14
DESTINO
Para el resto del mundo, el tío abuelo William siempre representó una figura de poder, el líder de una de las familias más poderosas de los Estados Unidos.
Sin embargo, para Anthony siempre fue algo más, incluso antes de conocer su verdadera identidad. William Andrey era la única persona capaz de controlar a la tía Elroy, de decidir sobre la vida de todos con solo una palabra. Por eso Anthony solía escribirle cartas desde que era un niño, cuando se sentía solo y parecía que nadie estaba de su lado.
Le pedía regalos, como un caballo o flores exóticas que solo podían ser encontradas del otro lado del mundo, y aunque nunca le respondía, siempre cumplía sus deseos sin importar cuán ridículos fueran. En sus cartas Anthony también le confesaba sus miedos y sus tristezas, y el tío abuelo William correspondía enviándole un libro que siempre parecía tener subrayada la palabra que necesitaba.
Él siempre estuvo ahí, escondido entre las sombras, pero abrazándolo a su manera. Incluso después de su accidente, cuando despertó deseando estar muerto, el tío apareció.
—Estuviste dormido por mucho tiempo, sobrino —le dijo—, es hora de que abras los ojos.
Ese día conoció a Albert, a un hombre que parecía su reflejo, el viajero que se convirtió en empresario, y un amigo que se instaló cómodamente en su vida sin preguntárselo.
Anthony dejó de estar solo por primera vez en muchos años, porque frente a él estaba el único recuerdo que tenía de su madre, alguien que lo amó incondicionalmente.
Albert trajo consigo memorias que ni siquiera sabía que existían: historias de lugares lejanos, del color del mar en un lugar cálido, y de aves que sobrevolaban en otro continente. Ante sus ojos eso era el tío William: un atisbo de esperanza, lo más cercano a la libertad.
Y ahora también un obstáculo.
—Ya salieron a buscarlos, Anthony —le dijo su padre en la mañana.
—Bien.
—Necesitas desayunar algo.
—No tengo hambre.
—Entonces te acompaño a tu recámara para que descanses un rato.
—No tengo sueño.
Su papá suspiró pesadamente, pero no insistió. Se sentó a su lado, en una de las sillas que conformaban el recibidor y donde Anthony estuvo toda la noche. Permanecer en el mismo lugar sin moverse era incómodo y cada músculo de su cuerpo dolía, pero no quería despegarse de ahí, imaginando que en cualquier momento ella entraría por la puerta.
—Sé que estás preocupado, hijo, pero no puedes descuidar tu salud de esta forma.
—Estaré bien una vez que Candy aparezca.
—No tienes por qué angustiarte, de seguro Albert está con ella…
—Albert —repitió amargamente—. No creas que eso me tranquiliza.
—Es tu tío.
Eso lo hacía más difícil, porque al estúpido corazón de Anthony no le importaba, y se estaba desangrando lentamente.
—Necesito que me digas una cosa, papá, y prométeme que serás honesto.
—Lo intentaré.
—¿Tú sabías que mi tío estaba enamorado de Candy?
La terrible pregunta hizo eco en el recibidor. Anthony se giró hacia su padre y lo encontró con los ojos clavados en el piso, como si no se atreviera a mirarlo a los ojos.
—No es necesario que hablemos de eso —fue su respuesta.
—¿Por qué no? Fui el único imbécil que no se dio cuenta, y merezco saber cómo mi tío se burló de mí.
—Hablas como si no lo conocieras. Ese muchacho jamás se comportaría de forma tan mezquina.
Como si quisiera convencerlo de sus palabras, Vincent Brown le puso una mano en el hombro. Muchas veces Anthony deseó un gesto reconfortante de su padre, pero en ese momento le pareció condescendiente y tuvo que resistir el impulso de apartarlo.
—Sé que Albert no es un hombre cruel —reconoció—, pero de todas maneras me traicionó.
—¿De qué forma? Él no decidió de quién enamorarse.
—¡Sí, pero debió decírmelo! Jamás disimulé lo que yo sentía por Candy, y si él también la amaba, ¿por qué no me lo dijo antes de que hiciera el ridículo pidiéndole matrimonio? ¿Por qué no me avisó que estaba luchando contra él?
Empezó a llorar sin darse cuenta, y fue ahí donde comprendió que estaba avergonzado por ser tan ciego, por estar tan enfocado en sí mismo que no vio lo que pasaba debajo de sus narices.
—Esto no es una competencia, hijo mío.
—Claro que lo es, y yo perdí desde el principio. Él es todo lo que jamás seré: un hombre completo que puede caminar y correr a su lado.
—No voy a dejar que te menosprecies de esa manera, Anthony —le dijo su padre con cierta dureza—. Y tampoco permitiré que odies a tu tío, ¡es tu familia!
—No te preocupes, sería demasiado fácil si lo odiara…
—Tal vez Albert no te dijo nada porque esperaba olvidar lo que siente por Candy. Él jamás actuará a menos que sea correspondido, y mientras eso no suceda, está dispuesto a seguir su vida normal.
Aunque Anthony se estaba perdiendo en sus propios pensamientos, algo en las palabras de su padre le hizo reaccionar.
—¿Qué? ¿Entonces no se le ha declarado todavía?
—Hasta donde tengo conocimiento, no. ¿Por qué?
—Pensé que…
Ni siquiera pudo terminar la oración. Una risa de alivio escapó de los labios de Anthony, y sintió que un peso se levantaba de sus hombros ante la mirada atónita de su padre.
Toda la noche imaginó un sinfín de escenarios, cada uno más terrible que el anterior. Pensó que su tío le había pedido matrimonio a Candy, que ella aceptó su mano y que durante todo ese tiempo se estuvieron burlando de él.
Pero no era así. No todo estaba perdido.
—Anthony, antes de que hagas cualquier cosa, debes hablar con esa chica. Su opinión es la única que importa —le recordó su padre, consternado al ver la expresión en su rostro.
—No, papá. Tú no lo entiendes.
En ese mundo no había nadie que amara a Candy de la misma forma que él. Era su luz, su propósito y lo único que le daba sentido a una vida que terminó el día que sus piernas dejaron de funcionar.
La amaba tanto que ni siquiera le importaba no ser correspondido. Mientras pudiera tenerla a su lado, estaría dispuesto a soportar todo, incluso su desprecio. ¿Quién más se conformaría con migajas o silencios?
Además había algo que compartía con ella y que no era de nadie más, ni siquiera de Albert. La mera existencia de Candy, su vocación como enfermera, se unía a él: sus manos estaban hechas para sanar, y él estaba roto y herido, y siempre la necesitaría.
¿Cómo iba a dejarla ir? El destino no podía equivocarse.
—No, hijo mío —escuchó que su padre decía con tanta tristeza que no tuvo que mirarlo para saber que lloraba—. Eres tú el que está equivocado.
Cuando era un niño, Albert escuchó unas palabras que nunca pudo olvidar.
Amar a alguien es permitir que te maten lentamente.
Durante años esa frase no tuvo mucho sentido, escondida bajo la certeza de que él nunca se enamoraría. Pero esa mañana despertó sintiendo el cuerpo de Candy presionado contra el suyo, y se dio cuenta de su error.
Estaba enamorado y no le importaría entregarle su vida y el poder de destruirlo, aunque ella no se lo pidiera.
Afuera la tormenta había cesado, convirtiéndose en una suave llovizna que les permitiría regresar a casa en cualquier momento, pero Albert decidió ser egoísta. La sostuvo con más fuerza entre sus brazos, escuchó su corazón latir y contó cada una de sus respiraciones.
Le dolía mirarla, pero quería memorizar el largo exacto de sus pestañas, la forma de su nariz y las pecas que adornaban su rostro. Albert jamás pensó que le gustaría estar en el mismo lugar durante horas, pero si se trataba de Candy, dejaría que sus pies se convirtieran en raíces con tal de observarla dormir.
Sólo me hace falta ver sus ojos, pensó. Esos ojos que me tienen hechizado.
Como si pudiera escucharlo, Candy despertó.
—Buenos días, amor mío —susurró Albert.
—Buenos días, señor Andrey.
—¿Señor Andrey? —Repitió ofendido—. ¿Acaso soñé todo lo que pasó anoche?
Candy sonrió como si le hiciera mucha gracia verlo tan afectado.
—Pero siempre le he dicho así —dijo con fingida inocencia—. ¿O cómo debería llamarlo? ¿Tío abuelo William?
Albert se estremeció al escuchar ese título, pero lo olvidó rápidamente al notar la expresión divertida de Candy y decidió seguirle el juego.
—Hada pequeña y malvada, haré que te arrepientas.
—No le tengo miedo, tío abue… ¡no, basta, basta!
En algún punto de la noche, Albert descubrió que Candy tenía cosquillas y ese era un buen momento para explotar su debilidad. La cabaña se inundó con el sonido de sus carcajadas.
—Tendré piedad si dices mi nombre.
—¡Jamás! —Exclamó la pecosa sin dejar de reírse.
—No es tan difícil; solo dilo.
—¡Ni aunque me pagaran!
Los dos estaban sonriendo cuando finalmente detuvo su ataque. Albert se había movido hasta quedar encima de ella, y su buen humor se transformó en algo diferente cuando inclinó la cabeza para mirarla. Candy tenía el rostro enrojecido, la respiración agitada y los ojos brillantes.
Haciendo caso omiso a sus deseos, Albert trató de moverse y darle espacio, pero ella lo aprisionó con sus brazos alrededor de su cuello.
—¿Qué haces?
—Bésame.
Sólo en sus sueños se habría imaginado que le pediría eso, en una voz tan dulce que el corazón le sangró.
—Candy…
—¿No me besarás?
—Sólo si es lo que quieres.
—Es lo que quiero —confirmó—. Bésame.
Bajo ninguna circunstancia Albert dejaría que se lo pidiera dos veces. Como si estuviera hipnotizado, Albert acercó su rostro al de ella, tomándose un momento para admirar en la forma en la que cerró los ojos, anticipando y anhelando el momento.
Pero el magnate se detuvo.
—Di mi nombre —le suplicó—, y te besaré hasta que te hartes de mí.
—Albert… —obedeció ella.
No quería asustarla con la intensidad de su deseo, pero cuando sus labios tocaron los de Candy, el poco autocontrol que le quedaba se desvaneció en un instante. La sintió temblar debajo de él cuando exploró su boca, embriagado de su aroma y enloquecido por los sonidos que dejaba salir mientras sus manos se enredaban en su cabello y lo acercaban todavía más.
—Dilo de nuevo.
—Albert, Albert…
Su cuerpo, pequeño y delicado, se acoplaba perfectamente al suyo. Ansiaba recorrerlo, marcarlo, apropiarse de él y esconderse dentro de ella. Pronto, se dijo a sí mismo, conformándose con acariciar suavemente su cintura.
—Candy —suspiró con la voz ronca—, tenemos que parar.
—¿Por qué?
—Porque si continúas besándome así, jamás saldremos de esta cabaña.
—¿Y eso sería algo malo?
Inundado de amor, Albert repartió besos alrededor de su rostro mientras intentaba recuperar la respiración.
—No, no sería algo malo. Este podría ser nuestro hogar, ¿no crees?
—Hasta que alguien llegue a buscarnos.
—Que lo intenten —sentenció—. Destruiré a cualquiera que trate de alejarme de ti.
—No digas eso.
—Es verdad. A veces desearía que solo estuviéramos tú y yo en el mundo.
No necesitó decir más palabras; Candy entendió su miedo y lo sostuvo entre sus brazos como si fuera un niño. Permanecieron así durante un rato, escondidos en ese refugio que habían construido en medio de una tormenta.
Pero no podían olvidar las responsabilidades que aún tenían. Se vistieron rápidamente con la ropa de la noche anterior y se dispusieron a salir cuando Candy lo detuvo.
—Espera, tengo que decirte algo importante.
—¿De qué se trata?
—Anthony.
Albert cerró los ojos. Una parte de él no quería pensar en su sobrino, porque temía el peso de la culpa sobre sus hombros. Pero se dio cuenta de que nada había cambiado; no se arrepentía de sus sentimientos porque ella lo amaba, y mientras eso fuera cierto, la defendería por encima de todo.
—Sí, tiene que saber lo que está sucediendo —concedió—. Yo mismo hablaré con él.
—No, deja que yo lo haga.
—De ninguna manera.
—Es algo que me corresponde a mí. Debo rechazar su propuesta de matrimonio antes de que sea demasiado tarde.
La voz de Candy se quebró al mismo tiempo que movía su rostro, como intentando ocultar las lágrimas en sus ojos, pero Albert no se lo permitió. Ella jamás volvería a sufrir sola.
—Está bien, mi dulce amor, será como tú quieras —le dijo—. Explícale lo que sientes, pero no le menciones nada de nosotros a menos que yo esté ahí. Él también merece escucharlo de mi boca.
Candy asintió.
—Hoy mismo hablaré con él y el fin de semana estaré fuera de la casa.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Una de mis compañeras del Hospital Santa Juana lo atenderá, sólo necesito tu consentimiento.
—Será como quieras, pero no comprendo por qué tienes que irte, por qué tienes que dejarme.
—Porque es lo mejor para todos —aseveró—. No puedo permanecer en la casa sabiendo lo que Anthony siente por mí.
—¿Pero qué harás tú?
—Alquilé una habitación en la ciudad y tengo ahorrado algo de dinero.
Inconscientemente, Albert la abrazó como si de esa manera pudiera evitar perderla, aunque sabía que sus miedos no tenían fundamento.
—No será por mucho tiempo —prometió, dándole un beso en la frente—. En cuanto hayamos solucionado este problema, te convertirás en la señora Andrey.
—¿Ah, sí? ¿Y puedo tener alguna opinión al respecto?
—Claro. Puedes decidir dónde será nuestra boda, porque desde ahora te aviso que no pienso esperar más de un mes para que seas mi mujer.
Candy se sonrojó tanto que parecía que su rostro se quedaría siempre de ese color.
—¿Y qué pasa si tu familia se opone?
—Al diablo mi familia, no voy a pedirles permiso para casarme contigo. Si llegan a oponerse, renunciaré a todo y nos escaparemos.
—No dejaré que te pelees con ellos por mi culpa.
—Y yo no dejaré que se metan en mi camino.
Mano en mano, salieron de la cabaña y emprendieron el camino de vuelta a la mansión.
—Quiero pedirte algo —dijo Candy—: durante estos días, debemos fingir que no pasó nada entre nosotros. Tú debes seguir siendo mi jefe, y yo una enfermera.
—¿Volverás a decirme señor Andrey, como si fuéramos desconocidos?
—Es algo temporal. No quiero faltarle al respeto a Anthony de esa manera.
—Bien. Haré lo que sea por ti, pero en cambio tú prométeme otra cosa.
—¿Qué?
Suspirando, Albert elevó una plegaria al cielo.
—Que pase lo que pase, no vas a renunciar a mí.
Candy no tuvo oportunidad de responder, porque un coche apareció a lo lejos. Se trataban de los empleados de la mansión que salieron a buscarlos. No ocultaron su alegría de verlos a salvo, y en el trayecto de regreso, les hablaron de todo lo que había pasado en su ausencia.
Pero Albert apenas los escuchaba, porque Candy sostenía su mano en un gesto oculto a la vista de todos y que quería decir no, jamás renunciaré a ti.
Anthony sintió su presencia de inmediato.
Ni siquiera habían transcurrido veinticuatro horas desde la última vez que la vio, pero había algo en ella que había cambiado por completo. Sintió que eran dos extraños que apenas se estaban conociendo y que no podían verse a los ojos.
—Candy —suspiró, estirando sus manos con la intención de tocarla para saber si era real.
—Lamento haberme ido de esa manera. No fue mi intención preocuparte, Anthony.
Incluso su voz no era la misma. ¿Dónde estaban su buen humor, la facilidad con la que podía hablar durante horas y las sonrisas que repartía sin cuidado?
—No te disculpes. ¿Mi tío te encontró anoche? —Preguntó, formulando la pregunta justo cuando Albert entró al recibidor.
Sus miradas se encontraron, y Anthony no pudo disimular el disgusto que le provocaba verlo.
—Sí, la encontré a tiempo —respondió.
Nadie dijo nada durante un momento, la tensión volviéndose tan pesada que era difícil respirar. Afortunadamente su padre se puso de pie y se acercó a Albert con una sonrisa.
—Me alegra que estén a salvo —dijo—. Por cierto, los Harrison pasaron la noche aquí y quieren saludarte antes de irse, muchacho.
—Iré a verlos. ¿Me acompañas, Vincent?
Los dos se fueron, dejando a Candy y Anthony solos en el recibidor. Ninguno de los dos sabía que decir ni como actuar, algo que no había sucedido desde que se conocieron.
—Voy a cambiarme y después te busco para que hagas tus ejercicios —dijo ella, asumiendo de inmediato su papel de enfermera.
—No, deberías descansar.
—Pero…
—Le pediré a alguien que me acompañe a mi habitación —insistió—. Yo también necesito dormir un poco. Hablamos más tarde.
Candy asintió y trató de aparentar normalidad, pero su sonrisa era triste. Sin decir otra cosa caminó hacia su recámara y Anthony dejó escapar una exhalación, dándose cuenta de que ella tenía en sus manos un pedazo de su corazón y sin él jamás volvería a estar completo.
Un sirviente lo atendió por el resto del día. No se había dado de lo cansado que estaba hasta que se acomodó en sus almohadas y cerró los ojos, despertando justo a tiempo para comer algo y tomar sus medicamentos.
Se ocupó leyendo un libro, sentado arriba de su silla de ruedas frente a la ventana. La puerta se abrió repentinamente, pero no fue Candy la que entró, sino Leonette Harrison.
—¿Interrumpo? —Le preguntó.
—En lo absoluto; bienvenida.
A pesar de haber pasado la noche en la casa de otras personas, Leonette se veía tan regia y segura de sí misma como siempre. Llevaba el cabello negro recogido en una coleta alta, resaltando sus facciones delicadas y ojos penetrantes. Tal vez en otras circunstancias Anthony habría pensado que era la mujer más hermosa del mundo, pero ahora sólo le parecía bonita y hasta un tanto insignificante.
—Quise pasar a despedirme. Papá insiste en que nos vayamos.
—Perdóname por no haber sido un buen anfitrión anoche. No les dimos el recibimiento que merecen.
—Descuida, estaban preocupados por esa enfermera.
—Sí —respondió Anthony sin comprender el tono de voz que estaba utilizando—. Por fortuna Candy regresó sana y salva.
—Me imagino que debe ser muy especial para ustedes.
—Por supuesto. Si la conocieras, sabrías por qué.
—No necesito conocerla para darme cuenta de que significa mucho para ti. La forma en que la miras dice que estás enamorado de ella.
—Leonette, tú y yo nos conocemos desde que éramos niños. Deja de darle vueltas al asunto y dime de una vez cuál es tu propósito.
Tal vez estaba esperando una reacción semejante, porque la chica sonrió antes de sentarse en una de las sillas.
—Sólo quiero que sepas que estoy de tu lado —le dijo—. Y si necesitas un consejo, no olvides que soy tu amiga.
—Gracias, ¿eso es todo?
—No me mires así, Anthony. Yo sólo quiero ayudarte porque creo que somos muy parecidos; los dos amamos de la misma forma.
—Deberías ser más clara, Leonette. La verdad es que no te entiendo.
—Entonces permíteme ser franca: desde que tengo memoria, siempre supe que mi destino estaría unido al de los Andrey. Mi padre dice que nos convertiremos en una sola familia que perdurará hasta el final de los tiempos. Y aunque nunca me gustó la idea, estoy consciente de que seré parte de un acuerdo comercial.
—Ya veo.
—Nunca pensé que me casaría por amor; pero cuando mis padres hablaron de un compromiso con William Andrey, no pude ser más feliz —sonrió—. De repente, todos mis sueños se volvieron realidad, porque podría pasar mi vida al lado de un hombre como él. Sólo Albert sabe lo que significa el deber y el honor.
—¿Y te parece que eso es destino? —Se burló Anthony.
—Lo es para mí. Albert es mi última oportunidad de ser feliz, y haré lo que sea para tenerlo a mi lado.
—¿Entonces qué necesitas? No puedo obligar a mi tío a que se case contigo.
—No, aunque es lo que más nos conviene a los dos —respondió Leonette, sonriendo de una forma tan dulce que le provocó un escalofrío—. Tal vez piensas que soy tonta, pero sé perfectamente que no eres el único que está enamorado de la enfermera. Aunque a diferencia de ti, Albert no podrá ofrecerle nada serio.
—¿A qué te refieres?
—Es el patriarca de los Andrey, ¿de verdad piensas que le permitirán casarse con cualquier mujer? No, Anthony, primero debe pensar en su familia. Ella no es parte de su destino; tú puedes ahorrarle un sufrimiento innecesario, si le ofreces tu nombre y la conviertes en tu esposa.
Anthony rio sardónicamente.
—¿Qué te hace pensar que no lo he hecho? Candy me rechazó.
—Aún puede aceptarte, si le haces entender que no existe un futuro con tu tío. No pido mucho, sólo que rompas cualquier ilusión que pueda tener con él. No me estarás ayudando a mí, Anthony, sino a la mujer que amas.
El muchacho inhaló profundamente sin dejar de mirarla. Leonette Harrison, esa chica tan lista y gentil que jugaba con él cuando era un niño, no actuaría de esa forma a menos que tuviera una razón.
Debía confiar en ella, si de eso dependía la felicidad de Candy.
—Está bien —dijo—. Voy a pensarlo.
Notas:
¡Hemos llegado al capítulo 14! De verdad, no pueden imaginar la felicidad que me provoca el haber avanzado tanto, con ustedes apoyándome durante cada capítulo, motivándome a escribir y seguir soñando. Ojalá esta historia les siga gustando y puedan sentir las mismas emociones que yo al escribirla.
Les regalo este capítulo con todo la ilusión que guardo en mi corazón. Les suplico que confíen en mí, trataré de hacerle justicia a cada uno de estos personajes, especialmente a Anthony. Ante mis ojos, aquí no habrá villanos, ni siquiera Leonette Harrison, la tía Elroy o los insidiosos Leagan. Sólo hay personas, tan complejas como nosotros, que a veces toman decisiones equivocadas, pero tienen una vida entera para redimirse.
Ojalá todo el cariño que le muestran a esta historia se multiplique mil veces en cada área de sus vidas, ¡nos vemos hasta la próxima!
