21
DOROTHY
Candy despertó muy temprano el día de la fiesta.
Todavía no podía creer que la mismísima Elroy Andrey fue hasta su departamento para hacerle una invitación. La parte más lógica de su cerebro le decía que era una trampa y que no podía confiar en ella, mucho menos en Elisa Leagan.
Candy no era ninguna tonta. Sabía que esas mujeres solo la veían como alguien insignificante e inferior, y sin importar cuánto se esforzara siempre sería una criada ante sus ojos, la enfermera de Anthony y una huérfana.
Pero de todas maneras no podía dejar ir la oportunidad que le estaban presentando. Albert amaba a su tía y Candy no quería ser la culpable de que su relación se rompiera todavía más, así que estaba dispuesta a soportar una velada infernal al lado de la señora Elroy si eso significaba garantizar la felicidad de Albert.
Candy empezó a arreglarse en cuanto amaneció. Después de bañarse permaneció horas frente al espejo buscando que ponerse, pero nada le parecía lo suficientemente adecuado para una fiesta de jardín. Tal vez debió invertir algo de dinero en vestidos, pero tenía tantos gastos que la ropa era la menor de sus preocupaciones.
Un poco desanimada se tiró a la cama y le pidió a Dios un milagro que llegó mucho antes de lo que esperaba.
Tocaron a su puerta suavemente y cuando corrió a abrir, una enorme sonrisa se le dibujó en el rostro.
—¡Dorothy! —Exclamó feliz—. No puedo creer que estés aquí.
—Hola, Candy. Me da mucho gusto verte.
—A mí también. Pasa, por favor, estás en tu casa.
—No puedo, el chófer me está esperando abajo. Solo vine a saludarte y traerte un regalo.
—¿Un regalo para mí? —Se extrañó—. ¿Quién me lo envía?
—La señora Elroy Andrey.
Si Dorothy le hubiera dicho que era un obsequio del Presidente de los Estados Unidos, Candy no se habría sorprendido tanto. Pero saber que venía de la tía abuela fue tan raro que por un momento se preguntó si estaba soñando.
—Muchas gracias, Dorothy. Eres muy gentil —respondió tomando la caja entre sus manos.
—Ni lo menciones. La señora me dijo que te van a recoger a las cuatro.
—Oh. Estaré lista.
Permanecieron en silencio durante unos instantes sin hacer otra cosa más que mirarse a los ojos, hasta que finalmente Dorothy la abrazó con fuerza.
—Ay, Candy. Prométeme que vas a tener mucho cuidado.
—¿Por qué lo dices?
—Eres una buena chica con un gran corazón y mereces ser feliz —le dijo—. Por desgracia este mundo es cruel y destruye a las personas que tienen mucha luz. No permitas que eso te pase a ti.
—Claro que no, Dorothy. Te lo prometo.
—No olvides que tienes muchos aliados en la mansión. Siempre que lo necesites estaremos ahí para ayudarte.
—¡Gracias, Dorothy! Diles a todos cuánto los extraño.
Se abrazaron por última vez y la inesperada visita de Dorothy terminó con la misma rapidez que empezó. Candy no pudo sacudirse el sentimiento de zozobra en su pecho al pensar en las palabras de su amiga, pero trató de olvidarlo y concentrarse en otras algo más y decidió abrir la enorme caja que le mandó la señora Elroy.
Se quedó sin aliento, ¡era un hermoso vestido de verano! Candy nunca había tocado una tela tan suave o unas costuras tan finas; era de un color rosa pálido, ceñido a la cintura y con un bustier cuidadosamente bordado.
Se lo puso de inmediato descubriendo que le quedaba como un guante. La señora Elroy pensó en todo, porque también le envió unas zapatillas a juego y un hermoso sombrero.
Aquello le pareció muy sospechoso, pero de todas maneras elevó una plegaria hasta el cielo agradeciendo la bondad de esa mujer.
Apenas tuvo tiempo de maquillarse y peinarse cuando escuchó el sonido de un claxon. Bajo las escaleras cuidadosamente y encontró el lujoso auto de los Andrey esperándola afuera.
—¡Steven! —Saludó al chófer de la familia con entusiasmo.
—Hola, señorita Candy. ¿Cómo está?
—Muy bien, muchas gracias. ¿Y cómo van las cosas en la mansión?
—Ya nada es igual desde que usted se fue —le respondió abriéndole la puerta.
La alegría de Candy se esfumó al ver la expresión malhumorada de la señora Elroy y a Elisa mirándola con la nariz fruncida, como si le provocara asco su mera presencia.
Candy carraspeó antes de saludar:
—Buenas tardes.
—Candice, bienvenida.
—Quiero agradecerle por el vestido que me envió, señora Andrey, fue un lindo gesto de su parte.
—Imaginamos que no tendrías nada decente que ponerte —intervino Elisa—. Al menos con esa ropa ya no nos causarás vergüenzas.
—De todas formas gracias.
—Te quiero advertir una cosa, Candice —dijo la señora Elroy mientras avanzaban a la fiesta—. No es correcto que trates a la servidumbre con tanta familiaridad, ni a las mucamas ni a los chóferes.
—Discúlpeme, señora, pero esa es mi manera de actuar. No olvide que yo soy una enfermera y por lo tanto una empleada.
—Sí, pero mientras estés con nosotras debes tener un poco de decoro —dijo Elisa de forma maliciosa—. No vaya a ser que en la fiesta te pongas a bailar con los meseros.
—Si así fuera no veo cuál es el problema, señorita Leagan.
Después de eso las tres se sumieron en un silencio incómodo. La pecosa trató de distraerse mirando por la ventana el paisaje verde y el cielo de verano que se extendía ante sus ojos, hasta que entraron a una especie de villa en las afueras de la ciudad.
—Por fin llegamos —dijo la señora Elroy—. Confío en que sabrás comportarte a la altura, Candice, y que serás muy amable con nuestro anfitrión, el señor Oliver Kane.
—Así será.
Candy se armó de valor y tomó una respiración profunda antes de salir del vehículo. Las piernas le estaban temblando ligeramente, pero lo disimuló detrás de una sonrisa cuando el mayordomo salió a recibirlas para conducirlas a un exquisito jardín, no tan hermoso como el de Anthony, pero igual de grande.
Inmediatamente la señora Elroy fue abordada por los invitados, que se desvivían por complacer a la mujer que llevaba en sus manos las riendas de la familia Andrey. Alabaron lo impecable de su vestido, lo costosas que eran sus joyas, y lo bella y distinguida que era su sobrina Elisa.
Candy se había resignado a permanecer invisible, pero se sorprendió al notar que la señora Elroy trataba de incluirla en las conversaciones, presentándola a sus amigos como si fuera alguien importante.
—Mire, tía —dijo Elisa entre dientes—. Ahí viene el señor Kane.
El anfitrión de la fiesta era un hombre de mediana edad, apuesto y de cabello cano, que se acercó a ellas con una sonrisa amable en el rostro.
—Elroy Andrey, qué alegría verte —saludó de buena gana—. Algún día tendrás que decirme cuál es tu secreto para verte más joven cada día.
—Aprecio tus halagos, Oliver querido. ¿Ya conoces a mi sobrina Elisa?
—Sí, tuve el gusto de conocerla hace unos meses —después se giró para mirar a Candy y su expresión cambió—. ¿Quién es esta jovencita que te acompaña, Elroy? ¿Por qué no me la has presentado?
—Ella es Candice White, una enfermera excepcional que cuidó a mi Anthony durante varios meses. Te la mencioné anoche por teléfono.
—Lo recuerdo. Cuando dijiste que era hermosa pensé que estabas exagerando, ahora veo que tus palabras no le hicieron justicia —los ojos grises del hombre descendieron por la figura de Candy hasta que tomó su mano entre la suya y le dio un beso—. Es un placer conocerte, Candice.
—El placer es mío. Dígame Candy, por favor.
—Entonces yo insisto en que me llames Oliver.
—Muchas gracias por recibirme en su casa sin una invitación formal —dijo recordando sus modales.
—Al contrario, soy yo el que debería agradecer que estés aquí. Permítanme acompañarlas a su mesa.
Sin pedirle permiso, el señor Kane entrelazó su brazo con el de Candy mientras caminaban, dejando atrás a Elisa y la señora Elroy. Ella las miró pensando que quizás estarían molestas, pero descubrió que las dos sonreían ampliamente.
El señor Kane permaneció al lado de Candy sin despegarse ni un minuto. Era un hombre agradable y educado con excelente conversación, pero la pecosa no lograba sentirse del todo cómoda.
—Permítanme un momento, voy a ordenar que sirvan la comida —les dijo después de un rato, colocando su mano sobre el hombro de Candy.
Elisa fue la primera en hablar:
—Veo que llamaste la atención del señor Oliver Kane.
—¿Disculpe, señorita Leagan?
—Sí —respondió con una sonrisa burlona—. Es obvio que el hombre quedó fascinado contigo; toda su atención está volcada en ti.
—Simplemente es muy amable.
—¿Acaso no te das cuenta de la forma en que te mira? Sé que jamás en tu vida has estado en sociedad, pero resulta bastante obvio cuando un hombre está interesado en una mujer.
—Eso es imposible —Candy miró a la señora Elroy para saber si estaba molesta por el rumbo que estaba tomando la conversación, pero la anciana no se inmutó.
—Aunque no es correcto hablar de estas cosas en público, debo admitir que es cierto que le agradas a Oliver.
Ella se puso nerviosa de repente.
—Insisto en que es imposible.
Parecía que el tema había muerto ahí, pero Candy empezó a sentirse tan incómoda que apenas se pudo concentrar en las conversaciones a su alrededor. Oliver Kane volvió a acercarse con una copa de vino en la mano y se sentó junto a ella.
—¿Estás cómoda, Candy?
—Sí, muchas gracias por sus atenciones.
—Es lo mínimo que puedo hacer —le sonrió, sus ojos grises centelleando—. Ya terminé de atender a mis invitados y puedo dedicarme a disfrutar la fiesta. ¿Les molesta si me quedo con ustedes?
—En lo absoluto, Oliver —dijo la señora Elroy—. Puedes hacerle compañía a Candice mientras yo voy al tocador. ¿Me acompañas, Elisa?
—Claro que sí, tía.
Candy resistió el impulso de gritarles que no se fueran. Quizás se estaba comportando como una estúpida; el señor Kane parecía un buen hombre y no existían motivos para que se fijara en ella de esa manera.
Le dio un pequeño sorbo a su bebida y trató de relajarse escuchando la música de la orquesta cuando él llamó su atención.
—La enfermería es una profesión muy noble —dijo—. Me parece admirable que sea tu vocación.
—Muchas gracias, señor Kane.
—Siempre he pensado que algunas enfermeras son ángeles en la tierra. Una de ellas fue la que me ayudó a cuidar a mi hija después de que mi esposa falleció.
—No tenemos que hablar de esto si no quiere…
—Tranquila, Candy. Ya han pasado más de seis años —el hombre suspiró recargándose contra la silla—. Priscila, mi mujer, siempre tuvo problemas de salud y los médicos estaban convencidos de que jamás podría concebir. A mí eso no me importaba, pero ella quería convertirse en madre y de repente ocurrió un milagro. Por desgracia cuando mi Sophia nació, perdí a mi esposa.
—Lamento mucho su pérdida. No puedo imaginar lo que debió ser para usted.
—Sí, fue terrible. Pero ha sido aún más difícil para mi hija crecer sin su madre.
—Eso puedo entenderlo —respondió Candy.
—¿A qué te refieres?
Viendo que tal vez esa era la oportunidad para que el señor Kane se disgustara, Candy dijo la verdad.
—Soy huérfana. Me crié en un orfanato pequeño y pobre, con mínima educación y rodeada de otros niños iguales a mí.
De todas las reacciones que esperaba, Candy no imaginó la sonrisa comprensiva que se dibujó en el rostro del hombre.
—Entonces puedes entender lo que significa la soledad.
—De cierta forma, aunque siempre tuve el cariño de mis amigos y las dos bondadosas mujeres que me criaron.
—Eso es lo que me preocupa —suspiró pesadamente—. Mi hija nunca ha conocido a una verdadera figura materna.
—Pero lo tiene a usted y eso es más que suficiente.
—Lamentablemente soy un hombre. Llegará el momento en que mi Sophie necesite una madre que la pueda aconsejar y guiar cada uno de sus pasos. Y yo también necesito una compañera en mi vida, Candy.
Por algún extraño motivo, ella sintió que los vellos se le ponían de punta y sonrió para ocultar su incomodidad.
—De todo corazón deseo que usted y su hija encuentren lo que buscan, señor Kane.
—Tal vez tus deseos surtirán efecto muy pronto. Hoy siento que algo de esperanza nace en mi pecho.
No había forma de responder algo como eso. Afortunadamente la señora Elroy y Elisa volvieron.
—¿Interrumpimos algo? —Preguntó Elisa de forma malintencionada.
—En lo absoluto. Por cierto, ¿no va a venir William? Me encantaría saludarlo.
—Le mencioné tu invitación —respondió la tía—, pero tiene mucho trabajo en la oficina, espero que puedas disculparlo.
—No te preocupes, Elroy. Yo lo entiendo.
—¿Qué les pasa? —Preguntó Albert cuando entró a la sala de estar, encontrando a sus sobrinos riéndose a carcajadas.
—El tonto de Stear —respondió Archie—, quiere regalarle un oso de peluche a la tía abuela para que ya no despierte tan malhumorada.
—Me parece una buena idea.
—Es lo que yo digo —se defendió el inventor—. Solo quiero modificarlo un poco para que también sirva como lámpara y pueda cantarle una canción de cuna.
—Si haces eso le va a explotar en la cara y se va a ensañar con todos nosotros.
—Anthony tiene razón, ¿acaso quieres que la tía nos mate uno por uno?
Albert se dejó caer en el sofá, disfrutando de la felicidad en los rostros de sus sobrinos. Así era como quería verlos siempre, con los ojos llenos de alegría y ninguna preocupación que nublara sus vidas.
—¿Qué tal estuvo todo en la oficina?
—Bien, Stear, aunque es muy probable que pronto deba hacer un viaje a Nueva York para finiquitar algunos asuntos.
—¿Y quién se va a hacer cargo de la oficina aquí en Chicago? No me digas que le vas a dejar todo al pobre George —se burló Archie.
—Por supuesto que no, los tengo a ustedes. Ya va siendo hora de que empiecen a tomar las riendas de la compañía, ¿no creen?
—Pero…
—Siempre están diciendo que soy el tío abuelo William, un anciano decrépito con un pie en la tumba —sonrió sarcástico por la expresión en sus rostros—. Así que más les vale empezar a ayudarme.
—A mí no me miren. Yo estoy a punto de mudarme a Florida.
—Precisamente desde ahí puedes colaborar, Anthony. Recuerda que decidí invertir en el proyecto hotelero de los Leagan y necesito que alguien de confianza supervise el negocio.
—¿Darle órdenes a Neal y Elisa? Bueno, eso es algo que me gusta.
—Por cierto, la casa está muy tranquila. ¿Dónde está toda la gente?
—Neal debe estar metido en algún bar de mala muerte gastándose el dinero de su papi —Archie puso los ojos en blanco—. Y Elisa y la tía abuela salieron a una fiesta en casa del señor Oliver Kane.
—No sabía que Oliver organizó una reunión.
—Pues así parece. Las dos salieron emocionadas como dos pájaras locas.
Albert contuvo una sonrisa. Platicaron durante unos minutos hasta que les avisaron que la cena ya estaba servida, pero mientras avanzaba hacia el comedor lo detuvo Dorothy con el rostro avergonzado.
—Disculpe que lo moleste, señor Andrey, me gustaría hablar con usted.
—Claro que sí, Dorothy. Vamos a mi despacho.
La mucama siguió sus pasos y cerró la puerta a sus espaldas. No se atrevió a sentarse frente al escritorio a pesar de que Albert le insistió; lucía cabizbaja, nerviosa y sus mejillas estaban encendidas.
—No quiero ser impertinente, señor, pero hay algo que me preocupa…
—Te escucho. Puedes confiar en mí, y si hay algo en lo que pueda ayudarte sabes que cuentas conmigo.
—En realidad se trata de Candy.
—¿Qué pasa con ella? —Preguntó Albert sintiendo un malestar en la boca del estómago.
—Creo que nada malo. Es sólo que la señora Elroy me pidió que fuera a buscarla a su departamento esta mañana, para llevarle un vestido… e invitarla a una fiesta.
—¿Qué fiesta? Trata de recordarlo, Dorothy.
—No estoy segura, solo escuché que mencionó el nombre del señor Kane.
Albert maldijo por lo bajo. Las intenciones de la tía Elroy nunca eran claras, pero en este caso sabía que no pretendía nada bueno. ¿Qué motivos tendría para hacerle una invitación a Candy para asistir a una fiesta si no se trataba de una estrategia para alejarla de él?
—Gracias por avisarme, Dorothy —le dijo forzando una sonrisa—. Valoro mucho tu lealtad hacia Candy.
—Yo solo quiero que ella sea feliz, y sé que usted busca lo mismo.
Conmovido, Albert asintió.
—Y voy a luchar para que siempre sea así. Te lo prometo.
Albert empezó a darle mil vueltas al asunto, pero sabía algo con certeza: no iba a dejar sola a Candy ni un minuto más en compañía de su tía. Así que subió a la recámara, se vistió con algo más formal, y le avisó al chófer que estuviera listo para salir.
En el comedor sus sobrinos lo esperaban para cenar.
—Empiecen ustedes, yo tengo un asunto que resolver —les dijo tratando de no demostrar su nerviosismo.
—¿Por qué? ¿Pasó algo?
—Nada de qué preocuparse, Stear. Solo debo resolver un problema.
—Se trata de Candy —aseveró Anthony.
—¿Cómo lo supiste?
—Reconozco la mirada en tus ojos. Es obvio que se trata de ella.
—Así es. Por eso tengo que irme.
Se dio la vuelta para salir, cuando la voz de Anthony hizo eco en las paredes.
—Por favor, tío —le dijo—. Cuida siempre de ella.
La situación solo se volvió más incómoda conforme las horas pasaban, y no precisamente por el señor Kane. Mientras él estaba ocupado atendiendo a los invitados, Elisa se encargaba de susurrar en el oído de Candy todo lo que ella no quería escuchar.
—Deberías ser más inteligente y aprovechar la oportunidad que tienes frente a ti.
—No sé de qué me habla, señorita Leagan.
—¡No te hagas la mustia! Sabes muy bien que me refiero al señor Kane. Es un hombre viudo, muy rico y está interesado en ti.
—Tonterías.
—Pues solo hay una manera de averiguarlo —movió las cejas sugestivamente—. Sabes perfectamente el poder que tenemos las mujeres sobre los hombres, y te garantizo que jamás volverás a encontrar a un mejor partido considerando lo que eres…
—¿Qué es lo que soy? Por favor, señorita, diga las cosas directamente.
—Una huérfana sin clase.
—Nunca pensé que le interesaría tanto mi futuro —reviró Candy visiblemente molesta—, pero quédese tranquila. Ser una huérfana sin clase me ha enseñado que puedo salir adelante sola sin necesidad de utilizar mis poderes de mujer. Aunque no sé si les enseñarán lo mismo a las señoritas de sociedad como usted.
Elisa, enojada, abrió la boca para responder, pero su tía la calló levantando la mano.
—Basta —sentenció—. No estamos aquí para discutir barbaridades. Y menos frente a nuestro anfitrión.
Efectivamente, el señor Kane venía hacia ellas con una sonrisa.
—¿Se están divirtiendo?
—Oh, infinitamente —intervino Elisa—, y la música es exquisita. ¿Usted sabía que a Candy le fascina bailar?
Candy sintió ganas de darle un manotazo en la cara a esa chica, porque sabía perfectamente lo que estaba insinuando con esas palabras.
—¿De verdad?
—No, en realidad no soy buena bailando…
—Yo tampoco, pero me encantaría compartir un baile contigo.
La pecosa estaba en una encrucijada sintiendo las miradas de Elisa, la señora Elroy y Oliver Kane esperando su respuesta.
—Muchas gracias, pero me siento un poco mareada y no creo…
—Candice —susurró la tía—, no seas grosera.
—Pero yo…
—Buenas noches a todos.
La voz de Albert resonó como un trueno, y de inmediato los ojos de los invitados se posaron sobre él, pero su mirada solo parecía buscar a Candy.
—¡William, qué sorpresa! —Dijo el señor Kane, levantándose para darle un abrazo—. Pensé que no vendrías, tu tía me comentó que estás saturado de trabajo en la oficina.
—Sí, parece que mi tía sabe más acerca de mi itinerario que yo mismo. ¿Cómo estás, Oliver?
—Contento de verte. Ven, siéntate aquí, he tenido el placer de estar con tu familia toda la tarde.
—Eso veo. Y también con Candy, ¿no es así?
La pecosa bajó la cabeza sin atreverse a mirar a Albert, porque sabía que no podría disimular todo lo que él le provocaba con su mera presencia. Tan solo de escucharlo sentía que una calidez inundaba su alma, y al recordar sus besos, aquellas manos masculinas recorriendo su cuerpo, sentía que se iba a morir.
—Especialmente con Candy —dijo el señor Kane volviéndose a acomodar al lado de ella—. Jamás pensé que una mujer tan hermosa trabajaría para ti, William. Ahora tendré que visitar a Anthony más seguido para verla.
—Te equivocas. Candy ya no es la enfermera de mi sobrino, pero es más especial para mí de lo que imaginas.
—William… —escuchó que decía la señora Elroy en forma de advertencia.
—No lo dudo. Justo antes de que llegaras le estaba pidiendo a Candy que me concediera un baile, espero que no te moleste.
—Bueno, eso le corresponde decidir a ella, aunque me temo que tendré que robártela un minuto —Albert buscó los ojos de Candy y sonrió—. Debo hablar contigo de algo muy importante, ¿me acompañas a dar una vuelta?
—No seas maleducado, William. Acabas de llegar.
—Sí, y seguiré estando aquí, pero mi conversación con Candy no puede esperar. ¿Me disculpas, Oliver?
—Por supuesto, estás en tu casa.
Candy no lo pensó dos veces y casi de forma inconsciente se levantó de la silla y caminó junto a Albert a través del jardín con los brazos entrelazados, olvidando todas sus preocupaciones.
Él estaba junto a ella y no existía nada más importante que eso.
—Te juro que tuve que usar todo mi autocontrol para no ponerme de pie y partirle la cara a Oliver Kane.
—¿Por qué harías eso?
—Porque se atrevió a desearte —respondió con vehemencia—, porque piensa que puede tenerte cuando en realidad eres mía.
Las piernas de Candy flaquearon y se aferró a Albert con más fuerza.
—No puedes estar pensando que el señor Kane está interesado en mí. Sabes que es una estupidez.
—No, es una certeza. ¿O por qué piensas que la tía Elroy te invitó?
—Tengo varias teorías.
—Ella piensa que puede separarte de mí acercándote a otro hombre. ¡Como si eso fuera posible! —Se mofó—. Yo jamás te dejaría ir.
—Si eso es lo que busca tu tía no tienes nada de que preocuparte, Albert. Te amo; mi alma, mi mente y mi cuerpo te pertenecen por completo.
—De la misma forma en la que yo te pertenezco a ti —cuando se alejaron lo suficiente de la mirada de los invitados, Albert tomó sus manos entre las suyas y les dio un beso.
—¿Deberíamos volver a la fiesta?
—Quedémonos aquí un momento. Aún no sé si podré soportar que Oliver Kane siga mirándote de esa forma.
—Albert…
—Ven, amor. Consuela mi alma.
Sonriendo, los dos se movieron hasta quedar escondidos detrás de una pared y ahí la besó hasta arrancarle el aliento.
Elroy Andrey pensó que se moriría de vergüenza cuando vio a su sobrino caminar al lado de esa huérfana. Pero el disgusto fue mayor al escuchar las palabras de Oliver:
—Es una pena, Elroy. Candy es muy bella y nada me haría más feliz que cortejarla, pero no mencionaste que ya estaba comprometida.
—¿De qué estás hablando? Esa muchacha es libre.
—Tal vez por el momento, pero es obvio que tu sobrino está perdidamente enamorado de ella; no me sorprendería escuchar muy pronto las noticias sobre su boda.
La mujer palideció. Elisa tenía la misma expresión en el rostro, como si la mera idea le causara repulsión.
—Te garantizo que eso no va a pasar nunca, Oliver.
—¿Por qué no? Si ella hace feliz a tu sobrino no deberías ser un obstáculo entre los dos.
—Tal vez no entiendes mis razones y tampoco me molestaré en explicarlas, solo debes saber una cosa.
—¿Qué?
—William tendrá que pasar por encima de mi cadáver si quiere casarse con esa muchacha.
NOTAS:
¡Hola! Me da muchísimo gusto leerlas de nuevo por aquí; mil gracias por todos sus maravillosos comentarios, espero que este nuevo capítulo les haya gustado mucho. Me encantaría saber qué opinan o qué piensan que va a pasar con nuestros rubios ;) Les mando un abrazo y muchísimas bendiciones.
¡Nos leemos pronto!
