La madera del escritorio está fría, contrasta con el aliento caliente que roza su cuello.

Hinata se estremece ante un nuevo empujón. Él no tiene prisa, se hunde y sale cómo si estuviera recorriendo a propósito cada una de sus terminaciones nerviosas.

Él le da, ella lo acepta.

La tela de su capa está entre sus dedos: gruesa y áspera, cómo la voz que llama su nombre cuando se derrama en su interior.

Él se aparta. Ella se cubre. Y entonces otra vez no significa nada.

No la mira mientras sale de su oficina.

Ella no se atreve a despedirse, temerosa de romper las normas tácitas de su acuerdo silencioso.

Tan abnegada, tan patética.

El remordimiento llega puntual mientras sale del pasillo.

Se plantearía terminar con esto cada vez. Pero igual volvería. Siempre lo hacía.

Luego, al encontrarse con su esposa la saludaría fingiendo una sonrisa. Se atormentaría con la culpa al mirar en sus ojos verdes.

Igual va a verlo al día siguiente.

Él se acerca, hipnotizándola con sus ojos azules. Ella lo recibe con las piernas abiertas.

Porque esto era todo lo que él podía ofrecerle y ella lo necesitaba.