Albert estuviera bromeando. Su cuerpo entero temblaba, y las llamas de la chimenea creaban sombras en su rostro, dándole un aspecto casi aterrador.
—No, no es por eso. La verdad es que yo….
—No te cases con él.
—¿Qué?
—No te cases con él —repitió con la misma convicción, su voz firme y sin titubear por un segundo cuando se inclinó hasta quedar frente a ella.
Estaba tan cerca que Candy podría contar sus pestañas y descubrir algunas pecas que cubrían su nariz, tal vez por llevar una vida bajo el sol. Pero ni siquiera así le pareció real lo que estaba escuchando.
—¿Por qué no?
—Porque te amo. Porque soy egoísta y un hombre sin honor. No me importa lo que diga Anthony; prefiero irme al infierno antes de que te conviertas en su esposa o la de cualquier otro sin antes haber luchado por ti.
—No puede ser cierto…
—Entonces mírame a los ojos.
Candy obedeció. Una parte de ella esperaba encontrar una mentira en sus ojos, no la claridad de su convicción. ¿Acaso esto era un sueño, o su mente traicionera le estaba jugando una broma, haciéndola escuchar lo que más deseaba en el mundo?
—No sé qué responder —confesó.
—No tienes que hacerlo, pero mereces saber cuánto te amo, Candy, y lo seguiré haciendo de la forma que me pidas.
—Sólo soy una huérfana.
—Y yo un simple vagabundo, pero te ofrezco todo lo que tengo. Puedo ser Albert o William, un forastero sin nombre o el patriarca de los Andrey, pero sólo contigo.
Candy bajó la mirada hacia el lugar donde sus manos estaban entrelazadas y tomó fuerza de su calidez, de la forma en que la sostenía, sin querer atraparla, pero diciéndole aquí estoy.
—No voy a casarme con Anthony —confesó en un hilo de voz—. No podría hacerlo, ni aunque me entregara un apellido o su jardín de rosas. Y creo que usted sabe por qué.
Los ojos de Albert se llenaron de lágrimas.
—Dímelo.
—Porque mi corazón es torpe y yo estoy enamorada. Y aunque mis manos estén vacías y no tenga un apellido, también te ofrezco todo lo que tengo.
Los labios de Albert descendieron sobre los suyos, besándola con dulzura, como si pudiera darse cuenta de su fragilidad y quisiera seducirla poco a poco. Candy se movió instintivamente, rodeando su cuello y dejándose llevar por la sensación de tenerlo tan cerca y compartir las mismas respiraciones.
—¿Estás bien? —Le preguntó él sin dejar de acariciar su rostro.
—Bésame. Por favor, no dejes de besarme.
Albert no necesitó que se lo pidiera de nuevo. Profundizó el beso, jugueteando con sus labios y obligándola a entreabrirlos para acariciar su lengua con la suya, arrancándole un gemido a Candy.
—Soñé con esto, día y noche —le dijo Albert, presionándose contra ella para recuperar el aliento—. Quería tenerte así, suave y perfecta.
—¿Es como lo imaginaste?
—Mucho mejor.
—Muéstrame —susurró Candy, sus labios rojos por el deseo.
Albert la recostó suavemente sobre la manta y continuó besándola con renovado fervor, sus cuerpos acoplándose como si estuvieran hechos el uno para el otro. Candy se aferró a sus hombros, acariciando su espalda y jadeando cada vez que él recorría su cintura y mordisqueaba suavemente su cuello.
—Eres perfecta —murmuró—. Y mía.
—Tuya.
Candy instintivamente separó sus piernas, forzándolo a que se acomodara entre ellas para que la acariciara y sostuviera de esa manera que le robaba el aliento. Su cuerpo entero estaba ardiendo como si tuviera una fiebre y él fuera el único que podía aliviarla.
Las manos del hombre se deslizaron por sus piernas, expuestas por la camisa que llevaba puesta. Candy se estremeció ante su tacto, nerviosa pero complacida.
Entonces, Albert se detuvo abruptamente.
—Lo lamento —dijo con la voz ronca—. No sé qué estaba pensando.
—¿Qué sucede?
Se alejó de ella tanto como pudo, todavía agitado y con el cabello despeinado.
—Eres una dama. No me comportaré como un salvaje.
—No hiciste nada que yo no quisiera —admitió Candy avergonzada.
—Pero no es la manera correcta de hacer las cosas.
—A mí no me importa nada de eso. Yo sólo quiero estar contigo.
Albert sonrió, dedicándole una mirada que decía más que mil palabras.
—Cuando te conviertas en mi mujer, no será en el suelo de una cabaña fría. Quiero tenerte durante horas y llamarte esposa.
Sus palabras tuvieron un efecto inmediato en Candy. Los colores se le subieron a la cara y Albert no dejaba de reírse.
—¡No digas esas cosas!
—Deberías descansar un poco. Te prometo que mañana saldremos de aquí.
—Está bien, pero quédate a mi lado.
Los dos se recostaron junto a la chimenea, envueltos en mantas y abrazándose con fuerza. Candy pensó que no sería capaz de dormir, pero la sensación de Albert acariciándole el cabello, besando su frente y susurrando secretos en su oído la arrulló.
—¿Quieres saber una cosa? —Le pregunto.
—Dime.
—Desde este momento, nunca te dejaré ir.
Esa promesa fue lo último que Candy escuchó antes de que el sueño la envolviera.
NOTAS:
¡POR FIN!
Desde el primer capítulo no me había sentido tan nerviosa por compartir algo con ustedes, pero esta vez es por otras razones. Este es el primer fanfic que publico, así que NUNCA había escrito una escena donde los personajes confesaran sus sentimientos y me preocupa muchísimo no poder hacerles justicia a Albert y Candy. Ojalá ustedes pudieran entrar a mi mente, para que vieran como la misma claridad lo que yo vi al escribir esto.
Les pido una disculpa por la tardanza, trataré de que no me tome tanto tiempo regalarles un nuevo capítulo. Pero mientras la musa de la inspiración se digna a visitarme de nuevo, espero que disfruten esto y celebren conmigo que este par de necios ya están juntos. ¡Cuéntenme qué les pareció!
Muchísimas gracias por sus hermosos comentarios, los leo con una sonrisa en la cara cada vez que me siento triste. ¡Gracias, gracias!
¡Nos vemos pronto!
