16

CULPA

El día que su madre murió, Anthony pensó que jamás volvería a sentir un dolor tan profundo.

Pero su accidente le demostró lo contrario. El grito de la tía Elroy, la mirada horrorizada de Eliza y Neal, y el llanto silencioso de sus primos mientras el doctor decía que no volvería a caminar fue una clase diferente de tortura.

Y aún así, no se comparaba a lo que estaba padeciendo al saber que pronto perdería a Candy.

—¿Qué es lo que me pasa? —Se preguntó a sí mismo—. ¿Cómo es posible que mi felicidad dependa tanto de ella?

La soledad de su habitación mientras el sol empezaba a asomarse en el horizonte le dio la respuesta. De alguna manera, Candy White se había convertido en la única luz en su vida.

Ella era todo, simple y sencillamente. ¿Para qué quería piernas, si a su lado sentía que podía volar? ¿De qué le servían sus ojos, si a través de los de Candy el mundo parecía tener más color?

Por eso no se le iba a escapar de las manos. El lugar de Candy estaba a su lado, aunque ni siquiera ella misma pudiera admitirlo.

Su plan comenzó en cuánto escuchó que los sirvientes estaban despiertos. Mandó a llamar a Dorothy a su recámara para darle una orden.

—Pídele al jardinero que corte unas rosas del jardín, las más hermosas que pueda encontrar.

—Como usted diga, señorito. ¿Algo más?

—Llévaselas a Candy y dile que se tome el día libre.

—Pero sus terapias...

—Mi papá puede ayudarme con todo lo que necesito —explicó Anthony—. Además es el último día de Candy en esta casa, debemos hacer que tenga un buen recuerdo para que regrese, ¿no crees?

—Tiene razón. Candy se pondrá muy contenta con sus flores y la sorpresa que el señor Andrey le preparó.

—¿Mi tío? ¿De qué estás hablando, Dorothy?

La mucama parecía avergonzada por haber hablado de más.

—Sí —respondió tentativamente—. El señor ordenó que le preparemos a Candy un desayuno con todas sus frutas y dulces favoritos, como despedida por todo el trabajo que ha hecho aquí con nosotros.

—Vaya. Que amabilidad la de mi tío.

Dorothy no respondió y se fue inclinando respetuosamente la cabeza.

Las horas pasaron con más rapidez de la que hubiera deseado. El papá de Anthony estaba entrenado en algunos aspectos básicos de primeros auxilios y medicina, así que lo atendió con el mismo cuidado que lo haría una enfermera como Candy.

Todavía le resultaba extraño ver a su padre con tanta frecuencia. Durante años, Vincent Brown no era más que un espejismo, la ilusión de un niño que se aparecía de vez en cuando, que solo hablaba de su madre en ocasiones especiales, o cuando se tomaba un whiskey de más.

Pero ahora estaba a su lado. Los dos eran unos perfectos desconocidos y a pesar de todo, compartían un inmenso amor y el mismo dolor. Anthony no se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba a su padre, hasta que descubrió cuánto anhelaba su cariño y verse reflejado en él.

—Esta casa es maravillosa —le dijo su padre mientras tomaban el sol en el jardín—, pero definitivamente no se compara a la de Lakewood.

—Por supuesto que no, si fue ahí donde conociste a mi mamá.

—Y también fue ahí donde tu tía Elroy me persiguió con una escopeta cuando fui a pedir la mano de Rosemary.

—Imposible.

—Te lo juro —insistió su padre en medio de una risa—. Si tú crees que la favorita de la tía Elroy es Sarah Leagan, no puedes imaginar lo que tu madre significó para ella. Era la luz de sus ojos.

—¿Y por qué no quería que se casaran?

—Es obvio, hijo mío. Un marino como yo jamás podría estar a la altura de los Andrey.

—Pero eres un Capitán.

—Nada comparado con cualquiera de los pretendientes de tu madre. Ya te imaginarás la cara que puso la señora Elroy cuando me presenté ante ella y le dije que yo, un hombre enamorado del océano, también estaba enamorado de su sobrina. Casi le dio un infarto.

—Y trató de dispararte con una escopeta.

—Claro, después de decirme que haría de mi vida un infierno si insistía en perseguir a Rosemary.

—No entiendo cómo lograste casarte con ella.

—Fue tu madre —le respondió, su sonrisa triste y vacilante, pero los ojos inundados de amor—. Fue ella la que se plantó frente a su tía y el consejo, y les dijo que ante sus ojos, el dinero y el prestigio social no importaban.

—Eso terminó de convencer a la tía Elroy, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Esa mujer tiene carácter, y anhelaba que Rosemary estuviera con alguien de su nivel, así que recurrió a medidas desesperadas.

—¿Cómo cuáles?

—Esa es una historia para otro día. Mira quién viene ahí.

Anthony levantó la mirada y de inmediato sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Era Candy.

—Hola —saludó ella con timidez—. Vine a hablar un momento con Anthony, pero si están ocupados puedo regresar después...

—De ninguna manera, Candy. Me da gusto verte, así puedes hacerle compañía a mi hijo mientras yo termino de escribir una correspondencia.

Anthony le agradeció a su padre con la mirada y al final se quedó solo junto a Candy. Sin que mediera palabra entre los dos, la enfermera se sentó a su lado sobre la hierba.

El muchacho cerró los ojos y se permitió a sí mismo disfrutar el momento. Trató de olvidar toda la culpa, los reproches y su miedo de perderla, y concentrarse en su aroma, la sensación de tenerla junto a él, tan hermosa y gentil.

—¿Estás enojado conmigo? —Fue Candy la primera en hablar.

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Me diste el día libre. Pensé que tal vez no querías verme.

—No, simplemente no quiero que me recuerdes como un tirano que te esclavizó las veinticuatro horas del día.

—Jamás me sentí esclavizada —sonrió ella—. De hecho, tú has sido mi mejor paciente, a pesar de lo malhumorado que te portas en las mañanas.

—¿Fuiste feliz aquí, Candy?

—Inmensamente.

—¿Entonces por qué tienes que irte?

—Ya hemos hablado de eso. Además, tu nueva enfermera es mucho mejor que yo, cuando la conozcas ni siquiera te vas a acordar de mí.

—Qué tontería. Tú siempre serás el punto de equilibrio en mi vida.

—No digas eso...

—Es de verdad. Siento que mañana cuando despierte y tú ya no estés aquí, el mundo perderá sus colores.

—Pero no será así —respondió la pecosa con infinita bondad—. Ya verás que el cielo seguirá igual de azul, los pájaros cantarán afuera de tu ventana y tus rosas florecerán más hermosas, incluso cuando yo no esté.

—No entiendo cómo puedes estar tan tranquila. Parece que yo soy el único que está sufriendo y que te extrañará.

—También yo te extrañaré, Anthony. Solo digo que no soy el centro de tu mundo y pronto te darás cuenta de eso.

—Basta, mejor cambiemos de tema. Es tu último día en esta casa y no quiero que lo recuerdes con amargura.

—Me parece bien. Mejor hablemos de algo más agradable. ¿Ya terminaste el libro que estabas leyendo?

—Sí, luego te lo presto si quieres, pero ahorita deberíamos entrar a la casa para que empieces a arreglarte.

—¿Arreglarme para qué?

—Candy, no me digas que ya se te olvidó lo de esta tarde. ¡La fiesta que está organizando Leonette Harrison!

—Ah. ¿Es hoy?

—Sí, es hoy y prometiste acompañarme.

—Ya sé, pero...

—No puedes faltar a tu palabra, Candy. Además Leonette te invitó y sería muy descortés de tu parte rechazarla.

—¿De verdad quieres que vaya contigo? ¿No crees que sería más divertido si estás con tu familia?

—Para nada. Mi tío se la pasa hablando de negocios mientras Stear y Archie coquetean con las amigas de Leonette y yo me quedo solo en un rincón tratando de evitar a la gente —le dijo—. Si tú vas, al menos no me sentiré tan aburrido.

Observó que Candy se debatía entre aceptar o no, hasta que finalmente la pecosa esbozó una sonrisa.

—Bueno, iré solo porque tú me lo estás pidiendo.

—¡Gracias! Ya verás como nos divertimos.

—¿La fiesta será muy elegante? No tengo nada que ponerme.

Anthony estuvo a punto de decirle que podía tomar prestado uno de los costosos vestidos que Elisa había olvidado, pero una idea cruzó por su mente.

—No te preocupes, conozco al señor Harrison y a él no le gustan las extravagancias. Puedes usar lo que quieras.

—¿En serio?

—Claro, será una fiesta informal. Entremos a la casa.

Anthony sintió remordimiento al ver el rostro confiado de Candy, pero no tuvo tiempo de arrepentirse de lo que estaba haciendo. Las horas pasaron rápidamente mientras él mismo se preparaba para la fiesta.

Estaba ajustando algunos detalles del traje que iba a usar cuando alguien entró a su recámara.

—¿Necesitas ayuda? —Le preguntó Albert Andrey.

—No de ti, gracias por preguntar.

—Anthony, no es correcto que vivamos así. ¿Acaso quieres que esta casa se convierta en un infierno para los dos?

—No te preocupes, querido tío, yo no estaré aquí por mucho tiempo. Viajaré con mi padre a Florida en cuanto consiga lo que quiero.

—¿De qué hablas?

—Lo sabes muy bien. No me iré solo, sino con la mujer que amo.

Una expresión de furia cruzó los ojos de Albert.

—Ya veo. ¿Y acaso es lo que ella quiere?

—Tal vez no ahora, pero sí cuando se dé cuenta de quién es lo mejor para su vida.

Albert tomó una respiración profunda y Anthony pensó que tal vez ese sería el momento en el que perdería el control de sus emociones. Pero inesperadamente, su tío le dedicó una sonrisa triste y unas palmaditas en la espalda.

—¿Y alguna vez te has preguntado qué es lo mejor para tu vida?

—Ahórrame tus consejos, tío. No los necesito.

—Sé que no —respondió el magnate—. Nos vemos en la fiesta.

—¿Ya te vas?

—Necesito discutir algunos asuntos con Oscar Harrison antes de que lleguen sus invitados.

—Bien. Entonces vete.

—Por cierto —Albert buscó algo dentro de sus bolsillos, un pedazo de papel que le entregó a Anthony—. Mira lo que encontré en mi oficina.

El corazón de Anthony dio un vuelco.

Se trataba de un retrato cuyos colores se habían opacado por el tiempo, pero él reconoció inmediatamente a esa mujer de ojos verdes, dulces y amorosos. Había soñado con ella tantas veces que si cerraba los ojos, podía sentir que estaba junto a él.

—¿De dónde sacaste esto?

—Lee lo que dice atrás.

Para mi hermano Bert el trotamundos:

Cuando tus pies estén cansados y tu alma rota, construye un castillo de flores al lado de tu persona amada.

Con inmenso cariño, Rosemary y Vincent y tu futuro sobrino.

Aunque la casa estaba llena de retratos de su madre, Anthony odiaba mirarlos porque sabía que ninguno podría hacerle justicia; ninguno sería capaz de reflejar todo lo que ella significó.

Pero había algo diferente en aquella imagen que conmovió a Anthony en lo más profundo de su alma.

Su madre estaba sonriendo, el cabello libre, alborotado, y usando un vestido que probablemente la tía Elroy odiaría a primera vista. La rodeaban un centenar de rosas y ella parecía una reina en el más lujoso de los palacios, mientras ponía una mano en su vientre abultado con reverencia, como si estuviera protegiendo el más valioso de los tesoros.

Su padre la estaba abrazando. Anthony apenas lo reconoció, porque en el rostro de Vincent Brown había una expresión que jamás había visto y que gritaba paz, paz que no podía describirse con palabras.

—Mamá —susurró Anthony—. Mi mamá...

Quizás permaneció contemplando ese retrato durante horas, porque cuando levantó la cabeza Albert ya no estaba en la recámara. Afuera estaba oscureciendo, así que se secó las lágrimas, guardó su recuerdo debajo de la almohada, y decidió enfrentarse a lo que venía.

Candy ya lo estaba esperando en el vestíbulo. De alguna manera su presencia se sintió como un bálsamo para su corazón malherido y le sonrió de buena gana.

—Ya estoy lista. Stear y Archie nos esperan en el coche.

—Luces muy bien.

—¿Tú crees? —Se sonrojó la pecosa—. Este es el mejor vestido que pude encontrar, ¿no crees que está muy anticuado?

Anthony reprimió una risa. Como si un detalle tan insignificante como ese pudiera opacar la belleza de Candy.

—Tonterías, estás hermosa. ¿Nos vamos?

—¿No esperaremos al señor Andrey?

—Él ya se fue. Leonette quería verlo antes de que comenzara la fiesta, y mi tío nunca ha sido capaz de negarle nada.

—Oh.

La mentira ardió en los labios de Anthony al ver la expresión derrotada de Candy, pero no lo suficiente como para retractarse.

El trayecto hacia la mansión de los Harrison fue insoportable. Aunque Stear y Archie trataban de aligerar el ambiente con sus bromas y Candy reía educadamente con ellos, Anthony no podía evitar sentir que se le estaba cayendo el mundo encima.

¿Y si estaba cometiendo un error? ¿Y si algo salía mal en esa fiesta? ¿Y si con su inmadurez solo estaba alejando a Candy y entregándosela a Albert?

No, eso jamás. Y estaría dispuesto a hacer lo que sea para evitarlo.

Lo siento, se dijo. Pero si quiero que ella sea feliz a mi lado, también tendré que lastimarla.


La mansión de los Harrison era hermosa, pero no se comparaba en lo absoluto con el esplendor de la casa de los Andrey. De todas maneras había algo acerca de ese lugar que llenó a Candy de un sentimiento doloroso en el pecho.

—Sean bienvenidos, señores —les dijo el mayordomo—. Pronto los escoltaremos a sus lugares.

Unos empleados ayudaron a Anthony a bajar del coche e instalarse en su silla de ruedas. Candy se aferró a él en todo momento como si se tratara de la vida misma.

—Dijiste que sería un evento informal —le recriminó por lo bajo.

—Y lo es. Solo invitaron a los amigos más cercanos de la familia.

Candy se mordió el labio con preocupación al sentir la mirada de algunas personas sobre ella.

—No debí venir —dijo en voz alta—. Solo voy a avergonzarlos con mi presencia.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Anthony, es obvio que desentono con el resto de los invitados.

—Sí, porque tú eres más hermosa que cualquiera de las mujeres que están aquí hoy. Y no pongas esa cara, lo digo en serio.

Aunque todavía no estaba muy convencida, Candy forzó una sonrisa para no amargar la noche de Anthony.

El gran salón estaba exquisitamente decorado. Cada detalle parecía reflejar el nivel del poder y la riqueza de la familia Harrison, o al menos eso pensaba Candy porque no estaba acostumbrada a presenciar algo semejante.

Stear y Archie rápidamente encontraron una distracción entre los invitados. De no ser por la presencia tranquilizadora de Anthony, Candy no habría sido capaz de soportar un segundo más en esa fiesta.

—Vamos a saludar al señor Harrison —le dijo el muchacho por encima de la música.

El papá de Leonette era la viva imagen de su hija. Ambos tenían el mismo porte orgulloso, las facciones aristocráticas y un carisma que desbordaba con sus sonrisas.

—¡Muchacho! —Exclamó al ver a Anthony y se inclinó para darle un abrazo incómodo—. Qué agradable sorpresa, no imaginé que vendrías.

—Jamás me perdería tu cumpleaños, Oscar. Te traje un regalo, escuché que te gusta coleccionar relojes antiguos.

—Vaya que me conoces bien, pero el hecho de verte es suficiente para mí. ¿Y quién es esta hermosa jovencita?

—Ella es Candy White, una amiga de la familia.

Candy se ruborizó mientras le ofrecía una mano.

—Es un gusto, señor Harrison. Permítame felicitarlo por su cumpleaños.

—¡Ah! La enfermera —dijo el hombre—. Sí, ahora lo recuerdo. Leonette me ha hablado mucho sobre usted; bienvenida.

Aunque lo dijo en un tono amable, algo en su expresión delataba que no estaba muy feliz con su presencia. Anthony también pareció notarlo, porque rápidamente le pidió excusas y llevó a Candy a una dirección diametralmente opuesta que él.

La noche solo se volvió más incómoda. Desde su accidente, Anthony se había aislado completamente de la vida social, así que los invitados estaban deseosos por saludarlo y en consecuencia, Candy tuvo que verse sometida a miradas curiosas e interrogatorios fastidiosos.

—Esta es la primera vez que te veo, niña —le dijo una mujer elegante y con un aliento desagradable—. ¿Quiénes son tus padres?

—Yo...

—Escuché que tu apellido es White; ¿de casualidad estás relacionada con los White de California?

—Para nada, yo...

—¡Oh, ya sé! Debes ser la hija de Sir Arthur White y su tercera esposa, Lady Sophia. ¿Cómo está tu madre? Dile que espero reunirme con ella este verano.

Candy suspiró al escuchar semejantes disparates.

—Está equivocada, señora —respondió con infinita paciencia—. No conozco a mis padres, y mi apellido se debe a que fui encontrada en la nieve cuando era una bebé.

—¿Cómo? No entiendo.

—Sí. Me crie en un orfanato, y fue ahí donde viví hasta hace poco.

El grito horrorizado de la mujer fue tal y como Candy esperaba. Afortunadamente Anthony estaba ocupado con unos amigos como para prestar atención a lo que ocurría.

—¡Qué barbaridad! ¿Qué está haciendo alguien como tú en un lugar como este?

Candy estaba lista para darle una respuesta cuando sintió que alguien tocaba su cintura suavemente.

Ni siquiera tuvo que darse la vuelta para saber de quién se trataba.

—Buenas noches —saludó Albert Andrey, su voz imponente y llena de frialdad—. Espero no interrumpir.

—Al contrario, William querido, así puedes ayudarme a resolver una cuestión.

—La escucho.

—¿Cómo es posible que los Harrison, que se jactan de su nivel y clase social, tengan como amistad a una huérfana que ni siquiera conoce su origen?

Candy no esperaba menos, pero de todas formas sintió que algo frío recorría su cuerpo y palideció de repente. No se atrevió a mirar a Albert porque sabía que si se veía a sí misma reflejada en aquellos ojos que tanto amaba, de seguro se pondría a llorar.

—Que pregunta tan interesante, pero déjeme replantearla: ¿en qué le afecta a usted?

—Es obvio. ¿Cómo pretenden los Harrison que nos sentemenos en la misma mesa que una chica como esta?

—Señora Newton, la deshonra sería para Candy. Ella no debería rebajarse a compartir el mismo espacio con alguien como usted.

—Señor Andrey... —trató de detenerlo Candy al ver la expresión atónita en la mujer, pero él continuó:

—Y de una vez le advierto que si alguien desprecia a Candy White, lo tomaré como un insulto en mi contra. Si ella no es bienvenida en una mesa, yo me pondré de pie e iré tras ella, ¿entendido?

—Pero William, ¿qué es lo que le da tanta importancia a esta jovencita?

—¿Acaso mi palabra no es suficiente? —Reviró Albert ignorando las protestas de Candy—. Usted también debería pensar lo mismo. Recuerde que aún no he decidido invertir en el proyecto de su esposo, señora Newton.

La mujer prácticamente estaba temblando de furia. Le dedicó una mirada oscura a Candy y un breve asentimiento con la cabeza a Albert, y se dio la media vuelta.

—¿Qué fue todo esto, señor Andrey? —Suspiró Candy derrotada.

—No voy a permitir que te falten al respeto de nuevo.

—Eso a mí no me importa. No quiero que usted se meta en problemas, o que la gente empiece a hablar de...

—Déjalos que hablen —respondió Albert con vehemencia—. Yo les responderé con la verdad si se atreven a cuestionar mis decisiones. Tomaré tu mano y anunciaré frente a todos lo que significas para mí, les diré que eres mía.

Candy se estremeció de pies a cabeza. Trató de ocultar su mirada, pero él la siguió y no le quedó de otra más que contemplar sus ojos y todo lo que provocaban en ella.

—No diga esas cosas... —murmuró.

—Está bien, solo me importa que tú lo escuches. Por ahora.

Muy a su pesar, una sonrisa se dibujó en el rostro de Candy y fue plenamente correspondida por Albert. En ese momento no existía nadie más en el salón, ni las malas lenguas ni los ojos de aquellos que deseaban darse un festín con sus cenizas.

Pero aquello no duró mucho.

—Hola, tío. Gracias por hacerle compañía a Candy, pero ya puedes regresar a atender tus asuntos.

—¿Y cuáles son esos?

—Más bien es uno, y tiene nombre y apellido: Leonette Harrison.

—Hasta donde tengo conocimiento, no soy el acompañante de Leonette.

—Pero sí su invitado especial. No seas descortés y ve con ella, yo me quedo con Candy.

Tío y sobrino compartieron una mirada indescifrable que pareció durar una eternidad. Albert fue el primero en romper la tensión, dedicándole una débil sonrisa a Anthony.

—Será como quieras.

Después de eso, algo pareció cambiar en el clima de la fiesta. Anthony se volvió más taciturno y los dos no hicieron otra cosa más que permanecer sentados en el mismo lugar, en silencio, mientras los empleados terminaban de servir la mesa para cenar.

—Ya es hora de tus medicinas —recordó Candy—. Voy a traerte un vaso de agua, no me tardo.

Candy estaba ansiosa por retomar su papel de enfermera. Pero apenas logró orientarse entre el mar de invitados, una chica se le acercó.

—Disculpa, ¿tú trabajas aquí?

—¿Perdón? —Dijo Candy sin entender su pregunta.

—¡Sí! ¿Trabajas aquí? Mi abuela necesita algo de la cocina.

La pecosa se detuvo un momento para contemplar a la desconocida. Sin lugar a duda, era tan bella y elegante que le recordaba a Elisa Leagan, pero no parecía tener el mismo aire malicioso y altivo.

—No —respondió de buena gana—. No trabajo aquí.

—Oh. Perdóname.

—No hay de qué.

—Es que con ese vestido tan viejo y feo pensé que eras una sirvienta.

Candy sintió un nudo en la garganta.

No llores aquí, se consoló a sí misma. ¿Cómo puedes permitir que te afecten tanto las palabras de alguien que no conoces?

—Soy la enfermera de Anthony Brown —se limitó a decir—. Ahora si me lo permite...

—Eso explica porque te vi hablando tanto con los Andrey hace rato. Desde luego imaginé que serías una criada. ¿Pero qué está haciendo una enfermera aquí? Si es por trabajo, debiste usar tu uniforme, de seguro estará más limpio que ese "vestido" que llevas puesto.

—Gracias por el consejo —fue lo único que pudo responder Candy.

—Pero aprovechando que trabajas para los Andrey, ¿te molestaría si te hago una pregunta? —Continuó la chica—. ¿Alguna vez has escuchado al señor Andrey hablar de sus intenciones con Leonette?

—¿Qué?

—¡Sí! ¿Ha dicho cuando piensa hacer público su noviazgo?

—El señor Andrey no tiene nada con...

—Por favor, si tan solo es cuestión de tiempo. Todos saben que ellos dos van a acabar casados tarde o temprano —le dijo en confidencia—. Tan solo mira a Leonette: ¿acaso crees que Albert Andrey podría estar con alguien mejor que ella?

—No —respondió Candy pese al nudo en su garganta—. No creo.


Desde su silla, Anthony contempló a Candy y sintió que el corazón se le desangraba en el pecho.

¿Qué le está sucediendo? Pensó al notar su aire cabizbajo y la manera en la que su rostro alegre se veía apagado. Esa no es mi Candy. ¿Por qué está tan triste?

—Buenas noches, Anthony —lo saludó Leonette sentándose a su lado—. Espero que te estés divirtiendo.

—No tanto como tú. ¿A qué se debe esa sonrisa?

—Tengo motivos para ser feliz —respondió siguiendo su mirada—. Aunque no podría decir lo mismo de tu querida Candy.

—Leonette, cumplí mi parte del trato. Traje a Candy a esta fiesta, pero también quiero que respetes lo que dijiste: no lastimarla.

—No le estoy haciendo nada, Anthony, son las circunstancias las que le están mostrando que ella no pertenece aquí.

—¿A qué te refieres?

—Candy no debería ilusionarse con alguien como tu tío. A su lado, solo será humillada y despreciada, y es justamente lo que le estoy mostrando sin mover un solo dedo.

—Leonette...

—Deja de mirarme así —se defendió—. En realidad yo no tengo ningún plan en contra de tu enfermera. Me parece una buena chica, alguien que merece ser feliz y sé que a tu lado lo va a conseguir.

—¿Entonces por qué parece todo lo contrario? ¿Por qué se ve tan desdichada?

—Es normal porque ya está asimilado cuál es su lugar. Cuando esta fiesta termine, te garantizo que Candy ya no albergará ningún interés en tu tío, si es que alguna vez lo tuvo.

—¿Por qué?

—¿Ves a esa chica que acaba de hablar con ella? Es mi prima Miranda. La adoro, pero es imprudente y no sabe cuándo quedarse callada —se mofó—. Si no me equivoco acaba de decirle algo a Candy que le arrancó cualquier aire de grandeza.

—Leonette, si tú eres la culpable de...

—Te lo repito, Anthony: no he movido un solo dedo. No es mi culpa que Candy sea tan diferente a nosotros que cualquiera se da cuenta de su origen; hace un rato escuché a la señora Newton contándole a sus amigas que una huérfana está en esta fiesta. Ya te imaginarás el escándalo.

—¿Pero de qué te sirve humillar a una pobre chica? —Replicó Anthony, sintiendo que las lágrimas ardían detrás de sus ojos—. ¿Piensas que con eso mi tío va a casarse contigo?

—Por supuesto que no, pero al menos ella dejará de ser un problema para mí. Va a tener que alejarse de él si no quiere causarle vergüenzas.

Tal vez por primera vez desde que conoció a Leonette Harrison, Anthony sintió que estaba frente a una desconocida. Los ojos color avellana le parecieron furiosos, la sonrisa de medio lado fue como el gesto de una mujer sumergida en la amargura.

Y se dio cuenta de que acababa de cometer un error.

—Te traje agua, Anthony —dijo Candy con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Buenas noches, señorita Harrison, no la había visto.

—Llámame Leonette, por favor. Justamente le estaba diciendo a Anthony cuánto me alegra que hayas podido acompañarnos, ¿te estás divirtiendo?

—Sí, muchas gracias.

—Nos vamos, Candy —interrumpió tajantemente Anthony sin poder soportar un momento más de esa hipocresía.

—¿Cómo?

—Sí. Andando, no tenemos nada que hacer aquí.

—Pero...

—No seas descortés, querido —Insistió Leonette—. Acaban de llegar.

—No me importa.

—Anthony —lo detuvo Candy, inclinándose para mirarlo con ojos suplicantes—. ¿Qué está pasando?

Está pasando que soy el peor imbécil que ha existido y aunque sé que no te merezco, no puedo dejarte ir.

—Nada, solo estoy cansado.

—De ninguna manera —replicó Leonette—. Ayúdame a convencer a este testarudo; al menos quédense a cenar.

—La señorita Harrison tiene razón. No puedes hacerle ese desplante al anfitrión, Anthony.

Cada fibra en el cuerpo del muchacho gritaba que todo esto era una mala idea, ¿pero cómo podría decírselo a Candy sin delatar sus propios errores?

—Está bien —cedió de mala gana.

Los acomodaron en una mesa. Candy se sentó a su lado, Stear y Archie flanqueándolos con su buen humor, y a unos metros de distancia frente a ellos, Leonette prácticamente forzó a Albert a que permaneciera junto a ella.

Cada bocado, cada sorbo de su copa de vino sabía a ácido en la garganta de Anthony. Pasó cada instante de esa tortuosa cena haciendo algo que había evitado desde hace mucho tiempo:

Observar en silencio.

Estaba enamorado de Candy, pero jamás prestó atención a los detalles que conformaban ese misterio de mujer que había llegado a su vida, entrometida y traviesa, como un ángel guardián. Nunca se detuvo a contemplar la forma en que sus ojos brillaban, o cómo su respiración parecía agitarse cuando lo miraba a él.

A Albert.

Y Anthony, sumergido en su propio egoísmo, tampoco había notado que cada gesto furtivo de Candy, cada parpadeo y pensamiento era plenamente correspondido por Albert. El patriarca de los Andrey, con todo el poder que aquello implicaba y aún estando rodeado de tantas personas que buscaban su aprobación, era como un devoto frente a su ídolo cada vez que sus ojos se posaban en Candy.

—Hacen buena pareja, ¿no es así? —Escuchó que alguien preguntaba a unos cuantos asientos de distancia.

—¿Quiénes?

—¡Pues Leonette y el señor Andrey, por supuesto! Solo estoy esperando el momento en que anuncien su compromiso. ¿Te imaginas lo perfecto que sería? La única hija de los Harrison, y el patriarca de los Andrey. Es una unión que Elroy bendeciría con los ojos cerrados.

Era inevitable que Candy escuchara ese comentario. Anthony observó impotente como el rostro de la pecosa se ensombrecía lleno de dudas.

Y todo era culpa suya.

Si ella fue humillada esa noche, si pensaba que no era suficiente para el hombre que amaba, todo era culpa de él. ¡Qué ciego había sido!

¿Cómo es posible que mi corazón diga que la ama y al mismo tiempo se regocije en su sufrimiento? Pensó desesperado. ¿Acaso vale la pena que haga todo esto por mantenerla a mi lado, si a cambio estaré sacrificando su luz, la misma luz que me salvó?


Notas de la autora:

No sé ni por donde empezar.

Desde que comencé esta historia, se volvió una parte de mi corazón al igual que ustedes. Mis lectoras, merecen respeto y se los daré entregándoles este capítulo y la promesa de que no descansaré hasta ver esta historia terminada.

Pero supongo que también necesitan una explicación, ¿verdad? No hay manera de resumir esto más que diciendo lo siguiente: el mismo mes que les subí un nuevo capítulo, me titulé en la universidad y nadie me dijo el duelo tan grande que es soltar un pedazo de lo que fuiste por más de veinte años, ni la desdicha de descubrir que tus sueños de la niñez a veces solo son fantasías, o lo mucho que pesa el desempleo, o lo indigno de aquellos trabajos que te destrozan cada día. Y así fue como perdí, poco a poquito, la inspiración que me llevaba a encender mi computadora y escribir hasta que me dolían los dedos.

Pero hoy estoy aquí y para mí, aunque suene pequeño, fue un milagro. Porque en días pasados le supliqué a Dios que me permitiera recuperar una parte de la persona que aún vive dentro de mí, que cuando era una niña se enamoró de Candy y que está dispuesta a regalarles esta historia pase lo que pase.

Gracias por seguir aquí, no tengo palabras pero sí un infinito amor y la convicción de que gracias a ustedes, seguiré soñando despierta.