Los personajes de Crepúsculo pertenecen a Stephenie Meyer, la trama de esta historia es completamente mía.


Capítulo 5

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Fueron a casa en la camioneta después del albergue. Bella estaba incómoda, pero no porque Edward estuviera en su vehículo, sino porque tenía hambre. Se sentía fatigada y el cinturón de seguridad apretaba su abdomen. Llevaba muchas horas sin comer y el bebé estaba empecinado en manifestar su disgusto.

Edward pareció notar su incomodidad porque la hizo detenerse a unas pocas cuadras cerca de una estación de servicio, donde había un local de comida china.

—¿Te gusta la carne mongoliana?

La boca se le hizo agua, y no era una forma exagerada de decirlo. Tuvo que tragar saliva para no babear delante de él. No era una persona carnívora, pero de repente ansiaba mucho la carne.

—Y arroz chaufa. —contestó, imaginándose el banquete en su cabeza.

Edward sonrió.

—Por supuesto.

Lo esperó en la camioneta con el cinturón desabrochado y aprovechó ese momento de soledad para mirarse en el espejo retrovisor, notando un poco pálidas las mejillas. Se estiró en el asiento y abrió la guantera donde guardaba su estuche de maquillaje.

Esta semana no tuvo mucho tiempo para ponerse más bonita, entonces sacó su rubor en polvo, una brocha y comenzó a dar toquecitos de color rosa en el hueso de las mejillas. Algo de iluminador por aquí, un brillo en los labios y listo.

Desde que esperaba al bebé el rubor era su único aliado. Los primeros meses vomitaba cada mañana y no tenía ánimos de arreglarse, luego sentía que nada le quedaba bien. Su cara se hinchó, su nariz se ensanchó y el brillo en los ojos que decían tener las mujeres embarazadas no era suficiente para sentirse bonita.

El rubor la hizo verse más presentable.

Se echó otro rápido vistazo en el espejo antes de que Edward se acercara con las cajas de comida. El olor a especias la noqueó de tal manera que podría haberse puesto a comer allí mismo.

Una caja de carne mongoliana, otra de arroz chaufa, pollo agridulce y wantán frito.

La boca se le hizo un océano de nuevo.

Edward acercó una de las cajas hacia ella, contándole lo que había comprado, e incapaz de contenerse, inhaló el vapor agridulce que emanaba de la caja. Tenía una especie de picante y cítrico, como naranja.

Naranja.

Lo olfateó otra vez, lo suficiente para recordar una naranja jugosa. La saliva se arremolinó tanto en su boca que por más que tragaba por su garganta volvía a salivar. Luego encendió el motor.

—¿Te importaría acompañarme a un lugar?

No esperó a que Edward contestara, simplemente salió del aparcamiento y condujo hasta la plazoleta donde estaba el único supermercado de Forks. Le dijo que esperara un momento y bajó con las llaves en la mano.

Entró y se dirigió rápidamente a la sección de frutas. No le tomó mucho tiempo encontrar las naranjas, grandes y jugosas, cerca de un escaparate. Pesó la fruta y pagó en la caja, luego se fue a toda prisa hasta la camioneta. El olor de la comida la envolvió otra vez.

—¿Naranjas? —preguntó Edward.

Ella le restó importancia encogiéndose de hombros.

—El bebé las quiere.

Le gustaba echarle la culpa por todo.

La luz ya había regresado cuando llegaron, lo que era un alivio, porque no quería pasar otra noche en la oscuridad. Era realmente tenebrosa por las noches, así que mientras Edward llevaba la comida a la mesa, ella subió la escalera en busca de las cartas.

Al bajar dejó las cartas en la mesa y fue hasta la cocina donde Edward revisaba el lavaplatos.

—¿No has tenido problemas con esto de nuevo?

Lo encontró agachado, su cabeza metida en la puerta del lavaplatos. Se le vino el recuerdo de Edward todo mojado por el sifón y rápidamente sacudió la cabeza.

—Sale poca agua de la llave, nada más. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

—No, ninguno, solo me aseguraba que estuviera bien. —contestó— Tengo un amigo que sabe arreglar estas cosas, dijiste que tenías otros desperfectos. Puedo darte el dato, si quieres, a menos que ya tengas a alguien que venga.

Bella no estaba concentrada. Salivaba, pero no por Edward, sino por las naranjas en la bolsa cerca de él.

—Sí, me gustaría ese contacto. Gracias.

Buscó el exprimidor manual de su abuela y lo utilizó para sacar el jugo de las naranjas. Apenas sacó un poco de jugo del recipiente se lo tomó de un viaje para seguir con el resto. Su cara se arrugó cuando lo tomó, haciendo una mueca de asco.

Edward acababa de levantarse del suelo cuando la vio taparse la boca con una mano. Se acercó despacio, como si Bella fuera una bomba de tiempo.

—¿Qué te pasa?

Los ojos de Bella se llenaron de lágrimas. Luchaba con todas sus fuerzas para evitar la arcada.

—El jugo… la naranja. —gimoteó— Quiero el zumo.

Edward miró las naranjas, luego a ella.

—¿Y esas son…?

Una lágrima rodó por su mejilla. Debía de pensar que era una tonta por llorar por una naranja, pero la realidad era que quería vomitar.

—¿Te puedo pedir un favor? —su cara enrojeció, notó un ardor en la garganta— ¿Me puedes… preparar … zumo de naranja?

La miró incrédulo, como si no acabara de entender lo que le estaba pidiendo. ¿No era eso lo que estaba haciendo? Pero él no entendía las mañas de embarazadas, aunque ella tampoco.

No era primera vez que le entraban ganas de vomitar por algo que ella misma preparaba. La leche con plátano fue uno de sus primeros antojos, pero no había manera de que pudiese tomarla si lo licuaba ella, así que un día tuvo que llamar a la puerta de su vecina y preguntarle gentilmente si podía apretar el botón de la licuadora por ella.

Después ya no tuvo que hacerlo. La vecina le llevaba leche con plátano todas las mañanas.

Edward no puso ninguna objeción y simplemente la hizo a un lado para cortar las naranjas a la mitad y sacarles el zumo. Lo vio hacerlo todo el tiempo que ella trataba de tragar la saliva alrededor de su boca. Después de varias respiraciones profundas, por fin noto que las nauseas la abandonaban.

—¿Quieres con azúcar?

—No, así nada más. Gracias.

Coló el zumo y lo revolvió con una cuchara antes de dárselo. Se tomó el jugo de una sola vez, notando el ardor de lo ácido en su garganta. Edward la miraba todavía con incredulidad y algo parecido a una sonrisa en sus labios.

—Alice también vomita su propia comida. —contó con diversión— No sé a qué se debe, pero es gracioso.

—Créeme, no tiene nada de gracioso.

Él se echó a reír, ella lo miró con mala cara y de repente hizo algo que la dejó perpleja; estiró la mano y le limpió una esquina de la boca. Parecía haber sido un acto reflejo, porque tan pronto se dio cuenta de lo que hizo, la pequeña sonrisa en sus labios desapareció.

Como Bella no dijo nada al respecto, ambos ignoraron el pequeño impasse con bastante rapidez.

—Olvida llevar su jugo, señor Cullen.

Él hizo rechinar sus dientes, volviendo a la cocina otra vez.

—No me llames señor Cullen. —pidió— Suena como mi padre.

—¿Puedo llamarte Edward entonces? ¿No es eso irrespetar a la autoridad?

—No llevo uniforme, y estoy en tu casa comiendo, supongo que podemos obviar las formalidades.

Ella sonrió, aunque le gustaba llamarlo señor Cullen.

—De acuerdo, Edward. No te olvides tu jugo.

Se sentaron uno frente al otro en la mesa para comer y disfrutaron la comida en silencio, dejando de lado las cartas por el momento.

—Entonces… —Bella tragó la comida, pensando en qué otro trozo de pollo agridulce agarrar— ¿Crees que tu abuelo y mi abuela eran amantes?

Edward le dio una mirada, apoyando los brazos en la mesa. Llevaba una camiseta deportiva apretada, luciendo sus bíceps. No iba a fingir que no se le iban los ojos.

—Es lo único que se me viene a la mente por ahora.

—¿De casualidad no tienes fotos de tus abuelos?

—No, mi padre se crio en el orfanato. No tiene tantos recuerdos y lo poco que sabe es lo que le dijeron las monjas, que tampoco es mucho. —contó— Sé que su padre trabajaba en una constructora, su madre limpiaba casas y vivían en Seattle.

Bella asintió, reflexionando por un momento.

—Ellos se conocieron en una estación de tren. —dijo, y en seguida aclaró— Mi abuela y tu abuelo.

Esa era información nueva para Edward, entonces Bella le enseñó las cartas, la de su abuela donde mencionaba la estación de tren y la de su abuelo contestándole.

—Me hace mucho sentido. Sé que viajaba en tren a menudo por el trabajo. Mi padre tiene recuerdos de eso.

—¿Sabes qué creo? —Bella apartó el tenedor y aclaró su garganta— Se enamoraron, pero tu abuelo estaba casado, entonces le prometió a mi abuela dejar a la tuya y luego tuvo ese accidente de coche.

—Bueno, suena lógico.

Quedaban tres cartas, así que decidieron abrir la siguiente. Era de la abuela de Bella en 1954.

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Querido Edward:

Espero que hayan pasado unas hermosas navidades. Sé que no me lo pediste, pero le envié un presente al pequeño Carlisle, espero que se encuentre mejor de salud. No entiendo mucho el correo, pero sé que le di bien tu dirección. Me hubiese gustado que estuvieras aquí, pero ya tendremos más navidades juntos.

Tengo tu regalo conmigo, así tienes una excusa para venir a verme.

Tuya, BS

Y cuando creía que tenía toda la historia resuelta, de repente nada tenía sentido otra vez.

—¿Entonces mi padre conocía a tu abuela?

Bella carraspeó. No entendía nada.

—¿Cómo alguien le envía un regalo al hijo de su amante? No tiene sentido. Quiero decir, claro que se puede, pero ¿no es eso demasiado descarado?

Edward se echó a reír.

—Tal vez… estás viendo todo esto de una manera más romántica. —dijo al mismo tiempo que abría la siguiente carta, firmada por Edward Cullen— Tal vez no tiene nada de romántico, o quizá sí, pero eso no significa que estuviera bien.

Por supuesto, tenía todo el sentido del mundo. Él era casado, ella una viuda que enviaba regalos al hijo de su amante a la misma casa donde vivía la esposa. ¿Quería marcar territorio? ¿Qué supiera que ella existía? Antiguamente la esposa no se separaba con tanta facilidad por un engaño como lo haría una mujer hoy en día.

Y además su abuela no era una blanca paloma. Puede que en las fotos de joven y en las mismas cartas se viera como una mujer cálida, amorosa, pero no conocía su corazón.

Quizás ese mal amor no la hizo cambiar y volverse amargada, sino que siempre fue así.

Tenía que dejar esta obsesión por ella.

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Querida B:

A diferencia de la mayoría de nuestras cartas, esta vez no necesito enviártela por correo. Estoy escribiéndola mientras duermes al lado mío.

Tienes un sueño profundo, mi amor, porque por más que te hablo no despiertas. Me estoy riendo y ni siquiera te inmutas.

Disfruté mucho pasar estos días maravillosos contigo. Atesoraré estos momentos cada noche antes de volverte a ver. Pero sabes que necesito irme, y sabes perfectamente también que volveré.

Te daré un último beso mientras duermes, y entonces me marcharé.

Hasta nuestro próximo encuentro.

Tuyo, E.

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Bella ya no quería pensar más. Era demasiado obsesivo y no tenía sentido, así que se levantó un momento y fue a buscar un vaso de agua. Edward se quedó allí leyendo la carta de nuevo, tratando de buscar respuestas.

Era peor que estar leyendo un libro porque al menos los libros sí tenían final.

¿Por qué le importaba tanto conocer esa historia? Nunca sabría con exactitud lo que pasó porque no estuvo allí para vivirla por ella. Nunca sabrá lo que pensaba ni lo que sentía, por mucho que quisiera darles un significado a esas palabras.

Tal vez era hora de dejarlo así y olvidarlo. No era como si fuera a condenarla ahora que estaba muerta.

Pero algo en su corazón se negaba a dejarlo ir.

Sacó un vaso de la estantería, sintiéndose tan agotada e inquieta que sabía que tendría problemas para dormir. Notaba el corazón acelerado, como si hubiese llegado a la cocina corriendo.

Abrió el grifo del lavaplatos para llenar el vaso de agua, justo en el momento en que un reflejo desaparecía por la ventana.


Tan misteriosos estos abuelos, Bella no puede atar cabos. ¿Y qué es ese reflejo?

Gracias por leer y quedarse hasta el final. Que pasen un lindo fin de semana.

Nos leemos pronto, besos!