Edward se encontraba nuevamente en su habitación, la Biblia abierta frente a él. Después de la experiencia que había tenido al leer sobre el paralítico de Betesda, se sentía intrigado. Algo en su interior le decía que debía seguir buscando, que había algo más que debía descubrir en las Escrituras. Con la misma sensación extraña de anticipación que le había invadido la última vez, abrió la Biblia en Lucas 15.
No sabía exactamente qué lo había guiado a ese pasaje, pero al comenzar a leer sobre la parábola de la oveja perdida, una sensación familiar comenzó a envolverse a su alrededor. Al principio, Edward pensó que era solo su mente jugándole una mala pasada, pero conforme avanzaba en la lectura, la sensación se hizo más fuerte.
"¿Qué hombre de vosotros, que tenga cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la perdida, hasta que la encuentra?" leyó en voz baja, y en el instante en que pronunció esas palabras, un estremecimiento recorrió su cuerpo. La habitación parecía desvanecerse, y la misma sensación que había tenido la vez anterior lo invadió. El aire se volvió denso y caliente, como si un peso invisible lo empujara hacia algo más grande.
De repente, el sonido del viento cesó, y Edward ya no estaba en su habitación. Ahora se encontraba en un campo vasto y desierto, con la luz del sol dorando todo a su alrededor. Era una escena simple, pero profundamente significativa. Miró a su alrededor y vio a un hombre, vestido con ropas sencillas, caminando entre un pequeño rebaño de ovejas. Edward se dio cuenta de inmediato que estaba en el lugar de la parábola que acababa de leer. A su alrededor, el paisaje parecía antiguo, casi como si hubiera viajado en el tiempo.
El hombre en cuestión, claramente el pastor, parecía estar buscando algo con gran preocupación. De repente, sus ojos se fijaron en un punto a la distancia, y Edward siguió su mirada. A lo lejos, había una sola oveja que caminaba por su cuenta, alejada del rebaño. El pastor, sin dudarlo, dejó las noventa y nueve y comenzó a caminar rápidamente hacia la oveja perdida.
El sentimiento de desesperación y amor incondicional que el pastor sentía por esa oveja perdida era palpable en el aire. Edward observaba, con el corazón acelerado, cómo el hombre no se detuvo, cómo no dudó en dejar a las otras noventa y nueve para ir tras aquella que se había perdido. Era un amor que no conocía límites, que no medía riesgos ni sacrificios.
Finalmente, el pastor alcanzó a la oveja, que parecía agotada y desorientada. Con una sonrisa de alivio, la levantó con fuerza y la cargó sobre sus hombros, regresando lentamente hacia las demás. Edward no podía apartar la vista de esa escena. La manera en que el pastor cuidaba y amaba a cada una de sus ovejas, incluso a la que se había perdido, le tocó profundamente. Sintió que algo en su interior comenzaba a sanar, algo que ni siquiera había reconocido que necesitaba.
El pastor regresó con la oveja al rebaño y, al llegar, llamó a sus amigos y vecinos. "¡Gozaos conmigo!" les dijo, "porque he encontrado mi oveja que se había perdido." La alegría en su voz era contagiante, y Edward sintió una paz que no había experimentado antes. Aquel hombre no solo había recuperado una oveja; había restaurado algo que era valioso para él, algo que, aunque perdido, era digno de su esfuerzo.
Edward, aún observando la escena, sintió que este mensaje no era solo para las ovejas del rebaño. Había algo profundo en esa parábola, algo que iba más allá de lo literal. De alguna manera, sintió que él también era esa oveja perdida, que aunque se había apartado o se sentía desconectado en ciertos momentos de su vida, había un amor que siempre lo buscaría, que lo encontraría y lo llevaría de vuelta al lugar donde debía estar.
Con un suspiro profundo, Edward se dio cuenta de que la sensación de estar perdido, de no encajar, no era algo nuevo para él. Pero también comprendió, en lo más profundo de su ser, que había algo o alguien dispuesto a buscarlo, a encontrarlo, y a llevarlo de vuelta a un lugar de paz y amor.
Al abrir los ojos, Edward se encontró de nuevo en su habitación, con la Biblia todavía en sus manos. Sin embargo, la sensación de esa experiencia aún lo rodeaba. La parábola de la oveja perdida había tocado un rincón de su alma que hasta ese momento había estado oculto. En algún lugar de su vida, él también había sido esa oveja perdida. Pero ahora, al igual que el pastor que buscó a su oveja con tanto amor, sabía que no estaba solo. El amor de ese pastor, un amor incondicional y eterno, lo había encontrado.
Edward cerró la Biblia, dejando que esas palabras resonaran en su corazón. Cada vez que abría las Escrituras, algo en su vida cambiaba, algo en su interior se transformaba. La búsqueda por la verdad, el amor y la restauración era continua. Y aunque no siempre entendiera todo, comenzaba a comprender que, al igual que la oveja perdida, no importaba cuántas veces se sintiera lejos o desconectado. Siempre habría alguien dispuesto a buscarlo, a amarlo y a traerlo de regreso.
