19

UNA AMENAZA Y UNA PROMESA

Contra todo pronóstico y a pesar de las recomendaciones del médico, Elroy Andrey abordó el primer tren que la llevaría de vuelta a Chicago acompañada de toda su comitiva, y en especial de los hermanos Leagan.

—No es necesario que me acompañen, mis niños —les dijo—. Esta es una situación muy desagradable y no quiero involucrarlos.

—Al contrario, tía. Usted va a necesitar todo nuestro apoyo para enfrentar a una mujer como esa, ¿no lo crees, Neal?

—Por supuesto, tenemos que hacer hasta lo imposible por salvar a la familia Andrey de la desgracia.

Elroy suspiró conmovida ante la actitud desinteresada de sus sobrinos, pero a pesar de saber que contaba con su respaldo no pudo relajarse. Ya era una anciana y sus pobres huesos habían sufrido incontables desgracias a lo largo de su vida, pero esto era algo que la rebasaba incluso a ella.

Aunque jamás se atrevería a demostrarlo, Elroy amaba a William como si fuera un hijo. Era apenas un niño cuando recayó sobre él la responsabilidad de convertirse en la cabeza de los Andrey, y aunque hubiera querido evitarle tanto dolor y tragedia, no existía manera de salvarlo de su destino.

Por eso juró frente a la tumba de su hermano que siempre estaría ahí para guiar al muchacho en su camino. Y lo estaba consiguiendo; William era un hombre fuerte, lleno de inteligencia y sensatez, aunque a veces su vigor lo llevaba a cometer locuras.

Elroy jamás pensó que la enfermera que contrató para Anthony se convertiría en su peor pesadilla.

Objetivamente sabía que la mayoría de los hombres eran superficiales y perdían la razón cuando se trataba de una mujer hermosa; pero en la mayoría de los casos no era más que un simple capricho que terminaba en las sábanas, una indiscreción tan normal que ni siquiera valía la pena mencionarse.

Pero Elroy conocía a su sobrino y sabía que él, al igual que Rosemary, solo amaban una vez en toda la vida.

—No puedo permitir que cometa un error tan grave —dijo la mujer en un susurro para que no la escuchara nadie en el compartimiento privado del tren.

Cualquier persona la juzgaría de cruel, pero nadie estaba en el lugar de Elroy. Nadie más que ella sabía lo que implicaba luchar por su familia, incluso si tenía que sacrificar su alma en el proceso y esa era una lección que William aún debía aprender.

Él solo podía tomar como esposa a una mujer de buena familia, con una educación y modales impecables para que fuera la madre de sus hijos; alguien como Leonette Harrison, no como aquella enfermera hija de nadie.

Esa clase de chicas eran muy astutas y sabían alcanzar sus objetivos fingiendo inocencia. Solo buscaban dinero y una posición social aceptable sin guardar ningún tipo de respeto.

¡Pobre William! Si tan sólo supiera la situación en la que estaba metido…

El viaje le pareció eterno a Elroy Andrey. Sólo deseaba llegar a casa y salvar a su sobrino de sí mismo antes de que fuera demasiado tarde.


Cuando abrió los ojos, Candy no supo dónde estaba.

La habitación era pequeña y las paredes descoloridas y completamente vacías, sin ningún afiche o adorno que colgara de ellas. Su cama se sentía incómoda y las sábanas más ásperas de lo que estaba acostumbrada.

Asustada trató de levantarse, hasta que recordó un pequeñísimo detalle. Ya no vivía en la mansión de los Andrey y ese era su nuevo departamento.

Iba a costarle mucho trabajo hacerse la idea de que ese era su nuevo hogar, y sobre todo, que nunca volvería a caminar en el jardín de las rosas acompañada de Anthony, o que jamás se reiría de los experimentos de Stear al lado de Archie. Pero lo que más le dolía era sentirse tan lejana de Albert.

Sabía que estaba siendo dramática y hasta un poco pesimista. Tan sólo el día anterior Albert pasó toda la tarde con ella sin hacer otra cosa más que reír y hablar, besándola hasta quedarse sin aliento; no había razón para pensar que su felicidad podría terminar tan fácilmente.

Pero en el fondo de su corazón Candy tenía un mal presentimiento. Sentía que solo estaba viviendo de tiempo prestado, en una alegría que se podía esfumar tan fácilmente como el latir de un corazón.

¡En fin! Mientras eso no pasara, ella estaba dispuesta a seguir adelante.

Con mejor ánimo Candy se levantó de la cama, corriendo al tocador para asearse. Siendo una enfermera tenía una rutina establecida que implicaba hacer las cosas con rapidez y ahora que había renunciado ya no sabía qué hacer con tantas horas encima.

Decidió que lo mejor sería conseguirse un empleo. El dinero que ahorró durante esos meses no le alcanzaría para toda la vida, y además estaba el tema del Hogar de Poni. Sus queridas madres se negaban a aceptar ayuda, pero de todas maneras Candy jamás las dejaría sin protección.

¿Pero dónde empezar?

Esas preocupaciones se vieron interrumpidas cuando alguien tocó a su puerta repetidamente. Colocándose los zapatos, Candy caminó hacia la entrada pensando que tal vez se trataba de su casera, pero se llevó una sorpresa al ver el hermoso rostro de Leonette Harrison.

—Hola, Candy —dijo la muchacha con una sonrisa—. Me alegra mucho verte.

—¿Señorita Harrison?

—Dime Leonette, por favor. Después de todo somos amigas.

—Disculpa mis modales, Leonette. ¿Quieres pasar?

—Encantada.

Fue surrealista ver a la hija de los Harrison sentarse en uno de sus muebles maltrechos con tanta elegancia como si fuera un cisne o una bailarina. Llevaba puesto un vestido de tul azul, el cabello recogido en un peinado que mostraba la delicadez de su cuello y el rubor de sus mejillas. Comparada con ella, Candy se sintió pequeña e insignificante.

—¿Te puedo ofrecer algo de tomar?

—Una taza de té sería maravilloso. Traje galletas para compartir.

Minutos después, las dos se sentaron frente a frente mirándose con algo de tensión en los ojos. Candy fue la primera en romper el silencio:

—La verdad es que me sorprende tu visita, Leonette.

—Oh, espero no molestar. Si estás ocupada puedo regresar otro día.

—En lo absoluto, solo estoy instalando la mudanza.

—Eso imaginé. Archie me compartió tu nueva dirección y quise pasar a desearte mucho éxito.

—Gracias, Leonette.

—Es una pena que tuvieras que abandonar la mansión de los Andrey, sé cuánto te quiere Anthony —dijo enarcando una ceja—. ¿Qué es lo que te llevó a tomar la decisión de irte?

—Nada extraordinario, simplemente consideré que mi trabajo en esa casa había terminado.

—Entiendo. ¿Y cuáles son tus planes después de esto, Candy?

—La verdad es que no he tenido tiempo de pensarlo.

—Discúlpame si estoy siendo impertinente, es sólo que te considero una gran enfermera y me encantaría verte crecer —le puso una mano sobre el hombro—. Una de mis tías es una mujer anciana y vive en Nueva York completamente sola a excepción de sus sirvientas. Tiene algunos problemas de salud y necesita una enfermera, así que inmediatamente pensé en ti.

—¿En mí?

—¡Sí! Tienes un carácter tan alegre que le va a hacer bien estar contigo, ¿qué opinas? ¿No te gustaría vivir en Nueva York?

—No estoy segura…

—Sí, sé que suena muy intimidante, pero te aseguro que es una oportunidad que vale la pena. Nueva York es una de las ciudades más hermosas del mundo con todas sus luces, parques y los teatros —suspiró encantada—. ¿Te imaginas tener cerca al actor Terrence Grandchester? Yo me muero.

Candy sonrió pero no pudo evitar sentirse nerviosa. Quizás si la situación fuera diferente saltaría ante semejante oportunidad, pero las cosas habían cambiado y la idea de irse de Chicago era inconcebible.

—Me hace muy feliz que tengas confianza en mí, Leonette —comenzó—. Es sólo que Nueva York está muy lejos.

—Tonterías, nada que un viaje en tren no pueda solucionar. Además recuerdo escuchar que tú no tienes familia.

—No, aquí no…

—¿Ya ves? No veo el problema, a menos que se trate de otra cosa. ¡Candy, estás enamorada!

No era una pregunta y tampoco lo dijo en tono acusatorio, pero Candy no pudo evitar sonrojarse hasta las orejas.

—Para nada, no se trata de eso.

—A mí no me engañas, conozco esa luz en tus ojos. Es el brillo que tienen todas las mujeres que ya le entregaron su corazón a un hombre —sonrió—. ¿Pero de quién se trata? Eres tan hermosa que de seguro no tienes problemas en ser correspondida.

—Gracias, pero yo…

—No encuentro razón para que estés apenada, ¿o es que tu pretendiente es alguien conocido? ¿No será uno de los hermanos Cornwall? ¿Quizás Anthony?

—¡Claro que no!

—¿Entonces es el señor Andrey?

Candy sintió que iba a desmayarse al escuchar ese nombre. Y Leonette, tan perceptiva como era, notó inmediatamente su incomodidad y la miró intensamente esperando una respuesta.

—No —tartamudeó Candy—. Esa sería una locura.

—Estuviste conviviendo a su lado durante varios meses y él es un hombre joven, soltero y muy atractivo, ¿me vas a negar que jamás sentiste curiosidad? ¿Nunca despertó en ti algo más que respeto?

Sí, esa era la respuesta. Sí, despertó en ella tanto amor y deseo que a veces Candy no se reconocía a sí misma. Pero jamás le diría eso a Leonette Harrison, así que solo respondió:

—Él era mi jefe, nada más.

—No sé por qué me da la impresión de que estás mintiendo, Candy.

—Te aseguro que no.

—Ojalá sea cierto —suspiró con tristeza—. Porque no solo sería una locura, sino algo imposible. Conozco a la familia Andrey y puedo decirte que lo mejor que te podría pasar es buscar una vida en Nueva York y no quedarte aquí con un corazón roto.

Las palabras de Leonette calaron en lo más profundo de su alma y en aquellas inseguridades que parecían gritarle en el silencio de la noche. Pero no permitió que su rostro mostrara lo que estaba sintiendo y sonrió abiertamente.

—Te agradezco la oportunidad que me ofreces —respondió—, pero yo formé una vida en Chicago que no tiene nada que ver con los Andrey y en este momento no me gustaría alejarme de aquí, ni del orfanato donde crecí.

—Lo entiendo, de todas formas la oferta está en pie. Si quieres tomarla búscame en mi casa y te recomendaré personalmente con mi tía.

—Gracias, Leonette.

La breve y extraña visita terminó con un abrazo en la puerta, pero ni siquiera estando sola Candy pudo sacudirse la sensación de angustia que permeaba en el aire. Trató de distraerse haciendo limpieza y arreglando el departamento para que tuviera un poco más de calidez.

La verdad es que se sentía un poco sola. No había otra presencia más que la suya, y estaba cansada de escuchar su propia voz. Eso sería temporal, pensó, mientras conseguía otro trabajo; pero sin importar cuánto se esforzara la propuesta de Leonette Harrison daba vueltas en su cabeza.

¿Y si ella tiene razón? ¿Y si lo mejor para mi vida es irme de aquí?


Estaba anocheciendo cuando Albert salió de la oficina.

Ansiaba ir al departamento de Candy y embriagarse con su aroma y la sensación de sus labios, pero ese era un juego muy peligroso en el que no podía seguir cayendo. Estar solo con ella era garantía de que terminaría volviéndose loco y él prefería esperar a que ella fuera su esposa.

Al entrar a la mansión voces en la sala. Reconoció una de ellas y tomó una respiración profunda antes de saludar.

—Buenas noches, familia.

—Albert, ¿ya viste quién regresó por fin?

—Así es, Anthony. Pero supongo que la tía está molesta, porque ni siquiera se digna a mirarme o responder.

En efecto, Elroy Andrey tenía una expresión de disgusto en la cara que apenas podía disimular, pero cuando escuchó las palabras de su sobrino le dedicó una mirada.

—William, es bueno verte.

—Digo lo mismo, querida tía. Florida te sentó muy bien —se sentó junto a ella y sonrió—. Como ni siquiera te molestaste en escribir una carta imaginé que no querías regresar.

—Me habría quedado más tiempo pero alguien tenía que poner orden en esta casa.

—¿Orden? Pero si he mantenido todo bajo control.

—Todo excepto tu vida personal —reviró ante la mirada atónita de los muchachos—. Es terrible como pareces haber olvidado cuál es tu papel.

—Al contrario, tía. Mi papel es ser el patriarca de los Andrey, y por ese motivo te ordeno que hablemos del tema después.

Eso silenció a la mujer. La única persona que no estaba en la sala era Vincent Brown, y Albert no lo culpaba; si de él dependiera no tendría que compartir más de lo necesario con su tía o los hermanos Leagan.

—Tío William —llamó su atención Neal con una sonrisa conocedora—, me enteré de que la enfermera de Anthony ya no trabaja aquí. Es una sorpresa, ¿verdad, Elisa?

—Completamente. Era tan buena empleada, aunque un poco entrometida, ¿qué fue lo que pasó? ¿La echaron?

—No creo que les incumba, ella no tuvo nada que ver con ustedes.

—Porque ni siquiera nos permitías acercarnos. Siempre la defendiste de una manera muy particular, tío.

—Es cierto, y la seguiré defendiendo. Si no me crees puedes ponerme a prueba, Elisa.

La tensión era palpable. Fue Stear quién terminó rompiéndola.

—¿Alguien tiene hambre? Le pedí a la cocinera que preparara una tarta de chocolate que de seguro les va a encantar, ¿quieren acompañarme al comedor?

Archie y Anthony respondieron inmediatamente, pero los Leagan parecían más reacios a irse.

—Muchachos —dijo la tía Elroy—. Déjenme sola con William. Hay un tema muy importante que debo discutir con él.

Su voz no daba lugar a discusiones. Pronto, tía y sobrino eran los únicos que quedaban en la habitación.

—Dime de qué quieres hablar, tía.

—Creo que sabes perfectamente qué es lo que me preocupa.

—Entonces no hay que perder el tiempo y vamos al grano. Te escucho.

Tal vez por primera vez en toda la vida Albert vio a su tía nerviosa. Ya era mayor, con líneas en el rostro, el cabello blanco y ojos hundidos que delataban una historia que jamás contaba.

—Ya sé todo, William —soltó—. Sé perfectamente lo que está sucediendo con esa enfermera.

—¿Según tú qué es lo que está ocurriendo?

—Te embrujó completamente. Mientras estuvo viendo en esta casa tuviste una relación con ella que ahora está poniendo en riesgo todo lo que hemos construido.

—Por favor, tía, no hablemos tonterías. Esas palabras no son tuyas sino de Elisa.

—¿Entonces me vas a decir que es mentira? Después de escuchar como la defiendes, ¿me vas a negar que estás encaprichado con esa mujer?

—Por supuesto que lo niego.

—¡Mentiras!

—Estoy enamorado de ella.

La tía se puso tan pálida como si hubiera visto un muerto.

—¿Cómo te atreves a decirme algo tan horrible?

—Si quieres que esta conversación llegue a algún lugar debemos hablar con la verdad, tía. Yo no voy a mentir diciendo que Candy es un capricho solo para tranquilizarte, cuando en realidad ella es mi vida entera.

—¡Qué insolencia, William! Habría esperado esto si aún fueras un muchacho idealista y rebelde, no el hombre que tiene en sus manos el futuro de los Andrey.

—Esta familia tendrá su época dorada bajo mi mando, pero jamás será mi prioridad por encima de la mujer que amo. Y aunque te pese a ti, a los Leagan y cualquier otra persona, esa mujer es Candy.

La anciana se puso una mano en el pecho en un gesto dramático.

—Vas a terminar matándome tarde o temprano, William. Tú y las locuras que pretendes cometer.

—Lamento escuchar eso, tía, pero tendrás que prepararte porque esto no se trata de un simple enamoramiento. Si Candy me acepta la convertiré en mi esposa y le daré el lugar que le corresponde en esta familia.

—¡Sobre mi cadáver! —Gritó—. ¡La sangre de esa mujer no va a manchar el legado de los Andrey! ¡No te lo voy a permitir!

—No estoy pidiéndote permiso para construir mi vida, tía.

—¡Más bien destruirla! Hijo, date cuenta del error que vas a cometer si insistes en unir tu vida a la de ella; estarías restándole prestigio a nuestra familia cuando existen tantas muchachas de buena cuna que sueñan casarse contigo, como la hija de los Harrison o los Bruyne…

—Escucha bien: solo tomaré a Candy por esposa —enunció con firmeza—. Si no es ella no lo será nadie.

—Cuida tus palabras. Suena a que son una amenaza.

—No, la amenaza es esta: si pierdo a Candy por tu culpa, la de los Leagan o cualquiera de los socios, pueden ir olvidando que alguna vez existió William Albert Andrey.

Sin esperar la respuesta de su tía, Albert se fue.

Decidió montar a caballo para olvidar la furia y el resentimiento en su alma. Cuando era un niño, tuvo que dejar ir su nombre, los juegos y las risas, para vivir escondido. Después, abandonó la naturaleza y la libertad que tanto amaba, para subir a su trono detrás de un escritorio.

Eran sacrificios que valían la pena, que volvería a hacer si eso significaba proteger a su familia. Pero había algo que no estaba dispuesto a soltar aunque tuvieran que arrancarle la vida.

Candy, su dulce Candy.

Tal vez no estaba pensando bien y las palabras que le dijo a su tía terminarían pesándole, pero nada de eso importaba si con eso conservaría a Candy. Así que mientras galopaba tomó una decisión.

De vuelta a la mansión lo primero que hizo fue subir a la habitación donde guardaban la caja fuerte con todas las joyas de los Andrey. No se detuvo a analizar si era lo correcto y sostuvo entre sus manos el anillo que alguna vez perteneció a su madre y sonrió.


Candy estaba a punto de irse a dormir cuando escuchó que llamaban a su puerta.

Ya pasaba de la medianoche. Se preocupó al pensar que tal vez se trataba de alguien que tenía una emergencia, así que se puso una bata delgada y corrió descalza a abrir la puerta.

—¿Albert? —Preguntó, observando el rostro apuesto y los ojos azules que tanto amaba—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Sin decir palabra Albert entró al departamento y la aprisionó entre sus brazos contra la pared, besándola como si estuviera poseído. Ella era débil cuando se trataba de su aliento, de la forma en que sus manos acariciaban su cintura y la piel sensible de su cuello.

—No puedo —le dijo el hombre—. No puedo dejarte ir…

—¿Qué pasa? Albert, mírame. Estoy aquí.

Candy se estiró para tomar su rostro entre sus manos con infinita dulzura.

—Cuando pienso que podría perderte el corazón se me parte en mil pedazos —confesó él, besando la punta de su nariz, sus mejillas, la comisura de sus labios—. Y cuando imagino que alguien nos va a separar, solo quiero llevarte lejos, donde solo estemos tú y yo.

—Eso también me gustaría…

—Candy, mi dulce amor. ¿Eres consciente del poder que tienes sobre mí? Pídeme que me vaya y lo haré sin dudarlo.

—¿Y si te pido que te quedes?

Sintió que Albert sonreía en medio de un beso.

—Entonces me voy a quedar, te lo prometo.

Candy suspiró y sostuvo a Albert entre sus brazos hasta que olvidó por completo donde terminaba él y donde empezaba ella.

—¿Qué sucede, Albert? —Le preguntó en un susurro—. ¿Por qué llegaste tan alterado?

—Vine a hacerte una pregunta, aunque temo que después de eso ya no querrás volver a verme.

—Confía en mí. Nada de lo que digas me va a asustar.

Albert se separó de ella y la miró a los ojos con un amor tan puro e intenso que Candy lo sintió en todo su cuerpo.

—Tal vez perdí la cabeza. Mientras conducía hasta aquí, traté de detenerme pensando que tú mereces algo mejor. Aún lo creo —sonrió de medio lado—. Tenía planeado todo: te llevaría a esa cabaña donde pasamos la noche de tormenta. Pondría mantas de seda en el piso y tendríamos un picnic bajo techo. Te sonrojarías por algo que dije, y yo pensaría que no puedo amarte más pero me demostrarías lo contrario. Y justo cuando tu risa sea el único sonido que escuche, haría esto.

Candy ahogó un sollozo cuando Albert se puso de rodillas frente a ella ofreciéndole un anillo de esmeraldas.

—Albert, qué…

—Cásate conmigo, Candy White —imploró—. Por favor, cásate conmigo.


NOTAS:

¿Quéeee? ¿Un capítulo nuevo? ¿En menos de una semana? Pues sí, tal como están leyendo :D la musa de la inspiración decidió visitarme y por eso les regalo este capítulo con todo el cariño del mundo. Muchas gracias por sus hermosos comentarios, me llenan de una felicidad inexplicable que no puedo encontrar en otro lugar, así que gracias, espero que todos los buenos deseos hacia mí se les multipliquen a ustedes de bendiciones.

Les pido que me cuenten sus teorías. ¿Qué creen que vaya a pasar en los siguientes capítulos? ¿Qué va a responder Candy? ¿Qué hará Elroy, Leonette y los Leagan? Recuerden que todavía sigue lo peor...

¡Hasta la próxima!