Na: Por capítulo van pasando meses, porque no quiero tener que detallar día a día o los embarazos. Además, yo estoy muy emocionada de empezar a escribir los capítulos cuando los hijos de Mimi ya sean grandes, porque será interesante.
~Un mes después~
En el comedor privado, la luz suave de las lámparas iluminaba la mesa donde Yamato y Mimi compartían una cena tranquila, pero algo en el aire se sentía diferente. Yamato observaba a Mimi, quien parecía estar sumida en un mal humor inusual. Casi no comía, solo mantenía su mirada fija en su panza de seis meses.
Yamato, preocupado, dejó sus cubiertos y se inclinó un poco hacia ella, observándola con atención.
—Mimi… ¿estás bien? —preguntó, su tono cálido y lleno de ternura.
Mimi suspiró y evitó su mirada, bajando los hombros con un aire resignado. Luego, con un leve temblor en la voz, murmuró:
—No realmente… —Le costaba encontrar las palabras, pero finalmente se armó de valor para hablar—.
—¿Por qué?
—Porque...—Suspiró y alzó la mirada —Desde que cumplí cinco meses de embarazo, hasta ahora todas las mujeres en el harem se burlan de mi.
Yamato frunció el ceño, atento, mientras la observaba con un gesto que mostraba tanto sorpresa como empatía.
—¿Burlarse de ti? ¿Por qué harían algo así? —preguntó con suavidad, queriendo entender qué había pasado.
Mimi respiró hondo, claramente incómoda. Dudó un momento antes de confesar, susurrando casi sin darse cuenta:
—Dijeron que… que estoy gorda… —Hizo una pausa, sus mejillas enrojeciendo de la vergüenza—. Que como demasiado, y que pronto te vas a desenamorar de mí por eso. —Un rastro de tristeza cruzó su rostro mientras hablaba, y una sombra oscurecía su mirada.
Yamato sintió una punzada en el pecho al escucharla. Era evidente que las palabras de las otras mujeres habían calado profundo en Mimi, minando su alegría habitual. Sin pensarlo dos veces, estiró su mano sobre la mesa y tomó la de ella, entrelazando sus dedos con los de Mimi, transmitiéndole calma y apoyo. Sus ojos se fijaron en los de ella con una intensidad inquebrantable.
—Mimi —comenzó a decir con suavidad, acariciando el dorso de su mano con el pulgar—, ¿cómo puedes siquiera pensar que me voy a desenamorar de ti?
Ella levantó la vista hacia él, sus ojos mostrando una mezcla de tristeza y sorpresa. La calidez y la sinceridad en su mirada hicieron que sus palabras parecieran envolverla, como un bálsamo para sus inseguridades.
—Lo que amo de ti no se basa en tu apariencia —continuó, su voz profunda y firme—. Eres la madre de mis hijos, la mujer que me acompaña y me sostiene, mi mejor amiga. Lo que me une a ti es mucho más fuerte que cualquier aspecto superficial.
Mimi lo miró con una chispa de esperanza, aunque la duda aún permanecía. Yamato, al notar ese pequeño brillo en sus ojos, sonrió y acercó su mano al vientre de ella, donde su hijo crecía día a día.
—Además —añadió, sonriendo con ternura—, estás comiendo por dos. Nuestro hijo necesita que te cuides y te alimentes bien, y no debes dejar que esas palabras vacías te afecten. Tú eres hermosa tal como eres, Mimi. Y cada día que pasa, te amo más.
Las palabras de Yamato parecieron disipar la tristeza en el rostro de Mimi. Su expresión comenzó a suavizarse, y una sonrisa leve asomó en sus labios. La angustia que había sentido desde el encuentro en el harén comenzaba a desvanecerse con cada palabra que él decía.
—Gracias, Yamato —murmuró, su voz cargada de gratitud y alivio—. A veces me cuesta no escuchar lo que dicen las demás… Pero escuchar esto de ti me hace sentir… mucho mejor. —Apretó suavemente su mano, transmitiéndole lo mucho que significaban esas palabras para ella.
Yamato, sin soltarla, la miró con un cariño profundo y sincero. Llevó su mano hasta los labios y le dio un beso delicado.
—No permitas que te hagan dudar de ti misma, Mimi. Tú eres mi sultana, mi compañera… y nada, absolutamente nada, cambiará lo que siento por ti. Ni ahora ni nunca.
Las lágrimas de Mimi brillaron, pero esta vez eran de emoción. Sus temores e inseguridades se disolvieron como hielo al sol, y una paz cálida la envolvió. Se inclinó hacia él y, sin soltar su mano, apoyó la cabeza en su hombro, disfrutando de la cercanía de su amado. Yamato deslizó una mano por su cabello, acariciándola con ternura.
—¿Usted promete que, a pesar de todo, siempre me amará?—preguntó la castaña.
—¡Claro! Eres la madre de mis hijos.
—Sí, lo sé y soy feliz por eso, pero...—Habló Mimi— Quiero que usted me ame. No solo por ser la madre de sus hijos. Quiero que usted me prometa que siempre va a estar para mi.
Yamato la escuchó con atención, notando el leve temblor en su voz y la sinceridad de sus palabras. La rodeó con ambos brazos, acercándola más a él, transmitiéndole seguridad y calidez.
—Mimi… —murmuró con un tono profundo y sereno—. Yo te quiero y mucho, no solo por ser la madre de mis hijos. Te amo por quien eres, por tu fuerza, por tu ternura, por cada momento en que me has acompañado. Eres la única concubina que me dijo que no, y créeme, ahora que te tengo no te voy a perder.
Mimi lo miró a los ojos, y pudo ver en su mirada un brillo sincero, una promesa silenciosa que le llegó al alma. Yamato acarició su rostro con el pulgar, limpiando una lágrima que se había escapado sin que ella lo notara.
—Entonces ¿promete estar a mi lado?
—¡Pues claro! Te prometo que siempre estaré para ti —dijo Yamato, con voz firme—. No importa lo que pase o lo que digan los demás. Siempre serás mi primera elección, mi sultana, la mujer que elegí para compartir mi vida.
Mimi suspiró, sintiendo que cada palabra de Yamato sanaba sus inseguridades y disipaba sus temores. Era todo lo que ella había deseado escuchar. Apretó sus manos entre las de él, aferrándose a la promesa que ahora vivía en su corazón.
—Gracias… —susurró, en un tono tan suave que parecía una confesión, una rendición de todas sus preocupaciones—. Te amo, Yamato, y… gracias por amarme tal y como soy.
Yamato sonrió y le dio un beso en la frente.
¡Toc, toc!
Justo en ese minuto la puerta sonó.
—¡Adelante!— Gritó el rubio.
Fue así como la puerta se abrió y en el lugar apareció Ryo Akiyama Bey.
—Mi sultán.— El castaño hizo una reverencia.
—Ryo Bey...—Yamato se sorprendió al verlo—¿Qué ocurre?
—Vengo a informarle que ha llegado una noticia de Taichi Pashá.
El rubio se sorprendió al escuchar esto: —¿Qué ocurre con él?
—Envió un aviso...—Comentó el Bey— La sultana Esmahan está en trabajo de parto.—Declaró.
Mimi y Yamato intercambiaron miradas sorprendidos.
Yamato y Mimi llegaron a los aposentos donde Taichi vivía con Esmahan. Para ser más precisos, un gran apartamento en la parte trasera del palacio, básicamente al otro lado del harem. Se suponía que, como yerno de las dinastía Taichi debía recibir una provincia a cargo y la recibió, era el encargado de Kocaeli, pero al ser el guarda espalda real la gobernaba desde el palacio imperial.
Mimi, a pesar de la calma que transmitía el lugar, no podía evitar sentirse algo nerviosa. No había sido una visita común, de hecho, la noticia de que Esmahan fue sorpresiva, aunque esperada, Esmahan estaba en tiempos de dar a luz, y no era sorpresa que Yamato quisiera conocer al pequeño. Aún así, la situación estaba llena de implicaciones. No solo era un niño recién nacido, sino también una nueva fase en la vida de Taichi, un gran servidor, pero por sobre todo, amigo de Yamato.
Al llegar ambos se encontraron con Rika y su esposo, que estaban a las afueras del apartamento junto a Taichi.
—Rika, Mitsuo, Taichi...—Yamato los llamó.
Los nombrados voltearon.
—Sultán.— Ambos hicieron reverencia.
—He recibido la noticia.—Declaró el rubio.
—Así veo...—dijo Taichi, con una sonrisa sincera—. Me alegra que hayan podido venir.—Hizo una reverencia.
Yamato sonrió y depositó su mano en su hombro: —Vinimos apenas pudimos.—Declaró—¿Cómo va el parto?
—Por el momento bien.—Respondió Rika— Apenas Esmahan sintió las contracciones Taichi llamó a la partera y está dentro con ella.
Taichi asintió.
Mimi observó la puerta, no quería imaginarse los dolores que estaba sintiendo la joven sultana, porque ya los vivió antes y fueron ¡horribles!...Llevó su mano a su vientre al recordar que pronto viviría esos dolores otra vez.
En los aposentos de la joven sultana Esmahan, la atmósfera estaba cargada de tensión y expectación. El sonido de su respiración entrecortada llenaba el espacio, y la partera, una mujer de manos firmes y voz calmada, se inclinaba junto a ella, sosteniéndole la mano mientras le susurraba palabras de aliento.
—Vamos, sultana Esmahan, estás haciendo un gran trabajo —le decía con suavidad—. Solo un poco más, y pronto tendrás a tu bebé en brazos.
Esmahan, pálida y con el rostro perlado de sudor, apretó los dientes mientras otro doloroso empuje la sacudía. A pesar de la fatiga y del esfuerzo, mantenía la mirada fija en un punto del techo, como si intentara concentrarse en ese único lugar para escapar de la intensidad de cada contracción. Sentía el aliento entrecortado, la fuerza menguante, pero también el ánimo de la partera y las palabras de consuelo que resonaban a su alrededor.
—¡Vamos, querida, un último esfuerzo! —La voz de la partera se tornó más firme, pero sin perder la dulzura. Sabía que estaba cerca del final, y quería que Esmahan sintiera la fortaleza necesaria para ese último empuje—. ¡Eres fuerte, sultana! Pronto todo esto habrá pasado.
Esmahan, con las pocas fuerzas que le quedaban, reunió valor y tomó una profunda inhalación. Sintió una ola de determinación, y con un último esfuerzo, empujó con todas sus fuerzas, dejando escapar un grito que resonó por la habitación. De repente, el sonido de un llanto suave llenó el aire, rompiendo el silencio con una ternura inesperada. La partera sonrió mientras recibía al bebé, envolviéndolo cuidadosamente en una tela suave y cálida.
Taichi caminó de un lado a otro: —¿Faltará mucho?
—Cálmate Tai.—Habló Yamato.
—Pero siento que se está tardando mucho.—Declaró el castaño.
—Es común tener esa sensación.—Declaró el oji-azul— Sobre todo cuando es el primero.—Habló— ¿O acaso olvidas cuando nació Kiriha?
Taichi hizo una mueca al recordar aquel día que, estaba feliz por su amigo, pero en su interior muriendo por una mujer que no valía la pena.
—Pero ya verás, Taichi Pashá, cuando lo tengas en tus brazos todo nervio pasará.— Mimi le habló al castaño.
—Eso espero sultana.— Respondió el castaño.
Mitsuo pasó su mirada por Rika. Lamentablemente, él jamás sentiría eso, porque su esposa no quería darle un descendiente.
Ña~ ña~ ña~
El llanto de un bebé se escuchó en el lugar.
...
—Felicidades pashá.—Habló la médica—Su esposa dio a luz a un bello niño.
¿Niño? Taichi sonrió ante esto. ¡Tenía un hijo!
—¿Pue-puedo entrar?
—¡Pues claro!— Exclamó la partera y Taichi no dudó en entrar.
Al entrar, sus ojos se posaron en su esposa, que descansaba en el lecho, aún exhausta pero con una expresión de serenidad y dicha que le hacía ver más radiante que nunca. En sus brazos, acurrucado en mantas suaves, descansaba su pequeño hijo.
Esmahan alzó la vista al verlo entrar y le sonrió débilmente. Taichi se acercó lentamente, casi con reverencia, hasta que estuvo al lado de ella. Observó al bebé con asombro y ternura, sintiendo cómo una ola de orgullo y amor lo inundaba al ver a su hijo, tan pequeño y frágil.
—Es nuestro hijo, Taichi —susurró Esmahan con voz temblorosa, las lágrimas asomando en sus ojos mientras miraba al bebé y luego a él.
Taichi, sin apartar la vista del niño, extendió una mano temblorosa para acariciar suavemente la diminuta mejilla del recién nacido. El bebé se movió ligeramente, emitiendo un pequeño sonido que hizo que el corazón de Taichi latiera aún más fuerte.
—Es… perfecto —dijo con voz ronca, inclinándose para besar la frente de Esmahan con gratitud y devoción—. Gracias, Esmahan… gracias por este regalo.
Esmahan cerró los ojos por un instante, disfrutando el momento, mientras Taichi acarició suavemente la mejilla de su hijo.
—Hola...—Habló— Yo soy tu papá.
Los demás observaban desde la puerta la escena completamente felices y conmovidos.
—Nuestra dinastía esta floreciendo.— Comentó Rika.
Yamato asintió.
En el harem, la atmósfera era serena mientras las mujeres disfrutaban de un momento de calma. Natsuko estaba sentada junto a Sora, observando cómo Kiriha y Thomas jugaban juntos en el suelo. Kiriha, con su entusiasmo característico, guiaba a su hermano menor en el juego, mientras el pequeño Thomas lo seguía con una sonrisa radiante.
Natsuko observaba la escena con orgullo y ternura. Sus ojos brillaban mientras miraba a sus nietos, y comentó en voz alta:
—Qué bendición son estos niños. Ambos son hermosos y llenan de vida este lugar.
Sora permaneció en silencio, su expresión era neutral, aunque su corazón latía con cierta incomodidad. Thomas, aunque apenas un niño, representaba un recordatorio constante de la competencia que existía por el trono. Para ella, solo Kiriha merecía esa posición, y la presencia de Thomas era una amenaza silenciosa, una complicación que prefería evitar.
De repente, un sonido de pasos apresurados llenó la sala, y un aga entró al harem, llamando la atención de todos. Con voz firme y ceremoniosa, se dirigió a las mujeres reunidas.
—¡Atención! Tengo un anuncio especial para todas ustedes.
Las mujeres en el harem detuvieron lo que estaban haciendo, sorprendidas, y giraron sus miradas hacia el aga. El hombre respiró hondo y continuó:
—Ha nacido el nuevo Sultanzade del imperio, hijo de la sultana Esmahan y del pashá Taichi Yagami.—Informó.
¿Qué? Pensó Sora.
—¡Bienvenido sea el bisnieto del difunto sultán Hiroaki!
El anuncio resonó en el harem, y una ola de murmullos de alegría y felicitaciones estalló entre las mujeres presentes. Natsuko, sorprendida por la noticia, parpadeó.
—¡Vaya! Al parecer, la esposa de Taichi, dio a luz.
—¡Qué noticia tan maravillosa! —exclamó una mujer del harem.
—¡Sí!—Gritó otra— Tenemos que celebrar en nombre de la sultana y el pashá.
Sin embargo, Sora sintió un nudo formarse en su estómago. Aunque mantenía su rostro imperturbable, una mezcla de tristeza y frustración la embargaba.
Mientras las demás mujeres se alegraban y felicitaban por la noticia, Sora permaneció en silencio, sus pensamientos oscuros y su mirada perdida, consciente de la competencia y del complicado juego de poder que el nuevo nacimiento traía consigo.
Yamato observó al pequeño. Era una versión miniatura de Taichi. Sí, de Taichi. Con su cabello castaño, ojos cafés y piel bronceada. De Esmahan sacó...¡Nada! Simplemente ¡Nada!
Verdaderamente eran fuertes los genes Yagami, porque uno esperaría que al menos sacase los ojos de su madre, algún rasgo de su abuelo materno, de su bisabuelo, o mínimo de su abuela, Haruna Hatun. Pero no, solo Taichi.
—¡Que bello bebé!— Exclamó Mimi enternecida.
Rika asintió y dirigió su mirada hacia su sobrina: —Muchas felicidades, Esmahan.
—Muchas gracias sultana.—Respondió la oji-azul con una sonrisa.
—Reitero mis felicidades Taichi.—Declaró Yamato— Espero que tu hijo sea muy bendecido.
—Muchas gracias mi sultán.—Agradeció el castaño.
—¿Cómo se llamará?— Preguntó Mitsuo, esposo de Rika.
Yamato dirigió su mirada hacia el padre del bebé, quien le devolvió la mirada.
—Como dicta la tradición, el sultán debe colocarle el nombre a los descendientes de la dinastía.—Declaró Taichi— Y para mí sería un honor.
Sí, por lo general, ese era trabajo del sultán. Siempre y cuando estuviese presente. Un ejemplo de no poder hacer esto fue cuando nació Izumi, y la madre sultana, Natsuko tuvo que colocarle un nombre. ¡Un bello nombre! Ya que le recordaba a su tía.
Su tía...Esto le recordó que ella estuvo casada con un gran Bey de Crimea que sirvió a su padre en el pasado, y para compensar su trabajo, sería buena opción honrar su memoria honrando a un príncipe de la dinastía de esa forma.
—Y bien...—Musitó Rika—¿Cómo se llamará?
Yamato observó al bebé—Confío que este bebé será un hombre fuerte, un buen servidor de la dinastía y fuerte. Un gran guerrero, leal y lleno de valor como sus antecesores.—Recitó—Es por eso que tu nombre será...—Hizo una pausa— Takuya.—Declaró el rubio— Tu nombre será Takuya.—Musitó— Tu nombre será Takuya.
Esmahan y Taichi sonrieron ante esto.
—Que así sea.—Musitó la joven madre.
Sora entró a sus aposentos intentando sujetarse de las paredes. Su cuerpo temblaba, sus pasos tambaleaban, apenas podía mantenerse en pie luego de la noticia. Tan solo imaginarse la escena de Taichi con su bebé era...Fuerte.
Apretó su puño y un nudo de formó en su garganta al recordar algo.
~Recuerdo~
Sora se encontraba en sus aposentos, con las manos temblorosas mientras se llevaba un pañuelo al rostro empapado en lágrimas. Su llanto era desesperado, y cada vez que intentaba contenerse, la angustia volvía con más fuerza, como una ola que la arrastraba sin compasión. Miyako, su fiel confidente, la observaba con preocupación, sin saber aún la razón de aquel dolor profundo.
—Sultana, debe calmarse, por favor —le dijo Miyako con voz suave, intentando apaciguar el torrente de emociones de Sora.
Sora negó con la cabeza, incapaz de detener el llanto. La desesperación la dominaba, y cada intento de respirar profundo solo parecía intensificar su angustia.
—No puedo… no puedo calmarme, Miyako. Esto… esto es más grande que yo —sollozó, aferrando el pañuelo entre sus manos como si fuera su único sostén.
Miyako se arrodilló a su lado, intentando consolarla, y le susurró con ternura:
—No debe estar triste, sultana. Al contrario, debería estar feliz… ¡va a tener otro hijo! Es una bendición, un regalo que pocas mujeres tienen la fortuna de recibir.
Sora la miró con dolor en los ojos, y entre lágrimas, intentó esbozar una sonrisa, pero le fue imposible. Miyako notó algo extraño en su mirada, como si en sus palabras y en su tristeza hubiera algo más profundo, algo que no lograba comprender.
—¿Por qué dice eso, sultana? —preguntó Miyako, intrigada y con el corazón en un puño—. ¿Por qué esta tristeza? ¿No es acaso una buena noticia?
Sora apretó los labios, luchando con cada palabra, sus hombros temblaban bajo el peso de la confesión que quería hacer. Cerró los ojos, dudando en continuar, mientras las lágrimas caían por su rostro sin cesar.
Finalmente, en un susurro apenas audible, Sora rompió el silencio:
—Ese bebé… el que estoy esperando… —dijo, tomando aire, como si las palabras fueran puñales clavándose en su pecho— no es de Yamato.
El asombro y la confusión inundaron el rostro de Miyako, quien la miró con incredulidad, sin saber qué decir.
—¿Qué quiere decir, sultana? —preguntó con voz temblorosa—. ¿De quién es, entonces?
Sora bajó la cabeza, incapaz de sostener su mirada, y entre lágrimas, en un murmullo roto por el llanto, confesó:
—Es de Taichi…
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, y Miyako sintió que el mundo a su alrededor se tambaleaba. La verdad había sido dicha, y en ese momento, ambas comprendieron la gravedad y las consecuencias de aquella revelación.
~Fin del recuerdo~
Sora se mordió el labio inferior al recordar aquel momento que vivió hace mucho tiempo atrás, cuando por primera vez sufrió una pérdida.
~Recuerdo~
Sora miraba a través de la ventana de sus aposentos, con los brazos cruzados y la mente en un torbellino de pensamientos oscuros. La desesperación se apoderaba de ella con cada segundo que pasaba, y su respiración se aceleraba al pensar en las posibles consecuencias de aquel embarazo.
Miyako, quien había notado la preocupación de su sultana desde hacía días, se acercó con cautela. Sabía que había algo que Sora estaba ocultando, algo que la estaba consumiendo desde lo más profundo de su ser.
—Mi sultana… —dijo Miyako en voz baja, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Qué la tiene tan angustiada? Un bebé debería ser motivo de felicidad, ¿no es así?
Sora dejó escapar un suspiro tembloroso, apretando los labios con fuerza. La presión en su pecho parecía asfixiarla, y finalmente, incapaz de soportar más el peso de su secreto, se giró hacia Miyako.
—No puedo tener a este bebé, Miyako —murmuró con voz queda pero firme, como si hubiera llegado a una decisión inquebrantable.
La expresión de Miyako se tornó de incredulidad y preocupación.
—¿Qué…? ¿Por qué dice eso, sultana? —preguntó, asombrada—. Un bebé siempre es una bendición. Además, tener a este hijo podría aumentar su estatus en el harén, fortalecer su posición al darle otro heredero al sultán.
Sora negó con la cabeza, mirando al suelo mientras las lágrimas amenazaban con caer.
—No lo entiendes, Miyako… tener a este bebé es un riesgo para mí —explicó, su voz quebrada y llena de angustia—. Las fechas… no coinciden. Si doy a luz a este niño, no podré ocultar la verdad. No puedo tenerlo.
Miyako la miró, procesando las palabras de Sora, y finalmente, la preocupación la invadió aún más. La idea de una decisión tan drástica la alarmaba profundamente.
—¿Cómo…? ¿Cómo va a hacerlo, sultana? —preguntó en un susurro, incapaz de imaginar lo que Sora tenía en mente.
Sora respiró hondo, como si reunir el valor necesario para decirlo le costara más que cualquier otra cosa.
—Le pediré a la médica una pócima —contestó, su tono decidido y firme—. Eso pondrá fin a este embarazo antes de que sea demasiado tarde. Más adelante, me ocuparé de darle más hijos a Yamato… cuando las circunstancias sean las adecuadas. Pero ahora… debo cuidar mi imagen.
Miyako sintió un nudo en el estómago, y su rostro reflejaba la mezcla de preocupación y miedo.
—¿Y si… si algo sale mal, sultana? —preguntó, temerosa—. ¿Qué ocurrirá si esa pócima daña su vientre? ¿Si… si no puede tener más hijos después?
Pero Sora solo sacudió la cabeza con determinación.
—Eso no ocurrirá —respondió, convencida de que aquella decisión era la única opción—. La médica sabe lo que hace, y yo… confío en ella.
Miyako sintió una opresión en el pecho al escucharla. Aunque comprendía el temor de Sora, no podía evitar pensar en el peligro que estaba a punto de enfrentar. Quiso insistir, quiso suplicarle que reconsiderara, pero la mirada de Sora era firme, llena de la resolución de una mujer dispuesta a protegerse a cualquier costo.
—Muy bien, sultana —murmuró finalmente, con el corazón pesado—. Solo… prométame que tendrá cuidado.
~Fin del recuerdo~
Sora apretó su puño mientras unas lágrimas caían.
¿Por qué se sentía tan mal? Si, finalmente, ella fue quien decidió...No tener ese bebé de Taichi.
Kiriha ingresó a los aposentos completamente preocupado: —Madre...—La llamó preocupado, luego de verla desaparecer del lugar, decidió seguirla— Dime ¿qué te ocurre?
Sora rápidamente intenta limpiar sus lágrimas: —Na-nada...—Respondió.
—Claro que te sucede algo. Estás llorando.—Respondió el rubio.
—Lo digo enserio.—Contestó la pelirroja.
Kiriha hizo una mueca— Madre, no me engañas.— Declaró— ¿Estás así por qué te duele ver como las demás mujeres tienen bebés y tú no, cierto?
¿Qué? Esto sorprendió a Sora.
—Te da miedo y tristeza saber que solo me tendrás a mi.— Habló el rubio.
Sora se quedó sin palabras, exactamente sin saber que responder porque el recuerdo nuevamente vino a su mente. En ese entonces dijo que, ya tendría tiempo para darle más herederos a Yamato. Pero no lo había logrado...Solo tenía a Kiriha.
Acaso ¿esto era un castigo? por haber abortado a su bebé.
—No te sientas mal ¿sí?— Musitó el pequeño— Sé que es molesto ver que todos presumen sus logros, sobre todo, ahora que Mimi va a darle otro hijo a mi padre.—Murmuró— pero tú descuida, estoy seguro que llegará un día donde todos te harán reverencia.
Sora suspiró— Eso espero.— Fue la única respuesta.
Kiriha se acercó a ella y la abrazo.
Sora se aferró a ese abrazo mientras solo pensaba en el pasado.
En el tranquilo regreso a sus aposentos, Mitsuo Yamaki Pashá y Rika caminaban lado a lado, sumidos en un silencio cómodo que, sin embargo, contenía preguntas no formuladas. Finalmente, Mitsuo rompió el silencio con un tono suave pero inquisitivo:
—Rika, ¿estás feliz por este nacimiento? —preguntó, mirando su expresión con curiosidad.
Rika sonrió, sin ocultar la alegría que le producía la noticia del nuevo miembro en la familia imperial.
—Claro que sí. Amo ver cómo la dinastía se multiplica. Es algo hermoso, ¿no crees?
Mitsuo reflexionó un momento sobre su respuesta. La admiraba por su lealtad a la familia y por su dedicación al linaje, pero no pudo evitar que una pregunta rondara en su mente. Después de un momento, decidió hablar.
—Si amas tanto que la dinastía se multiplique —dijo en voz baja, pero con determinación—, entonces… ¿por qué nosotros no tenemos un hijo?
La sonrisa de Rika desapareció de inmediato. Se detuvo en seco y giró hacia él con una expresión de incredulidad y enojo.
—¿De verdad estás planteando eso ahora? —replicó, su voz firme y cortante—. Te lo he dicho antes, Mitsuo: no quiero tener hijos.
Mitsuo mantuvo la calma, aunque el rechazo en sus palabras le dolía más de lo que quería admitir. Intentando moderar su tono, le respondió:
—Pero Rika, acabas de decir que amas ver cómo la dinastía crece. Es contradictorio. Si tanto valoras eso, ¿por qué no quieres contribuir tú también?
Rika entrecerró los ojos, sintiéndose juzgada, como si su amor por la dinastía fuera puesto en duda.
—Porque cuando hablo de la dinastía, me refiero a los demás, no a mí. No quiero un hijo, Mitsuo. Amo a esta familia, pero eso no significa que deba ser yo quien contribuya con un heredero.
La tensión creció entre ellos, sus miradas enfrentadas con una mezcla de incomprensión y frustración. Mitsuo suspiró, tratando de encontrar las palabras correctas.
—No entiendo cómo puedes apoyar el crecimiento de la familia y, al mismo tiempo, negarte a formar parte de eso —dijo, sin ocultar su decepción—. Eres parte de esta dinastía, Rika. ¿No ves la importancia de tu papel?
Rika cruzó los brazos, su expresión se endureció.
—No es algo que necesite hacer para demostrar mi lealtad o mi amor por esta familia. He estado ahí para cada uno de ellos, sin necesidad de tener un hijo. Lo que me molesta es que no puedas aceptar que ya he decidido esto.
Caminó hacia la salida.
—¿Y sabes qué? No deberías reclamar, después de todo, tú fuiste quien aceptó casarse conmigo.
¿Acepto? ¡Pues sí! Porque no tuvo opción.
Rika salió del lugar.
—¿Dónde vas?
—No te interesa pashá.—Respondió antes de alejarse.
Mitsuo frunció el ceño ante esto.
Mientras Takeru se encontraba en sus aposentos, la luz de las velas danzaba suavemente sobre las paredes, creando sombras que parecían moverse al ritmo de su mente agitada. El libro en sus manos, un tomo antiguo que había decidido leer para pasar el tiempo, descansaba sin ser tocado. Sus ojos recorrían las palabras, pero su mente estaba lejos, perdida en pensamientos que no podía apagar, pensamientos que solo giraban en torno a una persona: Hikari.
La joven castaña, con su risa suave y su mirada decidida, se había quedado grabada en su memoria. Cada momento que pasaban juntos parecía haberlo marcado de una forma que no podía entender. Aunque él intentaba concentrarse, las imágenes de Hikari no dejaban de interrumpir, apareciendo en su mente con la fuerza de un torrente.
Takeru dejó el libro sobre la mesa, cerrándolo con un suave golpe. Se recostó en su silla, pasando una mano por su cabello rubio, frustrado por no poder sacarla de su cabeza. El silencio que llenaba la habitación era profundo, pero en su interior había un tumulto de emociones que no podía calmar.
¡Toc, toc!
El sonido de la puerta llamó su atención. Fue así como se levantó de su lugar y se dirigió a abrir la puerta. Se sorprendió al ver a su hermana.
—¿Qué haces aquí, Rika? —preguntó, sin poder ocultar su sorpresa.
—Vengo a hablar contigo —respondió ella, y Takeru se hizo a un lado para permitirle entrar.
Una vez dentro, Takeru cerró la puerta y se volvió hacia Rika, notando una mezcla de seriedad y determinación en su rostro.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó, esperando cualquier cosa.
—¿Te enteraste de las noticias? —inquirió Rika, mirándolo con una expresión expectante.
Takeru frunció el ceño, confundido.
—¿Qué noticias?
—Nació el hijo de Taichi —respondió Rika con una leve sonrisa de satisfacción.
Los ojos de Takeru se abrieron con asombro.
—¿En serio?
Rika asintió, observando atentamente la reacción de su hermano, quien seguía sin poder creerlo.
—¿Sabes lo que esto significa? —dijo ella, su tono bajando mientras miraba a Takeru con seriedad.
Él se mordió el labio inferior, ya intuyendo lo que venía, aunque prefirió esperar a que Rika lo dijera.
—Hikari vendrá al palacio —continuó Rika—. Querrá conocer a su sobrino, y Taichi ya me lo comentó.
Takeru bajó la mirada un momento, como si las palabras de Rika hubieran removido algo que había tratado de mantener enterrado. Alzó la vista hacia ella y, con un tono algo nervioso, preguntó:
—¿Por qué me dices esto?
Rika suspiró y lo miró con una mezcla de comprensión y dureza.
—Sabes por qué, Takeru.
Él permaneció en silencio, luchando con sus pensamientos, mientras el peso de las palabras de Rika se asentaba en su mente.
—Es por eso que quiero infórmate que, durante ese tiempo, volveremos a Hungría —añadió ella, sus palabras firmes y decididas, como si no hubiera espacio para discusión.
—¿Qué?— Takeru preguntó sorprendido—¿A HUNGRÍA?
Rika asintió.
—Eso no puede ser.
—¿Por qué no?— Preguntó la pelirroja.
—Porque...—Quiso responder pero prefirió callar.
—Porque quieres verla ¿cierto?
Takeru bajó la mirada intentando reprimir sus emociones.
—¡Claro que no!— Exclamó— Yo ya dije que no siento algo por Hikari.
—¿A no?— Preguntó Rika seriamente.
El rubio asintió: —Ya no.
Rika se cruzó de brazos— Me encantaría mucho creerte ¿sabes?—Comentó— Pero me cuesta mucho.
—¿Por qué?—Cuestionó Takeru— ¿No me ves de arriba a abajo con la joven que me presentaste?
Rika soltó una risa sarcástica, observándolo con una mezcla de desafío y desdén.
—¿Catherine? —repitió, como si el nombre de la joven no fuera más que una estrategia que Takeru usaba para ocultar sus verdaderos sentimientos—. No me engañas, Takeru. Puedo ver lo que estás intentando hacer, pero ambos sabemos que no es tan sencillo como pretendes.
Takeru apretó los puños, en una lucha interna entre sus palabras y las emociones que Rika parecía leer como si fueran un libro abierto.
—¿Y qué se supone que ves? —preguntó en un tono desafiante, aunque evitó mirarla directamente—. Catherine es suficiente. Estoy... bien con ella.
Rika negó con la cabeza y suspiró.
—Deja de mentirte a ti mismo, Takeru. Todos esos intentos por aparentar que has seguido adelante... Lo haces porque te aterra enfrentar lo que realmente sientes.
—¿Y quién dice que siento algo por Hikari? —respondió, con una nota de enojo en la voz, pero Rika no retrocedió ni un paso.
—Yo lo digo, Takeru. Porque conozco esa mirada de anhelo cuando hablas de ella. Y porque sé que tú, de alguna forma, sigues esperando que algo cambie, que algo suceda para que puedas estar a su lado.
Takeru resopló, tratando de mantener una fachada de indiferencia.
—Estás equivocada —murmuró, aunque sus palabras sonaron menos convincentes de lo que pretendía.
Rika se acercó y puso una mano en su hombro, obligándolo a mirarla directamente.
—No lo estoy. O dime ¿por qué esa concubina todavía es virgen?
Esta pregunta dejó a Takeru helado.
—¿Virgen?
Rika asintió: —Si verdaderamente la consideras parte de tu vida a esa esclava supongo que hace mucho debiste haberla convertido en tu concubina.
El rubio se mordió el labio inferior.
—Aun ni siquiera la has convertido en eso ¿cómo podré creer que has olvidado a Hikari?
Takeru se sintió nervioso ante esto.
Takeru desvió la mirada, tratando de evitar el intenso escrutinio de Rika. Sus palabras lo habían acorralado de una manera que no esperaba, y la mención de Catherine lo obligó a enfrentar un dilema que había intentado ignorar.
—No es tan sencillo, Rika —respondió finalmente, su voz apenas un susurro. La tensión en su rostro era evidente—. Yo… simplemente no he sentido que sea el momento adecuado para tomar ese paso.
Rika frunció el ceño y lo miró con una mezcla de incredulidad y exasperación.
—¿Y cuánto tiempo más vas a seguir posponiéndolo? —le espetó, sin suavizar el tono—. ¿Hasta que Hikari esté comprometida con alguien más? ¿Hasta que ya sea imposible?
Takeru apretó los puños, luchando por mantener la calma, pero Rika había tocado una herida que él no quería enfrentar.
—Ya te lo dije, Rika, ella no significa nada para mí —insistió, aunque la inseguridad en su voz delataba su intento de convencerse más a sí mismo que a ella—. Catherine es suficiente. Es... una buena mujer, pero eso no significa que deba apresurarme a tomar decisiones.
Rika negó con la cabeza, con una expresión que mostraba tanto compasión como desilusión.
—Lo que pasa es que sigues esperando algo de Hikari —dijo en voz baja—. Porque te conozco, Takeru. Puedo ver que en el fondo no has dejado de desear que ella vuelva a ti.
Takeru sintió que su corazón se aceleraba al escuchar esas palabras, y por un momento, sus defensas parecieron caer.
—¿Y si lo hago? —susurró, en un momento de vulnerabilidad que rara vez mostraba—. ¿Y si sigo esperando que algo cambie?
Rika lo miró con una mezcla de tristeza y resignación.
—Entonces, Takeru, tienes que ser honesto contigo mismo. Porque mientras no lo hagas, tú serás el único que seguirá sufriendo en silencio.
Mitsuo tambaleó un poco mientras se apoyaba en el marco de la puerta, intentando mantener una postura digna pese a la mezcla de cansancio y tristeza reflejada en su rostro. Alice lo observó con detenimiento, y una sutil expresión de preocupación cruzó su rostro.
—¿Puedo pasar? —preguntó Alice con voz suave, sin apartar la mirada de él.
—Sí... claro, pasa —respondió Mitsuo, haciéndose a un lado para dejarla entrar. Cerró la puerta detrás de ella y regresó al centro del despacho, donde un vaso de licor medio lleno yacía sobre la mesa.
Alice lo observó con empatía y un toque de curiosidad antes de preguntar:
—¿Qué sucede, Mitsuo? —Su tono era calmado, pero con un dejo de insistencia que no podía ignorar.
Mitsuo intentó enderezarse y forzar una sonrisa que resultó débil y rota.
—No es nada... —murmuró, aunque su expresión revelaba la verdad—. Solo… un momento de debilidad, supongo.
Alice arqueó una ceja, claramente poco convencida, y avanzó un par de pasos hacia él.
—Discutiste con Rika, ¿verdad?
Mitsuo apretó los labios y bajó la mirada hacia su vaso. Dio un trago más, como si el licor pudiera ayudarlo a ordenar sus pensamientos o, al menos, a adormecer su dolor.
—Es complicado, Alice... —comenzó a decir, casi en un susurro—. A veces siento que estoy atrapado en una relación donde... nunca soy suficiente. Por más que intente, siempre hay una barrera entre nosotros. —Tomó una pausa y miró hacia la ventana, la expresión abatida—. Rika parece... que nunca podría amar de la misma manera que yo a ella.
Alice lo miró en silencio, intentando procesar sus palabras.
—Lamento que te sientas así, Mitsuo. —Su voz era serena, pero había un genuino interés en su mirada—. Nadie merece sentirse atrapado en su propio matrimonio.
—Es inevitable.—Declaró el pashá— Rika solo es mi esposa por obligación.
Alice asintió lentamente, fingiendo comprensión mientras sus ojos mostraban una mezcla de compasión y un destello apenas perceptible de astucia.
—Te entiendo, Mitsuo. —Suspiró, dejando que sus palabras salieran con una leve nota de melancolía—. A veces uno se encuentra atado a alguien… solo por deber, sin la libertad de elegir realmente. —Hizo una pausa, sus manos entrelazadas nerviosamente—. Yo también me siento atrapada en mi matrimonio.
Mitsuo levantó la vista, sorprendido de escuchar algo tan íntimo de parte de Alice. La observó con una mezcla de sorpresa y empatía.
—¿En serio? —preguntó suavemente, con una chispa de solidaridad en sus ojos—. Nunca lo hubiera imaginado, Alice. Pareces… tan fuerte, tan segura.
Alice forzó una sonrisa, algo amarga.
—Quizás es solo una fachada. A veces es más fácil aparentar ser fuerte que admitir lo que realmente se siente. —Dio un paso más cerca de él, buscando su mirada—. Como tú, a veces siento que nunca podré ser suficiente. Que no importa cuánto trate de ser la esposa ideal, nunca será lo que él realmente quiere.
Mitsuo la miró con genuina compasión, como si por primera vez alguien realmente lo entendiera. Se permitió bajar la guardia un poco más y asintió.
—Es difícil… pensar que uno puede dar todo de sí mismo y aun así… no ser lo que el otro desea. —Hizo una pausa, suspirando profundamente—. A veces me pregunto si hay algo que podría cambiar, algo que podría hacer para romper esa barrera. Pero nada parece funcionar.
Alice lo observó en silencio por un momento, luego apoyó una mano suavemente en su brazo.
—No estás solo en esto, Mitsuo. —Su voz fue apenas un susurro, pero había una calidez sincera en ella—. A veces, las personas simplemente no están hechas para entendernos, y tenemos que buscar consuelo en quienes sí lo hacen.
Mitsuo asintió, dejando que el peso de sus palabras cayera sobre él. Algo en su expresión cambió, como si una pequeña luz de comprensión o compañía hubiera iluminado su tristeza.
—Gracias, Alice. No sabía cuánto necesitaba hablar de esto con alguien que realmente entiende. —Le dedicó una sonrisa cansada, pero agradecida.
Alice le devolvió la sonrisa y, por un instante, ambos se quedaron en silencio, compartiendo un momento de apoyo mutuo en medio de sus tormentos personales.
La habitación estaba bañada por la luz suave de las velas, el aire cálido y acogedor. Yamato y Mimi se encontraban frente a frente, el espacio entre ellos cargado de una tensión palpable. Habían pasado una velada tranquila, pero la cercanía de su cuerpo y los miramientos que intercambiaban no dejaban lugar a dudas sobre lo que estaba por suceder. La atracción que se había ido acumulando entre ellos a lo largo de la noche era evidente, y, cuando finalmente Yamato la tomó de la mano, la conexión que compartían parecía desbordar el límite de la conversación ligera.
—Mimi… —murmuró Yamato, su voz grave, y le acarició suavemente la mejilla, acercándola más a él. El calor de su cuerpo era el de un hombre que ansiaba más, y la pasión en su mirada no pasaba desapercibida. No necesitaba palabras para transmitir lo que sentía.
Mimi, por un momento, cerró los ojos ante la intensidad de la mirada de Yamato, sintiendo su respiración entrecortada. Los besos suaves comenzaron, llenos de deseo contenido, pero, a medida que el momento avanzaba, se volvieron más apasionados, más urgentes. Los labios de Yamato bajaron a su cuello, dibujando suaves besos que hicieron que Mimi temblara. Él la abrazó con fuerza, sus manos recorriendo su cuerpo, pero en el instante en que sus cuerpos se acercaban más, ella se tensó, y su respiración se detuvo un momento.
—Yamato… —susurró, apartándose ligeramente, aunque aún pegada a él.
Yamato, sorprendido por la interrupción, la miró fijamente, buscando alguna explicación en su rostro.
—¿Qué pasa? —preguntó, en un susurro bajo, confundido, pero preocupado.
Mimi desvió la mirada, sintiendo el peso de sus inseguridades apoderarse de ella de nuevo. Sintió su rostro arder, no solo por el calor de la situación, sino por la vergüenza que no podía evitar. Finalmente, dio un paso atrás, rompiendo el contacto físico, aunque su mirada seguía fija en él.
—No puedo… —murmuró con voz temblorosa, levantando las manos como si intentara frenar lo que estaba a punto de ocurrir.
Yamato, aún confundido, se acercó de nuevo, tomándola por los hombros, buscando entender lo que sucedía.
—¿Por qué no? —insistió, esta vez con una firmeza que reflejaba su desconcierto—. Mimi, sabes que te deseo, sabes lo que siento por ti.
Ella lo miró, pero no pudo sostener su mirada por mucho tiempo. Sus ojos se llenaron de una mezcla de tristeza y frustración.
—Es que… —sus palabras salieron entrecortadas, y la vergüenza pesaba sobre sus hombros—. Estoy… gorda, Yamato. No estoy en condiciones para esto.
El silencio llenó la habitación durante un instante que pareció eterno. Yamato, sorprendido por lo que escuchaba, dejó de respirar por un segundo. Alzó una mano para acariciar su rostro, como si intentara disipar las palabras que había escuchado. La incomodidad en su expresión era evidente, pero no por lo que Mimi había dicho, sino por lo que ella misma estaba sintiendo.
—¿Otra vez con eso? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y algo de frustración, pero su tono era suave, como si intentara comprender la raíz de sus inseguridades—. Mimi…
Ella apartó su mirada, sin querer enfrentar lo que él pensaba, y dio un paso más atrás. La idea de seguir, de dejarse llevar por lo que Yamato quería, parecía inalcanzable en ese momento.
—Sí… —dijo con firmeza, aunque su voz estaba cargada de una tristeza profunda. —No estoy bien conmigo misma, Yamato. No puedo… no quiero que esto siga porque no me siento… —hizo una pausa, tragando saliva, antes de añadir—. No me siento atractiva. No soy la misma que antes, no puedo serlo.
Yamato, incapaz de ocultar su sorpresa, la miró en silencio por un largo momento. Luego, de manera más suave, dio un paso hacia ella.
—Mimi, por favor… —dijo, su tono lleno de preocupación y cariño—. Tú eres hermosa, tal como eres. El amor que siento por ti no tiene nada que ver con tu cuerpo. ¿Por qué piensas que lo físico me importa más que lo que hay dentro de ti?
Mimi se cruzó de brazos, sintiendo la presión de la emoción que la invadía, pero aún no podía liberar por completo lo que sentía.
—No puedo dejar de pensar en eso, Yamato. Todo en el harem… todo lo que dijeron… me hizo sentir tan pequeña. No puedo seguir con esto, no como estoy ahora.
Yamato la miró, y la frustración que sentía no era por el rechazo, sino por la inseguridad que Mimi experimentaba, algo que no comprendía por completo, pero que sentía profundamente.
—Mimi… —susurró con suavidad, colocando su mano en su hombro, buscando que lo mirara—. No te hagas daño pensando que yo te veré diferente por un cambio físico. Mi deseo por ti va más allá de eso. Tú eres la mujer que amo, sin importar nada de lo que crees que ha cambiado.
Mimi lo miró, y por un momento, sus ojos brillaron con una mezcla de duda y esperanza. Sin embargo, la barrera que había levantado a su alrededor era demasiado fuerte para que pudiera dejarla caer de inmediato.
—Lo sé… pero no estoy lista. No puedo. —Fue lo último que dijo, su tono firme, aunque algo vacilante.
Yamato, aunque desilusionado, asintió lentamente, respetando sus palabras y su espacio. Sabía que no podía presionar más en ese momento.
—Está bien, Mimi. Lo respeto. No quiero que hagas nada que no desees hacer. —Sus palabras fueron suaves, pero firmes, reflejando su deseo de cuidarla y de ser comprensivo.
Mimi le sonrió levemente, agradecida por su paciencia, aunque su corazón seguía lleno de dudas. Yamato la miró una última vez antes de dar un paso atrás, sin dejar de mirarla con afecto, dispuesto a esperar el tiempo que ella necesitara.
La noche caía lentamente sobre el jardín, y las estrellas comenzaban a brillar con fuerza en el cielo despejado. Una suave brisa movía las hojas de los árboles, creando un susurro armonioso que acompañaba el silencio de la noche. Takeru y Catherine caminaban juntos por el sendero, sin prisa, pero con una palpable distancia en sus gestos. Ambos parecían estar atrapados en sus propios pensamientos, pero en el aire flotaba una calma, como si la noche misma los invitara a compartir algo más que simples palabras.
Catherine fue la primera en romper el silencio, levantando la mirada hacia el cielo estrellado. Sus ojos brillaron al ver la magnitud de la belleza nocturna, y una sonrisa tranquila se formó en sus labios.
—Es increíble cómo esta noche parece aún más hermosa de lo que recordaba —comentó, su voz suave, pero con una nota de asombro—. Las estrellas parecen tan cerca, como si estuvieran invitándonos a tocarlas.
Takeru, que había permanecido en silencio hasta ese momento, miró hacia el cielo, pero su mente estaba lejos de allí. Sus pensamientos lo atormentaban, como un río que no cesaba de correr. La discusión con Rika seguía resonando en su mente, cada palabra, cada reproche, cada herida que no había sanado. La distancia que había entre ellos, la frialdad que se había instalado en su relación, lo devoraba por dentro. Se sentía atrapado, incapaz de ser el hombre que ella quería que fuera. Y eso lo consumía.
Catherine observó que Takeru estaba ausente, pero no dijo nada, esperando que él hablara cuando estuviera listo. Después de unos segundos, se detuvo y lo miró, dándose cuenta de que algo no estaba bien. Takeru seguía con la mirada perdida en el cielo, como si estuviera buscando respuestas en las estrellas.
—Takeru... —dijo ella, rompiendo el silencio con suavidad—. ¿Te ocurre algo? Pareces distante.
La voz de Catherine lo sacó de su trance, y finalmente, Takeru la miró, pero no respondió de inmediato. Sus ojos se encontraron con los de ella, y fue como si una chispa recorriera su cuerpo. Sin pensarlo, de forma impulsiva, se acercó a Catherine, inclinándose ligeramente hacia ella. El deseo, la necesidad de escapar de su dolor y confusión, lo empujaron a actuar sin medir las consecuencias. En un movimiento rápido, sus labios se encontraron con los de ella en un beso. La sorpresa de Catherine fue inmediata, pero pronto cedió, respondiendo al beso con la misma intensidad.
Takeru la tomó por la cintura, acercándola a él, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. La presión en su pecho disminuía momentáneamente, y todo lo que importaba era el calor de Catherine, su suavidad, su proximidad. Sus manos comenzaron a moverse con urgencia, tocando su espalda, su rostro, como si quisiera absolverla por completo y escapar de la tormenta de emociones que lo atormentaba.
Catherine correspondió al beso con una pasión inesperada, sus dedos se enredaron en el cabello de Takeru, y, sin pensarlo, lo condujo hacia su habitación. La conexión entre ellos se intensificaba con cada paso, como si todo lo que había en su interior se estuviera desbordando. Cuando llegaron a la cama, Takeru, con el aliento agitado, la empujó suavemente hacia las sábanas. La habitación estaba envuelta en una luz tenue, casi mágica, y por un momento, todo pareció desaparecer.
Takeru se inclinó hacia Catherine, dispuesto a continuar lo que habían comenzado, pero en el último instante, algo dentro de él se detuvo. El deseo de ir más allá, de dejarse llevar por el momento, se enfrentó a una barrera invisible, algo que lo frenó en seco. La imagen de Hikari apareció en su mente, y con ella, la sensación de que estaba cometiendo un error. La tensión en su pecho aumentó, y su respiración se volvió irregular.
Ante esto se alejó de la rubia.
—N-no...no puedo...
Catherine, al notar su pausa, lo miró confundida, sin entender la razón de su cambio repentino. Takeru no podía mirarla a los ojos; se sentía atrapado, culpable. Con un movimiento brusco, se apartó de ella, levantándose de la cama sin decir palabra. Su mente estaba en caos, la confusión y el arrepentimiento lo consumían. Era como si todo el peso de su vida cayera sobre él de golpe.
—Takeru... —murmuró Catherine, su voz suave pero llena de sorpresa y desconcierto.
Él no respondió. Se dio la vuelta rápidamente, caminando hacia la puerta con paso firme. Catherine intentó entender lo que había sucedido, pero no podía. El deseo había sido tan palpable, tan real, y sin embargo, él había retrocedido en el último momento. El sonido de sus pasos apresurados llenó la habitación, y en un impulso desesperado, Takeru salió corriendo, dejándola atrás.
Catherine quedó allí, sola, con el corazón acelerado y una confusión profunda en su pecho. Se levantó de la cama lentamente, mirando hacia la puerta por donde Takeru había salido. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué había huido de ella tan repentinamente?
Fuera, la noche seguía tranquila, las estrellas brillando inalcanzables en el cielo. Takeru corría en silencio, como si tratara de escapar de algo mucho más grande que su deseo. Pero lo único que encontraba al final de su carrera era más vacío, más preguntas sin respuesta. Y dentro de él, algo seguía ardiendo, algo que no podía controlar.
~Un mes después~
Natsuko y Yamato se encontraban en los aposentos del sultán, ambos estaban cenando, y la escena desarrollaba en un ambiente elegante y tranquilo, con la suave luz de las velas danzando sobre la mesa de marfil, y el sonido tenue de los sirvientes sirviendo los platos. La noche estaba calmada, y la comida, aunque exquisita, parecía casi secundaria en comparación con la conversación que estaba a punto de tener lugar.
Yamato, sentado en su silla principal, miraba el vino rojo en su copa con una expresión pensativa, mientras su madre, Natsuko, lo observaba con un semblante serio. Ambos disfrutaban del silencio durante un par de minutos antes de que Natsuko decidiera romperlo.
—¿Cómo te han ido las reuniones con el consejo? —preguntó Natsuko, su tono suave pero cargado de preocupación. Ella siempre estaba atenta a los movimientos de Yamato, sabiendo que cualquier decisión tomada por su hijo podía afectar no solo a su reinado, sino también a la estabilidad de toda la familia.
Yamato dejó la copa de vino sobre la mesa, sus dedos acariciando el cristal de la copa mientras pensaba en cómo responder. Finalmente, con un leve suspiro, respondió.
—Bien, madre. Las reuniones con el consejo han sido productivas. He logrado consolidar la mayoría de las alianzas necesarias y suavizado algunas tensiones internas. El consejo está, en general, de acuerdo con la dirección que estoy tomando.
Natsuko asintió, su mirada fija en su hijo. Ella sabía que Yamato estaba trabajando incansablemente para asegurar su dominio, pero algo en su interior la inquietaba. Con cautela, decidió abordar otro tema que llevaba tiempo rondando su mente.
—Me alegra escuchar aquello.
Yamato continuo en su plato.
—Hijo.
—¿Sí?
Natsuko dudó antes de hablar: —Disculpa que te pregunte por esto, sé que me dijiste que no quieres que me involucre y por eso he decidido quedar en silencio, pero es mi deber como madre preguntar.
—¿Preguntar qué?
—Preguntar ¿por qué no has incluido a Takeru en esas reuniones? —su voz, aunque tranquila, no dejó de llevar una cierta carga emocional. Natsuko sabía que la respuesta de Yamato podría ser crucial para entender cómo su hijo estaba manejando los hilos del poder, especialmente cuando se trataba de Takeru, quien era su hermano biológico, aunque la distancia entre ellos siempre hubiera sido evidente.
Yamato levantó la vista y la miró a los ojos. Un momento de silencio pesado se instaló entre ellos antes de que él hablara, su tono firme pero calculador.
—Es preferible mantenerlo lejos, madre —respondió con una mirada decidida, como si ya hubiera tomado esa decisión mucho antes de que la conversación llegara a este punto.
—Pero es un príncipe.
—Sí, lo sé, pero tú sabes como estuvieron las cosas hace un tiempo.—Declaró Yamato—Hubo un tiempo en el cual los pashás insistían por su ejecución debido a unos comportamientos inadecuados que tuvo y por eso tuve que tomar esta decisión de alejarlo de los eventos importantes.
Sí, y eso en gran manera fue debido a ella, que decidió actuar con el corazón en vez de la cabeza.
—Y este tiempo le he dado labores pequeñas. Pero estas reuniones no son parte de ellas.— Sus palabras parecían bien pensadas, y aunque no había ira en su voz, había una firmeza inquebrantable—. Gracias a eso, los pashás han dejado de reclamar por su existencia. Si Takeru se involucra más en la política, eso solo generaría más dudas sobre mi liderazgo.
Natsuko frunció el ceño, su mirada se tornó melancólica, y la tristeza se reflejó en su rostro. Aunque sabía que lo que Yamato decía tenía sentido en términos de estrategia política, para ella, como madre, era doloroso. Su hijo, Takeru, seguía siendo una figura en la que ella creía, a pesar de las circunstancias que lo rodeaban.
—Sé que lo haces por el bien del reino, Yamato —dijo Natsuko, su voz suavizada por una mezcla de tristeza y comprensión—. Pero, como madre, me duele ver que mi hijo está en la cuerda floja, sin ningún lugar real a donde pertenecer. Aunque él no ha sido el heredero legítimo, para mí siempre ha sido mi hijo. Es muy triste, hijo mío.
Yamato no contestó de inmediato. En lugar de eso, bajó la mirada y dejó escapar un pequeño suspiro, el peso de las decisiones pesando sobre sus hombros. Sabía que su madre no estaba equivocada, pero su deber como sultán lo obligaba a actuar de una manera que fuera más fría y calculadora. El reino primero.
—Lo sé, tú sabes que me preocupo por Takeru, y créeme siempre será así, madre —dijo finalmente, con un tono suave, pero con un deje de firmeza—. y no me es fácil tomar decisiones como esta. Pero es lo que el reino necesita. Takeru… No está listo para las intrincadas redes de poder que manejamos. Y hasta que no lo esté, será mejor para todos mantenerlo al margen.
Natsuko guardó silencio por un momento, mirando a su hijo con una mezcla de orgullo y tristeza. A pesar de todo, sabía que su hijo era un líder fuerte, pero también comprendía el precio que tenía que pagar por eso.
Finalmente, alzó la copa de vino y la llevó hasta sus labios.
—Que así sea, hijo —dijo, con una resignación palpable en su voz, pero sin perder la esperanza de que algún día las cosas cambiarían, y que Takeru podría encontrar su lugar en la vida de nuevo, aunque de una manera distinta.
La cena continuó en un silencio tenso, mientras los platos eran servidos y el suave tintineo de los cubiertos sobre la porcelana llenaba el aire. Natsuko se mantenía pensativa, observando a su hijo con una mirada que, a pesar de su serenidad, guardaba una leve preocupación. Yamato, por su parte, parecía estar masticando más que solo la comida, como si hubiera algo importante que todavía no hubiera dicho. Finalmente, rompió el silencio, su tono serio.
—Madre, necesito pedirte un favor. —dijo, mirando a su madre mientras tomaba otro sorbo de vino. Sus ojos, normalmente firmes, mostraban un atisbo de inquietud, lo cual no pasó desapercibido para Natsuko.
Ella levantó una ceja, sorprendida, y lo observó con curiosidad. No era común que su hijo pidiera favores, y menos aún cuando se trataba de algo fuera del ámbito político.
—¿Qué favor? —preguntó Natsuko, apoyando delicadamente la copa sobre la mesa, su voz suave pero cargada de la misma autoridad que siempre había tenido como madre del sultán.
Yamato respiró hondo, sin apartar la mirada de ella, y dejó sus cubiertos a un lado. Parecía estar buscando las palabras correctas, lo que no era común en él, acostumbrado a hablar con claridad y determinación.
—Mimi no está muy cómoda con algunas de las tensiones familiares, madre. —dijo, su tono más bajo, como si las palabras pesaran más de lo habitual—. Ya sabes cómo es, ella no ha tenido una vida fácil dentro del palacio, y aunque ha hecho su parte, me preocupa que se genere más conflicto si no se manejan las cosas con cuidado. Necesito que evites tener problemas con ella.
Natsuko frunció el ceño, y aunque trató de ocultarlo, la incomodidad le invadió. Había algo que siempre le había disgustado de Mimi: su actitud desafiante, su presencia tan imponente y, sobre todo, su relación con su hijo. Para Natsuko, esa mujer nunca había sido la adecuada para Yamato, y mucho menos para ser la madre de sus nietos. La tensión se palpaba en el aire, pero aún así, Natsuko sabía que no podía negarse completamente a su hijo.
—¿Evitar problemas con ella? —dijo, su tono algo escéptico—. Eso no será fácil, Yamato. Ya sabes que no la aprecio. Y no me siento cómoda con su presencia.
Yamato la miró directamente, su voz tomando un tono más firme, más persuasivo.
—Lo sé, madre. Pero, por el bien de tu nieto, te pido que lo hagas. —dijo, haciendo una pausa para dejar que las palabras calaran hondo en su madre—. Esta situación es delicada, y no quiero que Mimi se sienta rechazada o amenazada por las tensiones. Si la situación empeora, no solo afectará a ella, sino también a tu nieto.
Natsuko se quedó en silencio, su mente trabajando rápidamente, procesando las palabras de su hijo. No era fácil para ella tragar ese orgullo herido por los años, pero ver la seriedad en los ojos de Yamato la hizo pensar dos veces.
Finalmente, soltó un suspiro y asintió con la cabeza, aunque su rostro seguía mostrando una ligera incomodidad.
—Por el bien de tu nieto, Yamato... —dijo con voz suave, pero aún con una mirada distante—. Haré lo que me pides. Pero no esperes que me convierta en amiga de esa mujer.
Yamato sonrió, una sonrisa que no era completamente de felicidad, sino más bien de alivio, como si una carga que no había querido cargar solo ahora comenzara a aligerarse un poco.
—Te agradezco, madre. Esto es más importante de lo que parece.
La conversación terminó con un entendimiento tácito entre los dos. Yamato sabía que su madre nunca llegaría a aceptar a Mimi por completo, pero el simple hecho de que estuviera dispuesta a hacer un esfuerzo por el bienestar de su nieto le dio un poco de esperanza. La cena continuó, pero el ambiente había cambiado, la carga de las palabras de Yamato flotaba en el aire, y Natsuko, aunque no lo demostrara, sabía que las decisiones que se tomaran en esos momentos serían cruciales para el futuro de la familia real.
A medida que la cena continuaba, ambos continuaban conversando.
—Yamato —comenzó Natsuko, con una mirada que ya presagiaba lo que iba a decir—. Hablamos de la situación de Mimi, de su bienestar. Pero como bien sabemos, ella está pasando por un momento difícil y ya no está en condiciones de cumplir con sus deberes como concubina.
Yamato la miró con atención, aunque no dijo nada, esperando lo que su madre tuviera que añadir. A pesar de que respetaba su juicio, no le gustaba cómo las palabras de Natsuko siempre parecían reflejar más un análisis frío que una verdadera preocupación por Mimi.
—Ya que está indispuesta, creo que es el momento adecuado para que consideres aceptar a nuevas mujeres en el harem. —dijo Natsuko, su tono firme y directo.
Yamato frunció el ceño ligeramente, sabiendo que esta conversación era inevitable, pero también sintiendo un desasosiego en su pecho.
—Ya hemos hablado de esto, madre —respondió, intentando mantener la calma, aunque sabía que el tema siempre le resultaba complicado. No quería que las palabras de su madre se convirtieran en una presión demasiado fuerte—. Mimi y yo hemos acordado no forzarla a cumplir con esas obligaciones. Ella está pasando por un proceso difícil, y no quiero hacerla sentir aún más presionada.
Natsuko no cedió ante la respuesta de su hijo, su expresión permaneció serena, aunque había una determinación en su mirada que no podía ignorarse.
—Lo sé —dijo ella con tono pausado—, pero no puedes ser tan inconsecuente, Yamato. Como sultán, tu deber es ser justo con todas las mujeres de tu harem, y en este caso, ya que Mimi no puede cumplir con lo que corresponde, tienes que permitir que otras mujeres tengan la oportunidad de ocupar ese lugar. ¿Acaso no es justo que ellas también puedan ser reconocidas? El harem no puede quedarse en un limbo solo porque una mujer no pueda cumplir sus funciones.
Yamato permaneció en silencio, su mente luchando entre las palabras de su madre y sus propios sentimientos hacia Mimi. Sabía que Natsuko tenía razón en cuanto a su responsabilidad, pero su vínculo con Mimi era fuerte, y no quería forzarla a algo que no deseaba hacer, sobre todo cuando las circunstancias de la joven concubina eran tan delicadas.
—Yo no quiero obligarla a cumplir con esos deberes —dijo finalmente, con un suspiro, sus manos entrelazadas sobre la mesa mientras su mirada se apartaba hacia el horizonte de la habitación—. Mimi es la madre de mis hijos. ¿No crees que es justo que, cuando está tan afectada, no la presionemos más?
Natsuko lo miró fijamente, como si estuviera evaluando sus palabras, su mente trabajando en lo que significaba para el futuro del harem. Finalmente, habló con calma, aunque sin perder su determinación.
—Lo que me parece injusto es que tú, como sultán, permitas que la situación de una sola mujer afecte a todas las demás. Sabes que el harem no solo depende de ella, y si Mimi ya no puede cumplir con sus obligaciones, las demás deben tener la oportunidad de ser vistas. No es solo por tu deber, sino por el equilibrio de todo el sistema. Todos deben ser tratados con el mismo respeto y cuidado.
Yamato bajó la mirada, pensando en lo que su madre decía. Por un lado, entendía la lógica detrás de sus palabras. Por otro, se sentía atrapado en un dilema emocional. No quería ver a Mimi como una simple pieza en su harem. Para él, era mucho más que eso, y cada vez más sentía que sus responsabilidades y su afecto hacia ella se chocaban.
La conversación quedó en un silencio pesado, mientras ambos reflexionaban sobre el camino a seguir. Yamato sabía que tendría que tomar una decisión, y esa decisión implicaría mucho más que el bienestar del harem. También significaría decidir qué tipo de sultán quería ser, y qué tipo de hombre quería ser para Mimi.
—Entiendo que Mimi no pueda cumplir como concubina debido a lo mal que se siente en su embarazo, pero para eso están las demás, para saciar tus deseos si es que la concubina principal no puede.
Bueno...eso era verdad...Por eso se manejaba un harem en su dinastía. Siempre fue así. Y dio fruto en muchos aspectos. Sobre todo cuando estaba la regla de un hijo varón por concubina. El sultán podía continuar gozando de esos placeres sin necesidad de romper la ley.
Yamato analizó todo esto en silencio. Natsuko lo observó expectante.
Finalmente, fue él quien rompió el silencio, su voz seria pero llena de una sinceridad que no dejaba lugar a dudas.
—Al menos deja que bailen para ti.—Declaró Natsuko— Como sultán mereces recibir esos detalles.
Sí, eso era verdad.
Yamato suspiró, al parecer, su madre no se rendiría. Y no la culpaba. Ya que como sultana madre debía encargarse de darle lo mejor al sultán y administrar su harem. Esas eran las reglas.
—Está bien.—Respondió— Aceptaré que traigas una concubina.
Natsuko sonrió.
Mitsuo Yamaki Pashá caminaba por los pasillos del palacio con pasos lentos, el peso de la jornada agotando cada músculo de su cuerpo. Su rostro estaba serio, casi impasible, como si tratara de desprenderse de los pensamientos y las emociones que aún lo atormentaban. La luz de las lámparas de aceite parpadeaba suavemente en las paredes de mármol, proyectando sombras largas que se estiraban como si fueran parte de su cansancio.
El sonido de sus botas resonaba suavemente contra el suelo de piedra, cada paso un recordatorio de su lugar en este mundo, un mundo lleno de responsabilidades y de intrincadas relaciones de poder. Había sido un día largo, lleno de negociaciones y compromisos, pero lo que realmente lo agotaba era la tensión que se acumulaba dentro de él, como una cuerda tensada a punto de romperse. La imagen de Alice seguía rondando su mente, y el recuerdo de su encuentro privado con ella no hacía más que empeorar su confusión.
Cuando ya estaba cerca de sus aposentos, una esclava, con su túnica sencilla y su cabeza baja, se le acercó en silencio. Mitsuo la miró de reojo y la esclava levantó la vista, viendo su oportunidad para hablar.
—Pashá —dijo ella, con voz temblorosa—. La Sultana Rika lo espera en el harem. Ha sido citada para estar en la sala privada.
Mitsuo frunció ligeramente el ceño al escuchar el nombre de su esposa. La sorpresa no fue tan grande, pero sí la incomodidad. Había notado que Rika había estado más distante en los últimos días, pero no había esperado una cita tan repentina en la sala privada del harem.
—¿Y por qué razón? —preguntó, deteniéndose y mirando a la esclava con una mezcla de curiosidad y cansancio.
La esclava bajó la mirada, indecisa, antes de responder con cautela.
—No lo sé, Pashá. Solo me dijeron que debía informarle que la Sultana le esperaba allí.
Mitsuo asintió lentamente, agradeciendo la información, aunque no podía evitar sentir una presión creciente en su pecho. Algo no estaba bien. La inquietud que lo había acompañado todo el día parecía intensificarse. Con un suspiro resignado, se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección al harem. Cada paso lo acercaba más a la sala privada, y con cada paso, la tensión en su interior aumentaba.
Escuchó un suave y melodioso sonido que lo detuvo en seco. Curioso, siguió el sonido hasta llegar a una puerta entreabierta que daba a la sala privada.
Al llegar frente a la puerta, Mitsuo la empujó suavemente y entró en la habitación, quedando sorprendido por la vista que se desplegó ante él. En el centro de la sala, bañada en la luz dorada de las lámparas colgantes, Alice se movía con gracia y elegancia, su cuerpo envuelto en un vestido de danza árabe que ondeaba con cada giro y movimiento resaltando su cuerpo.
Mitsuo quedó hipnotizado por la belleza de la escena frente a él. La suave música árabe llenaba la habitación mientras Alice se movía con una habilidad y gracia que parecían sacadas de un sueño. Cada movimiento de sus caderas, cada giro de su cuerpo, estaba imbuido de una sensualidad cautivadora que dejaba a Mitsuo sin aliento.
Alice, "ajena a su presencia", continuó bailando con una pasión y una intensidad que parecían transportarla a otro mundo. Sus ojos brillaban con una luz propia mientras se entregaba por completo al ritmo de la música, dejando que su cuerpo se expresara libremente a través de la danza.
Mitsuo se quedó allí, en silencio, admirando a Alice con una mezcla de asombro y admiración. Nunca antes había visto algo tan hermoso, tan cautivador. En ese momento, se dio cuenta de que había sido testigo de algo especial, algo que nunca olvidaría.
Después de un momento, Alice finalmente "notó" la presencia de Mitsuo en la habitación. Sus ojos se encontraron, y un destello de sorpresa cruzó el rostro de Alice antes de que una sonrisa tímida se curvara en sus labios.
Mitsuo devolvió la sonrisa con gentileza, incapaz de apartar la mirada de ella. En ese instante, en medio del harem con la música flotando en el aire, Mitsuo se sintió atraído hacia Alice de una manera que nunca había experimentado antes. Y supo, en ese momento, que esta visión de ella bailando permanecería grabada en su memoria para siempre.
Con una habilidad teatral perfecta, Alice continuó con su danza, dejando que su cuerpo se moviera al ritmo de la música árabe, mientras Mitsuo observaba en silencio desde la entrada del harem. Aunque Alice sabía que Mitsuo estaba presente, decidió mantener la ilusión de que estaba sola en la habitación, aprovechando la oportunidad para seducirlo con su baile.
Sus movimientos eran fluidos y sensuales, sus caderas balanceándose con gracia mientras sus brazos se elevaban en el aire, formando patrones hipnóticos. Cada giro y cada movimiento estaban calculados para atraer la atención de Mitsuo, para envolverlo en el hechizo de su danza.
Mitsuo, incapaz de apartar la mirada, se encontraba completamente cautivado por la belleza y la gracia de Alice. Su corazón latía con fuerza en su pecho mientras observaba cada movimiento, cada gesto, deseando estar más cerca de ella.
Alice podía sentir la intensidad del escrutinio de Mitsuo sobre ella, pero se mantuvo concentrada en su actuación, permitiendo que su energía y su pasión fluyeran a través de su danza. Cada movimiento estaba imbuido de un encanto magnético, diseñado para atraer a Mitsuo hacia ella como un imán.
Sin embargo, debía fingir "vergüenza" para que no fuera evidente, así fue como volteo hacia la puerta y al ver a Yamaki rápidamente se detuvo.
—¡Mitsuo Yamaki Pashá!— Exclamó y rápidamente se detuvo.
Mitsuo sintió un leve rubor teñir sus mejillas ante la revelación directa de Alice. —Lo siento —balbuceó, sintiéndose un tanto incómodo por haber sido sorprendido observando su baile. —No pretendía invadir su privacidad. Tu danza era simplemente... cautivadora.
Alice sonrió con complicidad, percibiendo la ligera incomodidad de Mitsuo pero decidida a aprovechar la situación a su favor. —N-no te preocupes, Mitsuo Pashá —dijo con suavidad, acercándose un poco más a él— Pe-pero ¿qué haces aquí?
—Vine a hablar con Rika.
—¿Aquí?
Yamaki asintió.
—¡Que extraño! Soy la única que está aquí. Ella no se ha aparecido.
—¡Ups!— Musitó el pashá— Lo-lo siento...no quería molestarla sultana...
Alice se acercó: —Espera...—Musitó— No te sientas avergonzado. No me importó tu presencia.
—¿No?
La rubia negó: —De hecho, me alegra que hayas disfrutado de mi baile.
Mitsuo se sintió aliviado por la comprensión de Alice, pero también intrigado por su actitud despreocupada ante su intromisión. —Gracias por tu comprensión, Alice —respondió sinceramente. —Me sorprendió gratamente tu habilidad para la danza. Eres verdaderamente talentosa.
Alice sonrió, complacida por el elogio de Mitsuo. —Si alguna vez deseas ver más de mi danza, estaré encantada de mostrártela en privado —dijo en un tono sugerente, dejando que sus ojos se encontraran con los de él con una mirada intensa y seductora.
Mitsuo sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral ante la sugerencia de Alice, pero no pudo evitar sentirse atraído por la idea. —Sería un honor y un placer —respondió con voz suave, sus ojos oscuros brillando con anticipación.
La luz suave de la tarde se filtraba por las ventanas del sultán, iluminando el interior de las opulentas habitaciones de Natsuko. La sultana madre se encontraba sentada en una de las sillas de su salón privado, sus manos delicadas posadas sobre un abanico que no dejaba de mover con una gracia calculada. En el aire flotaba la sensación de éxito, de una victoria sutil pero importante que ella había logrado con astucia. Su sonrisa, apenas perceptible, era la de una mujer que sabía que los hilos de poder seguían moviéndose a su favor.
Airu, una joven sirvienta que había servido a la familia real por años, permanecía de pie frente a Natsuko, su mirada nerviosa reflejando la tensión que sentía por la conversación que se estaba desarrollando.
—Finalmente lo he logrado —comenzó Natsuko, su tono calmado pero cargado de autoridad—. Yamato aceptará tener otra concubina. Esta vez será alguien que nadie podrá cuestionar. Alguien que, sin duda, asegurará su lealtad a nuestra causa.
Airu dio un pequeño respingo ante la noticia. Sus ojos se abrieron ligeramente, no estaba segura de cómo reaccionar. Sentía un nudo en el estómago, algo que la inquietaba profundamente.
—¿Está… está segura, Sultana? —preguntó Airu, mirando al suelo en señal de respeto, pero sin poder ocultar su incertidumbre.
Natsuko la miró, como si la respuesta fuera obvia. Su rostro mostraba una calma casi distante, y en sus ojos había la seguridad de una mujer que siempre conseguía lo que quería.
—¡Claro que estoy segura! —respondió Natsuko, su voz firme—. Estás viendo por tu futuro, Airu.
Sí, eso estaba haciendo, no quería ser una mujer olvidada.
—Pero nadie debe enterarse de esto, ¿entendido? Nadie más debe saber que Yamato está tomando a otra concubina, y mucho menos que será alguien como tú. Lo que está por suceder es una jugada maestra, pero si alguien sospecha, todo podría desmoronarse.
Airu se sintió aún más nerviosa ante la intensidad con la que Natsuko hablaba. No sabía si aquello era algo en lo que podía confiar completamente. Había servido a la familia real durante años, pero nunca se había visto envuelta en algo como esto. Sin embargo, la mirada decidida de Natsuko le hizo sentir que no tenía otra opción. La sultana madre estaba acostumbrada a tener el control y a manipular las situaciones a su favor.
—Entiendo, Sultana —respondió Airu, su voz temblando levemente—. No diré nada a nadie. Mantendré el secreto, como lo ordena.
Natsuko asintió con aprobación y luego se levantó de su asiento con una elegancia imponente. Caminó hacia una mesa cercana y, con un gesto hábil, tomó su abanico nuevamente.
—Hazlo bien, Airu. Este es el paso correcto, el único paso que puedes dar si quieres que tu futuro esté asegurado aquí —dijo, su voz tan tranquila que casi parecía una advertencia—. Nadie tiene que saber quién eres en realidad, ni de dónde vienes. Todo es un juego de apariencias. Y tú, querida, serás excelente en este juego.
Con un leve movimiento de la mano, Natsuko llamó a una de las esclavas que había estado esperando a un costado de la habitación.
—Juri, ven aquí —ordenó Natsuko con tono firme.
Juri se acercó rápidamente, su cuerpo tenso de expectación. Natsuko la miró con autoridad y le dio instrucciones.
—Prepara a esta concubina —dijo, señalando a Airu—. Asegúrate de que su rostro esté completamente cubierto. Nadie debe verla, nadie debe reconocerla. Será una presencia anónima, y lo mejor es que todo quede en las sombras.
Juri asintió con rapidez, comprendiendo lo que se esperaba de ella. Sin más palabras, se acercó a Airu y, con un gesto de obediencia, comenzó a alistarla. Airu se sintió desconcertada y vulnerable bajo la atención de Juri, pero sabía que no podía hacer otra cosa que seguir las instrucciones.
Al ver cómo se cubría el rostro de Airu, Natsuko se quedó quieta, observando el proceso con una satisfacción silenciosa. Todo estaba en marcha. No solo había asegurado el futuro de la familia, sino que había conseguido lo que había planeado con tanta astucia: mantener el poder en sus manos y utilizar a aquellos a su alrededor para garantizar su éxito.
—Recuerda, Airu —añadió Natsuko con tono bajo pero claro—. Este es un paso crucial. Ahora, la elección ya no está en tus manos. Pero, si juegas bien tus cartas, tu posición estará más allá de lo que jamás imaginaste.
La luz suave de las velas iluminaba la mesa en el comedor del palacio, creando un ambiente tranquilo, pero Takeru no podía disfrutar de la cena. Su mirada permanecía fija en su plato, su tenedor apenas tocaba la comida que había frente a él. Un plato de arroz, carne y verduras que normalmente le habrían provocado apetito, pero hoy solo parecían ser un recordatorio de lo que estaba por venir.
Rika, sentada frente a él, observaba cómo su hermano se mantenía distraído, ajeno a la conversación que había estado fluyendo con normalidad minutos antes. Finalmente, no pudo más y rompió el silencio.
—Takeru, ¿qué te ocurre? —preguntó, su tono de voz suave pero inquisitivo.
Takeru levantó la mirada por un instante, pero rápidamente volvió a bajar los ojos hacia su plato. —Nada —respondió, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Rika rodó los ojos, sabiendo que algo no estaba bien. —Por favor, no me mientas. Es obvio que algo te pasa.
Takeru suspiró profundamente y, después de unos segundos de silencio, se decidió a hablar. —Estoy desmotivado —dijo, su voz algo apagada, como si todo el ánimo se le hubiera escapado de los hombros.
Rika lo miró fijamente, preocupada. —¿Desmotivado? ¿Por qué? —preguntó, su tono de voz lleno de comprensión, pero también de curiosidad.
Takeru se recostó ligeramente en su silla, como si la carga de sus pensamientos fuera demasiado pesada. —Estoy intentando mentalizarme, pero... —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—, voy a tener que dejar el palacio. Tengo que irme a Hungría. Y eso me tiene... mal. Muy mal.
Rika arqueó una ceja, sorprendida por la forma en que lo decía. —Takeru, no seas tan exagerado. Es solo un viaje. ¡Es por tu bien! —dijo, intentando darle un enfoque más positivo a la situación.
Takeru levantó la cabeza lentamente, sus ojos reflejando una mezcla de frustración y tristeza. —No estoy exagerando, Rika. Es... mucho más que un simple viaje. Es como si me estuvieran arrancando de aquí, de mi vida, de las personas que me importan —su voz se fue apagando al final de la frase.
Rika lo miró con algo de incomodidad. Sabía que su hermano estaba pasando por algo más complejo de lo que admitía, pero no podía evitar la necesidad de poner las cosas en perspectiva. —Es por tu bien, Takeru. A veces tenemos que hacer sacrificios, incluso si no los entendemos de inmediato —dijo, con un suspiro.
Takeru la miró, sin respuesta. Sabía que tenía razón, pero no podía evitar la sensación de que algo se estaba rompiendo en su interior. Rika continuó, suavizando su tono. —Y agradece que Taichi decidió ir a Crimea con su familia. Así Hikari podrá conocer a su sobrino, que si no fuera por eso, ¡ya estaríamos en Hungría!
La mención de Hikari hizo que Takeru frunciera el ceño. Esa era la parte más difícil para él. La distancia con ella lo estaba afectando más de lo que quería admitir.
Gracias al cielo, Catherine le perdonó lo ocurrido hace unas semanas. Sí, fue muy poco hombre al no ser capaz de dar ese paso. Pero...él amaba a Hikari.
Mimi estaba de pie frente a su espejo, observando atentamente su reflejo mientras se ajustaba con cuidado el collar de perlas que adornaba su cuello. Sus dedos movían con delicadeza los rizos de su cabello, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Cada detalle debía ser perfecto. La sultana no toleraba imperfecciones, especialmente cuando se trataba de su presencia ante el sultán.
El sol se filtraba suavemente por las ventanas, iluminando los adornos dorados que decoraban su habitación. Mimi sonrió con satisfacción al ver cómo su vestido de seda color esmeralda caía con elegancia sobre su figura. Había pasado horas preparándose para esta noche, y todo debía salir impecable.
En ese momento, la puerta se abrió suavemente, y Yoshino, la sirvienta que siempre estaba a su lado, entró en la habitación. Mimi no desvió su mirada del espejo, pero escuchó el suave crujido de la puerta y la llegada de la joven.
—¿Cómo me veo? —preguntó Mimi, su tono cargado de expectativa. No quería escuchar una respuesta vacía; ella sabía lo que merecía.
Yoshino, siempre atenta y servicial, se acercó y la observó con una ligera sonrisa.
—Te ves bien, Sultana —respondió Yoshino, sonriendo levemente mientras sus ojos recorrían la figura impecable de Mimi.
Mimi sonrió satisfecha, asintiendo ante la respuesta. Era lo que esperaba, pero no se conformaba solo con eso.
—¿Dónde está Airu? —preguntó Mimi, sin apartar la mirada del espejo mientras se ajustaba una de las mangas de su vestido. Su tono cambió ligeramente, reflejando una leve preocupación.
Yoshino frunció el ceño por un momento, sorprendiéndose ante la pregunta.
—No lo sé, Sultana —respondió con sinceridad, sin saber exactamente dónde se encontraba la sirvienta. Era raro que Airu no estuviera presente, ya que siempre se encargaba de cuidar de Izumi cuando Mimi no estaba.
Mimi hizo una mueca, sin ocultar su irritación. Sabía que Airu debía estar con Izumi, pero la ausencia de ella la incomodaba un poco más de lo que admitía.
—Se supone que ella debe estar cuidando a Izumi —dijo Mimi, con una ligera queja en su voz mientras miraba fijamente su reflejo—. ¿Cómo es posible que no esté ahí?
Yoshino, ahora sorprendida por la pregunta, alzó una ceja y la observó con cautela.
—¿Va a salir usted, Sultana? —preguntó Yoshino, desconcertada ante la falta de la sirvienta y la aparente ausencia de Izumi. No podía evitar mostrar su curiosidad. No había duda de que algo fuera de lo común estaba sucediendo.
Mimi, con una sonrisa en sus labios, giró suavemente hacia Yoshino, su rostro ahora reflejando una mezcla de confianza y diversión.
—¡Obvio! —exclamó Mimi, con un tono alegre pero firme—. ¿Acaso lo olvidaste? Hoy es jueves, y todos saben que los jueves duermo con mi sultán.
La respuesta de Mimi era tajante, pero también cargada de una autoconfianza arrolladora. Era una tradición que ya estaba bien establecida en el palacio, y no importaba cuán ocupada o distante estuviera, los jueves siempre serían reservados para su sultán, su lugar asegurado a su lado.
—¿E?— Balbuceo Yoshino— N-no creo que sea posible.
—¿Por qué?—Preguntó la castaña.
La pelirrosa se mordió el labio inferior ante esto y prefirió guardar silencio.
Mimi alzó una ceja: —¿Yoshino? ¿Qué sucede?
—¿E?— La kalfa no quería hablar.
Y justo en ese momento la puerta sonó.
¡Toc, toc!
—¡Adelante!— Exclamó Mimi.
Fue así como la puerta se abrió y frente a ella apareció Gennai Aga.
La puerta se abrió con suavidad, y frente a ella apareció Gennai Aga, el encargado de las órdenes del sultán. Mimi lo observó atentamente, notando que algo parecía diferente en su porte. Había algo en su rostro que no lograba esconder, una seriedad poco común. Algo estaba ocurriendo, y no le gustaba.
Gennai Aga hizo una reverencia respetuosa antes de hablar:
—Sultana Mimi, el sultán no pasará la noche con usted. —dijo sin rodeos, con tono grave.
Mimi, sorprendida por el anuncio, parpadeó un par de veces antes de preguntar, desconcertada:
—¿Por qué? —su voz se hizo más suave, pero la confusión se mezcló con la ira que comenzaba a formarse en su pecho.
Gennai, visiblemente incómodo, no le respondió de inmediato, lo que hizo que Mimi frunciera el ceño.
—No puedo decirle la razón, Sultana. —Gennai mantuvo su postura, pero su mirada evitaba la de ella.
—¡Dímelo! —ordenó Mimi, sin perder su compostura pero con la autoridad de una sultana. Su tono era firme y exigente, y Gennai se quedó mudo ante su mirada penetrante.
—No puedo decirlo... —respondió él, casi en un susurro, antes de inclinarse nuevamente.
—¿Por qué no? —la voz de Mimi se endureció al instante, su paciencia comenzaba a agotarse.
—Por orden de la Sultana Madre, no puedo revelar la razón. —Gennai parecía completamente incómodo, pero su obligación era clara.
Ante esta respuesta, el corazón de Mimi dio un vuelco. La Sultana Madre. Un destello de furia cruzó su mirada, y sin dar más explicaciones, levantó su mano en señal de despedida.
—Puedes retirarte, Gennai. —dijo con voz gélida, sin ninguna emoción.
Gennai, agradecido por la autorización, hizo una última reverencia y salió rápidamente de la habitación.
Mimi permaneció en silencio por unos segundos, el aire en la habitación se cargaba de tensión. Sus ojos se clavaron en el espejo, pero ya no veía su imagen reflejada. Su mente daba vueltas alrededor de las palabras de Gennai. ¿Por qué no iba a estar con su sultán? ¿Por qué la Sultana Madre se había interpuesto en sus planes?
Yoshino, observando todo en silencio, se atrevió a decir finalmente:
—Sultana, tal vez debería esperar... —dijo, temerosa de la reacción de Mimi.
Pero Mimi no la escuchó. No iba a esperar. No lo haría. En su mente, solo había una cosa que importaba: la razón de la decisión del sultán y cómo iba a descubrirla.
—No me detendrás, Yoshino —respondió Mimi con una calma tensa, su voz más fría que nunca—. No voy a descansar hasta saber por qué el sultán no pasará la noche conmigo.
Y, sin más, se dio la vuelta, dejando a Yoshino atrás con una mezcla de preocupación y silencio. Con pasos firmes y decididos, Mimi salió de su habitación, dispuesta a confrontar a su sultán, sin importar los obstáculos que se interpusieran. Nadie, ni siquiera la Sultana Madre, podría impedirle lo que deseaba.
Mimi avanzaba con determinación, sus pasos resonando en los pasillos del palacio, cada uno más firme que el anterior. La furia que sentía le daba una energía renovada, y nada ni nadie podría detenerla ahora. Pero a medida que se acercaba a los aposentos del sultán, algo extraño llamó su atención: un sonido lejano de música, suave pero inconfundible. Mimi alzó una ceja, su mirada se oscureció.
—¿Por qué música? —murmuró para sí misma, sintiendo que algo no estaba bien.
Su intuición la alertaba, y, con pasos más rápidos, llegó a la entrada de los aposentos. Frente a ella estaba Ryo Bey, quien, al verla, se apresuró a hacer una reverencia, como siempre lo hacía con ella.
—Sultana Mimi, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Ryo, su tono respetuoso pero distante.
Mimi, sin perder tiempo, hizo un gesto imperioso.
—Déjame hablar con el sultán —ordenó con voz firme, sin preámbulos.
Ryo Bey, quien siempre había sido cortés y diligente, vaciló. No podía cumplir con esa solicitud, no sin ir en contra de las órdenes que le habían sido dadas.
—Lo siento, Sultana Mimi, pero no es posible —respondió Ryo, con tono apesadumbrado.
Mimi, aún más molesta, frunció el ceño y su voz se volvió aún más tajante.
—¡Déjame pasar! —demandó, con autoridad.
Ryo Bey, sin embargo, no se movió ni un centímetro. Sabía que no podía desobedecer las órdenes del sultán ni de la Sultana Madre, y eso lo tenía atrapado en una situación incómoda.
—No puedo, Sultana —dijo, con una sonrisa nerviosa—. El sultán está con una concubina y... la Sultana Madre me ha dicho claramente que no debo permitirle la entrada.
El mundo de Mimi se detuvo por un instante, el impacto de esas palabras la dejó paralizada. Sus ojos se abrieron de par en par, su mente tardó en procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Qué? —exclamó, su voz cargada de incredulidad y furia contenida— ¿Con una concubina?
Ryo Bey, al ver la expresión de la sultana, se dio cuenta de que quizás había cometido un error al revelar esa información. De inmediato, intentó disculparse, pero no pudo evitar temblar bajo la mirada feroz de Mimi.
En ese momento, Yoshino llegó rápidamente al pasillo, justo a tiempo para escuchar la exclamación de Mimi. Al ver la situación, se apresuró a intervenir.
—¡Ryo Bey! ¡No debiste haberle dicho eso! —dijo con rapidez, su rostro reflejando una mezcla de sorpresa y preocupación.
Ryo, aún desconcertado por la furia de Mimi, la miró con confusión.
—¿Acaso no sabía? —le preguntó, su voz vacilante.
Mimi, completamente fuera de sí, le lanzó una mirada fulminante.
—¿Saber qué? —respondió, su voz temblando por la ira. Pero, al mismo tiempo, la pregunta estaba llena de desesperación, como si aún no pudiera creer lo que estaba escuchando— Que Yamato se iba a acostar con una cualquiera.
Yoshino, viendo que la situación se estaba desbordando, intentó calmar a Mimi con una mirada conciliadora.
—Sultana, por favor... —dijo, sin saber cómo continuar.
—¡No!— Exclamó Mimi, no estaba dispuesta a esperar más explicaciones. Su ira solo crecía al darse cuenta de que su sultán había estado con otra concubina. ¡Usando la noche del Jueves!—¡Déjame pasar Ryo!
—Lo-lo siento pero no puedo.
—¡No me importa!— Gritó la castaña.
—Sultana, sé que es difícil —habló Yoshino, intentando calmarla—, pero le pido que se calme. No puede hacer nada ahora. Está embarazada, debe cuidarse.
Mimi se apartó bruscamente, los músculos de su cuerpo estaban completamente tensados. La rabia quemaba dentro de ella, y la idea de que la sultana madre estuviera enviando concubinas a su sultán la haciahervir de furia.
—¡No puedo calmarme! —exclamó, su voz rasgada por la ira—. ¡¿Cómo se atreve?! ¡Es una humillación! ¡Y Yamato lo ha permitido!
Yoshino la miró preocupada, acercándose lentamente para intentar calmarla.
—Sultana, por favor —insistió—, está usted embarazada, debe pensar en su salud. No puede dejar que estas emociones la dominen.
Pero Mimi, cegada por su enojo, dio un paso hacia la puerta.
—Voy a hablar con él —dijo, con determinación—. Esto no puede quedar así.
Yoshino la siguió rápidamente, tomando su brazo con suavidad, intentando detenerla antes de que saliera.
—Sultana, por favor —le rogó, su tono lleno de preocupación—. No puede hacer esto ahora, no está bien para su bebé.
Mimi, con los dientes apretados, trató de soltarse de la mano de Yoshino, pero cuando dio otro paso hacia la puerta, algo extraño ocurrió. Un fuerte dolor atravesó su entrepierna, tan intenso que la hizo detenerse de golpe.
—¡Mimi! —exclamó Yoshino, alarmada, al ver el cambio inmediato en su expresión. Mimi, sin embargo, no pudo decir nada, solo sintió cómo el dolor aumentaba. El sudor le perlaba la frente y, en un segundo, sintió cómo algo caliente comenzaba a deslizarse por sus piernas. El agua caía lentamente por sus tobillos, y su rostro palideció al instante.
—¡Rompí fuente! —murmuró, con la voz quebrada de angustia—. ¡Mi fuente se rompió!
Yoshino, aterrada, se apresuró a sostenerla antes de que pudiera caer. El dolor estaba comenzando a intensificarse y Mimi estaba a punto de desmayarse por la intensidad de la presión.
—¡No! Sultana, debemos volver a sus aposentos y debe acostarse inmediatamente, ¡rápido! —ordenó Yoshino, tomando el control de la situación. La fuerza de la sirvienta le permitió guiar a Mimi hacia el harem.
Mimi respiraba con dificultad, el dolor en su abdomen y entrepierna era insoportable, y aunque trató de mantenerse fuerte, no pudo evitar que las lágrimas comenzaran a rodar por sus mejillas.
Yamato observaba en silencio, los ojos fijos en la joven que danzaba con gracia frente a él. Su cabello rubio caía como una cascada de oro, brillando bajo la tenue luz de las lámparas, mientras sus movimientos eran una mezcla de sensualidad y elegancia que llenaba el espacio. Cada giro, cada paso que daba, parecía tener una conexión perfecta con la música que resonaba suavemente en el aire.
A pesar de que su rostro estaba cubierto, había algo en sus movimientos que lo fascinaba. No era solo la danza, era una mezcla de algo familiar y a la vez nuevo. La manera en que su cuerpo fluía le recordaba a alguien, a alguien que ya había estado en su vida de una forma distinta, pero con una intensidad que aún permanecía en su memoria.
Mimi. La primera vez que ella había llegado a sus aposentos para convertirse en una concubina oficial, con esa mirada decidida, con esa confianza arrolladora. Aquel día, él había sido cautivado por su presencia, por su capacidad de hacer que todo a su alrededor se desvaneciera, dejándolo solo con ella, con el deseo de conocer más, de poseerla.
Y ahora, mientras observaba a la joven danzando, no podía evitar pensar en Mimi, en cómo su espíritu indomable se había infiltrado en cada rincón de su palacio, de su vida. Aunque su rostro no era el mismo, el toque, la sensualidad que emanaba esta joven le traía recuerdos de aquella época. Un suspiro involuntario escapó de sus labios.
El sultán se reclinó en su asiento, el pensamiento de Mimi y la danza de la joven fusionándose en su mente. Sabía que algo había cambiado, algo se había movido dentro de él, y no podía evitar preguntarse si la decisión de permitir que esta nueva concubina formara parte de su vida traería consigo una serie de consecuencias que tal vez no podría controlar.
Mientras tanto, la joven continuaba su danza, ajena a los pensamientos que cruzaban la mente del sultán, pero Yamato no podía apartar la vista. Algo en su interior le decía que esta joven también sería una pieza clave en la historia que se estaba escribiendo en su palacio. Un destino que, inevitablemente, se entrelazaría con su propio camino y con los de aquellos a quienes había elegido para compartir su vida.
—¡Ah!— Gritó Mimi— Me duele...me duele mucho...
—Tranquila sultana...—Musitó Yoshino intentando calmarla— Todo estará bien.
De repente, la puerta se abrió y Meiko, la partera, entró rápidamente al cuarto. Su rostro mostraba una expresión de seriedad y profesionalismo, pero en sus ojos también brillaba una preocupación sincera.
—Sultana —dijo, acercándose rápidamente a la cama—, ¿cómo se siente? ¿Aguanta el dolor?
Mimi, entre sollozos, apretó los puños sobre las sábanas. El dolor la estaba venciendo, pero trataba de mantener la calma.
—No… no puedo… —dijo, su voz quebrada—. Aún faltan algunas semanas. No estoy lista para esto…
Meiko se inclinó hacia ella, observando detenidamente su rostro y su vientre. Sin perder tiempo, se agachó junto a la cama y colocó su mano sobre el abdomen de Mimi.
—Sultana —dijo con voz firme—, no hay tiempo. Ya ha roto fuente. Las contracciones son muy fuertes, lo que significa que el bebé está por nacer.
Mimi negó con la cabeza, como si no pudiera aceptar la idea. La ansiedad y el miedo invadían su mente, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No puede ser… —susurró, su voz temblorosa—. Aún faltan semanas. No puedo dar a luz ahora. ¡No estoy lista!
Meiko, con su experiencia, mantuvo la calma. Sabía que la situación era grave y que la sultana debía aceptar lo que estaba sucediendo.
—Sultana, la naturaleza está tomando su curso. No tiene opción —dijo Meiko con suavidad, pero con una certeza que no dejaba lugar a dudas—. El bebé viene ahora, y debe estar preparada. Las contracciones están aumentando en intensidad. No podemos esperar más.
Mimi, incapaz de contener sus emociones, comenzó a sollozar con más fuerza. Las lágrimas caían en su rostro, mezclándose con el sudor que empapaba su piel.
—No quiero… no quiero dar a luz ahora… —musitó, entre sollozos. Su voz era un susurro lleno de miedo y angustia. Sabía que ya no podía detener el proceso, pero no podía evitar sentirse aterrada. Las semanas de embarazo, las incertidumbres sobre su salud y el estado del bebé, todo le pasaba por la cabeza de una vez.
Meiko le tomó la mano, apretándola con delicadeza, tratando de ofrecerle consuelo en medio de la tormenta emocional que atravesaba.
—Mimi, este bebé está listo para llegar al mundo. Estás haciendo lo mejor que puedes, y yo estaré aquí para ayudarte en cada paso —dijo la partera con una voz tranquila y reconfortante—. Eres fuerte, y tu bebé también lo es. Confía en ti misma.
Las palabras de Meiko, aunque llenas de consuelo, no lograron calmar por completo el miedo que sentía Mimi. A medida que las contracciones se intensificaban, su cuerpo parecía dejarle claro que ya no podía retroceder.
—No quiero… perder a mi bebé… —susurró Mimi entre lágrimas, mientras su rostro se contraía por el dolor de una nueva contracción. Su pecho subía y bajaba rápidamente, con cada respiración más entrecortada.
Meiko le acarició la mano con suavidad, intentando darle una dosis de fuerza y esperanza.
—Lo vas a lograr, sultana. Estoy aquí. El bebé va a estar bien, confía en mí —respondió Meiko con firmeza—. El dolor es intenso, pero pronto tendrás a tu hijo en tus brazos. Ya está todo listo, solo tenemos que esperar.
Pero Mimi, aún sumida en su miedo y desesperación, cerró los ojos con fuerza y dejó que las lágrimas siguieran cayendo por su rostro.
—¿Y si no puedo? —dijo entre sollozos—. ¿Y si algo sale mal?
Meiko, sin perder la calma, se inclinó más cerca de ella, mirándola directamente a los ojos con una expresión serena.
—Sultana, tú ya has hecho todo lo necesario para que este bebé llegue al mundo. Todo estará bien. Eres una madre increíble. Ahora, permíteme hacer mi parte para que todo salga bien. —Hizo una pausa, mirando el rostro angustiado de Mimi—. Confía en mí.
Mimi asintió lentamente, aunque su mente seguía llena de dudas y temores. Finalmente, apretó la mano de Meiko con más fuerza, reconociendo que, aunque no estaba lista, no tenía otra opción.
Con un suspiro, Meiko se puso en pie y dio una orden a las sirvientes para que trajeran más toallas y agua tibia. Se preparaba para lo que estaba por venir.
Mientras las contracciones continuaban, Mimi se aferró a la esperanza de que todo saldría bien, aunque su corazón seguía latiendo con fuerza por el miedo y la incertidumbre. Sabía que el momento había llegado, y aunque no estaba lista, debía enfrentarlo con la fuerza que una madre tiene al dar vida a su hijo.
La joven concubina se arrodilló con gracia frente al sultán, su mirada baja en señal de respeto y sumisión. El aire en la sala se había vuelto denso, cargado de tensión, mientras Yamato observaba atentamente. Cada movimiento de ella, cada gesto, parecía hablarle de una forma silenciosa, como si quisiera decirle algo sin pronunciar palabra alguna.
Yamato, reclinado en su trono, la observó por un momento, sus ojos penetrantes recorriendo cada detalle de su figura. La danza había terminado, pero la atracción seguía presente, palpable. Su mente se debatía entre el deber y el deseo, entre las responsabilidades de su rol como sultán y la libertad de sus propias inclinaciones.
Finalmente, se levantó del trono con la misma autoridad que siempre le había caracterizado. Caminó lentamente hacia la joven, cuya postura no vaciló en ningún momento, su rostro cubierto, pero su cuerpo lleno de promesas. Al llegar frente a ella, la tomó del mentón con firmeza, pero sin violencia, levantándola suavemente para que su mirada se encontrara con la suya. Los ojos de Yamato brillaban con una intensidad que la joven no pudo evitar sentir. Sabía que no era cualquier hombre el que tenía frente a ella, era el sultán.
Con la mano aún en su rostro, Yamato la observó en silencio, como si estuviera tomando una decisión. La joven, aunque inmóvil, parecía saber que este era el momento en el que todo podía cambiar, el momento en el que podría ganar más que solo su lugar en el palacio.
La joven concubina, sin apartar la vista de él, asintió ligeramente. Su silencio era elocuente, pues aunque su cuerpo se mantenía en una postura sumisa, había algo en su mirada que dejaba claro que, de alguna manera, ella también jugaba un papel en este juego de poder. Sabía lo que podía ganar al estar cerca de él, lo que podría obtener al conquistar su voluntad.
No obstante, nada más ocurrió, ya que la puerta sonó.
¡Toc, toc!
El oji-azul se sorprendió ante esto: —¿Quién es?
—Sultán, soy Ryo Bey, disculpe la molestia pero ¡ocurrió un urgencia con la sultana Mimi!
¿Qué?
Yamato al escuchar esto se acercó a la puerta y abrió encontrándose con el Bey.
—¿Qué ocurre Ryo Bey con Mimi?
—¡Una urgencia!
—¿Urgencia?
Ryo asintió.
Yamato levantó la mirada, notando inmediatamente la seriedad de Ryo. Algo no estaba bien. Dejó los documentos a un lado y se recostó en su silla, prestando toda su atención.
—¿Qué ocurre? —preguntó, su voz firme, aunque una leve sombra de preocupación se asomaba en sus ojos.
Ryo se acercó un paso más, la preocupación evidente en su rostro.
—Sultán, la sultana Mimi... está dando a luz.—informó rápidamente.
Las palabras de Ryo golpearon a Yamato como un trueno. Sus ojos se abrieron por un momento, incrédulos, y se levantó de un salto de su silla. El impacto de la noticia lo dejó atónito. Mimi aún debía estar en las últimas semanas de embarazo.
—¿Qué? ¡No puede ser! —exclamó, avanzando rápidamente hacia el centro de la habitación, dejando atrás su escritorio. El pensamiento de que su amada sultana estuviera dando a luz tan repentinamente le resultaba casi impensable—. Falta tiempo...
—Lo sé. Pero esa fue la información que llegó del harem. Gennai Aga recién vino a darnos la información.
—Pe-pero aún no está lista. ¿Estás seguro?
Ryo asintió con seriedad, sin vacilar.
—Sí, sultán. La situación es grave. La partera Meiko ya está con ella, pero las contracciones son fuertes y constantes. El parto parece inevitable. La sultana está asustada, pero la situación ya está fuera de nuestras manos.
El rostro de Yamato se oscureció con una mezcla de frustración y miedo. Se pasó una mano por el cabello, intentando procesar la información. La situación estaba fuera de su control, y eso lo desconcertaba. Nunca había imaginado que el parto de Mimi llegaría de esta manera, tan temprano.
—¿Por qué no me informaron antes? —preguntó, con un tono que dejaba ver su creciente ansiedad. Su voz era baja, casi inaudible, como si estuviera hablándose a sí mismo.
—Hubo complicaciones que surgieron de repente —respondió Ryo con un leve suspiro—. La sultana comenzó a sentir dolores a última hora y no pudo esperar más. Se rompió fuente, y las contracciones siguieron sin cesar. Estaba fuera de control.
Yamato asintió lentamente, aunque su mente estaba lejos de los hechos que le relataba Ryo. Pensaba en Mimi, en cómo debió sentirse al enfrentarse a esta situación de manera tan inesperada. El miedo la habría invadido, y no podía evitar imaginar cómo ella se habría sentido sola en esos momentos, enfrentando el dolor sin él a su lado.
—¡Maldita sea! —murmuró, apretando los puños—. ¿Dónde está Mimi ahora?
—Está en sus aposentos, con la partera y las sirvientas. Ya le han preparado todo lo necesario, pero la situación es tensa, sultán —informó Ryo, observando la inquietud en los ojos de su líder.
Yamato asintió, su mente trabajando a toda velocidad. No había tiempo que perder. Sabía que debía estar al lado de Mimi, y aunque su corazón latía con fuerza por el miedo y la incertidumbre, tenía que calmarse.
La habitación estaba cálida y llena de la luz tenue de las velas. El aire estaba impregnado de un silencio tenso, interrumpido solo por el suave murmullo de las sirvientas y el sonido ocasional de la respiración entrecortada de Mimi. En el lecho de su habitación, la sultana se encontraba entre el dolor y el agotamiento, su rostro empapado en sudor, pero sus ojos brillaban con un temor palpable.
El momento había llegado de forma tan repentina que ni siquiera ella estaba preparada para la intensidad de lo que estaba ocurriendo. Las contracciones la golpeaban con furia, cada una más fuerte que la anterior. Mimi gritaba, su cuerpo retorciéndose por el dolor que parecía consumirla. Su garganta se cerraba con cada quejido, pero no podía dejar de luchar contra la presión que sentía en su vientre.
—¡Ay, Dios! ¡Ay, por favor! —exclamó Mimi, las lágrimas corriendo por sus mejillas mientras apretaba las sábanas con fuerza, como si tratara de aferrarse a algo que le ofreciera consuelo en medio del caos.
La partera Meiko, una mujer experimentada y serena, se encontraba junto a ella, con calma pero con una urgencia que no podía disimular. Meiko tomaba las manos de Mimi con firmeza, guiándola a través de cada espasmo.
—Sultana, respire. Concéntrese en mi voz —dijo Meiko, intentando calmarla, pero sabiendo que el dolor era mucho para que cualquier palabra fuera suficiente. Meiko había asistido a muchas madres en sus partos, pero ver a Mimi sufrir con tanta intensidad la conmovía profundamente—. Vamos, Mimi, empuje cuando lo sienta, empuje con todas sus fuerzas.
Mimi dejó escapar otro grito, su cuerpo estremeciéndose por la presión de las contracciones. Estaba agotada, pero sabía que no podía rendirse. Tenía que empujar, aunque su cuerpo se sentía pesado y cansado. La partera la animaba constantemente, sus palabras se mezclaban con los sollozos de la joven sultana.
—¡No puedo, Meiko! ¡No puedo más! —gritó Mimi, desesperada, mientras las lágrimas seguían rodando por sus mejillas.
—¡Lo tienes que hacer, Mimi! —respondió la partera con firmeza—. Tú eres fuerte. Tienes que empujar. El bebé está cerca, ya casi lo tenemos, sólo un poco más.
Mimi asintió entre sollozos, luchando contra el dolor, sintiendo cómo su cuerpo respondía a las órdenes de la partera, aunque su mente deseaba rendirse. Con un esfuerzo tremendo, tomó aire profundamente y, siguiendo la indicación de Meiko, empujó con todas sus fuerzas.
Su grito resonó en la habitación cuando la contracción la envolvió nuevamente. La partera observaba atentamente, su expresión concentrada.
—¡Eso es, sultana! —Meiko alentó—. Empuje, ¡un poco más!
El sudor empapaba la frente de Mimi, y su respiración se hacía más y más errática. La sala parecía estar llena solo del sonido de sus gritos y el sonido de las sirvientas murmurando, ansiosas y nerviosas. Mimi sentía el mundo desmoronarse a su alrededor, cada dolor era como una ola imparable que la arrastraba, pero sabía que ya no había vuelta atrás.
Con un último esfuerzo desgarrador, Mimi empujó una vez más. Entonces, finalmente, Meiko gritó con alivio:
—Nació.
Mimi alzó su mirada— ¿S-si?— Preguntó agitada.
—¡Si!— Exclamó Yoshino— ¡Nació!
¡Menos mal! Ya no quería sufrir más.
—Y-y... ¿Q-qué?— Balbuceo— ¿Qué es?
Yoshino observó atentamente al bebé, mientras la partera cortaba el cordón umbilical. La criatura tenía venía con sangre y algunas marcas amarillas, alzó una ceja, nunca había visto a un bebé nacer con eso al rededor.
—¡Yoshino!— Mimi alzó la voz— Dime ¿Qué es?
La pelirosa movió levemente la cabeza, por unos segundos se había desconcentrado— Mi sultana...
De manera inesperada Mimi sintió un fuerte dolor en su entrepierna.
—Felicidades, es...
—¡Ah!— La kalfa no pudo continuar hablando, ya que un grito desgarrador se escuchó en la habitación por parte de la sultana.
—¿Qué ocurre?— Preguntó Yoshino alarmada.
—Me...—Mimi intentó hablar— Me due-due...—Otra puntada más intensa se hizo presente— ¡Ah!
Yoshino observó a la partera— Meiko ¿Qué ocurre?
—No sé.— Respondió la mujer antes de entregarle el bebé a la kalfa de cabellos lilas y revisó a la sultana.
Mimi apretó los dientes, le dolía mucho, era un dolor intenso como el que había sentido anteriormente al dar a luz a su bebé. Entró sus manos en la cama completamente adolorida.
—No puede ser.— Exclamó la partera.
—¿Q-qué?— Intentó preguntar Mimi— ¿Qué ocurre?
—¡Viene otro bebé!
¿Qué? Mimi literalmente sintió que el alma salía de su cuerpo.
Mimi, aún jadeando por el agotamiento del primer parto, miró a Meiko con incredulidad. La partera estaba con la mirada fija entre sus piernas, su expresión una mezcla de sorpresa y preocupación. Mimi apenas podía procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Otro...? —susurró Mimi, casi sin poder creerlo. El sudor perlaba su frente, y el dolor que aún sentía en su cuerpo parecía amplificarse con la sola idea de otro bebé.
Meiko asintió, sin dejar de observar con atención el proceso. Su voz fue firme, pero su rostro reflejaba un leve desconcierto.
—Sí, sultana. Viene otro bebé. Las contracciones están comenzando de nuevo. Tienes que prepararte para seguir.
Mimi cerró los ojos, sintiendo que su mundo se desmoronaba alrededor de ella. No era posible. Después de todo el dolor que había soportado, de toda la tensión, ahora tenía que enfrentar otro parto. ¿Cómo iba a soportarlo? No podía. Era demasiado. Ella no tenía fuerzas para volver a pasar por eso.
—No... No puedo —murmuró Mimi, su voz rota por el agotamiento y el miedo. No quería creer lo que le estaba pasando. Su cuerpo ya había sido llevado al límite, y ahora se le pedía que resistiera otro dolor, otra batalla.
Yoshino, que había tomado al bebé entre sus brazos, observó la situación con alarma. El pequeño recién nacido, aún envuelto en las mantas, parecía descansar, ajeno a la tensión que se generaba en la habitación. El llanto del primer hijo de Mimi ya había cesado, pero el de ella estaba comenzando a intensificarse.
—¿Qué hacemos, Meiko? —preguntó Yoshino, con voz preocupada.
—Preparen a la sultana para el siguiente parto —ordenó la partera, sin vacilar. Su experiencia le decía que no había tiempo para perder. Las contracciones se sucedían rápidamente y con fuerza, señal de que el segundo bebé estaba cerca.
Mimi apretó los puños, su respiración agitada, y la presión en su abdomen aumentó nuevamente. No entendía cómo podía estar sucediendo esto. Sentía que su cuerpo no le pertenecía, que el dolor la consumía. El llanto comenzó a escapar de nuevo, pero esta vez no era solo por el dolor. Era por la desesperación, por la impotencia de verse obligada a atravesar ese tormento una vez más.
—¡Meiko, por favor! —gritó, su voz temblorosa, suplicante—. No puedo. No tengo fuerzas para esto.
—Tienes que hacerlo, Mimi —respondió Meiko con suavidad pero con firmeza—. Ya has llegado hasta aquí. No puedes rendirte ahora. Recuerda que lo haces por tus hijos. Empuja, ahora.
Mimi, sin fuerzas, trató de obedecer, aunque las lágrimas seguían cayendo en torrentes por su rostro. Cada contracción la desgarraba, cada empuje le parecía el último, pero el dolor parecía interminable.
—¡Empuja, sultana! ¡Vamos! —instó la partera, casi sin aliento por la urgencia de la situación.
Yoshino se acercó a Mimi, manteniendo al primer bebé en brazos, mirando con desesperación el estado de la sultana. No era posible que pudiera soportar otro parto. Pero Meiko estaba clara en su diagnóstico: el segundo bebé venía y no había manera de detenerlo.
Mimi cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes, luchando contra la sensación de que su cuerpo iba a desmoronarse. El dolor la invadía, la sensación de estar perdiendo el control la atormentaba. A medida que las contracciones aumentaban, el llanto de Mimi se intensificaba.
—¡Ay, no! —exclamó, ahogando su voz con un grito desgarrador.
Meiko observó su progreso y vio que, finalmente, el segundo bebé ya estaba en la etapa final de salida. Con un último esfuerzo y el apoyo de la partera, Mimi empujó una vez más. El sonido de un pequeño llanto llenó la habitación, aliviando un poco el peso de la tensión.
Mimi, exhausta, dejó caer la cabeza contra la almohada, completamente drenada. La sensación de la vida que llegaba al mundo la embargaba, pero no podía entender cómo había llegado hasta allí, ni cómo había pasado por tanto dolor.
Meiko, aliviada, cortó el cordón umbilical del segundo bebé con rapidez y destreza, mientras Yoshino observaba el pequeño ser que ahora descansaba en los brazos de la partera.
Mimi, con el peso del cansancio y el dolor, miró a su hija en sus brazos, aún temblorosa, con los ojos vidriosos de lágrimas. Pero el agotamiento era demasiado para su cuerpo. Las fuerzas que le quedaban se desvanecieron rápidamente, y la visión de la habitación empezó a tornarse borrosa.
El llanto de su bebé parecía lejano, casi irreconocible. La partera y Yoshino hablaron entre sí, pero Mimi ya no podía escuchar con claridad. El dolor aún la azotaba, su pecho subía y bajaba rápidamente, como si el aire le faltara. Estaba luchando por mantenerse consciente, pero su cuerpo ya no podía más.
—Sultana, ¿está bien? —preguntó Yoshino, alarmada, al notar que la expresión de Mimi se tornaba pálida y sus ojos empezaban a cerrarse lentamente.
Mimi intentó responder, pero las palabras no salieron. Sentía como si su mente estuviera flotando lejos de ella, como si el suelo ya no existiera bajo sus pies. Intentó sostenerse, aferrarse a algo, a sus hijos, a la realidad que la rodeaba, pero su visión se desvaneció aún más.
—Meiko, ¡rápido! —gritó Yoshino, al ver que la sultana no respondía.
La partera reaccionó rápidamente, acercándose a Mimi con agilidad. Con una mano sobre el rostro de la joven sultana, intentó despertarla, pero la presión de los últimos momentos había sido demasiada para su cuerpo agotado.
—¡Mimi, reaccione! —Meiko la instó, intentando sacudirla levemente.
Pero Mimi no respondió. Con un suspiro débil, sus ojos se cerraron completamente, y su cuerpo se relajó por completo, desmayándose en los brazos de Meiko. La habitación se sumió en un tenso silencio, solo interrumpido por los suaves llantos de los bebés.
Mientras tanto en el harem, Natsuko se encontraba con Izumi en brazos, Rika que sostenía a Thomas, Alice a un costado y Sora con su hijo en el otro, esperando las noticias.
—¿Tendré un hermano?— Preguntó el príncipe Thomas de casi cuatro años.
—Sí, mi querido.—Respondió Natsuko con ternura.
—O hermana...—Comentó Kiriha de siete años— Puede ser mujer, otra vez.
La madre sultana movió la cabeza: —El género no importa.—Declaró— Lo importante es que nazca con bien.
El corazón de Yamato latía con ansiedad, una sensación extraña que no podía deshacerse. Había llegado a la residencia donde, después de tantas semanas de nervios, su mujer finalmente estaba a punto de dar a luz. Su madre, Natsuko, sus medias hermanas, Rika y Alice, y su concubina Sora estaban allí, con sus hijos esperando noticias.
Al acercarse a la entrada, la puerta de los aposentos se abrió, y apareció la partera Meiko, sonriendo con alivio. Yamato se detuvo inmediatamente, su mirada fija en la mujer, esperando una respuesta que lo tranquilizara.
—¿Está bien Mimi? —preguntó con urgencia, su voz algo tensa, aún con la incertidumbre de no saber si todo había salido bien.
La partera asintió, su rostro relajado, lo que le dio a Yamato un suspiro de alivio.
—Sí, Sultán, la sultana está bien, y sus hijos también. Todo ha ido perfectamente —respondió Meiko, con una calidez que alivió un poco la presión que sentía Yamato.
Pero al escuchar la palabra "sus hijos", Yamato frunció el ceño, incrédulo, y su mirada se intensificó.
—¿Hijos? —repitió, casi sin creerlo, como si las palabras no encajaran.
Meiko sonrió ampliamente, sin poder evitar sentirse emocionada por la alegría del sultán.
—Sí, Sultán, ha dado a luz a gemelos. Ambos están sanos y fuertes.
El impacto de la noticia fue inmediato. Yamato se quedó en silencio por un momento, procesando la información. Luego, una sonrisa de sorpresa y felicidad se dibujó en su rostro. No solo había sido padre una vez más, sino que la noticia de los gemelos lo dejó sin palabras, completamente asombrado por la bendición que había recibido.
Desde dentro de la habitación, la figura de Sora observó la escena. Su rostro palideció al escuchar la palabra "gemelos". Un nudo se formó en su estómago, y su mirada se oscureció. No pudo evitar sentir una punzada de celos y frustración. Sabía que las noticias de los gemelos serían celebradas con entusiasmo por Yamato, pero ella no pudo evitar preguntarse qué significaba para ella en todo esto.
Mientras tanto, Natsuko, la madre de Yamato, también comenzó a sonreír. Aunque siempre había sido muy reservada y controlada en sus emociones, en ese momento no pudo evitar sentirse feliz por su hijo.
—¡Gemelos! —exclamó, con una risa contenida. —Esto es una bendición, Yamato. Felicidades, hijo mío.
La noticia de los gemelos llenaba de felicidad a todos en la sala.
—¡Gemelos, hermano! Esto es maravilloso. ¡No puedo esperar a conocerlos! —dijo con Rika con entusiasmo.
Sora, por su parte, se quedó quieta, observando el festejo, sin mostrar su emoción. Sabía que su lugar en el palacio era el de una concubina, pero el hecho de que Mimi hubiera dado a luz a gemelos la golpeó profundamente. Sentía que su posición en la vida de Yamato se desvanecía poco a poco.
Mimi despertó lentamente, con el cuerpo aún agotado y envuelto en la sensación de un profundo cansancio. Sus párpados se abrieron suavemente, y por un momento, no supo si estaba soñando o si realmente se encontraba en la realidad. Todo a su alrededor estaba en silencio, y un suave aroma a flores frescas llenaba el aire.
Su mirada se desplazó lentamente hacia el costado, donde vio una figura familiar, inmóvil junto a ella. Yamato, su sultán, estaba allí, sentado junto a la cama, con una expresión tranquila pero claramente aliviada. Estaba mirando con atención su rostro, como si estuviera esperando a que despertara.
Mimi se sorprendió al verlo allí. Había pasado tanto tiempo desde que lo había visto en ese estado de calma, y por un momento, todo su cuerpo se tensó al recordar el dolor que había experimentado. El parto, las horas de sufrimiento... Pero ahora, allí estaba él, su presencia casi tranquilizándola.
—Yamato... —susurró, su voz débil por el esfuerzo, pero sus ojos se iluminaron al ver su rostro—. ¿Tú... tú estás aquí?
Yamato sonrió al ver que su esposa despertaba, sus ojos brillaban con una mezcla de felicidad y alivio. Sus manos se acercaron para tomar la de Mimi, suavemente, como si temiera lastimarla.
—Claro que sí, Mimi. No iba a dejarte sola —respondió con voz suave, acariciando su mano—. Me alegra mucho ver que estás despierta.
Mimi parpadeó, tratando de enfocar su mente en todo lo que había pasado. Una parte de ella sentía como si hubiera sido transportada a otro lugar, y la otra parte luchaba por procesar lo que había sucedido. Finalmente, su mente se centró en lo más importante.
—¿Y el bebé? —preguntó, su voz cargada de ansiedad. Su respiración se volvió más rápida mientras miraba a Yamato, buscando respuestas—. ¿Está bien mi bebé? ¿Está todo bien?
Yamato la miró con una ligera sonrisa, un brillo de orgullo en sus ojos.
—Querrás decir dos bebés —dijo con tono suave, pero lleno de alegría.
Mimi se quedó en silencio por un momento, sus ojos abiertos de par en par, tratando de comprender lo que acababa de escuchar. Dos... bebés. ¿Cómo era posible? Su mente comenzó a procesar la información, y de repente todo cobró sentido.
—¿Dos...? —murmuró, con incredulidad—. ¿Gemelos?
Yamato asintió con una sonrisa amplia.
—Sí, Mimi. Has dado a luz a dos hermosos varones. —Su voz estaba llena de orgullo, y sus ojos brillaban con emoción. —Son perfectos.
El asombro llenó los ojos de Mimi. Los recuerdos del dolor y el sufrimiento del parto parecían desvanecerse por un momento, al ser reemplazados por una oleada de felicidad y sorpresa. Gemelos. Dos hijos. Su corazón se aceleró al pensar en ellos, aunque una parte de su mente aún no podía creer que algo tan hermoso fuera posible.
—Dos... varones... —repitió, esta vez con una sonrisa suave en su rostro. Finalmente, sintió una oleada de emoción, la dulzura de la noticia envolviéndola como una manta cálida.
Yamato acarició su cabello con ternura, observándola con amor.
—Sí, Mimi. Dos pequeños príncipes. Estoy muy orgulloso de ti. —Su voz era suave, llena de adoración.
Mimi lo miró, con los ojos llenos de lágrimas contenidas, y tomó su mano con fuerza.
—No sabes lo feliz que me haces.— Musitó Yamato.
—¿Puedo verlos? —preguntó con la voz quebrada, ansiosa por ver a sus hijos. El amor y la emoción le inundaron el corazón, y por un momento, todo lo que había vivido, todo el sufrimiento, se desvaneció en la alegría de tener a sus hijos en brazos.
—Claro.— Exclamó el rubio y justo en ese minuto la puerta se abrió.
Justo en ese minuto la puerta se abrió y en el lugar apareció Natsuko, quien traía de la mano a Thomas, y Rika que llevaba en brazos a Izumi, junto a ellas se encontraba Alice.
—Permiso.—Musitó la sultana madre.
—¡Adelante!— Exclamó el rubio.
Fue así como las mujeres y los niños ingresaron.
Natsuko pasó su mirada por Mimi que yacía en la cama. Suspiró. Verdaderamente odiaba a esa mujer. Pero...Le daba alegrías al darles nietos.
—¿Te encuentras bien Mimi?
La castaña dudó unos segundos en responder, acaso ¿escuchó bien? ¿le preguntó por estado de salud?
—Sí, madre sultana.—Respondió.
—Felicidades por los hijos.—Musitó Natsuko seriamente pero con sinceridad.
Esto sorprendió aun más a Mimi.
—Felicidades a usted también.—Declaró la castaña—Que tenga una vida larga para estar con sus nietos.
Natsuko asintió.
—¿Dónde están mis nietos?
—Aquí están.—Una voz se escuchó en el lugar y de la habitación de al lado aparecieron la partera junto a Yoshino, cada una traía un bebé.
Yamato se levantó de su lugar y se acercó a las esclavas con sus hijos.
—¿Quién es el mayor?— Preguntó el rubio.
—Él.— Mencionó Yoshino y señaló al bebé quién se encontraba al lado derecho de Mimi.
Fue así como el sultán tomó al mayor de los gemelos. Sin embargo, apenas hizo esto el bebé se removió con un sollozo, que luego de unos segundos se convirtió en llanto, al principio suave, pero luego feroz.
¡Rayos! Pensó el rubio.
—Disculpe mi sultán.— Musitó Yoshino— Pero no ha parado de llorar.
—¿A sí?— Preguntó el rubio.
La partera asintió.
Yamato observó atentamente a su hijo quien lloraba sin cesar.
—¿Cómo se llamará?— La voz de Mimi lo sacó de sus pensamientos y al voltear se encontró con su reluciente sonrisa.
El rubio volteo su mirada hacia su pequeño, lo observó atentamente, tenía un poco de cabello, era más oscuro que los cabellos de sus otros hijos, tenía un tono azulado. Alzó las cejas sorprendido, ese tono de cabello era similar al de uno de sus hermanos que mandó ejecutar...¡Vaya! Al parecer el pasado nunca quedaría completamente en el pasado, parecía siempre estar presente, desde el fratricidio parecía como si se hubiese sumergido en una oscura noche que no tenía fin. Al menos hasta ahora.
Se mordió el labio inferior.
Tal vez...
Era momento de que saliera la primera luz, luego de una larga noche llena de oscuridad y dolor.
Suspiró.
—Su nombre será Kouichi.— Musitó el rubio.
¿Qué?
La impresión en el rostro de Rika fue evidente.
—Príncipe Kouichi.— Yamato alzó su mirada hacia Rika— Como nuestro hermano.
Kouichi significaba "primera luz de mañana" Y eso era lo que en esos minutos ese bebé estaba siendo, una luz que terminaba con esa oscura noche y empezaba un nuevo día.
Yamato volteo en dirección hacia Mimi y depositó al bebé en el lugar que antes estaba. Grande fue la sorpresa de todos al ver que el bebé se calmaba.
Al parecer tenían razón, solo quería los brazos de su madre.
El sultán pasó su mirada hacia el segundo bebé y lo tomó entre sus brazos. Este a diferencia de su gemelo no se colocó a llorar, al contrario, mantuvo la calma.
Yamato observó atentamente al segundo de sus gemelos, al igual que el primero tenía poco cabello de un color oscuro. Su piel era pálida como la suya. Grande fue su sorpresa al ver que este abría sus ojos.
¡Tenía los ojos azules!
Como él.
—¿Cómo se llamará?— Preguntó Mimi intrigada.
Yamato mantuvo su mirada en su hijo, actualmente el menor, él también era una luz en su vida, su segunda luz luego de toda esa oscura noche. Esa descripción señalaba a un nombre, pero...
Se mordió el labio inferior.
Hace bastante tenía ganas de colocarle el nombre de su hermano, Kouji, a uno de sus hijos. Después de todo, ambos fueron cercanos.
Sin embargo, eso no quitaba que doliese, después de todo, aun le causaba incomodidad recordar como acabó con él y con sus hijos, dejando a la sultana Haruna sola con sus hijas.
¡Rayos!
El pasado.
Suspiró.
Así como Kouichi, este bebé terminaría con esta oscura noche.
—Su nombre será Kouji.— Respondió Yamato.
¿Kouji?
Mimi se sorprendió ante esto. Pero no más que el resto que, en especial Alice con Rika. Sin embargo, Alice en un mal sentido. Mientras que, Rika en un buen sentido, después de todo, su hermano favorito merecía el mejor de honores y tener un príncipe con ese nombre provocaría que, fuese recordado.
—Así como mi hermano.— Musitó el rubio— Y será un príncipe tan fuerte como él.— Comentó antes de alzarlo un poco más en sus brazos.
La castaña sonrió ante esto— Así será mi sultán.
Yamato también sonrió. Estos nombres podían haber significado algo malo en su momento, pero ahora sería diferente, este era el nacimiento de un nuevo presente.
El rubio se acercó a Mimi para dejar al gemelo junto a su madre.
+Ahora que Mimi tiene una buena cantidad de hijos lo divertido no será adivinar cuando quedará embarazada. Lo divertido será proponer concubinas para los hijos de Mimi, y también, para Kiriha.
+Tres príncipes y una sultana tiene Mimi. Ahora le pregunta ¿quieren otro príncipe?
+El tema del harem es difícil porque Yamato tiene un harem porque es sultán y es hombre. Es difícil que con esas dos condiciones se contenga jaja naaa broma. Yamato está mecanizado al harem porque lo ve normal, sin embargo, el reto de Mimi será ser imprescindible. La historia se basa en eso. Mimi demostrar que vale más que todo un harem incluso más que un imperio. Pero deben tener paciencia.
KeruTakaishi: ¡Hola! Jajaja creo que funcionó mi explicación jajaja Rika ama a sus hermanos, por eso quiere evitar problemas, sobre todo en el caso de Takeru porque es su hermano menor. Y si, se está arriesgando bastante, pero eso se debe a que ella es así. A pesar de que, las hermanas de los sultanes no se involucran en la guerra por el trono, hizo todo lo posible por ayudar a sus hermanos favoritos cuando la guerra comenzó. Y también aciertas, Rika cree que es un capricho porque no está acostumbrada al amor porque ella misma tuvo que renunciar a lo que sentía. Créeme, por las creencias de esos tiempos, es razonable que crea que cualquier chica le hará olvidar a otra. Sí, fue solo un beso jaja Takeru es muy inocente, pero aciertas al decir que para convencer a Rika tendrá que dar el paso. Con respecto a tus temores...no daré spoiler...todo se verá con el tiempo. Aciertas con decir que esto le puede jugar a favor a Taichi y de paso le rompe el corazon a Hikari. Pero es la única forma de salvarla. Ya veremos que deparará para el final de esta historia o de ellos la verdad es que (como voy) esta historia terminará con los 350 capítulos del sultán ToT Y no te preocupes por el comentario largo ¡amo los comentarios largos! De verdad ¡me encantan! Espero que sigas leyendo y comentando ¡te mando un abrazo!
Adrit126: ¡Hola! Bueno, aquí está la respuesta a ese pensamiento de mellizos jaja Tuvo dos príncipes, ahora Sora se va a querer morir. Es un tema difícil eso de las concubinas porque piensa en: Tú llegas a un harem y tu única posibilidad para ascender es siendo concubina del sultán y Yamato es consciente que las mujeres de ese harem no tendrán otra utilidad (mientras los príncipes no crezcan) Ahora más que buscar hijos es buscar estabilidad en el harem, llegará un momento en el cual solo será de Mimi, pero Mimi debe luchar por eso (Esa es la finalidad de esta historia que Mimi se vuelva imprescindible para Yamato y Mimi termine siendo la que lleve la relación) Entiendo el odio a Natsuko, ella básicamente, está haciendo lo mismo que le hicieron a ella. Es lamentable la situación de Airu pero hay cosas que quiero seguir de la novela original (no daré más spoiler) Y sobre Mitsuo...Lamentablemente, si él cae en las garras de Alice, será culpa de Rika. Pero tampoco podemos culpar en todo a Rika. Esto es directamente culpa de Hiroaki. Él escogió que Mitsuo fuera esposo de Rika y no de Alice. Mitsuo hubiera sido más feliz con Alice y la hubiese tenido más controlada. Rika es altiva, pero se debe a su situación, como perdió a su madre tuvo que sobrevivir sola en un harem para poder ser bien vista y gracias a eso sus hermanos la respetan. Espero que sigas leyendo y comentando ¡te mando un abrazo!
