Cuando todo estaba en su contra, cuando la soledad lo envolvía, luchó. Solo, frente a enemigos que ansiosamente esperaban ver su sangre correr. Solo, en medio de un silencio que dolía más que cualquier herida, combatió contra aquellos que alguna vez había amado. Familia, amigos... todos ahora sus enemigos.
En sus ojos se reflejaba la ira, un deseo insaciable de acabar con él, de vengarse.
Su corazón, alguna vez ingenuo y lleno de esperanza, había sido golpeado con la traición. Quien consideraba su hermano, en quien había depositado su fe más ciega, le asestó el golpe más bajo. Creyó en su bondad, creyó que podía confiar en él, pero su mente estaba quebrada, y él, ciego de lealtad, no lo vio.
Le ofreció una oportunidad, una última, para redimirse, para recorrer el camino del bien. Pero el precio que pagó fue demasiado alto.
Eso pensaba él, perdido en el frío y cruel cosmos, vagando inconsciente en la inmensidad del vacío, donde sólo las calurosas estrellas brillaban, indiferentes a su sufrimiento. Su cabello rubio, alguna vez vivo y lleno de energía, flotaba apagado, su brillo desvanecido. Una cicatriz atravesaba su ojo derecho, un recordatorio permanente de su dolor.
Su cuerpo, en un momento de desesperación, se tensó. Un dolor abrasador lo recorrió, señal de una transformación que no podía evitar. En un último intento de autopreservación, algo emergió de su frente, del lado derecho: un cuerno curvado hacia arriba, símbolo de su destino maldito.
En su mano izquierda, con los nudillos blancos por la presión, apretaba algo que le resultaba familiar. Una vieja bandana, desgastada por el tiempo y las batallas, amenazaba con desintegrarse. Apenas quedaba un trozo de metal, y en el centro, el símbolo de la Hoja estaba casi completamente borrado.
Un largo suspiro escapó de sus labios, resonando en el vacío infinito mientras flotaba en el letargo de su viaje interminable. Hacía ya demasiado tiempo que había dejado atrás su planeta natal, un lugar que ahora sólo existía en su memoria como una sombra distante. No quedaba nada para él allí, nada salvo recuerdos amargos y cicatrices invisibles. Se había marchado para cumplir un solo propósito: erradicar a los Otsutsuki, los que habían torcido su destino.
Cuando finalmente cumplió su misión, no sintió satisfacción. No, lo que le invadió fue un vacío helado, profundo, tan negro como el abismo por el que vagaba. Sin embargo, era mentira decir que no sintió nada. Entre la muerte y la destrucción, había encontrado algo más: confusión.
Porque no todos los que cayeron bajo su espada eran monstruos. Entre ellos había seres que, aunque nacidos en la oscuridad, no habían elegido el mal. Almas nobles, honestas, que no deseaban causar daño. Pero eso no importaba. No para él. No cuando el riesgo era tan grande.
No se permitió dudar. Con una frialdad gélida, eliminó a todos los que se interpusieron en su camino. No se detuvo a discernir entre culpables o inocentes. No podía permitir que quedara nadie con la suficiente fuerza para vengarse.
No podía permitir que el ciclo de violencia y sufrimiento se perpetuara. Mató a cada uno de ellos. Sin piedad. Sin remordimiento. Al menos eso quería creer.
Con cada muerte, algo dentro de él se fue desmoronando. Su empatía, su compasión, su humanidad… se erosionaron, convertidos en cenizas, hasta no quedar más que polvo. Y en su lugar, un monstruo había nacido. Un ser sin emociones. Un guerrero sin alma.
El niño que había sido alguna vez… estaba muerto.
Después de un letargo que parecía eterno, viajando entre estrellas muertas y galaxias marchitas, despertó. Sus ojos no eran los mismos. El azul que alguna vez reflejó la vida y el espíritu ahora era pálido, casi espectral, bordeando el blanco. Las escleróticas, ahora teñidas de un negro absoluto, eran el reflejo del vacío que sentía dentro. Esa mirada que alguna vez fue curiosa e inocente, ahora sólo transmitía una calma peligrosa, una serenidad implacable que escondía un abismo.
Él estaba exhausto. El peso de sus actos lo había consumido, tanto en cuerpo como en mente. Pero su misión había terminado. El universo, por ahora, estaría en paz. Y él… él podría descansar. O al menos, eso creía.
Frunció el ceño, sus pensamientos vagaban por caminos oscuros y distantes. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había abandonado todo. No le importaba. El tiempo no tenía sentido en la soledad en la que estaba sumido. Siempre había estado solo, desde que todo comenzó. Desde la traición.
Pero entonces, algo sucedió. Sintió el calor húmedo correr por su rostro. Lágrimas. Lágrimas que no comprendía. Lágrimas que no esperaba. Cerró los ojos, apretando los puños, intentando contener una tormenta que no sabía que existía. No necesitaba preguntarse por qué lloraba. Lo sabía. En el fondo, lo sabía.
Eran por ellos. Por aquellos a quienes había dejado atrás. Por su familia. Por la familia que lo había traicionado… o por la que él mismo había traicionado. ¿Era lo mismo, al final?
Y, sin embargo, el monstruo que había crecido dentro de él… también lloraba.
Mientras las lágrimas caían lentamente por su rostro, él cerró los ojos, dejando que el silencio del cosmos lo arrastrara hacia un recuerdo lejano, un fragmento de una vida diferente.
Allí estaba él, apenas un niño, corriendo entre las enormes rocas que rodeaban las cabezas esculpidas de antiguos líderes. Sus manos, manchadas de pintura, trazaban insultos apresurados sobre las severas facciones de piedra. Lo hacía rápido, pero no con diversión, sino con frustración. En sus ojos había algo que no se veía en la sonrisa traviesa que adornaba su rostro. Se detuvo un momento, mirando la figura de su padre que se acercaba, su sombra extendiéndose a medida que el sol descendía.
El niño apretó los labios y de un salto evitó que su padre lo alcanzara.
—¡No me atraparás, viejo! —gritó, el viento silbando en sus oídos mientras sus pies apenas tocaban la tierra.
Su padre, a unos pasos detrás, alzó una mano pero no llegó a rozar a su hijo. Se detuvo por un segundo, el ceño fruncido, pero la sonrisa en su rostro era leve, casi inexistente, una sombra de lo que una vez fue.
—Maldición, Boruto —murmuró, más para sí mismo que para el niño. Sabía que podía alcanzarlo si realmente lo intentaba, pero el cansancio lo pesaba, no solo en los músculos, sino en el alma. Su espalda, encorvada por la responsabilidad, ya no era la del joven que soñaba con convertirse en Hokage.
El niño giró sobre su talón, burlándose en silencio mientras esquivaba otro intento de su padre por atraparlo. Un brillo de desafío en sus ojos. No había risas esta vez. No había juego.
—Tienes un largo camino que recorrer, hijo mío —dijo Naruto al fin, con una voz entrecortada por el esfuerzo.
—¡No me importa! —gritó el recién nombrado Boruto, el eco de su voz rebotando contra las rocas. Sus pies se detuvieron en seco, pero sus manos temblaban, aferradas a los lados de su camiseta. La rabia apenas contenida lo impulsaba, pero no era una rabia salvaje; era una rabia triste.
No quería ganar, no esta vez. Solo quería ser visto. Su padre estaba ahí, a unos metros, y aun así parecía tan lejano, como si cada paso que daba hacia él solo lo empujara más lejos.
El progenitor, con los ojos entrecerrados, no alcanzaba a ver lo que realmente se reflejaba en la mirada de su hijo. Pensaba que era solo un niño jugando. "Siempre travieso", solía decir. Pero el joven sabía más, sentía más. Su hermana, la familia... estaban perdiendo algo. Algo importante, algo que el niño intentaba desesperadamente mantener unido con sus pequeñas manos, mientras las grietas crecían más y más cada día.
El hombre sonrió, una sonrisa que no era del todo suya. Se lanzó hacia Boruto, pero este desapareció en una nube de humo, dejando solo el vacío tras de sí.
Cuando el humo se disipó, el joven estaba de vuelta, en el presente. Los recuerdos se agrietaban como vidrio roto, desapareciendo a medida que la realidad lo envolvía.
Abrió los ojos y sintió el peso del pasado sobre sus hombros. Aquella sonrisa brillante de su padre, aquella esperanza infantil, ahora eran fantasmas, ilusiones que ya no significaban nada.
En su mente, las palabras de su yo más joven resonaban con amarga ironía.
"Si alguna vez llego a ser tan fuerte como él, seré mejor", se había prometido.
Pero en el espejo oscuro del cosmos, solo podía ver el reflejo de lo que nunca quiso ser.
El monstruo en que se había convertido.
Suspiró profundamente, sintiendo cómo el peso de sus decisiones, de sus errores, se desvanecía temporalmente. Sus mejillas se arrugaron levemente cuando liberó el cansancio acumulado en su cuerpo. Los músculos que se habían tensado en ese modo instintivo de autopreservación finalmente cedieron. Por un momento, sus hombros se soltaron y el peso sobre su pecho pareció desaparecer.
Los tatuajes, aquellos extraños y ominosos patrones que se extendían como raíces oscuras por su lado derecho, relucían sutilmente bajo la luz tenue que se filtraba entre las estrellas. Su origen, la mano derecha, brillaba tenuemente.
En el centro de su pecho, un rombo marcado justo sobre su corazón parecía latir con una energía sombría, el vestigio de una herida que alguna vez pudo haber sido mortal. Ahora solo era una cicatriz.
Sin vacilar, alzó la mano. Con esfuerzo, concentrándose a pesar del agotamiento que lo dominaba, creó un portal. Aún no completamente despierto, entró en él, y el mundo a su alrededor cambió con una violencia abrumadora. El portal se cerró tras él, bruscamente, cortando cualquier rastro de aquel cosmos frío e inhóspito.
De inmediato, los olores del bosque lo abrumaron, envolviéndolo en una sensación familiar, casi olvidada. El aire fresco, las hojas de los árboles, la tierra húmeda... todo lo llenó de una nostalgia que lo golpeó de repente.
Había estado tanto tiempo lejos de su hogar, lejos de cualquier lugar que pudiera llamarse naturaleza. El frío vacío del cosmos y los paisajes desolados de los planetas de los Ōtsutsuki se desvanecieron en su mente, reemplazados por la vibrante vida que lo rodeaba.
Boruto miró a su alrededor, desconcertado al principio, pero pronto comprendió dónde estaba. Los enormes árboles antiguos que se elevaban por encima de él eran casi como gigantes protectores, y el bosque le resultaba conocido. Sin embargo, algo estaba diferente. El chakra, la energía que siempre fluía por él, no era la misma. No sentía el flujo habitual en el aire.
En su lugar, había algo... distinto. Esta energía era más vibrante, más viva, casi como si la tierra misma tuviera conciencia.
Era desconcertante, pero también pacífico. el joven permitió que su cuerpo se relajara por completo. El cuerno que antes había brotado de su frente había desaparecido, y su cabello, ahora de nuevo salvaje y de punta, se movía suavemente con la brisa.
Los extraños ojos que había desarrollado como consecuencia de su transformación en Ōtsutsuki también se habían desvanecido. Ahora, en su lugar, brillaban profundos ojos zafiro, apagados pero hermosos, rodeados por escleróticas blancas.
Apoyó la espalda contra un árbol, dejando que su cuerpo descansara en la seguridad que le brindaba ese rincón del mundo. Sus ojos, por fin normales, contemplaban la vibrante vida a su alrededor. El verde brillante de la hierba, el viento que susurraba entre las hojas. Era como un abrazo silencioso de la naturaleza.
Ya no lloraba. Las lágrimas habían dejado de caer. No le quedaba nada más por lo cual llorar. Con una serenidad inesperada, dejó que sus pensamientos se calmaran.
Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, cerró los ojos sin sentir la amenaza de un enemigo acechando. En esa breve tregua, su consciencia comenzó a desvanecerse, cayendo lentamente en el mundo de los sueños.
La paz era un alivio, un bálsamo que había buscado durante tanto tiempo. Pero mientras él se sumía en el descanso, sombras se movían entre los árboles. Ojos cautelosos lo observaban desde la distancia, figuras silenciosas que estudiaban al extraño, al guerrero que dormía bajo los árboles, sin saber si era un amigo o una amenaza.
Pero por ahora, él no lo sabía. Por ahora, solo descansaba.
