Sora se encontraba en el jardín del palacio, rodeada de flores que solían alegrar su día, pero hoy la belleza a su alrededor solo parecía resaltar su tristeza. Sentada en un banco de madera, se balanceaba ligeramente, con la mirada perdida en el horizonte. Natsuko, su suegra y madre de Yamato, la encontró en ese estado y decidió acercarse.
—Sora —llamó Natsuko, con una voz suave y maternal—. ¿Qué te pasa, querida?
Al escuchar su nombre, Sora levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Natsuko, cargados de preocupación.
—Natsuko —susurró, sintiendo que las lágrimas amenazaban con caer—. Estoy tan triste. Yamato no me presta atención. Lleva semanas lejos de mí y... y está tan enojado.
Natsuko se sentó a su lado, con una expresión comprensiva. —Lo sé, Sora. Yamato está pasando por un momento difícil. Ha estado lidiando con muchas cosas.
—Pero no puedo vivir sin él —protestó Sora, sintiendo un nudo en la garganta—. Cada día que pasa sin que hablemos, siento que se aleja más de mí.
Natsuko la miró con empatía, entendiendo el dolor de la joven. —Es comprensible que te sientas así. El amor que sientes por él es profundo. Pero a veces, las personas necesitan espacio para procesar sus emociones.
—No quiero espacio, quiero a Yamato —respondió Sora, con frustración en su voz—. No entiendo por qué no puede perdonarme.
Natsuko suspiró, sabiendo que la situación era complicada. —Voy a intentar hablar con él. Convencerlo de que te dé una oportunidad para explicar lo que sucedió. No quiero que pierdas la esperanza.
Sora sintió una chispa de esperanza al escuchar las palabras de Natsuko. —¿De verdad harías eso por mí?
—Por supuesto —asintió Natsuko—. Eres parte de esta familia, y quiero que todos estén bien.
—Gracias, Natsuko. No sé qué haría sin ti —dijo Sora, sintiéndose un poco más ligera.
Natsuko le sonrió, un gesto cálido que iluminó el jardín. —No te preocupes. Haré lo posible para que Yamato escuche lo que tienes que decir. Mereces ser feliz.
Sora asintió, aunque el peso en su corazón seguía ahí. Pero al menos, tenía la esperanza de que Natsuko pudiera ayudarla a reconectar con el hombre que amaba.
Alice aguardaba en sus aposentos, expectante de la visita de su esposo, Daigo Pashá. Las últimas semanas habían sido tensas en el palacio; los rumores y los comentarios sobre las decisiones de Yamato en torno a las provincias se expandían entre los sirvientes y los consejeros. Cuando finalmente Daigo entró en la habitación, Alice notó de inmediato la expresión sombría en su rostro.
—Daigo, ¿qué sucede? —preguntó, frunciendo el ceño con preocupación—. Has tenido esa cara desde que volviste de la reunión con Yamato. ¿Qué te dijo?
Daigo suspiró, como si el peso de la noticia que estaba por darla le quemara la lengua.
—Yamato ha tomado una decisión respecto a las ganancias que obtuvimos de Egipto —explicó en tono bajo, evitando mirarla a los ojos.
Alice se inclinó hacia él, sintiendo una mezcla de ansiedad y curiosidad.
—¿Y? —presionó, impaciente— ¿Qué hará con ese dinero? Nos hace falta para mantener las cuentas en orden. Sabes lo mucho que necesitamos esas ganancias, Daigo.
—Lo sé, Alice, créeme que lo sé. Pero… Yamato decidió asignar esas ganancias a Hungría. —La voz de Daigo tembló al decirlo, consciente del impacto que causaría en su esposa.
Alice se quedó inmóvil por un momento, intentando procesar las palabras de Daigo. Su mirada pasó de la sorpresa a la incredulidad y luego al enojo. Finalmente, apretó los puños, incapaz de contener la rabia que se desbordaba en su pecho.
—¿Hungría? —repitió con voz gélida— ¿Hungría, Daigo? ¡¿Cómo puede ser que Yamato haya decidido entregarle ese dinero a Rika y su incompetente esposo?!
Daigo intentó calmarla, pero su tono sereno no hizo más que avivar el enojo de Alice.
—Alice, por favor, escúchame. Esto no es una decisión que yo haya tomado, y tampoco es algo que pueda cambiar. Yamato ya lo decidió. Dice que Hungría necesita esos fondos para mejorar la infraestructura y promover el comercio en la región. Al parecer, Rika y Mitsuo presentaron un informe destacando sus logros, y Yamato quedó impresionado.
Alice soltó una risa amarga.
—¿Logros? ¿Me estás diciendo que Yamato se tragó esa farsa de Rika? —espetó con desprecio—. ¡Logros! Lo único que han logrado esos dos es fingir ser competentes para obtener beneficios. ¿Cómo puede Yamato ser tan ingenuo?
Daigo la observaba con una mezcla de preocupación y resignación. Sabía que discutir con Alice en ese estado no iba a llevar a nada bueno, pero también entendía las razones detrás de su frustración.
—Alice, sé que es difícil para ti aceptar esto, pero no podemos hacer nada. Yamato confía en Rika y en sus habilidades para gestionar Hungría. Además, a ojos del consejo, ellos están haciendo un buen trabajo. Por eso Yamato decidió premiarlos.
Alice soltó un suspiro exasperado, cruzando los brazos y girándose de espaldas a Daigo. Su mirada estaba fija en la ventana, aunque su mente estaba en otro lugar, intentando pensar en cómo manejar la situación.
—Necesitamos ese dinero, Daigo —murmuró, sin mirarlo—. No solo para las cuentas de la provincia, sino… ya sabes por qué lo necesitamos. Hay huecos en los registros, y no tenemos fondos suficientes para cubrirlos.
Daigo asintió, pero su expresión reflejaba una mezcla de culpa y vergüenza. Ambos sabían que habían desviado fondos en el pasado y que, sin una inyección de dinero, la provincia de Alejandría se vería en serios problemas financieros.
—Lo sé, Alice —respondió en voz baja—. Pero no podemos hacer nada al respecto. Si intentamos cuestionar la decisión de Yamato, solo levantaríamos sospechas. Y si alguien descubre esos desvíos...
—¡Oh, por favor! —interrumpió Alice, girándose para enfrentarlo—. No me digas que tienes miedo. ¿Desde cuándo eres tan cobarde, Daigo? Deberías haber luchado por ese dinero, habérselo exigido a Yamato. Pero, en cambio, te quedaste en silencio y permitiste que se lo diera a esos… impostores.
—No es tan sencillo como crees —respondió Daigo con voz tensa, intentando mantener la calma—. Si Yamato ya tomó una decisión, mis palabras no lo harían cambiar de opinión. Sabes bien que cuestionarlo frente a los demás solo nos pondría en una posición vulnerable.
Alice lo miró con una mezcla de desdén y frustración. Sentía que la situación se le escapaba de las manos, y cada vez que pensaba en cómo Rika se beneficiaba mientras ellos lidiaban con problemas financieros, su rabia aumentaba.
—Esto es increíble —exclamó, apretando los puños—. Rika, la hija perfecta. Siempre obteniendo lo que quiere, ¿verdad? Y nosotros, mientras tanto, nos hundimos en problemas porque a nadie le importa Alejandría. ¡Esto es una injusticia, Daigo! ¿Cómo puedes quedarte tan tranquilo?
Daigo intentó acercarse a ella para calmarla, pero Alice dio un paso atrás, rechazando su intento de consuelo.
—No lo entiendes, Daigo —susurró con voz temblorosa—. Esta no es solo una decisión injusta; es una humillación. Es como si Yamato y Rika se complacieran en vernos fallar, en vernos luchar sin ayuda alguna. Y tú… tú simplemente lo aceptas.
Daigo suspiró, agotado de la discusión y consciente de que cualquier intento por hacerla razonar sería en vano.
—Alice, te entiendo, pero hay decisiones que simplemente no podemos cambiar. La política del imperio no se mueve por caprichos, y Yamato tiene sus propios motivos para confiar en Rika. Lo que necesitamos es tiempo para reorganizar nuestras cuentas, encontrar otra manera de solucionar nuestros problemas.
Alice lo miró un instante, con una mezcla de tristeza y rabia en sus ojos. Sin decir más, se dirigió a la puerta con pasos firmes y decididos, dejando a Daigo solo en la habitación.
—Alice, espera… —murmuró Daigo, pero su esposa ya había salido del lugar, cerrando la puerta con un golpe que resonó en el pasillo.
Alice caminó con paso firme por los pasillos, su mente ocupada en pensamientos llenos de resentimiento y frustración. Rika, siempre Rika. Parecía que, sin importar lo que hiciera, ella siempre salía victoriosa.
Natsuko caminó por los pasillos del palacio, decidida a encontrar a su hijo. La preocupación la había llevado a tomar la decisión de hablar con Yamato sobre Sora. Sabía que la situación entre ellos había llegado a un punto crítico, y sentía que debía intervenir.
Al llegar a la habitación de Yamato, tocó la puerta con suavidad. Él la invitó a entrar sin mirar.
—Hola, madre —dijo Yamato, con la voz cargada de frustración mientras observaba un mapa extendido sobre la mesa.
Natsuko se sentó frente a él, notando su expresión tensa. —Yamato, necesito hablar contigo sobre Sora.
Yamato levantó la vista, su mirada fija y seria. —No tengo nada que decir sobre ella. Estoy cansado de sus juegos y sus mentiras.
Natsuko sintió un apretón en su corazón. —Pero Sora se siente devastada. Está sufriendo por lo que sucedió y creo que merece otra oportunidad. Han estado juntos tanto tiempo…
—¿Y eso qué importa? —interrumpió Yamato, su tono elevado—. No puedo simplemente olvidar lo que hizo. Perder un hijo no es algo que se pueda perdonar fácilmente.
—Lo sé —respondió Natsuko, hablando con calma—. Pero también sé que Sora se ha dado cuenta de sus errores. No está aquí para hacerte daño. La última vez que hablé con ella, estaba muy arrepentida. Merece la oportunidad de explicarse.
Yamato cerró los ojos por un momento, sintiendo la lucha interna que se libraba en su mente. Recordó todos los momentos felices que había compartido con Sora, su risa, su alegría, y cómo habían planeado un futuro juntos. Pero la traición lo había marcado de una manera que no podía ignorar.
—No sé si puedo hacerlo, madre. El dolor es demasiado —murmuró, con la voz cargada de conflicto.
—A veces, el amor requiere perdón —dijo Natsuko suavemente—. Si no le das otra oportunidad, siempre vivirás con el remordimiento de no haberlo intentado. ¿Qué pasará si te das cuenta de que realmente la amas?
Yamato se pasó una mano por el cabello, sintiendo el peso de la decisión sobre sus hombros. Las palabras de su madre resonaban en su mente, y luchó por encontrar un camino a seguir.
—Es difícil —admitió finalmente, dejando escapar un suspiro—. No estoy seguro de si estoy listo para enfrentarlo.
—Solo piénsalo, Yamato —dijo Natsuko, su tono lleno de amor y preocupación—. La vida es demasiado corta para dejar que el orgullo y el dolor nos controlen. Sora necesita saber que tiene una oportunidad, y tú también.
Después de un largo silencio, Yamato finalmente asintió, aunque no con convicción plena. —Está bien. Le daré una oportunidad… pero no prometo nada.
Natsuko sonrió con alivio, sintiendo que había logrado un pequeño avance. —Eso es todo lo que pido. Habla con ella. Escucha su versión.
—Lo haré —respondió Yamato, aunque en su corazón aún sentía una mezcla de dolor y desconfianza. Pero al menos, estaba dispuesto a intentarlo.
Alice caminaba por los pasillos del palacio, su mente inundada de envidia y frustración. Todo parecía irle de maravilla a Rika, mientras que ella, la sultana Alice, luchaba por obtener lo que tanto deseaba. Su hermana no solo gozaba de la estima del sultán, sino que también lograba ascensos para su esposo y reconocimientos constantes. La vida estaba siendo tremendamente injusta.
Mientras Alice cavilaba sobre esto, se detuvo al escuchar una discusión que provenía de una de las habitaciones. Reconoció las voces de inmediato: Rika y su esposo, Mitsuo Yamaki Pashá.
—¿Por qué estás tan orgullosa, Rika? —reclamó Mitsuo— Sí, logré que Yamato aumentara los fondos para Hungría, pero… ¿a cambio de qué? ¿Te has preocupado tú de lo que quiero yo?
Rika lo miró con el ceño fruncido, manteniéndose erguida y sin flaquear.
—Soy consciente de tus logros, Mitsuo, y me enorgullecen. ¡Pero si estás insinuando que te debo algo por ello, estás equivocado!
—¡Claro que me debes algo! —replicó Mitsuo, con una mezcla de frustración y desespero en su voz— He sido un buen esposo contigo, Rika. ¡Ni siquiera te he engañado con nadie más! ¿Es mucho pedir que actúes como mi esposa en todos los sentidos?
Rika lo miró con desprecio, un brillo de dureza en sus ojos.
—¿Engañarme? Eso es lo que corresponde, Mitsuo. Serme fiel es tu deber, no un favor hacia mí. No puedes exigir algo a cambio de cumplir con tus obligaciones.
La tensión en la sala era palpable. Alice, oculta tras una esquina, escuchaba cada palabra, sintiendo una mezcla de sorpresa y asombro. No imaginaba que Rika fuera tan fría, y a la vez, aquella actitud aumentaba su sensación de injusticia.
—¡Te trato con respeto! —continuó Mitsuo, alzando la voz— ¡Te doy tu lugar, soy leal, y aun así…! No respondes como una esposa. Ni siquiera me has dado un hijo, Rika. ¿Qué clase de matrimonio es este?
Rika le sostuvo la mirada, imperturbable, pero con una ira contenida.
—¡No insistas! —replicó con una frialdad cortante— Te lo he dicho antes, Mitsuo, y te lo repito ahora: no tendremos un hijo, y deberías estar acostumbrado a esa idea. No cambiaré de opinión.
La rabia de Mitsuo era evidente, pero parecía también derrotado. Sus manos temblaban de frustración.
—¿Eso es todo? —preguntó él con amargura— ¿Eso es lo que tienes para ofrecer como esposa?
Rika no respondió, y su silencio solo hizo que Mitsuo se girara y saliera de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par. Alice, oculta en la sombra, observó cómo su hermana se mantenía estoica, casi desafiante. En ese momento, la sultana Alice sintió cómo su frustración se intensificaba. Rika siempre conseguía todo: respeto, poder, y ahora hasta el control sobre su esposo, mientras ella seguía relegada a la sombra de aquella mujer a la que tanto envidiaba.
Mimi se encontraba en sus aposentos, intentando concentrarse en una labor sencilla, cuando una oleada de mareo la obligó a detenerse. La visión se le nubló por un momento, y un malestar intenso en el estómago comenzó a tomar el control. Sin poder evitarlo, Mimi sintió la necesidad de llevarse una mano a la boca y, tambaleante, se levantó para dirigirse rápidamente al borde del aposento, donde finalmente cedió a la incomodidad y vomitó.
Yoshino, quien estaba ayudando en las tareas del día, se sobresaltó al ver a su señora en ese estado. Con preocupación, se acercó para sostenerla, temiendo que pudiera desmayarse en cualquier momento.
—Sultana, ¿está usted bien? —preguntó Yoshino, colocándole una mano en la frente para comprobar si tenía fiebre. Mimi, sin embargo, solo apartó su mano con delicadeza y se mantuvo en silencio, respirando profundamente para tratar de calmar la sensación.
—Estoy… estoy bien —murmuró Mimi, aunque su tono y su palidez decían lo contrario. Yoshino la miró con escepticismo y ayudó a su señora a sentarse de nuevo.
—No me engañe, sultana —insistió la sirvienta con dulzura—. La he visto así durante días. Primero los mareos, luego la falta de apetito… y ahora esto. ¿Cuánto lleva sintiéndose así?
Mimi miró a Yoshino con cierta duda, pero luego asintió lentamente, admitiendo lo evidente.
—Llevo varios días… —se detuvo y cerró los ojos con fuerza cuando otro retortijón le recorrió el estómago. La preocupación en el rostro de Yoshino aumentó, y fue entonces cuando un pensamiento surgió en ambas al mismo tiempo.
—¿Sabes? Este estado me recuerda a los síntomas que tuviste en tus embarazos...—Yoshino murmuró la casi en un susurro, sin querer expresar en voz alta la posibilidad que se le cruzaba por la mente. Mimi, al escucharla, la miró con una mezcla de asombro y temor.
¿Qué? Mimi observó sorprendida a la kalfa.
—¿Crees que…? —Apenas se atrevía a formular la pregunta, su voz un susurro lleno de duda. Sabía que, con sus hijos pequeños, apenas había tenido tiempo para notar los cambios en su propio cuerpo, y la posibilidad de un nuevo embarazo no había cruzado por su mente hasta ese instante.
Yoshino tomó suavemente las manos de Mimi entre las suyas y le sonrió con cariño.
—Podría ser, sultana —respondió con un tono calmado—. Los síntomas son muy parecidos, y el cuerpo a veces nos da señales antes de que la mente pueda procesarlo.
Mimi sintió una mezcla de emociones que iba desde la sorpresa hasta una ansiedad creciente. Si realmente estaba esperando otro hijo, esto cambiaría muchas cosas en su vida, especialmente en el delicado entorno del harem. Aunque, por otro lado, tenía miedo. La última vez que quedó embarazada terminó en un problema horrible con Sora. Y aun recordaba lo difícil que había sido el embarazo de Izumi, el estrés y la presión de cumplir con sus deberes.
—Pero… —murmuró Mimi, como si aún no pudiera aceptarlo del todo. Yoshino la apretó levemente la mano, tratando de reconfortarla.
—Si esto es cierto, sultana, entonces debe tomarlo con calma y no preocuparse. Tendrá todo el apoyo necesario —dijo Yoshino con suavidad—. Tal vez sea mejor que un médico la examine para confirmar.
Mimi asintió débilmente, permitiendo que la calidez y la amabilidad de Yoshino la calmaran. No podía evitar la mezcla de temor y expectativa que la noticia le producía. ¿Qué pasaría si en realidad estaba esperando otro hijo?
Justo en ese momento, mientras Mimi intentaba calmar su respiración y asimilar lo que Yoshino le había dicho, la puerta de sus aposentos se abrió y Airu entró apresuradamente, con una expresión preocupada. Al ver a Mimi sentada, visiblemente agotada y todavía algo pálida, Airu dudó un momento en hablar, pero finalmente decidió que debía hacerlo.
—Sultana Mimi… —empezó con un tono bajo, casi con cautela—, siento interrumpir.
—Airu ¡que bueno que llegas! ¿puedes llamar a un médica?— Preguntó Yoshino— Necesitamos que atienda a Mimi.
—¿E?— Balbuceo la rubia— ¿Sucedió algo?
—No.—Respondió la pelirrosa— Es simplemente que Mimi quiere hacerse una chequeo.
—¿Puedes llamar a la médica?
La rubia hizo una mueca— ¿E? S-sí...lo haré...—Respondió— pero, antes, hay algo que… algo que creo que debe saber.
Mimi la miró, tratando de recomponerse, y asintió con un gesto leve. Airu se acercó, lanzando una mirada de preocupación hacia Yoshino, que todavía sostenía la mano de Mimi, antes de dar la noticia.
—En el harem todos están hablando sobre… sobre el sultán.
Mimi alzó una ceja: —¿Sobre el sultán?
Airu asintió.
—¿Qué ocurre con él?—Preguntó la castaña.
—Pu-pues...—Hablo con nerviosismo—Se comenta que esta noche… pasará con la sultana Sora —murmuró Airu, casi sin querer mirarla a los ojos.
La noticia cayó como un jarro de agua fría sobre Mimi. La sorpresa, el dolor, y algo parecido al miedo se reflejaron en su rostro. Sintió cómo el mundo parecía girar en torno a ella, cada palabra resonando en su mente con un eco que la paralizaba. No era extraño que Yamato visitara a otras mujeres en el harem, pero saber que estaría con Sora, quien aún era su rival y quien además había sido responsable de un incidente tan doloroso, la abrumaba profundamente.
—¿Con Sora…? —murmuró Mimi, sin poder ocultar el temblor en su voz. Su respiración se aceleró, y sus manos, aún entrelazadas con las de Yoshino, comenzaron a temblar ligeramente.
Airu asintió.
—¡Debe ser una mentira!— Exclamó la castaña.
—Al parecer no lo es.—Respondió la rubia—Todos comentan que, la sultana madre, organizó una cita para la sultana y el sultán.
¡No, esto no era posible!
—Sultana… —Yoshino intentó calmarla, apretando sus manos con firmeza para brindarle apoyo—. Tranquila, esto debe ser una simple cena.
—¿Simple cena?— Cuestionó Mimi— Acaso ¿no conoces a la sultana madre?
—Pu-pues...Sí, pero recuerde, usted sigue siendo la Bas Kadin. Nadie puede cambiar su lugar junto al sultán, ni siquiera la sultana Sora.
—¿Cómo, rayos, Yamato pudo aceptar esa cita? ¡Sabiendo todo lo que me hizo esa mujer!— Gritó Mimi— POr su culpa perdí a mi bebé.
—Sultana cálmese.—Habló Airu, sintiendo la tensión que crecía en el ambiente, intentó calmarla.
—¿Cómo quieres que me calme?— Preguntó Mimi— Esto es una muestra de traición.—Habló— ¡Yamato estará con la asesina de mi bebé!
—Sultana, usted sabe que, la sultana Sora es madre de su hijo mayor, por normas del harem, Yamato debe darle su tiempo.— Explicó Yoshino.
—¡Ni tiempo! ¡ni nada!
—Sultana Mimi, todos en el harem saben cuánto significa usted para el sultán y cuánto ha hecho por él y su familia. Esto… esto no significa nada —aseguró, aunque en su propio tono se adivinaba la duda.
Mimi trató de respirar hondo, de calmar la ansiedad que amenazaba con desbordarse. Sabía que debía mantener la compostura, que como Bas Kadin no podía permitirse mostrar debilidad, especialmente delante de sus sirvientas. Pero entre el malestar que había estado sintiendo, la noticia inesperada de un posible embarazo y ahora esta revelación, su cuerpo y su mente estaban al límite.
—Yo… no sé si… —murmuró Mimi, apenas consciente de lo que decía. La vista comenzó a nublársele, y las voces de Yoshino y Airu parecieron desvanecerse en la distancia.
—¡Sultana! —exclamó Yoshino al notar cómo el rostro de Mimi perdía todo color y su cuerpo se tambaleaba.
Antes de que cualquiera pudiera reaccionar, Mimi cayó desvanecida, sus delicadas manos soltándose de las de Yoshino, y su figura se desplomó suavemente en el suelo. Airu y Yoshino corrieron hacia ella, alarmadas, y ambas se apresuraron a levantarla con cuidado, intercambiando miradas de preocupación y desesperación.
—Debemos buscar ayuda —dijo Yoshino, intentando mantener la calma mientras acomodaba a Mimi con delicadeza.
Mientras tanto, en el harem, la noticia del desmayo de la Bas Kadin comenzó a propagarse rápidamente, llenando los pasillos con susurros y miradas preocupadas.
Alice yacía en su cama, mirando fijamente el dosel de seda que colgaba sobre ella. Los pensamientos sobre su hermana Rika y su esposo, Mitsuo Yamaki Pashá, la mantenían inquieta. A pesar de su desprecio hacia la aparente perfección de Rika, no podía negar la habilidad de Mitsuo. Él no era como el resto de los hombres que rodeaban a Yamato; había demostrado ser un administrador astuto y estratégico. Entre los aliados del sultán, él era el más capaz y, gracias a eso, había ganado cada vez más influencia y poder.
Alice suspiró, tratando de calmar su mente, pero los pensamientos sobre la última decisión de Yamato no dejaban de rondarle la cabeza. ¿Cómo era posible que, una vez más, Rika se beneficiara? Yamaki había logrado que Yamato aumentara las ganancias de Hungría, una hazaña nada despreciable, y ahora, con esos fondos, Rika y él tendrían recursos más que suficientes para engrandecer su provincia. Por otro lado, Alejandría seguía sumida en problemas financieros, y ni siquiera los constantes esfuerzos de Daigo por mantener las cuentas en orden podían evitar que cayeran en un estado delicado.
Sumida en sus pensamientos, apenas notó cuando Daigo entró en la habitación. Él cerró la puerta con suavidad, y sus pasos se acercaron a la cama. Alice giró la cabeza ligeramente, observándolo con expresión tranquila, aunque la tormenta de pensamientos seguía azotando en su mente.
—¿Sigues enojada? —preguntó Daigo en un susurro, sentándose a su lado.
Alice parpadeó, recordando la escena anterior y la frustración que había sentido.
—No —respondió finalmente, obligándose a sonreír—. Ya se me pasó.
Daigo le dedicó una sonrisa suave y se inclinó hacia ella, buscando sus labios en un beso. Alice correspondió al gesto de manera mecánica, dejando que él la besara. Pero en su mente, la imagen de Rika y Yamaki seguía presente, susurrando ideas y estrategias que apenas empezaban a tomar forma.
Mientras los labios de Daigo recorrían su cuello, Alice pensó en cómo Mitsuo Yamaki había logrado una posición tan favorable. A diferencia de su esposo, él sabía cómo manipular a la corte y cómo ganarse la confianza de Yamato. Ella siempre había considerado a Mitsuo alguien frío y calculador, pero, al parecer, esos mismos rasgos lo habían convertido en alguien poderoso.
Alice cerró los ojos un instante, preguntándose si habría una manera de sacar provecho de esa situación. ¿Sería posible acercarse a Yamaki y conseguir algún beneficio a través de él? Sabía que su hermana no sería un obstáculo; Rika siempre había estado ocupada en sus propios asuntos, demasiado centrada en su reputación y en mantener su imagen de hija perfecta.
Daigo acarició su rostro con ternura, interrumpiendo sus pensamientos. Ella abrió los ojos, encontrándose con la mirada amorosa de su esposo.
—Alice —susurró él—, sabes que siempre estoy aquí para ti.
Alice sonrió, intentando ocultar la frialdad que sentía en ese momento. Daigo la miraba con adoración, sin saber que su mente estaba muy lejos de él y de su afecto.
—Lo sé, Daigo —respondió suavemente, acariciando su rostro con los dedos.
Él volvió a besarla, pero esta vez Alice apenas sintió el contacto. Su mente ya estaba planeando los próximos pasos. Quizás no sería necesario confrontar directamente a Rika, pero sí podría intentar acercarse a Mitsuo, aunque fuera de manera indirecta. Yamaki era un hombre ambicioso, y sabía que él valoraba su posición tanto como ella valoraba la suya. Tal vez, si jugaba bien sus cartas, podría establecer una alianza ventajosa.
Mientras Daigo continuaba acariciándola, Alice se permitió imaginar los beneficios que podría obtener si conseguía ganar el favor de Yamaki. Con sus recursos y su influencia en Hungría, él podría ayudar a Alejandría a salir del estancamiento financiero en el que se encontraba. Claro, todo dependería de cuán dispuesta estuviera ella a negociar.
Daigo se apartó ligeramente, mirándola con una mezcla de afecto y curiosidad.
—¿En qué piensas? —le preguntó, sonriendo.
Alice le devolvió la sonrisa, ocultando cuidadosamente la frialdad de sus pensamientos.
—Solo en nosotros —mintió, acariciando el cabello de Daigo para mantener su atención en ella.
Él la besó una vez más, pero Alice ya no estaba realmente presente en ese momento. Su mente estaba en otro lugar, calculando las posibilidades, considerando cada opción. Sabía que tendría que actuar con precaución; Yamaki no era un hombre fácil de engañar, y un paso en falso podría poner en riesgo tanto a ella como a Daigo. Pero la recompensa bien valía el riesgo.
Mientras Daigo la abrazaba, Alice se permitió una última sonrisa, esta vez sincera.
Yamato se encontraba en su despacho, el aire pesado y tenso. Las sombras del atardecer se filtraban a través de las cortinas, dibujando patrones irregulares en el suelo. Se había sentado en su escritorio, el mueble de madera maciza era un refugio familiar, pero en ese momento no brindaba consuelo. Con la cabeza entre las manos, se perdió en sus pensamientos, reflexionando sobre la tormenta de emociones que le azotaba.
¿Debería perdonar a Sora? Esa pregunta resonaba en su mente como un eco interminable. La imagen de ella, tan dulce y encantadora en otros tiempos, se mezclaba con la realidad de lo que había sucedido. Su traición, la pérdida de su hijo, lo ahogaba en un mar de culpa y dolor. Recordaba su risa, los momentos compartidos y la calidez de sus abrazos, pero esos recuerdos se veían ensombrecidos por la reciente tragedia.
¿Cómo pudo dejar que esto sucediera? Yamato se recriminaba por no haber visto las señales, por haber confiado en alguien que ahora parecía haberlo traicionado de la manera más dolorosa posible. La decepción se instalaba en su pecho como una roca, y cada vez que pensaba en Sora, la frustración aumentaba. Había sido una madre para Kiriha, pero su papel como madre de su hijo no nacido se había desvanecido de manera irrevocable.
La imagen de Mimi irrumpía en sus pensamientos, iluminando su mente en medio de la oscuridad. Su risa, su fuerza, y la manera en que su mirada podía atravesarlo todo, incluso en los momentos más oscuros. Había encontrado en ella una luz, un refugio que jamás había imaginado necesitar. Mimi no solo había sido su amante; había sido su confidente, su apoyo, la persona que había estado a su lado en los momentos más difíciles.
¿Era justo arriesgar todo lo que tenían por Sora? A pesar de su traición, una parte de él aún sentía el impulso de perdonarla. ¿Pero a qué costo? Se preguntaba si Sora podría volver a ser la mujer que él había amado. Sin embargo, cada vez que intentaba recordar los buenos momentos, las imágenes de la tragedia lo golpeaban, dejándolo tambaleándose en una delgada línea entre el perdón y la condena.
El dolor se multiplicaba al pensar que Mimi había sufrido por culpa de Sora. ¿Podría alguna vez mirarla a los ojos después de lo que había pasado? Su corazón se llenaba de confusión al sopesar las opciones. ¿Era el cariño lo suficientemente fuerte como para superar esta traición? Sin embargo, si Sora regresaba, ¿qué pasaría con Mimi? Ella no merecía ser arrastrada a un caos que él había permitido.
Sora lo acompañó a lo largo de su vida, desde su juventud, pero su actualidad era diferente.
Yamato se miró en el espejo, el reflejo de su rostro mostraba la tensión que le envolvía. Se peinó el cabello con esmero, pero el gesto era más automático que un acto consciente. ¿Qué estaba haciendo? La idea de cenar con Sora lo llenaba de incomodidad, una sensación que le atizaba en el estómago. A pesar de que había decidido darle otra oportunidad, su corazón se rebelaba ante la idea de compartir un momento íntimo con alguien que había traicionado su confianza de la manera más dolorosa posible.
Se puso una camisa de seda de un tono oscuro, la que siempre había sabido que a Sora le gustaba. ¿Acaso eso tenía sentido? Con cada prenda que se colocaba, la duda aumentaba. El hecho de que iba a cenar con la mujer que había causado tanto dolor en su vida le parecía absurdo. Una parte de él luchaba por recordar por qué había tomado esa decisión, pero otra parte le gritaba que era un error.
Finalmente, dio un suspiro resignado y salió de su habitación, decidido a cumplir con su deber, a pesar de la incomodidad que lo acompañaba. Caminó por los pasillos del palacio, las paredes ricamente decoradas se volvían un eco de su propio conflicto interno. ¿Por qué no podía dejar de pensar en Mimi? Su imagen lo asaltaba a cada paso, la sonrisa sincera y el brillo en sus ojos lo mantenían en constante reflexión.
A medida que se acercaba a los aposentos de Sora, una presión en su pecho se intensificó, como si su corazón intentara gritarle que no debía ir. Miró hacia delante, al espacio que se interponía entre él y la cena, y de pronto, la decisión se hizo evidente.
Le faltaba menos de dos metros para llegar cuando una figura apareció frente a él. Era Gennai Aga, su consejero de confianza, que traía en su rostro una expresión de preocupación inusitada. Su respiración estaba agitada, y apenas logró hacer una reverencia rápida antes de hablar.
—Sultán… —dijo Gennai con voz apremiante—. Hay una emergencia en los aposentos de la sultana Mimi.
La noticia fue como un golpe para Yamato, quien se detuvo en seco, mirándolo con una mezcla de alarma y desconcierto.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, conteniendo la ansiedad en su voz.
—La sultana Mimi… —Gennai bajó la vista por un instante, mostrando un atisbo de nerviosismo—. Sufrió un desmayo, mi señor. Las sirvientas ya están con ella, pero me temo que su estado podría ser delicado. Me dijeron que llevaba días sintiéndose indispuesta, pero nadie pensó que llegaría a esto.
El corazón de Yamato dio un vuelco. Todo pensamiento sobre Sora, sobre la cena, sobre las dudas que lo habían atormentado, desapareció en ese instante. La idea de que Mimi pudiera estar en peligro lo llenaba de una urgencia que no se molestó en ocultar.
—Llévame con ella, de inmediato —ordenó sin vacilar, y sus pasos ya avanzaban con rapidez antes de que Gennai siquiera pudiera responder.
Takeru estaba sentado junto a una ventana amplia, con un libro entre las manos y su concentración fija en cada línea. Los rayos suaves del sol entraban a través del vidrio, iluminando las páginas y dándole un aire tranquilo. Sumido en la lectura, apenas escuchó el sonido suave de los pasos de Catherine acercándose hasta que ella se detuvo junto a él, mirándolo con una sonrisa amable.
—Takeru —murmuró ella en un tono dulce—, pareces muy concentrado. ¿Te gustaría que te diera un masaje? Podrías relajarte un poco.
Takeru levantó la vista del libro, un poco sorprendido por la propuesta. Era cierto que llevaba tiempo sin descansar realmente, y sus hombros comenzaban a sentirse tensos. Miró a Catherine, dudando, sin saber si era lo correcto aceptar algo tan íntimo. Había llegado a conocerla mejor con el tiempo, pero aún había una reserva dentro de él. Sin embargo, al notar la sinceridad en sus ojos, decidió que no había razón para desconfiar.
—Está bien —dijo, cerrando el libro con un ligero suspiro y dejándolo a un lado—. Supongo que podría relajarme un poco.
Catherine sonrió con calidez y se colocó detrás de él, apoyando sus manos suavemente en sus hombros. Takeru sintió el calor de sus palmas y cómo sus dedos comenzaban a masajear los músculos tensos de su cuello y hombros. Al principio, se mantuvo rígido, aún incómodo por la cercanía, pero pronto la habilidad y suavidad de Catherine hicieron efecto, y fue incapaz de resistirse a relajarse.
—Tienes demasiada tensión aquí —comentó Catherine, concentrada en su labor mientras aplicaba presión en los puntos que encontraba—. No es bueno que te exijas tanto.
Takeru sonrió levemente, aunque ella no podía verlo.
—Supongo que es cierto. A veces… me cuesta detenerme —admitió, dejando escapar un suspiro.
Catherine continuó el masaje en silencio, permitiendo que él se sumergiera en sus pensamientos, mientras ella seguía trabajando en aliviar sus tensiones. Por un momento, Takeru se permitió disfrutar de la calma y del toque reconfortante de sus manos.
Takeru se dejó llevar por el masaje de Catherine, sintiendo cómo la presión de sus manos comenzaba a aliviar la tensión que se había acumulado en sus hombros y cuello. Cerró los ojos por un momento, permitiéndose disfrutar de ese pequeño respiro en medio de la constante presión que lo rodeaba. Catherine tenía una habilidad especial para transmitir calma, y él se sorprendió de lo fácil que era bajar la guardia con ella cerca.
—¿Te sientes mejor? —preguntó ella, con una voz suave y dulce que resonaba como un susurro cerca de su oído.
—Sí, bastante —respondió Takeru, todavía con los ojos cerrados—. Creo que no recordaba lo bien que se siente… simplemente relajarse.
Ella sonrió al escuchar eso, y poco a poco, fue disminuyendo la presión de sus manos hasta que el masaje se convirtió en un roce suave. Takeru se percató de que Catherine estaba más cerca de lo habitual, sintiendo su respiración pausada justo detrás de él. Se tensó ligeramente, abriendo los ojos mientras trataba de procesar la repentina cercanía. Catherine, sin embargo, no se apartó; al contrario, se inclinó hacia él hasta quedar al nivel de su rostro, manteniendo sus manos en sus hombros de una forma que era a la vez reconfortante y provocativa.
—Takeru… —murmuró ella, con una intensidad en su mirada que él nunca había notado antes. Sus ojos lo observaban, estudiaban cada facción de su rostro, y Takeru sintió cómo su respiración se volvía irregular, su corazón latiendo un poco más rápido de lo habitual.
El nerviosismo lo recorrió al percatarse de la intencionalidad en los gestos de Catherine, y no supo cómo reaccionar. Había algo en su mirada, en la forma en que lo observaba, que le decía que aquel momento estaba a punto de dar un giro inesperado. Ella acercó aún más su rostro, tan cerca que Takeru pudo sentir el calor de su aliento rozándole los labios. Se quedó inmóvil, atrapado entre el deseo de corresponder y la duda que lo invadía.
—No sabes cuánto he querido decírtelo, pero… Takeru, tú eres todo lo que deseo —le confesó ella, en un susurro sensual, manteniendo su mirada fija en él mientras sus manos se deslizaban con delicadeza por sus hombros hasta llegar a su pecho.
Takeru tragó saliva, con la tensión apoderándose de él. Podía sentir la intensidad de sus palabras, de su cercanía, y aunque sus pensamientos trataban de mantenerse firmes, su cuerpo parecía reaccionar de forma contraria. Su respiración era irregular, y el nerviosismo hacía que sus manos, todavía apoyadas en su regazo, temblaran ligeramente.
—Catherine, yo… —intentó decir algo, pero las palabras se le quedaban atascadas en la garganta.
Catherine sonrió, notando su vacilación, y con un movimiento suave, deslizó una mano hacia su mejilla, acariciándola con ternura. Luego, sin esperar respuesta, acercó sus labios a los de él, eliminando la distancia que los separaba. Los labios de Catherine se unieron a los de Takeru en un beso lento, lleno de deseo contenido. Él sintió cómo su mente quedaba en blanco mientras sus labios respondían instintivamente, y una chispa de deseo lo envolvió, confundido y a la vez entregado a aquel momento inesperado.
Su nerviosismo no desapareció del todo; al contrario, lo envolvía y lo hacía sentir que estaba al borde de algo desconocido. Pero en esos segundos, se permitió olvidar las dudas y los miedos, respondiendo a Catherine con una intensidad que jamás habría imaginado.
Yamato entró rápidamente a la habitación de Mimi, encontrándola recostada en su cama, con el rostro pálido y una mano sobre su frente. El resplandor de las lámparas proyectaba una luz cálida sobre su delicado semblante, pero no podía ocultar la expresión de cansancio y dolor en su rostro.
—Mimi —murmuró él con preocupación, acercándose y tomando asiento al borde de la cama, mientras buscaba su mirada—. ¿Qué te sucedió? Yoshino me ha dicho que te encontraste indispuesta. ¿Estás bien?
Mimi entreabrió los ojos y forzó una sonrisa leve al verlo tan cerca, su voz era apenas un susurro, y su tono intentaba sonar despreocupado.
—Solo… me desmayé —dijo, restando importancia al asunto—. Me sentí un poco mareada, pero no es nada de qué preocuparse, mi sultán.
Sin embargo, antes de que pudiera continuar, Yoshino, quien estaba de pie junto a la cama con una expresión seria, intervino.
—Con el debido respeto, mi sultán, eso no es del todo cierto —dijo, mirándolo directamente—. No es la primera vez que la sultana se siente de esta manera. Lleva varios días experimentando mareos y malestares similares, aunque no nos lo ha querido decir claramente.
Yamato frunció el ceño y dirigió su mirada de vuelta hacia Mimi, quien evitó su mirada por un instante, como si temiera admitir la verdad. Finalmente, al ver que no podía ocultárselo, Mimi suspiró y asintió, aceptando las palabras de su sierva.
—Sí… es cierto. He tenido estos malestares últimamente, pero no es nada grave —confesó, intentando tranquilizarlo—. Solo he sentido un poco de debilidad, pero no pensé que fuera tan importante.
Yamato la observó, evaluando su expresión con preocupación evidente en sus ojos. Luego, miró a la médica, quien estaba esperando a un lado, lista para responder cualquier pregunta que pudiera tener el sultán.
—¿Qué opinas de esto? —preguntó Yamato a la médica, intentando mantener la calma, aunque la preocupación era evidente en su tono.
La médica se adelantó, con un rostro profesional pero también atento, y se inclinó respetuosamente antes de responder.
—Sultán, he estado revisando a la sultana Mimi y he notado ciertos signos que podrían indicar una falta de energía, que no es grave.
—¿No?— Preguntó el rubio— Entonces ¿por qué se desmayó?
La médica carraspeó suavemente, como si estuviera preparando el terreno para una noticia de mayor trascendencia. Yamato la miró, aún manteniendo la mano de Mimi entre las suyas.
—Mi sultán… —comenzó la médica, con una mezcla de seriedad y una leve sonrisa en sus labios—.Tras revisar a la sultana he descubierto que...la verdadera causa de los mareos y el malestar de la sultana no es algo grave.
Mimi y Yamato se miraron con extrañeza, un leve nerviosismo reflejado en sus rostros.
—¿De qué se trata? —preguntó Yamato, entre preocupado y curioso, buscando respuestas en el rostro de la médica.
La médica asintió y, tras una breve pausa, dijo:
—Sultán, sultana Mimi… está esperando un hijo.
El silencio llenó la habitación por un instante eterno. Mimi parpadeó, sorprendida, mientras la noticia calaba profundamente en su mente y corazón. Llevó una mano a su vientre, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Yamato, por su parte, quedó estático, asimilando la noticia.
—¿Un hijo…? —susurró Mimi, su voz llena de asombro. Luego, sus labios se curvaron en una sonrisa temblorosa—. ¿Estoy… realmente embarazada?
La médica asintió, confirmando con una mirada cálida.
—Así es, sultana. Está esperando un bebé. Los mareos y la debilidad son síntomas comunes en las primeras etapas del embarazo. Ahora entiendo que todo lo que ha experimentado es debido a este bendito acontecimiento.
Yamato, finalmente recuperando el aliento, soltó una leve risa de incredulidad y felicidad, y miró a Mimi con un brillo nuevo en sus ojos.
—¡Mimi! —exclamó suavemente, tomándole las manos con entusiasmo—. Vamos a tener un hijo.
Mimi asintió, sus ojos llenos de lágrimas de felicidad mientras apretaba suavemente las manos de Yamato.
—Es… una noticia maravillosa, mi sultán —susurró, sintiendo que el amor y la emoción la abrumaban.
Yamato la miró con ternura y acarició su mejilla.
—Gracias, Mimi —dijo, con una calidez que reflejaba todo el cariño que le tenía—. Este hijo será tan especial como tú.
Takeru sintió cómo la realidad lo golpeaba de golpe, haciéndole recobrar el control sobre sí mismo. Con una mezcla de sorpresa y arrepentimiento, se separó de Catherine, terminando el beso y dando un paso atrás. Aún respiraba con rapidez, tratando de procesar lo que acababa de suceder. Su mente volvía, invariablemente, a Hikari, y la culpa lo atravesó como una daga. Catherine, al verlo retroceder, mantuvo su mirada fija en él, sus ojos reflejaban confusión y un dolor contenido.
—Catherine… —comenzó Takeru, buscando las palabras adecuadas—. Esto… no está bien.
Ella permaneció en silencio, intentando comprender el motivo detrás de su rechazo. Sus ojos se llenaron de tristeza, y aunque intentó disimularlo, el dolor en su rostro era evidente.
—¿No está bien? —susurró Catherine, con un tono dolido que quebraba la quietud del cuarto—. Takeru, pensé que… que tal vez sentías algo por mí.
Takeru bajó la mirada, incapaz de soportar la expresión de tristeza en su rostro. Sus manos temblaban levemente mientras intentaba organizar sus pensamientos y expresarse con honestidad.
—No es por ti, Catherine. No es que tú hayas hecho algo mal —le aseguró, mirándola con una mezcla de ternura y arrepentimiento—. Soy yo. Mi corazón… está en otro lugar.
Catherine apretó los labios, asimilando lo que acababa de escuchar. Era una respuesta que no esperaba, y su expresión mostraba un rastro de decepción que Takeru deseó poder borrar. Pero era la verdad; sus sentimientos estaban irremediablemente ligados a Hikari, y cualquier intento de estar con otra persona solo le causaría más confusión y conflicto.
—Entonces, es ella… Hikari, ¿verdad? —preguntó Catherine en un susurro, con la voz rota pero esforzándose por mantener la calma.
Takeru asintió lentamente, su mirada sincera aunque llena de culpa. No quería herirla, pero también sabía que no podía mentirle.
—Sí, Catherine. No sería justo contigo ni conmigo si intentara ignorarlo. Hikari es… ella es la persona que realmente ocupa mi corazón.
Catherine asintió, luchando contra las lágrimas, y esbozó una sonrisa débil, aunque el dolor era evidente en su expresión.
—Lo entiendo, Takeru. Solo… pensé que, quizás, podría hacerte sentir lo mismo.
Takeru le dedicó una mirada profunda, llena de gratitud y respeto.
—Eres una mujer increíble, Catherine. No mereces menos que alguien que esté dispuesto a darte todo lo que yo no puedo. Alguien que te valore por todo lo que eres. Pero yo… no soy esa persona, y no sería justo que pretendiera serlo.
Catherine, en lugar de irse de inmediato, lo miró con un leve atisbo de esperanza en sus ojos.
—Takeru… —dijo suavemente—. Sabes que un príncipe otomano puede tener más de una mujer, ¿verdad? —Su voz era un susurro lleno de ternura y comprensión, como si le diera permiso para no tener que elegir entre ella y Hikari—. No tienes que renunciar a nada.
Takeru la observó en silencio, sintiendo la presión de sus palabras. La verdad era que en el tiempo que habían compartido, había llegado a tomarle un gran cariño. Catherine era una buena persona: amable, atenta y siempre dispuesta a hacerlo sonreír. Sin embargo, en su corazón, algo se negaba a aceptar la idea de compartir su afecto.
—No es eso, Catherine. —Respiró profundamente, buscando las palabras—. Eres una mujer increíble, y cualquier hombre sería afortunado de tenerte a su lado. Pero… —dudó un instante, como si no quisiera herirla— yo prefiero algo diferente. No quiero dividir mi corazón.
Catherine lo miró, el brillo en sus ojos menguando un poco, pero aún resistiéndose a rendirse.
—Entonces… —preguntó con una voz temblorosa—. ¿Acaso no he logrado gustarte, Takeru?
Él se quedó en silencio, considerando sus palabras. Claro que le gustaba; Catherine era mucho más que una simple compañía. Le había mostrado una faceta de la vida más ligera y llena de momentos compartidos, sin miedo a ser descubiertos o algo así, y había llegado a valorarla profundamente. Sin embargo, serle fiel a Hikari no era solo una promesa que le había hecho a ella; era una promesa consigo mismo.
—Me has llegado a importar mucho, Catherine. —Confesó, mirando sus manos antes de alzar la vista para enfrentar su mirada—. Pero mis sentimientos por Hikari son distintos. Son algo que he llevado conmigo desde hace mucho tiempo, algo que no puedo cambiar ni quiero dividir.
—Príncipe, usted sabe que ese amorío es ilegal.
—Lo sé.
—Entonces...—Musitó la rubia— ¿Por qué insiste? Debería mirar a otro lado, deje de pensar en Hikari.
Takeru bajó la mirada. Era difícil pensar en olvidar a Hikari.
Los primeros rayos de sol se filtraban a través de las cortinas doradas en los aposentos de Alice y Daigo, iluminando la mesa del desayuno con una suave luz matutina. Alice, sentada con un aire relajado, estaba disfrutando de un desayuno sencillo, pero exquisito. El aroma del pan recién horneado y el té de jazmín llenaban el aire mientras ella miraba por la ventana, pensativa.
Daigo, por su parte, estaba completamente absorto en un pergamino que sostenía en sus manos, leyendo los últimos informes del reino mientras tomaba pequeños sorbos de su café. A veces, el deber de gobernar podía ser una carga pesada, pero él se sentía cómodo en su posición, siempre en control de la situación.
—¿Te preocupa algo?— Preguntó Alice sin apartar la vista del paisaje. Su tono era suave, pero había una ligera curiosidad en sus palabras.
Daigo dejó el pergamino a un lado y la miró con una ligera sonrisa.
—Nada que no pueda manejar.— Respondió, aunque sus ojos traicionaban la preocupación que sentía por el futuro incierto.
El sonido de la puerta abriéndose interrumpió el momento. Gennai Aga, el secretario de la corte, entró con paso firme, su expresión seria, como siempre, reflejando la importancia de lo que venía a decir.
—Mi señor, mi señora— comenzó Gennai, inclinándose ligeramente ante ambos— Hay una solicitud para audiencia del Pashá Mitsuo Yamaki. Él desea hablar con ustedes.
Daigo alzó una ceja, sorprendido por la inesperada visita. Mitsuo Yamaki no era alguien que soliera hacer visitas sin motivo, y mucho menos por asuntos que no tuvieran una importancia considerable.
—¿Mitsuo Yamaki?— Repitió Daigo, frunciendo el ceño. —¿Qué desea de nosotros a esta hora?
—Parece ser algo urgente relacionado con los informes que recibió de Alejandría.— Respondió Gennai, sin ofrecer más detalles.
Alice, al escuchar el nombre de Yamaki, sintió una ligera tensión recorrer su espalda. Si bien no había tenido una interacción cercana con él últimamente, siempre había algo inquietante en la forma en que el Pashá operaba. Sin embargo, sabía que en la política, a veces, era mejor no ignorar ninguna conversación importante.
—Déjalo entrar— dijo Daigo, aún con cierto asombro. —Si es tan urgente, que venga.
Gennai asintió y, con un gesto, dio paso a Mitsuo, quien entró con su usual porte tranquilo pero decidido. Su mirada se dirigió primero a Alice, quien lo saludó con una leve inclinación de cabeza, antes de enfocarse en Daigo, su principal interlocutor.
—Pashá Yamaki— saludó Daigo, con un tono que combinaba cortesía y un toque de interés. —¿Qué te trae por aquí tan temprano?
Mitsuo no perdió tiempo en ir al grano. Caminó hacia la mesa y, con una mirada de seriedad, comenzó a exponer los detalles.
—Vengo a hablar con ustedes.—Respondió— De una de sus provincias que estás organizando Yamaki Pashá.
Alice y Daigo intercambiaron miradas rápidamente. La mención de una de las provincias organizadas por Yamaki causó una ligera tensión en el aire, como si ambos sintieran que algo importante y quizá inesperado estaba por llegar.
—¿Una de nuestras provincias?— preguntó Daigo, visiblemente sorprendido, mientras miraba a Mitsuo con una mezcla de confusión y curiosidad. —¿A qué te refieres exactamente?
Alice, aunque también algo desconcertada, se mantuvo en silencio por un momento, observando el comportamiento de Mitsuo con atención. Algo en su postura y en la calma con la que hablaba indicaba que no se trataba de una conversación trivial.
—¿Qué ha ocurrido?— insistió Alice, ahora más alerta. —¿Por qué hablar de nuestras provincias?
Mitsuo, al notar la tensión que ambos compartían, hizo una ligera pausa antes de responder, sus ojos centrados en Daigo, como si esperara que fuera él quien decidiera si continuar con la conversación.
—Específicamente— continuó Mitsuo, sus palabras calculadas, —me refiero a la situación en Alejandría. Recibí los informes de tesorería de esta provincia.—Declaró— Y las cifras que hemos recibido de la administración local muestran algunas irregularidades en los reportes. Parece que hay desajustes que podrían afectar las finanzas de la provincia.
Alice lo observaba en silencio. La precisión con la que Mitsuo se expresaba era inconfundible. No era un hombre que desperdiciara palabras, y cuando hablaba de algo tan importante como las finanzas, su seriedad era aún más evidente.
—¿Irregularidades?—Preguntó Daigo.
Mitsuo asintió.
—Debes estar equivocado.
—No lo estoy.—Respondió el esposo de Rika— Los informes muestra irregularidades.
Daigo recibió los informes que Mitsuo traía y los leyó.
—Esto es incorrecto.
—No puedes negarlo, Daigo —dijo Yamaki, su tono firme y directo—. La administración de Alejandría está en crisis.
—¡Esto no puede ser! Lo digo de verdad.—Habló el pashás— Hemos hecho buena gestión.
—Eso no es lo que dicen los informes.
—¡Deben ser falsos!— Exclamó Daigo—Recuerda que a veces se confunden los informes. La otra vez se dio un informe erróneo.
—Está claro que no lo es.—Respondió Mitsuo— Y tendremos que tomar medidas.
—¿Medidas?
Mitsuo asintió: —Le propondremos al sultán disminuir la ayuda que, generalmente, el tesoro imperial le da a tu provincia.
¿Qué? ¡Eso no era posible!
Daigo frunció el ceño, su rostro evidenciando su molestia. La postura desafiante de Mitsuo comenzaba a irritarlo.
—¡No puedes hacer eso! Todos sabemos que el tesoro imperial necesita priorizar a las provincias que requieren refuerzos. Alejandría ha sido históricamente una de las más productivas, y sin embargo, en estos momentos, nuestra situación se vuelve cada vez más precaria.
Alice observaba la situación con atención, sus pensamientos corriendo a mil por hora. Sabía que Alejandría, la provincia que compartía con Daigo, enfrentaba una crisis, en parte debido a ciertos desvíos de fondos que ambos habían encubierto para sostener el lujo en su corte.
Alice, percibiendo la creciente tensión y la atención de los presentes sobre el intercambio, decidió intervenir.
Alice observó el intercambio tenso entre Daigo y Mitsuo, sintiendo cómo la situación se volvía más compleja por momentos. Cada palabra de Mitsuo parecía añadir más peso a la angustia que ya se cernía sobre ella. El orgullo de su marido estaba en juego, y ella podía ver cómo lo defendía con vehemencia, aunque, en el fondo, sabía que la verdad era otra.
Finalmente, después de unos segundos de silencio, Alice decidió intervenir. Sabía que debía obtener respuestas. El aire se volvió espeso mientras sus ojos se fijaban en Daigo, buscando algo que, hasta ese momento, no había mostrado.
—Daigo... —comenzó, su voz temblorosa, aunque contenida. —¿Es cierto que hay problemas de dinero? —su mirada no dejó de escrutar a su esposo, como si intentara leer cada una de sus reacciones.
Daigo la miró con sorpresa y luego, con cierto nerviosismo, respondió rápidamente:
—¡No! No es cierto. No tienes que preocuparte por eso. Los informes deben estar equivocados.
Alice suspiró, un tanto decepcionada por la rapidez con que Daigo lo negaba. Su instinto le decía que algo no encajaba. Mitsuo había traído pruebas. Todo indicaba que había algo más de lo que Daigo le estaba contando.
—No puedes negarlo, Daigo... —replicó ella, esta vez un poco más fuerte, su voz quebrándose con una mezcla de frustración y tristeza. —¡Mitsuo trajo las pruebas! ¿Cómo puedes seguir mintiéndome? —las palabras salieron de su boca antes de que pudiera controlarlas, y al instante, sintió un nudo en el estómago. Pero no se detuvo. —¿Por qué no me dices la verdad? ¿Por qué no me lo dijiste antes?
Un silencio pesado se instaló en la habitación. Alice levantó las manos en señal de derrota, como si el peso de la situación fuera demasiado grande para cargarlo sola. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y aunque intentó contenerlas, no pudo evitar que unas gotas recorrieran su rostro.
—¡Daigo, estoy... estoy tan decepcionada! —exclamó, dejando que la tristeza invadiera su voz. Su mirada se desvió hacia Mitsuo, quien observaba todo en silencio. —Lo siento tanto, Mitsuo. No quería que esto se complicara más... Es solo que... —un sollozo se le escapó, y sintió cómo la emoción la sobrepasaba.
Mitsuo, quien había permanecido al margen de la confrontación emocional, dio un paso hacia ella con una expresión seria pero algo comprensiva.
—No es su culpa, sultana —dijo, su voz baja y calmada. —Las circunstancias son complicadas, pero no es justo que tú cargues con todo esto.
Alice, aun sollozando, levantó la vista para mirarlo con una mezcla de gratitud y culpa.
—Sí... sí es mi culpa. Debí haber visto lo que estaba pasando... —suspiró profundamente y luego se giró hacia Daigo, quien no podía mirarla a los ojos. —Voy a hacer todo lo que esté en mis manos para solucionar esto...
La rubia asintió— Por favor.
Mitsuo hizo una mueca, evidentemente sintiéndose incómodo, por un momento olvidó que Alice no era como Rika. Alice demostraba tener sentimientos en este tipo de cosas era más sensible. Verdaderamente era una osadía de su parte hacerle pasar ese mal momento por causa de Mitsuo.
Sora se encontraba en sus aposentos, rodeada por la decoración opulenta del harén, pero nada de ello le brindaba consuelo. La cena había quedado servida en la mesa, con platos exquisitos y un ambiente íntimo, pero su esposo, el sultán, no había llegado. La tristeza y la rabia se mezclaban en su interior, provocándole una incomodidad palpable. Su pequeño hijo, Kiriha, jugaba inocentemente a su lado, ajeno a la tensión en el aire.
Natsuko, al notar la falta de alegría en el rostro de Sora, decidió entrar y ver cómo se encontraba. Cuando cruzó el umbral de la puerta, se sorprendió al encontrarla con el ceño fruncido y los ojos cargados de frustración.
—Sora, querida, ¿qué sucede? —preguntó Natsuko con preocupación.
—El sultán no llegó anoche —respondió Sora, con un tono que oscilaba entre la tristeza y la indignación—. Tenía todo preparado para cenar juntos, y él simplemente no apareció.
Natsuko la miró, incrédula. —¿Es verdad? ¿No llegó?
Sora asintió, sintiendo que la ira comenzaba a asomarse. —Sí, no llegó. No sé ni siquiera dónde está.
Sin pensarlo, Natsuko se levantó rápidamente. —Voy a llamar a Gennai —dijo, saliendo de la habitación.
Poco después, Gennai apareció en la puerta, con una expresión neutra, pero sabía que la tensión era palpable.
—Gennai, ¿sabes dónde pasó la noche el sultán? —preguntó Natsuko con un tono firme.
—Sí, lo sé —respondió Gennai, manteniendo la compostura.
—¿Dónde? —insistió Natsuko, frunciendo el ceño.
—Pasó la noche con la sultana Mimi —reveló Gennai, con un leve suspiro.
Sora sintió que el corazón le caía al suelo al escuchar el nombre de Mimi. La tristeza se transformó rápidamente en ira. —No puedo creerlo —dijo Sora, levantándose de su asiento con furia contenida—. Mientras yo estoy aquí esperando, él se queda con ella.
Natsuko, alarmada por la reacción de Sora, intentó calmarla. —Sora, respira. Es un momento difícil, pero no te sientas mal.
—¿Cómo no voy a sentirme mal? —replicó Sora, su voz quebrándose—. Nuevamente me cambió por esa mujer.
Sora se puso de pie, con los puños apretados y una mirada que ardía de frustración.
—¿Qué habrá hecho Mimi para atraer la atención de Yamato? —preguntó Natsuko, mirando a su nuera con preocupación.
Sora se pasó una mano por el cabello, sintiendo que la rabia y la tristeza se entrelazaban en su interior. —No lo sé —respondió con desánimo—. Todo lo que sé es que estoy aquí, sola, mientras él se queda con ella.
Natsuko observó a Sora, intentando encontrar las palabras adecuadas. —Quizás tiene algo que ver con cómo se presenta ante él. Las mujeres a veces utilizan su encanto para atraer la atención de los hombres.
Sora soltó un suspiro pesado. —No quiero pensar en eso. Solo me siento mal... me siento menos, como si no fuera suficiente para él.
Natsuko la miró, sintiendo la profunda herida de su nuera. Las palabras de Sora resonaban en su mente, y un silencio tenso se instaló entre ambas. La mente de Natsuko comenzaba a trabajar, buscando soluciones, ideando un plan para enfrentar la situación.
Finalmente, Natsuko habló, rompiendo el silencio. —Tienes que recordar que lo que sientes es válido. Pero también debemos ser estratégicas. Mimi no puede seguir interponiéndose entre tú y Yamato.
—¿Y cómo haremos eso?
No lo sabía. Pero algo buscaría.
La luz de la mañana se filtraba por las ventanas, llenando de una calidez tenue la estancia donde la sultana Rika y Takeru desayunaban en silencio. El murmullo de los sirvientes, que se movían con discreción, y el suave tintineo de la vajilla eran los únicos sonidos en el ambiente.
Takeru miró de reojo a Rika, reuniendo el valor para romper el silencio.
—¿Cómo durmió, sultana? —preguntó, intentando suavizar la conversación.
Rika levantó la mirada y le dedicó una pequeña sonrisa.
—Bien, Takeru. Gracias por preguntar. ¿Y tú?
—También bien —respondió él, devolviendo la sonrisa.
El silencio volvió a instalarse entre ambos, un silencio algo pesado, como si cada uno estuviera sumido en sus pensamientos. Finalmente, Takeru dejó su taza a un lado, respiró hondo y se atrevió a abordar el tema que tanto le inquietaba.
—Rika… hay algo de lo que quisiera hablar contigo.
Ella lo miró, ligeramente interesada.
—Dime, Takeru.
—He estado pensando… —comenzó él, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Me gustaría presentar a Catherine como concubina de Yamato. Creo que podría encontrar un buen lugar a su lado.
Rika lo miró fijamente, y, sin perder la calma, negó con la cabeza.
—No —respondió, su tono firme.
Takeru frunció el ceño, confundido.
—¿Por qué no? —preguntó, genuinamente desconcertado.
Rika suspiró y dejó su taza en la mesa, mirándolo con una mezcla de paciencia y seriedad.
—Porque Catherine me escogió a mí, Takeru. Ella eligió ser parte de tu harem, no del de Yamato.
Takeru se quedó en silencio, procesando sus palabras. Sabía que Catherine había sido presentada como candidata para él, pero pensaba que, considerando sus sentimientos, merecía otra oportunidad.
—Rika, no creo que sea justo para ella. Catherine no merece quedar atrapada en un destino que no eligió del todo. Yo… no puedo corresponderle, y no quiero que esté atada a alguien que no la ama de la manera que merece.
Rika levantó una ceja, su mirada severa, aunque había algo de comprensión en sus ojos.
—¿Y acaso no es injusto lo que estás haciendo tú? —replicó con firmeza—. Catherine es una mujer leal y te ha dado su devoción. Quizá deberías darle la oportunidad de mostrarte lo que tiene para ofrecer. ¿No crees que ella merece esa posibilidad?
Takeru bajó la mirada, sintiéndose dividido. Sabía que Rika tenía razón en cierto sentido, pero su corazón seguía atado a Hikari, y eso complicaba sus sentimientos hacia Catherine. Sin embargo, la forma en que Rika lo miraba le hizo cuestionarse si, tal vez, estaba siendo demasiado rígido en sus expectativas.
—Quizá… —murmuró finalmente, asintiendo lentamente, aunque la duda seguía rondando en su corazón—. Supongo que no he sido del todo justo con ella.
Rika sonrió, satisfecha de haberle dado otra perspectiva.
—Entonces, dale una oportunidad, Takeru. Tal vez descubrirás que Catherine puede ofrecerte mucho más de lo que imaginas.
Takeru se niega— No puedo.
El aire en la habitación se volvía cada vez más pesado. Rika lo observaba fijamente, sus ojos ahora llenos de una intensidad que Takeru no esperaba.
—¿No te causa ningún cargo de consciencia, Takeru? —preguntó Rika, con un tono que transmitía una mezcla de molestia y decepción—. ¿No te pesa saber que, mientras sigas aferrándote a este amor imposible, Hikari tendrá que permanecer lejos? Que su vida se verá retrasada, que tendrá que posponer sus propios sueños solo porque tú sigues siendo tan obstinado.
Takeru se quedó en silencio un momento, procesando las palabras de Rika. No era una acusación fácil de escuchar, pero, sin embargo, sentía que lo que decía no era completamente injusto. Sin embargo, se mantuvo firme en su respuesta.
—Eso es culpa de Taichi, Rika. Fue él quien decidió enviarla lejos, no yo —respondió, intentando defender su posición.
Rika lo miró fijamente, su expresión ahora era de total incredulidad, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.
—No, Takeru, la culpa no es de Taichi —dijo, su voz aumentando de intensidad—. La culpa es tuya. Porque si no hubieras insistido en un amor prohibido, Taichi no habría tenido razón para enviarla lejos. Si tú no te hubieras aferrado a algo que sabes que nunca podrá ser, Hikari no estaría ahora en ese limbo, esperando a que tú te decidas.
Takeru frunció el ceño, el remordimiento comenzando a invadirlo. Pero no estaba dispuesto a ceder. Aunque las palabras de Rika le calaban hondo, su amor por Hikari seguía siendo más fuerte.
—No es tan simple como lo dices. Si pudiera hacer algo para cambiar las cosas, lo haría, pero no soy el único responsable de lo que sucedió —respondió con voz firme, aunque su tono ya no tenía la misma certeza de antes.
Rika se inclinó hacia adelante, su mirada fija en los ojos de Takeru, su voz más baja pero aún cargada de reproche.
—No te engañes, Takeru. Eres responsable de la mitad de esto. Tú elegiste cortejar a Hikari cuando sabías que eso significaba un futuro incierto para ella. Ella podría estar aquí, disfrutando de su vida, pero en lugar de eso está lejos, esperando que tú tomes una decisión que tal vez nunca llegues a tomar. Todo porque tú no pudiste aceptar que su amor por ti no podría ser.
El peso de sus palabras cayó sobre él, y Takeru, por un momento, sintió un nudo en el estómago. La culpa se apoderaba de él, pero al mismo tiempo, no sabía si estaba dispuesto a dejar ir a Hikari, a renunciar a ese amor que lo había marcado tan profundamente.
Rika suspiró con frustración y se apartó ligeramente, cruzando los brazos sobre su pecho.
—Te lo estoy diciendo porque, si no haces algo al respecto, estarás condenando a Hikari a una vida de sacrificios, solo para mantener algo que no puede ser. ¿Realmente la amas, Takeru? Porque si es así, deberías ser capaz de tomar la decisión correcta. O liberarla de este amor que solo le trae dolor.
Takeru la miró en silencio, sintiendo como las palabras de Rika se clavaban en su pecho. Pero aún así, su amor por Hikari seguía siendo su prioridad, aunque eso significara un camino lleno de sacrificios y dudas.
Natsuko se encontraba en un rincón tranquilo del palacio, sentada en un sillón decorado con delicados bordados. Miraba por la ventana, absorta en sus pensamientos. Su mente estaba llena de preocupaciones sobre la situación entre su hijo, Yamato, y la sultana Mimi. La luz del sol iluminaba su rostro, pero en su interior, todo parecía nublado.
Juri, su leal sirvienta, entró en la habitación y notó de inmediato la expresión pensativa de Natsuko. Se acercó con un toque de preocupación en su voz.
—¿Qué le sucede, sultana? —preguntó Juri, sentándose a su lado.
Natsuko suspiró, sintiéndose aliviada de poder compartir sus pensamientos. —Es sobre Yamato y Sora... No entiendo por qué está tan obsesionado con Mimi. Todo lo que hace es molestar a Sora, y no puedo soportarlo.
Juri asintió, comprendiendo la frustración de su ama. —Es una novedad, sultana. Mimi es más joven y tiene un aire fresco que, quizás, le llama la atención a Yamato.
—Sí, lo sé —respondió Natsuko, su tono cargado de exasperación—. Pero eso no quita que su comportamiento me moleste. Sora es su esposa, y merece su amor y respeto.
Juri se quedó en silencio por un momento, pensativa. Luego, con un brillo en los ojos, dijo: —Quizás debería dejar de insistir tanto con Sora. Si realmente desea que Yamato se desenamore de Mimi, tal vez debiera presentarle a alguien nueva.
Natsuko la miró, intrigada. —¿A quién se refiere?
—Conocer a alguien diferente podría hacer que Yamato se dé cuenta de lo que realmente quiere. Si ve que hay otras opciones, tal vez comience a abrir los ojos —sugirió Juri, sonriendo de manera traviesa—. Hay muchas mujeres en el palacio que serían perfectas para él.
Natsuko reflexionó sobre la idea, sintiendo que podría ser una solución viable. —Es una estrategia interesante. Tal vez no sea tan descabellada después de todo. Si Yamato puede ver que hay otras mujeres que pueden brindarle felicidad, quizás se aleje de Mimi.
Juri sonrió, satisfecha con la respuesta de Natsuko. —Exacto. Y mientras tanto, podría seguir apoyando a Sora para que no se sienta sola en esto.
Natsuko asintió, sintiéndose más decidida. —Tiene razón, Juri. Me gusta la idea. Gracias por ayudarme a ver las cosas desde otro ángulo.
—Siempre estaré aquí para usted, sultana —dijo Juri, sonriendo cálidamente—. Juntas encontraremos la manera de ayudar a Sora y a usted misma en este enredo.
Con renovada determinación, Natsuko se levantó del sillón. Estaba lista para trazar un plan y hacer que las cosas volvieran a estar en su lugar.
Takeru caminó por los pasillos del palacio, su mente llena de pensamientos encontrados. Las palabras de Rika aún resonaban en su cabeza, como un eco constante, y su corazón seguía dividido entre el amor que sentía por Hikari y la presión de las circunstancias. El peso de la decisión que había tomado lo agobiaba, pero ya no podía darle más vueltas. Sabía lo que debía hacer, aunque no fuera lo que realmente deseaba.
Llegó a los aposentos de Catherine y se detuvo frente a la puerta. Sin saber exactamente por qué, un nudo en su estómago le decía que lo que estaba por hacer cambiaría las cosas para siempre. Tomó una respiración profunda y golpeó suavemente.
Al instante, la puerta se abrió, y Catherine apareció frente a él. Sus ojos, normalmente tranquilos, se llenaron de sorpresa al verlo. No esperaba que Takeru la buscara.
—Takeru... —dijo, con una mezcla de sorpresa y esperanza en su voz.
Takeru la miró fijamente, sus ojos oscuros reflejaban una decisión que no había tenido antes. Catherine se quedó en silencio, esperando que él hablara.
—He pensado en las cosas... —comenzó, su voz grave y segura. Catherine frunció el ceño, sin entender completamente a qué se refería.
—¿Qué cosas? —preguntó, su tono suave, pero con una pizca de duda.
Takeru dio un paso hacia ella, sintiendo cómo la tensión crecía en el aire. Sabía que sus palabras cambiarían todo, pero ya no podía seguir resistiéndose.
—Sé que no puedo seguir aferrándome a algo que no tiene futuro, Catherine —dijo, sus ojos ahora fijos en los de ella. Aunque sus palabras sonaban frías y calculadas, había algo más, algo que solo Catherine podía sentir—. He estado pensando en ti... y en lo que realmente quiero. No porque lo desee, sino porque siento que es lo que debo hacer.
Catherine lo observaba, el corazón latiendo rápido en su pecho. ¿Acaso Takeru le estaba diciendo lo que pensaba? ¿Lo que en sus sueños más esperados había deseado oír? Pero no, algo en sus palabras le decía que las cosas no eran tan sencillas.
—¿Qué es lo que quieres hacer? —preguntó, intentando contener su emoción.
Takeru la miró fijamente, un destello de resolución en su mirada. No podía seguir luchando con sus propios sentimientos y las expectativas que lo rodeaban. Había tomado una decisión. No podía esperar más. No podía esperar más para ver a Hikari regresar, y para eso, debía comprometerse a algo que nunca había querido.
Sin decir palabra, Takeru dio un paso hacia adelante y, con un gesto decidido, tomó el rostro de Catherine entre sus manos. Ella estaba tan sorprendida que apenas tuvo tiempo de reaccionar. El espacio entre ellos se redujo, la cercanía era palpable, y el aire parecía volverse denso.
Sin más preámbulos, Takeru inclinó su cabeza y la besó.
El contacto fue suave al principio, una caricia que fue ganando intensidad con el paso de los segundos. Catherine, inicialmente inmóvil, comenzó a responder al beso, sus manos temblorosas se aferraron a su camisa. Aunque Takeru no sentía amor en ese gesto, el beso se cargó de una pasión desesperada, de un deseo de cerrar los ojos y dejarse llevar por un impulso que no había elegido, pero que sentía necesario. No era amor lo que los unía, era la urgencia de algo más grande, una necesidad que nacía de la esperanza de que, si él correspondía a Catherine, tal vez, tal vez Hikari regresaría.
Natsuko estaba sentada en su sillón de terciopelo, rodeada de papeles y documentos. Sus dedos se deslizaban sobre los informes del harem, una mirada pensativa en su rostro mientras analizaba cada detalle. Sabía que tenía que mantener el orden y la disciplina, sobre todo con las recientes tensiones que surgían entre las concubinas y los sirvientes. El poder que tenía sobre el harem no debía ser cuestionado, y era vital para su posición dentro del palacio.
El sonido suave de unos pasos la sacó de su concentración. Alzó la vista y vio a Juri Kalfa, una de sus sirvientas más confiables, que se detuvo en la puerta con una ligera inclinación.
—Perdón por la interrupción, mi señora —dijo Juri con respeto, su voz suave pero firme—. Airu ha llegado al palacio.
Natsuko asintió lentamente, su mirada se mantuvo fija en los papeles por un momento, antes de mirar nuevamente a Juri. Sabía lo que Airu representaba y lo que implicaba su regreso. Las piezas del tablero de poder dentro del harem se estaban moviendo, y ella necesitaba asegurarse de que todo estuviera bajo control.
—Déjala entrar —ordenó Natsuko, sin perder la calma. Su tono era autoritario, pero medido. Sabía que Juri cumpliría sin titubear.
Juri asintió y, sin decir una palabra más, dio un paso atrás y desapareció de la habitación. Los segundos pasaron lentamente, y Natsuko siguió hojeando los papeles, sin apresurarse. Sabía que la joven Airu era una pieza clave para lo que estaba por venir, y no podía permitir que nada ni nadie alterara la dinámica del palacio.
En cuanto la puerta se abrió nuevamente, Natsuko levantó la mirada, su expresión impasible pero atenta. Airu, una joven de rostro suave y mirada nerviosa, entró con una postura respetuosa. Su presencia llenó la habitación, y Natsuko no pudo evitar notar la ligera inquietud en su rostro. Había algo en su porte que indicaba que no venía solo a saludar, sino a presentar algo más.
—Sultana madre —dijo Airu con voz delicada, haciendo una profunda reverencia.
—Airu.—Respondió la mujer.
La esclava alzó su mirada y observó a la sultana— ¿Necesitaba mi presencia?
—Sí.—Contestó Natsuko— Que bueno que llegas.
La joven la observó curiosa. ¿Por qué la sultana madre la había citado? Ni siquiera sabía que la sultana madre conocía quien era ella. Debido a su posición como servidora de Mimi. Jamás pensó que notaría su presencia.
—Quisiera hablar contigo sobre algo importante.
Airu levantó la mirada, notando la intensidad en los ojos de Natsuko. —Por supuesto, sultana Natsuko. ¿Es algo sobre la sultana Mimi?
—No.—Respondió—No es algo sobre Mimi.
—¿No?
Esto sorprendió a la rubia.
—Entonces ¿qué es?
Natsuko hizo una pausa, sintiendo el peso de sus palabras. —Seré directa y clara.—Comentó—Dime ¿quieres subir de rango en este harem?
La rubia se sorprendió ante esta pregunta: —¿perdón?—Preguntó—¿A qué se refiere con eso?
—Simple, a lo que te he dicho, subir de rango.
La rubia observó a la madre sultana sin entender— Disculpe, pero no entiendo a que se está refiriendo.
Natsuko suspiró, al parecer tendría que explicarse mejor— Me estoy refiriendo a tu situación.—Declaró— Luego de un tiempo de analizar y ver el harem, me di cuenta que a pesar de llevar unos años en el harem, eres la única doncella del harem, mejor dicho, del grupo que llegó con Mimi en no ser presentada al sultán.
Este comentario hizo sentir incómoda a la rubia.
—Eso no es muy bien visto en este harem ¿lo sabes?
—¿E?—Balbuceo— Pu-pues...—Airu hizo una mueca— Jamás se me ha presentado la oportunidad.
—Claro que sí.—Respondió Natsuko— Siempre le doy la oportunidad a todas de estar con el sultán.
Airu no continuó hablando, jugando nerviosamente con los dedos mientras intentaba organizar sus pensamientos. La atmósfera se volvió densa, y la mirada de Natsuko parecía perforar su indecisión.
Natsuko frunció el ceño, considerando la preocupación de la joven. —¿Es por Mimi? —preguntó, buscando profundizar en la raíz de la inquietud de Airu—¿Verdad?
—¿Por la sultana?— Alzó la mirada—¿Por qué dice eso?
—Porque siempre te veo sirviéndola.—Respondió la oji-azul—Siempre preocupándote de sus hijos y ella. Pero jamás de ti.
Airu se sonrojó, sintiéndose un poco expuesta ante la observación de Natsuko. —Es solo que... siento que es mi deber cuidarla. Ella ha sido buena conmigo, y su felicidad también es importante para mí.
Natsuko inclinó la cabeza, evaluando la respuesta de Airu. —Eso es noble de tu parte, pero también debes recordar que este mundo puede ser despiadado. La lealtad es valiosa, pero no puedes dejar que te impida buscar tu propio bienestar.
—No estoy segura de que quiera ser vista de esa manera —dijo Airu, sus ojos reflejando la confusión.
—¿Por qué?— Preguntó Natsuko— Acaso ¿no piensas en tu futuro en este harem? en tener hijos ¿o demás?
Airu dudó, sintiendo cómo sus pensamientos se entrelazaban en una maraña de emociones. —He pensado en ello, pero... no sé si soy lo suficientemente fuerte como para navegar en este mundo. No estoy como las demás concubinas, no tengo esa ambición por el poder.
Natsuko la miró con compasión. —No se trata solo de ambición. Cada mujer en este harem tiene su propio camino. Y aunque algunas buscan poder, otras solo desean ser valoradas y amadas. Tú también mereces eso.
—¿Por qué me dice esto?
—Porque creo que llegó el momento...—Musitó la sultana.
Airu la observó sin entender.
—Momento de presentarte al sultán.
La rubia se quedó paralizada, la sorpresa pintada en su rostro. —¿Usted... está hablando en serio, señora? —preguntó, sintiéndose incómoda ante la propuesta.
—Sí, estoy hablando en serio —confirmó Natsuko, usando un tono más familiar—. Creo que podrías ser una buena opción. Tienes la juventud y la frescura que él busca, podrías atraerlo igual o mejor que Mimi.
Airu sintió un nudo en el estómago. —Señora Natsuko, es un gran honor que me lo proponga, pero... no sé si eso es lo que deseo.
—Tú deberías considerar la oferta. No es solo una oportunidad; es un camino que podría beneficiarte a ti y al sultán —dijo Natsuko, intentando convencerla—. Además, estoy segura de que podrías traer algo de alegría a su vida.
Airu se sintió aún más extraña ante la propuesta, luchando por encontrar las palabras adecuadas. —Pero, señora, ser la concubina favorita implica... implica muchas responsabilidades y expectativas. No sé si estoy lista para eso.
—Entiendo que puede ser abrumador —respondió Natsuko, con una sonrisa comprensiva—, pero tienes que pensar en tus propias oportunidades. No tienes que vivir siempre en la sombra de Mimi. Esta podría ser tu oportunidad de brillar.
Airu bajó la mirada, sintiendo la presión de la propuesta. —Nunca pensé que alguien como yo podría ser considerada para un rol así...
Natsuko inclinó la cabeza hacia ella, su tono ahora más suave. —Tú eres especial, Airu. No subestimes tu valor. Piensa en lo que realmente deseas.
Con esas palabras resonando en su mente, Airu se sintió perdida en un torbellino de emociones, mientras Natsuko observaba su reacción, esperando que su propuesta fuera el empujón que necesitaba.
—Si quieres puedo darte tiempo para pensarlo. Esta decisión es importante ¿sabes?—Comentó Natsuko— Podría hacerte subir de nivel. Dejar de ser una simple sirvienta esclava y convertirte en una favorita.—Habló— ¡Imagínate! ¿Qué ocurriría si le das un príncipe a su majestad?
El aire del harem estaba cargado con una mezcla de murmullos y el sonido suave de telas moviéndose. En un rincón, un grupo de sirvientes estaba recogiendo pequeñas bolsas de oro y distribuyéndolas entre las otras mujeres del harem. Las sirvientes, con gestos serios y rápidos, colocaban las bolsas con cuidado, asegurándose de que todas recibieran una porción justa. Nadie hacía preguntas, ya que la rutina de entregar las recompensas estaba bien establecida, pero hoy había algo diferente en el ambiente.
Sora, que se encontraba cerca, observó la escena con una expresión inquisitiva. No pudo evitar notar la cantidad de oro que estaba siendo entregada. No solía ver este tipo de recompensas tan generosas a menos que fuera algo fuera de lo común, algo importante. Su mirada se deslizó hacia las sirvientes mientras se acercaba a una de ellas.
—¿A qué se debe todo esto? —preguntó Sora con voz suave, pero firme, haciendo que la sirvienta que se encontraba cerca levantara la vista rápidamente.
La sirvienta, al notar la presencia de la sultana, hizo una ligera reverencia antes de responder.
—Es del sultán, su alteza —respondió la sirvienta, casi en un susurro, como si temiera decir algo inapropiado. Pero luego, con un leve respiro, continuó—. Es por causa de la sultana Mimi.
Sora frunció el ceño, algo en su pecho se apretó al escuchar el nombre de Mimi. Inmediatamente, las preguntas comenzaron a acumularse en su mente. ¿Por qué había oro específicamente para Mimi? ¿Qué había hecho ella para merecer una atención tan especial? Se acercó un paso más, su tono aún más inquisitivo.
—¿Y por qué exactamente? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Sora, su voz con un leve toque de ansiedad.
La sirvienta vaciló por un momento, pero la presión en los ojos de Sora la obligó a hablar sin más reparos.
—La sultana Mimi...
Esta respuesta molestó a la pelirroja.
—¿Por qué?— Preguntó Sora—¿Qué hizo esa prostituta?
—Está embarazada—dijo la sirvienta en voz baja, como si el peso de sus palabras fuera demasiado grande.
El aire pareció volverse más denso de inmediato, y Sora sintió como si una piedra le hubiera caído al corazón. La información la golpeó como un rayo, dejando un vacío en su pecho. Embarazada. El sultán había mostrado generosidad hacia Mimi por esta razón, porque ella llevaba en su vientre a su hijo.
Un nudo de celos y enojo comenzó a formarse en su estómago. Mimi, quien siempre había sido una de las concubinas principales, ahora tenía algo que ninguna otra mujer del harem podría igualar: un hijo del sultán. Una posición en el palacio que ahora la colocaba aún más cerca del poder. Esa idea le causaba una amargura profunda.
Sora cerró los ojos por un momento, tomando aire. Cuando los abrió nuevamente, su mirada estaba llena de ira reprimida, aunque intentaba mantener la compostura.
—¿Embarazada? —murmuró con voz tensa, su rostro sombrío. La rabia que sentía por dentro era casi insoportable, pero debía guardarse para sí misma, aunque el dolor y la frustración la consumieran por dentro.
La sirvienta, al notar la tensión en Sora, hizo una pequeña reverencia.
—Sí, sultana...—confirmó, sin atreverse a decir nada más.
Sora se dio la vuelta, su rostro estaba pálido, pero la ira aún ardía en su interior. Se sentía desbordada por la emoción y por la inseguridad que le producía saber que Mimi estaba tomando una ventaja que nadie más en el harem podría alcanzar. Caminó hacia una ventana, mirando el horizonte con los ojos entrecerrados, como si intentara calmar su agitación interior.
"No puede ser...", pensó Sora, el veneno del resentimiento crecía en su pecho. ¡Otra vez no!
La luz del día filtraba a través de las grandes ventanas de la oficina de Mitsuo Yamaki Pashá, proyectando sombras largas sobre el suelo de mármol. La oficina, austera pero bien organizada, reflejaba la calma y la precisión que caracterizaban a su propietario. Mitsuo estaba sentado tras su escritorio, revisando unos informes detallados sobre las finanzas de sus provincias, cuando la puerta se abrió suavemente.
Un aga, uno de sus sirvientes de confianza, se inclinó ligeramente antes de hablar con respeto.
—Pashá, la Sultana Alice ha llegado y desea hablar con usted.
Mitsuo levantó la vista de los papeles y miró al aga, su rostro serio pero receptivo.
—Déjala entrar —dijo Mitsuo, su tono tranquilo pero firme. No era la primera vez que Alice visitaba su oficina, pero algo en el aire lo hizo sentir que esta vez la conversación sería diferente.
El aga asintió y, tras dar un paso atrás, dejó que Alice entrara. Ella caminó con paso firme, pero había algo en su rostro que dejaba entrever una leve incomodidad, como si su presencia en ese momento fuera una violación a alguna norma tácita que no comprendía por completo. Alice cerró la puerta suavemente detrás de ella, y se quedó quieta por un instante, mirando a Mitsuo con una mezcla de respeto y una pizca de vergüenza.
Mitsuo, al verla, se levantó ligeramente de su silla y la saludó con un leve gesto, esperando que Alice hablara primero.
—Sultana Alice —dijo él, en tono cordial, con un toque de formalidad que no dejaba de mostrar la distancia que había entre ellos, aunque fuera pequeña—. ¿Cómo puedo ayudarte?
Alice respiró hondo antes de hablar, tratando de encontrar las palabras correctas. Finalmente, con un gesto de sincero arrepentimiento, comenzó a hablar, su voz suavizada por una tristeza contenida.
—Pashá... vine a pedirte disculpas. —Hizo una pausa breve, mirando a Mitsuo a los ojos, antes de continuar—. Por todo lo que ha sucedido con Daigo, y por las decisiones que él ha tomado respecto a nuestra provincia. Sé que la gestión de Alejandría ha dejado mucho que desear... y, aunque no soy responsable directa de sus acciones, reconozco que, al estar casada con él, no he hecho lo suficiente para evitar que las cosas llegaran a este punto.
Mitsuo observó a Alice en silencio por un momento, evaluando sus palabras y la sinceridad en su voz. El Pashá había escuchado rumores sobre las tensiones entre Alice y Daigo, pero nunca había imaginado que la sultana, con su carácter firme, se sentiría tan culpable.
Finalmente, Mitsuo asintió, su expresión suavizándose ligeramente.
—Sultana Alice —dijo, con una voz baja y considerada—. No tienes que disculparte por las acciones de tu esposo. Sabes tan bien como yo que no es fácil lidiar con alguien tan... obstinado. Y lo que te hice pasar hace unas semanas tampoco era justo. Mis decisiones no fueron las más adecuadas, y te ofrezco mis disculpas por eso.
Alice le dedicó una ligera sonrisa, reconociendo la cortesía de Mitsuo. Sin embargo, su rostro pronto volvió a una expresión seria y decidida, pues aún tenía una solicitud importante que hacerle.
—Agradezco tu amabilidad, Pashá —respondió ella, su tono ahora más firme—. Pero, como bien sabes, la situación en Alejandría no puede seguir así. No podemos dejar que la provincia se hunda por la incompetencia de Daigo y su gestión. He venido a pedirte... —su voz titubeó por un momento, pero volvió a fortalecerse— ...a pedirte que me ayudes a regularizar los problemas financieros que enfrentamos. Necesitamos una solución rápida y efectiva para evitar que Alejandría pierda su estatus, y temo que Daigo no tiene la capacidad para hacerlo por sí mismo...—vaciló un momento, consciente de que Daigo y Mitsuo nunca habían sido precisamente amigos— …está centrado en otros asuntos y parece no ver la urgencia de la situación. Sé que es mi esposo pero no puedo permitir que Alejandría se venga abajo mientras él se distrae con sus ambiciones personales.
Mitsuo arqueó una ceja, intrigado y algo complacido por la franqueza de Alice. A pesar de la situación, mantenía su expresión serena.
—¿Quieres decir que has venido aquí a pedirme ayuda con el financiamiento de tu provincia? —preguntó, con un toque de sorpresa en su voz.
Alice asintió, sintiendo una ligera incomodidad por la situación, pero manteniendo la dignidad en su postura.
—Así es, Mitsuo. Me temo que, dadas las circunstancias, me toca hacerme cargo sola, y necesito alguien con la experiencia y el conocimiento para poder gestionar esto adecuadamente. No puedo confiar plenamente en Daigo para resolver este problema.
Mitsuo observó a Alice en silencio, evaluándola. Aunque estaba sorprendido, en el fondo no le resultaba extraño que ella hubiera recurrido a él. Recordaba bien cómo la madre de Alice, había tenido en alta estima a Mitsuo. Incluso, había impulsado la idea de que fuera el esposo de Alice, viendo en él el carácter y la habilidad para guiar su provincia. Sin embargo, el sultán Hiroaki decidió que, Rika terminara siendo su esposa y posteriormente Alice fue casada con Daigo por causa de Yamato. Pero ahora, con la situación de Daigo como estaba, era como si aquella visión de su madre resurgiera.
—Tu madre siempre creyó en mi capacidad de liderazgo y administración —comentó Mitsuo, con una leve sonrisa melancólica—. Me parece que ahora, después de todo este tiempo, estoy cumpliendo en parte el papel que ella deseaba para mí. Debo admitir que me halaga que acudas a mí en esta situación.
Alice se sintió incómoda al escuchar las palabras de Mitsuo, pero asintió, reconociendo la verdad en ellas.
—Mi madre fue una mujer muy perspicaz —respondió Alice, recordando el respeto y la estima que la sultana madre le había mostrado a Mitsuo en el pasado—. Pero ahora, más allá de lo que ella hubiera querido, debo asegurarme de que Alejandría prospere. Y tú eres, sin duda, el más capaz de ayudarme.
Mitsuo permaneció en silencio unos instantes, reflexionando, mientras sus ojos se posaban en Alice con una mezcla de interés y respeto.
—Será un desafío —admitió finalmente Mitsuo—. El tesoro de Alejandría se ha visto comprometido en más de un aspecto. Pero creo que hay maneras de organizar los recursos y evitar que la situación empeore. Por supuesto, el apoyo de Hungría estará a tu disposición, pero quiero dejar claro que esto no será un rescate sin condiciones.
Alice lo miró atentamente, notando en sus palabras un toque de astucia que no le sorprendía.
—Entiendo, Mitsuo. Acepto que esta ayuda viene con condiciones —afirmó, su tono firme y decidido—. Lo único que te pido es que se mantenga la discreción. No quiero que esto sea motivo de murmuraciones en la corte, ni que Daigo se entere de más de lo necesario.
Mitsuo asintió, complacido por la seriedad de Alice.
—Tienes mi palabra, Alice —aseguró Mitsuo—. Trabajaremos juntos para solucionar esta crisis, y me aseguraré de que este asunto permanezca entre nosotros.
Alice suspiró, aliviada por un momento, aunque su mente no dejaba de analizar las posibles consecuencias de este acuerdo. Mitsuo era un aliado poderoso, pero también uno que siempre buscaba sacar provecho de cada situación. Aun así, era la mejor opción que tenía en ese momento.
—Gracias, Mitsuo —dijo Alice, con una leve inclinación de cabeza—. Aprecio tu ayuda más de lo que imaginas.
Mitsuo le ofreció una sonrisa calculada, su mirada fija en ella.
—Para mí es un placer, sultana Alice. Estoy seguro de que nuestra colaboración será fructífera… en todos los sentidos.
Con esas palabras, Alice se levantó, preparándose para retirarse. Mientras lo hacía, Mitsuo se inclinó ligeramente hacia ella, sus ojos brillando con una mezcla de complicidad y algo más que Alice no terminaba de descifrar.
—Recuerda que, para cualquier cosa que necesites, puedes contar conmigo.
Alice asintió y abandonó la habitación, sintiendo que, aunque acababa de hacer un trato arriesgado, también había dado un paso adelante hacia un nuevo control sobre su propio destino. Era consciente de que Mitsuo tenía razón al resaltar los logros financieros de Hungría. A ojos de Yamato y de muchos miembros de la corte, Mitsuo era un ejemplo de buena administración. Tenerlo de su lado, ahora que tenía problemas con Rika, le ayudaría.
+Tiren sus apuesta a ver ¿quién será el próximo hijo/a de Mimi?
Adrit126: ¡Hola! Sí, Rika sabe poner en su lugar a la estúpida de Alice. Tranqui, Mimi de a poco irá adquiriendo poder. Creo que muchos tienen curiosidad. Me preocuparé de explicarlo porque recién me di cuenta que no lo he hecho jajaja Con respecto a Rika, es un proceso, Rika es la guardiana de la dinastía y así como vaya viendo la evolución de Mimi, tal vez, podría ofrecerle su amistad. ¡Gracias por tu comentario! Espero que sigas leyendo y comentando. Te mando un gran abrazo.
KeruTakaishi: ¡Hola! ¡Acertaste! Mimi está embarazada (por cuarta vez) tiren sus apuesta a ver ¿quién será su próximo hijo/a? ¡Sí! Mimi logró una nueva hazaña influir a Yamato en una decisión política. Es un paso "pequeño" pero a la vez grande. Me alegra que te gustase la escena Takari, a pesar de todo, siempre serán una de mis parejas favoritas en Digimon. Debo darles momentos felices. (Al menos en REVENGE pueden ser "libres" y felices sin tener el destino condenado) ¡Gracias por tu comentario! Espero que sigas leyendo y comentando. Te mando un gran abrazo.
