Edward se encontraba en la quietud de su habitación, la luz suave de la tarde entrando por la ventana. La Biblia descansaba sobre sus manos, una sensación de necesidad le había impulsado a abrirla, aunque no sabía exactamente por qué. Había algo en su interior que le decía que debía leer, que debía buscar algo, aunque aún no comprendiera qué.
Sus ojos recorrieron las páginas con rapidez, hasta que llegaron al Evangelio de Juan, capítulo 5. Sabía que había algo importante en esas palabras, algo que podía ofrecerle una respuesta. Decidió leer con más atención, adentrándose en la historia del paralítico de Betesda.
Leía en silencio, saboreando cada palabra, hasta que se detuvo al llegar a la parte donde el hombre llevaba 38 años esperando por una sanación. El tiempo parecía haberse detenido en esa espera, y Edward sintió una profunda conexión con él. A veces, él mismo se sentía atrapado en una especie de parálisis emocional, esperando sin saber exactamente qué o quién lo sanaría.
Al continuar leyendo, sintió una extraña sensación de incomodidad, como si algo estuviera sucediendo. La habitación a su alrededor comenzó a desvanecerse, el aire se volvía denso, y el sonido de su respiración se intensificaba. Edward, sorprendido, intentó aferrarse a la Biblia, pero en un abrir y cerrar de ojos, ya no estaba en su habitación.
Ahora se encontraba en un lugar diferente, bajo un cielo despejado, con el calor del sol sobre su piel. El aire era cálido y cargado de polvo. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que estaba junto a un estanque rodeado de personas enfermas. La escena era muy distinta de la que conocía, pero algo le decía que este era el lugar del que le había hablado la Biblia.
Edward observó, confundido pero también intrigado. El estanque de Betesda, según las Escrituras, era un lugar donde las aguas se agitaban de vez en cuando, y aquellos que alcanzaban a entrar eran sanados. Estaba lleno de personas que esperaban ese milagro, y entre ellas, vio al hombre que había estado esperando durante 38 años. Su cuerpo parecía débil, su rostro cansado por los años de sufrimiento. Había algo en sus ojos que reflejaba no solo su dolor físico, sino también una sensación de rendición, como si su esperanza se hubiera agotado.
Y fue en ese preciso momento cuando vio a Jesús acercarse. Su presencia era inconfundible, llena de paz y autoridad. Edward no podía dejar de mirarlo, sintiendo una calma profunda que lo envolvía. Jesús se acercó al paralítico y, con una mirada llena de compasión, le preguntó: "¿Quieres ser sanado?"
El paralítico, con un tono de frustración y desesperanza, le respondió: "Señor, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; mientras voy, otro desciende antes que yo."
Edward observó la escena, sintiendo el dolor y la angustia de ese hombre. Se había resignado tanto, había pasado tanto tiempo esperando, y aún no había recibido la ayuda que tanto anhelaba. A veces, pensó Edward, todos nos encontramos en esa misma posición, esperando que las circunstancias cambien, sin darnos cuenta de que la solución ya está ante nosotros.
Entonces, Jesús habló con firmeza: "Levántate, toma tu cama y anda."
Edward sintió un estremecimiento al escuchar esas palabras. Era como si el poder de esas palabras recorriera todo su ser. En ese mismo instante, el paralítico, como si fuera tocado por una energía divina, se levantó, tomando su camilla con una nueva vitalidad. Caminó, y Edward no podía creer lo que veía. Era un milagro, una sanación instantánea, algo más allá de lo que cualquier ser humano podría lograr.
La multitud a su alrededor se quedó en silencio, asombrada por lo que acababan de presenciar. Edward, por su parte, no podía apartar la mirada del paralítico, ahora sanado, y de Jesús, quien con su simple acto de amor había transformado la vida de ese hombre.
En ese momento, Edward comprendió algo profundo. La sanación no solo es física, sino también espiritual. Ese hombre no solo había recuperado su salud, sino que había sido tocado por el poder divino que le ofreció una nueva oportunidad, una nueva vida. Y aunque Edward no se consideraba una persona que necesitara una sanación física, sintió en su interior que, al igual que el paralítico, él también tenía áreas de su vida que necesitaban ser sanadas. El tiempo y la espera ya no importaban; lo que importaba era la voluntad de levantarse y seguir adelante.
La escena comenzó a desvanecerse, y en un parpadeo, Edward se encontró de nuevo en su habitación, la Biblia aún en sus manos. Pero ya no era la misma. Las palabras de Jesús, la sanación del paralítico, habían tocado algo en su alma. A veces, no se trata de esperar que el agua se agite, pensó Edward, sino de levantarse, de dar el primer paso hacia la sanación, sin importar cuánto tiempo se haya esperado.
Las palabras de Jesús resurgieron en su mente: "Levántate, toma tu cama y anda." Edward sabía que esas palabras no solo eran para el paralítico de Betesda. Eran para todos, incluidos él, para aquellos que, como él, a veces sienten que están esperando un cambio que nunca llega. La sanación estaba al alcance de la mano, y era hora de levantarse.
