—¿Me estás pidiendo que recreemos nuestro enfrentamiento? Eres más morboso de lo que aparentas, niño.
El ruso lo taladró con una mirada fiera y llena de resolución. Milo se aclaró la garganta sin disimular su nerviosismo; llegados a este punto, no cabía la opción de echarse atrás. La situación entre ambos se había vuelto insostenible. A partir de lo que sucediera en el pasaje que cruzaba Escorpio, sus vidas cambiarían de manera radical: se convertirían en enemigos, en compañeros, o…
"En amantes".
—No te preocupes, Milo. Será un proceso catártico —contestó el ruso, tras unos instantes en silencio.
El griego alzó las cejas, desconcertado.
—¿Y si en el último momento te arrepientes? —le preguntó—. ¿Lo has pensado?
—No lo haré y espero que tú tampoco lo hagas. Cuando emprendo un camino, no sé dar marcha atrás. Como ya te dije, es algo innato en mi signo —replicó Hyoga con una mezcla de determinación y tristeza—. Y ahora, si me disculpas, voy a cambiarme de ropa.
El ruso dejó un tenue rastro de Polvo de Diamante en el pasillo mientras Kharthian emitía suaves destellos en asonancia. Milo se quedó quieto, observando cómo Hyoga tomaba el uniforme de su adorado Maestro entre sus manos y cerraba la puerta de su dormitorio.
"Lo elegiste como rival digno. En el combate ejecuté tu Juicio, maldita cabrona metálica. ¿Por qué cojones ronroneas cuando lo tienes cerca?"
Purgó el exceso de energía de la armadura con un pulso cósmico y sintió, por vez primera, el agotamiento producto de un día lleno de dificultades. Entró en la Casa y se fue directo al cuarto de baño. Se refrescó la cara y el cuello con la mano izquierda, dejándolo todo salpicado de agua.
"Me siento viejo. Viejo y derrotado".
Se sentó en la taza del váter y apoyó la mano herida en el lavabo. Cuando abrió la puerta del armario para sacar el botiquín, se dio cuenta que lo había dejado en el dormitorio el día anterior.
"¡Por los putos cojones de Alcibíades! ¡Joder!".
Tanto las vendas como las tijeras y los cicatrizantes estaban sobre la silla de su dormitorio. Se reprendió mentalmente por ser tan descuidado y tan estúpido. Si no hubiera llevado a Hyoga a la terma, la estatua de Camus aún seguiría en pie y sus nudillos, intactos. Su plan sin fisuras de espantar al Cisne no había salido como esperaba. El ruso no solo se había reafirmado en la idea de quedarse en Escorpio hasta el día de la investidura; también fue capaz de poner a Milo en tal estado de enajenación mental que estuvo a punto de clavarle la Aguja entre los ojos.
"Si Aioria se entera que traté de atacar a un compañero por haber tocado el tema de Acuario, me partirá en dos y no de la manera divertida".
Sacó de su zulo de emergencia un paquete de cigarrillos y un mechero. Encendió uno y de una calada consumió la mitad. El humo hizo arder sus pulmones, pero le concedió clarividencia ante una situación absurda. Estaba harto de extrañar a Camus. En el fondo, Hyoga tenía razón: jamás entendió al caballero de Acuario, ni sus acciones ni sus silencios, y todas esas preguntas sin respuesta se habían convertido en la mortaja que aún llevaba encima, como una segunda piel.
Sacudió la cabeza y lanzó un gruñido de desesperación. No podía quedarse todo el día sentado en el cuarto de baño. La mano le dolía como si se la hubiera machacado con un martillo hidráulico, lo que significaba que el veneno estaba trabajando a toda velocidad. Avanzó hacia el dormitorio, pero cuando iba a tocar la puerta, se detuvo, con el corazón palpitando a un ritmo frenético.
"¿Qué cojones estás haciendo, Milo? No sentiste miedo ni cuando aquel hijo de puta mató a toda tu familia. ¿Por qué ahora reaccionas así?"
Subió varios puntos la velocidad de su cosmos y volvió a la cocina. No podía negar el placer que había sentido cuando Hyoga le curó la mano, pero no tenía tanta sed como para apagarla entre las nalgas de Ganímedes. ¿Le gustaría follárselo? Sí. Varias veces, además. Era un crío precioso, con una boca idónea y un culo prieto y perfecto para el sexo. Pero abrir esa puerta significaba un billete directo hacia el desastre más absoluto. Lo mejor para ambos es que Hyoga se marchara a Acuario y lo dejara en paz.
Metió la mano bajo el agua fría y le puso una compresa de hielo encima. Trató de invocar la Aguja, pero no lo consiguió. Las falanges se mantuvieron intactas, sin deformarse. Chasqueó la lengua; estaba cansado y los preliminares de un combate siempre lo ponían nervioso. Si se calmaba, el veneno actuaría con mayor velocidad y su puntería sería perfecta. Como siempre.
Hyoga abrió la puerta del dormitorio y salió vestido únicamente con el pantalón del uniforme de su Maestro. Todo el mapa de Escorpio brillaba en su piel, un lienzo blanco y puro, salpicado de bermellón y carmesí, con la cruz cristiana como elemento disonante. El ruso se acercó al griego, que apuraba las últimas caladas de su cigarro y lo miró a los ojos.
—Estoy listo.
Vestido de aquella manera, Hyoga era una réplica rubia del caballero de Acuario. Milo sintió su corazón deshacerse lentamente y sin remedio. En ese momento fue consciente de que el agujero que tenía en su interior jamás se llenaría, que el dolor lo ahogaría y que nada de lo que hiciera podría evitarlo.
"Has llegado muy tarde, niño. Yo seré quien te libere de este amor enfermizo. Morirás en Acuario y yo moriré en Escorpio. Es lo mejor para ambos".
—En el momento en que dispare las Agujas, no habrá marcha atrás —le dijo mientras se levantaba del taburete y se dirigían al pasillo—. Tendrás que estarte quieto. La precisión es muy importante. Si fallo, yo…
—No es la primera vez que me clavas las Quince —replicó el ruso.
—No, no es la primera vez. Será la segunda, obstinado de los cojones —contestó el griego. ¿En qué momento pensó que era una buena idea curarlo con su ataque más devastador?—. En la pelea no tenías el veneno, tu cosmos se mantenía al ralentí a causa de las horas que estuviste en el bloque de hielo. Hay un montón de factores que…
El ruso se detuvo junto al tótem de Escorpio, se giró y lo encaró, invadiendo su espacio vital.
—El resultado final me da igual, Milo. De una forma o de otra, te librarás de mí. Funcione o no, dejaré de sangrar, y por fin me habrás ofrecido la cura que tanto te he suplicado. Me iré y ya no seré tu responsabilidad.
Milo abrió la boca, atónito. Frente a él se mostraba un nuevo Hyoga, distinto al que lo había desarmado con sus lágrimas, con sus cuidados al estilo dorio, como el joven amante que limpia las heridas de rodillas, en posición sumisa. ¡Qué estúpido había sido! ¡Al final todo era una trampa urdida por un puto Acuario, el heredero de Camus!
—¡Pero qué cara más dura! —Milo alzó la voz, cada vez más enfurecido—. ¡Mi responsabilidad es que salgas caminando hacia el Templo Patriarcal y te pongas esa puta armadura! —gritó—.¡No cuentes conmigo para suicidarte! —le clavó el dedo en el pecho—. Jodido manipulador, ¡eres peor que tu puto Maestro!
Hyoga se apretó el puente de la nariz y suspiró cansado. Milo creyó que lo había convencido y que por fin había entrado en razón. Se equivocó.
—Te voy a confesar la verdad, Milo y me importa una mierda si me atacas con la Aguja o no —le respondió casi de puntillas. El griego retrocedió, perdiendo terreno—. Utilicé la carta del Maestro para que no pudieras echarme de tu Casa, porque desde hace años siento tu puto veneno corriendo por mis venas, destrozándome cada día que no podía verte, obligándome a soñar contigo, a desear sentirte adentro, a gemir tu nombre cada vez que me toco. Porque sí, Milo —le clavó el dedo varias veces en el pecho. Las cicatrices comenzaron a abrirse y a sangrar—. Tu imagen activa en mí una pulsión sexual completamente antinatural que choca contra los preceptos de mi Casa. Tú quieres que me vaya, y yo quiero irme. Me has dejado bien claro que prefieres amar a un muerto y yo estoy cansado de adorar cadáveres. ¿Quieres echarle la culpa al veneno, a mi Casa, a mi ascendencia o a mi color de pelo? ¡Perfecto, porque yo no pienso arrastrarme más!
El griego sintió cómo el ataque del Cisne impactaba contra sus defensas y las partía en pedazos. Milo explosionó su cosmos hasta el Séptimo Sentido con tal violencia que las ollas y cacerolas de la cocina se cayeron de los armarios y armaron un estruendo impresionante. Hyoga alzó el suyo a la misma velocidad y Cygnus acudió a la llamada de su dueño, cubriéndolo de platino y dorado.
—¡Pulsión sexual antinatural! —Las palabras de Camus salían de la boca de su discípulo como saetas, que se clavaban en su pecho rompiéndolo cada vez más. Milo se hundía en un mar de sangre y no había tabla donde agarrarse—. ¡Hijo de la gran puta! —lo señaló, con los guantes dorados despidiendo zarcillos de cosmos—. Seguro que tu virginal Maestro debe estar retorciéndose en su tumba si supiera que te pajeas frente a su puto amante.
Hyoga lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y estalló en carcajadas. Milo se quedó completamente helado ante su reacción.
—¿Pero qué cojones…?
Hyoga se quitó la tiara y la dejó sobre el pedestal vacío de Escorpio mientras se seguía riendo. Kharthian se mostraba tan rebosante de energía por vibrar en asonancia junto a una de sus hermanas divinas, que Milo apenas podía contener la estática de sus láminas. Intentó aplacarla con pequeños pulsos de sus dedos, pero la armadura lo ignoró por completo.
—¿No te das cuenta de lo irónico de la situación, Milo? —preguntó Hyoga con una sonrisa tétrica. Se soltó los engarces de las alas y dejó que se estrellaran contra el suelo, mientras buscaba la loseta sobre la que había caído en aquella ocasión—. ¡No lo dejas descansar en paz porque no quieres pensar en otra cosa! ¿Cuándo vas a entender que hay otra salida, aparte de la de ir a besar su lápida?
—¡No puedo dejarlo descansar en paz porque tú vas a continuar con su envenenado legado! —le gritó el griego, señalándolo con el dedo.
Hyoga se sentó en el suelo, vestido con la faldilla, los avambrazos, las grebas y los escarpes. El Polvo de Diamante refractaba cada haz de luz del cosmos del griego en miles de rayos, como una lámpara estroboscópica. Milo apartó las piezas de Cygnus con el pie y bombeó la mano derecha para que la Aguja apareciera en su dedo. Las falanges se deformaron para canalizar su ataque con un dolor conocido, que lo conectó de nuevo a tierra.
—¿Qué me queda, entonces? —replicó el Cisne, mirándolo desde su posición—. ¿Adorarte en silencio? ¿Sangrar cada vez que te vea? ¡Estoy harto de desearte y que tú siempre digas que mis sentimientos son producto del veneno! —no dejaba de moverse, con las piernas abiertas y el uniforme blanco cubierto de sangre—. Pues tengo que confesarte, Milo, que otra cosa no sabré hacer, pero cuando amo, me entrego por completo y estoy harto de que me rechaces. Así que te libero. ¡Te libero de ser tu discípulo! —Le gritó fuera de sí—. ¡Quema la carta, inyéctame la puta cura y déjame ir a morir a Acuario!
El griego sintió ganas de estamparle la cabeza contra la pared. Ya no le importaba si al disparar tocaba algún punto vital o no. ¿Quería la puta cura? Milo se la proporcionaría aunque se lo llevara por delante. Si Hyoga moría, él terminaría sus días en la mazmorra más oscura del Santuario y la idea, por primera vez, no le pareció tan disparatada. Sería un final perfecto para una vida llena de dolor y de muerte. Se echó la capa hacia atrás y se arrodilló en el mismo punto donde le había aplicado Kalb al Akrab, el disparo que había evitado que se desangrara y continuara luchando. Lo sujetó por la cintura, lo encajó contra el muslo y el pecho y lo miró a los ojos con determinación.
—Muy bien, puto suicida. Espero que tengas a mano el óbolo para el Barquero, porque vamos directos a presentarle nuestros respetos.
—Ya no tengo miedo —dijo el ruso mientras lo agarraba con fuerza—. Tenerte tan adentro es una agonía sin final.
Milo alzó el brazo, en busca de la primera de las estrellas. Tenía las falanges completamente deformadas, convertidas en canalizaciones óseas para que el flujo de energía pudiera brotar libre del interior de su cuerpo, sin fundir su piel y sus huesos. Sin embargo, sintió un ardor en su pecho que lo obligó a detenerse.
"No, Kharthian. No puedes estar hablando en serio. Ya lo elegiste rival digno y ejecuté tu Juicio. No puedes pedirme que lo ejecuté otra vez".
La piedra roja que había sido engastada en Kharthian por el Divino Forjador de Armaduras por orden de la propia Atenea comenzó a brillar en el peto. Su energía fue un revulsivo para el aura del griego, que mutó del dorado rojizo al bermellón más puro. Su cabello bailaba enfurecido por las corrientes cósmicas. El viento barrió las piezas de la armadura de Cygnus, con un tintineo que se sumó al crepitar y chasquear de las láminas de Escorpio, que pulsaba rebosante de poder.
"Estoy involucrado emocionalmente, Kharthian. No seré un buen ejecutor de tu Juicio".
—¿A qué estás esperando? —le preguntó el Cisne, muy cerca de su cara—. ¿Quieres que te suplique otra vez?
—Cállate —respondió Milo.
—¡Dispara, maldita sea! —le increpó con la mano agarrada a su capa y el rostro crispado—. ¡Yo no tengo miedo! —las lágrimas comenzaron a brotar furiosas de sus ojos mientras su labio inferior temblaba—. ¡No tengo miedo porque he aceptado que te amo!
—¡Cállate de una puta vez!
La piedra ardía en su pecho como un incendio forestal descontrolado. Milo apretó los dientes, cerró los ojos y dejó que Kharthian tomara el control de su brazo.
"Termina con esto, jodida cabrona metálica".
—Acrab.
Hyoga lanzó un gemido ahogado cuando sintió el impacto de la Aguja en el deltoides frontal derecho. La estrella alojada sobre el nervio axilar se anegó de veneno y se opacó.
—Fang.
Los ojos de Hyoga se iluminaron con el fuego de la locura por vez primera al recibir el golpe en su pectoral mayor izquierdo. El veneno se expandió por los nervios pectorales como un torrente. El Cisne se retorció contra el muslo de Milo pero no se quejó.
—Dschubba. Dime, Hyoga, ¿rendición o locura?
El Cisne sonrió sin poder controlar los temblores de su cuerpo. La herida en su músculo angular de la escápula expulsó un pequeño chorro de sangre y se oscureció, apagando la estrella correspondiente.
—Ya estoy loco —le dijo—. Por tí.
Milo meneó la cabeza con su cosmos completamente desatado. Las luces y sombras en el rostro de Hyoga magnificaban su sufrimiento.
—Estás loco por el veneno y ni siquiera eres consciente —gruñó el griego—. Paikauhale —susurró con los ojos cerrados, permitiendo que Kharthian gobernara sus movimientos y ejecutara su Juicio. El impacto en su glúteo medio le atravesó el ilión como una fecha. Los nervios inguinales se contrajeron cuando el veneno los infectó con su fuego. Hyoga gritó de dolor y se retorció entre sus brazos, pero no pidió clemencia. Al contrario, se mantenía en su idea de que el amor que sentía no era producto del veneno, empujando a Milo a continuar con sus ataques.
—¡Libérame! —lo retó de nuevo, tirando de la capa, que ya tenía manchas de sangre—. ¡Hazlo de una puta vez!
—Al Niyat —Milo atravesó el diafragma y tras él, la columna vertebral del Cisne. El nervio frénico se encharcó de veneno. Hyoga tosió y boqueó, en busca de aire. El griego sabía que su ataque lo estaba asfixiando, y que si él se lo pedía, haría todo lo posible por detenerlo, pero en los ojos del Cisne solo había determinación.
—¿Esto… es todo lo que tienes? —Esbozó una sonrisa y tosió de nuevo. En respuesta, Milo apuntó a su siguiente objetivo.
—Lessath, Shaula —invocó ambas estrellas y disparó una ráfaga doble que impactaron en las piernas del Cisne. El tibial anterior izquierdo y el peroneo lateral largo derecho sufrieron la furia del Juicio de Kharthian.
—Dime, Hyoga —volvió a preguntarle, sin dejar de mirarlo. Aquel crío había quebrado su fe, y ahora quebraba la de la propia armadura con su testarudez, obligándolo a juzgarlo por segunda vez—. ¿Muerte o locura?
El Cisne se contrajo de dolor, tosió y escupió sangre por la boca, pero no flaqueó.
—Yo… te amo —le dijo, sin dejar de mirarlo—. Te ofrezco… mi vida y ni siquiera… has valorado el…
—Pipirima, Iklil —Milo atravesó el abductor izquierdo y el recto femoral derecho, anegando de veneno el nervio femoral y el ciático. Hyoga convulsionó entre sus brazos, ahogado por la tortura del Juicio de Kharthian.
—Detén esta locura, Hyoga —volvió a insistirle—. Solo tienes que pedírmelo—. Ni siquiera había pensado que aquello no era revertir el ataque; Milo debería haber empezado por Kalb al Akrab, el corazón del Escorpión, el punto estrellado donde había que inyectar una fuerte cantidad de ketamina para continuar con las Quince comenzando con Antares, pero Kharthian se había negado. Lo juzgaba por segunda vez, abriendo un camino inexplorado ante él—. ¿Muerte o locura?
—No quieres… amarme —gimió mientras la sangre asomaba por su boca, en su nariz, en sus oídos. Milo notó sus ojos llenos de lágrimas. ¡Cuánta devoción mostraba Hyoga, incluso en los últimos instantes de su vida! El griego sintió que había desperdiciado la suya, amargado en su cueva y expulsando a todo el mundo de su lado. Le habría gustado creer que había una oportunidad para él para amar, para sentirse querido, pero el odio, el dolor y la tristeza lo habían engullido por completo.
Ya era demasiado tarde, pero si el Cisne se lo pedía, Milo haría un último esfuerzo: sus últimos ataques serían rápidos y precisos.
Así podrían morir los dos.
—Sargas, Xamidimura, Larawag.
Kharthian disparaba con eficiencia mientras Milo se desangraba bajo la armadura. Los impactos destrozaron las rótulas y los meniscos del Cisne, encharcando los nervios tibiales y el safeno. La crueldad de los ataques contrastaba con la imagen que proyectaba en las paredes y suelo del Templo. La constelación de Escorpio teñía las piedras milenarias, convirtiéndolo en un planisferio de una belleza sobrecogedora.
—Ahora… soy libre —fue la respuesta de Hyoga.
—Wei, Jabbah.
En aquel punto, Milo comprendió que Hyoga tenía razón. Ejecutando el Juicio, Milo lo liberaría y se liberaría a sí mismo. En aquel estado, cuando Kharthian le obligara a disparar Antares, el griego se quedaría vacío de energía y posiblemente el agujero que se había formado en su interior lo engulliría para siempre. Su fé se quebró de nuevo al contemplar la devoción y la entrega del Cisne entre sus brazos. Sus ojos lloraron sangre mientras Hyoga se retorcía de dolor. Tenía las piernas destrozadas, casi todos los nervios principales anegados de veneno y con los puntos estrellados completamente opacos.
El Cisne estiró la mano, atrapó la melena del espartano y tiró hacia abajo de ella. Estiró el cuello para alcanzar su oído, mientras la armadura brillaba con tanta intensidad que el griego parecía un ser de luz.
—Soy libre… para amarte.
—¡Antares!
Milo lo besó mientras Kharthian disparaba la Aguja a través de su cuerpo. La energía atravesó músculos, tendones y huesos dejándolos completamente inservibles. El griego ya no tenía fuerzas para aplicar Kalb al Akrab. Hyoga moriría entre sus brazos consiguiendo la salida que había buscado con tanto tesón y Milo lo seguiría, logrando un final para tanto dolor acumulado, un descanso de una vida que había sido injusta con él desde el momento de su nacimiento, convirtiéndolo en uno de los Doce Originales, destinados a luchar en las guerras entre dioses.
El ruso respondió al beso con los últimos coletazos de vida. Milo se aferró a su cuerpo mientras sentía cómo sus propios músculos se convertían en gelatina. Su boca tenía el regusto metálico de la sangre, apenas era capaz de ver y le pitaban los oídos. Sin embargo, podía percibir la energía cósmica de Hyoga, de un blanco tan puro que lo cegó por completo. Su cuerpo se relajó y su respiración se aceleró.
"Te amo".
Esas habían sido las palabras del Cisne antes de que la mano que le sostenía uno de los mechones de pelo resbalara por su peto y cayera sobre las baldosas. Lo había conseguido. Era libre para volar, sin las ataduras terrenales, el Kódikas, el deber y la Casa. Las placas de Kharthian se fueron desprendiendo y se ensamblaron sobre su tótem, para custodiar los cuerpos de dos hombres que no habían sido capaces de solucionar sus problemas con la Casa Circular.
Sin embargo, aunque Milo notaba cómo las fuerzas habían abandonado su cuerpo y el dolor lo laceraba por todas partes, su alma estaba en paz por primera vez en mucho tiempo. Por fin podría ver a sus padres y a su hermana, abrazarlos y descansar en paz. Tras treinta años de padecimientos y guerras, había llegado el momento de retornar a sus orígenes.
Ahora era libre.
