Milo

Encendió un cigarro y lo terminó de varias caladas. Ya había perdido la cuenta de cuántos se había fumado durante ese día. La nube de humo flotaba en el dormitorio como un espectro brumoso, fiel reflejo de la vida que llevaba Milo desde su renacimiento.

Miró la cama deshecha y los restos de vendas y apósitos que había utilizado para curar al Cisne. Sintió la agitación en su pecho cuando recordó el sabor de su boca, los movimientos de sus caderas y el aroma inconfundible del semen entre sus muslos. Le temblaron los dedos cuando se dio cuenta de que había disfrutado como nunca antes el tener a alguien distinto a Camus entre los brazos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había sentido algo que no fuera hastío o decepción después del sexo?

"Cuando descubra lo que ocultas en la cueva, se marchará horrorizado. Y a ti no te irá mejor, Milo".

Sacudió la cabeza. El Cisne le había dicho que nadie merecía sufrir tanto, pero se equivocaba. Cuando Hyoga viera el mausoleo, saldría espantado. Se refugiaría en Acuario y su vida volvería a ser una bruma gris, como la nube de humo que flotaba perenne en su dormitorio.

Notó un fuerte calor en su mano. Al mirar hacia abajo descubrió que, sin darse cuenta, había doblado el cigarro entre las yemas de los dedos. Apretó los dientes y subió varios puntos de velocidad del cosmos, obligando a los cristales de veneno a diluirse en su torrente sanguíneo. El ejercicio físico apenas era suficiente para paliar la falta de acción; necesitaba una nueva guerra sagrada para lanzarse a ella de cabeza y hacer aquello para lo que había nacido: para matar o para morir, porque el imaginarse sobreviviendo a Camus de nuevo abría en su interior la puta herida que aún hoy no había dejado de sangrar.

Le dio una patada a la bolsa de viaje y la espetó contra la pared. Sacó una alforja del armario y una vez en la cocina, tomó varios batidos de proteína y un poco de fruta. Se la cruzó sobre el pecho, recogió un par de sandalias y salió.

Hyoga seguía junto al tótem de Escorpio, que estaba más sibilante que de costumbre.

"Reconoces mi veneno en él y lo saludas igual que a mí. Eres una puta traidora, Kharthian".

—Hay algo que quiero que veas —le dijo, dándole las sandalias a Hyoga.

—¿A dónde vamos? —preguntó el ruso, mirándole a los ojos.

—Sígueme —contestó con parquedad el espartano.

Mientras el muchacho se aseguraba las correas del calzado, Milo trató de pensar analíticamente en todo lo que estaba sucediendo. La sangre había estado presente en todas las etapas de su vida: en su nacimiento, en la muerte de su familia, en los entrenamientos con Perséfone, en su ataque. La sangre significaba violencia y muerte, excepto con Hyoga.

El impulso sexual que solía acompañar la presencia de la sangre desaparecía cuando era el Cisne el que estaba implicado; si Milo ardía por dentro, no era a causa de las heridas abiertas, sino de la fragilidad con la que el ruso lo miraba, dejándolo desarmado y deseoso de llevarlo a la cama para hacerle el amor durante horas, hasta que pudiera borrar la desesperación en su rostro de adolescente.

Sin embargo, Milo no podía dejarse engañar por el aspecto frágil de Hyoga. El Cisne era el único que había soportado el Juicio de Kharthian. Milo disparó los quince aguijonazos y Kharthian decretó que Hyoga había sido un rival digno. Cumplió con su cometido como custodio de la Casa de los Protectores, sin implicarse en el proceso.

Hasta ahora.

"Jodida traidora".

El Cisne no tenía la más remota idea de lo mucho que había impresionado a Milo desde su pelea en Escorpio. Por eso necesitaba mantenerse alejado de esa fuente de perturbación si quería continuar viendo al ruso como un compañero de armas y debía reforzar sus defensas emocionales para evitar males mayores. Además, si sus sospechas eran ciertas, cuando le aplicara la cura para su adicción al veneno, Hyoga se marcharía a Acuario y Milo podría esconderse en la bruma de Escorpio de nuevo.

Comenzó a caminar hacia el pórtico de la Casa, con su estrategia en marcha. El sol arrancaba destellos dorados a las piedras del propileo, restaurado con mármol pentélico. Hyoga lo seguía a una distancia prudencial, en completo silencio.

"No puedo seguir con esto, Milo. La Casa me impone un voto de celibato y como caballero de Acuario, tengo que respetarlo".

Milo ignoró la voz del francés que, de nuevo, escuchaba nítida en su cabeza. Se detuvo mientras esperaba a que Hyoga llegara a su altura. Le había preguntado varias veces si Camus lo había obligado a jurar el voto, y en todas se había negado a contestar. El griego bufó; a la mierda Camus, Hyoga y el voto de los cojones. Todos los Acuario eran iguales y la confrontación contra la Casa Circular se saldaba siempre de la misma manera: sangrando por todos los poros y sin posibilidad de salvación. No iba a caer en la misma trampa de nuevo.

—¿Falta mucho?

El futuro Acuario manifestaba fuertes signos de cansancio y abatimiento, y destilaba un aura de melancolía que reverberaba contra las piedras de Escorpio. Milo ralentizó sus pasos hasta que Hyoga alcanzó su posición.

—Nadie te verá vestido de griego. Esas preciosas piernas solo las verán mis ojos —ironizó.

—No es la ropa más funcional del mundo —replicó el Cisne.

—Tenías los uniformes de tu amado maestro sobre la silla, pero preferiste la túnica. Tu elección, tu error, niño.

Hyoga suspiró hondo como respuesta. Milo lanzó un pulso cósmico para asegurarse de que no hubiera personal de intendencia en las proximidades. Luego, abrió una pequeña herida en la palma de su mano y la pegó contra la roca. La gran losa de granito se desplazó hacia la izquierda, revelando un pasadizo oscuro.

—¿A dónde vamos? —preguntó el ruso, con su cosmos en latencia.

Milo lo miró a los ojos.

—Dijiste que confiabas en mí.

—Y lo mantengo. Pero no me gustan los lugares cerrados.

Milo le tendió la mano sin pensar. Cuando Hyoga la estrechó, el griego sintió un calambre que le recorrió todo el cuerpo. El Cisne invocó el Koliso de forma automática, sin entender muy bien qué había sucedido.

Milo sintió ganas de darse de cabezazos contra la pared.

—Creí que estaría congelada —el espartano se excusó por comportarse como un imbécil—. No me acostumbro a esta sensación de…

—Calor. Ardo, ya sabes —replicó el ruso—, por el veneno.

Milo encendió una antorcha y lo miró directamente.

—Si te aplico las Quince y Kalb al Akrab para contrarrestar ese ardor que dices sentir y continúas sangrando como hasta ahora —el fuego llenó de sombras y luces el rostro del Cisne—, desearás que sólo sea veneno, niño.

—Sí, ya me lo has dicho. Si lo que me ocurre es a causa del veneno —bufó Hyoga con un tono bastante irónico—, tendrás razón en todo y podrás librarte de mí. Lo entiendo, Milo.

—¡Pero qué necio eres, joder! —gruñó el Escorpión—. Lo mejor para ambos es que sea veneno. ¡Así nadie saldrá herido!

—Piensa por ti —el ruso mantenía la mirada altiva—. No necesito que veles por mi integridad.

Milo sintió unas ganas ingobernables de agarrarlo por la túnica y estrellarlo contra la pared de la gruta. Sin embargo se mantuvo con el cosmos en latencia, se giró y continuó caminando.

—Quieres entrar en un lugar que está marchito —le dijo mientras avanzaba.

—¡Estoy harto de cadáveres, Milo! —gritó el ruso a su espalda— ¿Por qué no eres capaz de pasar página y olvidar? ¡Hasta yo he superado el trauma de mi madre!

—¡Ya te lo he dicho, joder! ¡Volverá! —Se giró y lo encaró—. ¡Le conozco y no dejará que ocupes su puesto!

Apretó los puños y los labios, tratando de contener la rabia. No quería ser tan franco porque le dolía. Le dolía demasiado y no estaba preparado para afrontarlo con la única persona que se había ofrecido a ayudarle.

—¡Me haces sentir como un maldito usurpador! —gritó Hyoga—. ¡Te recuerdo que el primer sorprendido por la convocatoria fui yo! —Se encaró con él, entre desesperado y resentido—. ¡Así que acusa a la Administración por obligarme a ocupar su templo y a portar su armadura! —Su voz se quebró—. ¡Pero yo no le he robado nada a nadie!

Milo alzó su cosmos un par de puntos más, pero al advertir la fuerte oscilación térmica en el cuerpo del joven se detuvo. Hyoga se había detenido y permanecía apoyado en una de las paredes de la gruta con las manos en las sienes.

—Necesito… necesito salir de aquí —jadeó el ruso casi sin fuerzas—. Sácame de aquí, por favor —le suplicó.

—Eres claustrofóbico —susurró Milo, mientras le tomaba de la cintura—. Debiste habérmelo dicho.

—La debilidad no es algo que un Acuario deba mostrar en público. Mi Maestro me lo enseñó metiéndome vivo en un ataúd de hielo —contestó Hyoga agarrado al cuerpo de Milo—. Si esa acción fue un acto de misericordia o de sadismo, la razón se la llevó a la tumba. Como todo lo demás.

Milo cruzó el pasillo de la gruta sin mediar palabra. La luz de la antorcha magnificaba las sombras frente a ellos, como fantasmas cenicientos que se movían a medida que un rato en completo silencio, la luz se abrió paso a través de una grieta.

—Ya casi hemos llegado —dijo Milo.

El griego repitió la operación: se abrió una pequeña herida en su mano, la pegó a la piedra y la roca se desplazó hacia la izquierda en un siseo sordo.

El sol de la tarde los bañó, dejándolos ciegos durante un momento. Hyoga se adelantó y se apoyó en una de las dos rocas que, como Scylla y Caribdis, custodiaban el lugar.

—Nunca imaginé que hubiera un río corriendo bajo el Santuario. Seiya nunca nos lo contó. Lo descubrimos cuando cruzamos Sagitario, en la batalla de… ya sabes.

Milo contempló su figura esbelta a través de la túnica. Al fondo, un manantial artificial lamía las rocas hasta nutrir una suerte de estanque excavado en la piedra. En uno de sus extremos se erigía una pequeña estatua de Atenea Promacos y en el otro, la figura de un aguador, que llenaba la terma desde el cántaro en su hombro.

—Seiya no lo sabía. No tenía permitido el paso porque su Maestra tenía rango de plata —Milo dejó la bolsa sobre la otra piedra—. Cuando vivía aquí estaba destinado a los barracones del suroeste. Este recinto sólo era un montón de piedras y de arbustos. Tardé meses en conectarlo con el Jardín de los Sales, adecentarlo y construirlo.

Caminaron sobre la hierba, sortearon los peldaños de la terma y se detuvieron frente al pequeño templito de estilo dórico a la izquierda de la estatua de Atenea.

Hyoga se quedó quieto frente al pequeño mausoleo. Era una réplica del Tesoro de los Atenienses en Delfos, con su tejadito de pizarra roja y las cuatro columnas al frente. En su interior, una estatuilla votiva de Camus en posición de ataque hacía las veces de deidad protectora. A sus pies reposaban las ofrendas que el griego había dejado tras su caída.

—A mi amigo. A mi compañero de armas. A mi… amado.

Milo tragó saliva al escuchar lo que él mismo había cincelado.

—La esculpí cuando me enamoré de él. Cada relieve tiene horas de trabajo.

Hyoga continuaba de espaldas, en silencio.

—Y ahora que tú vas a portar la armadura, tengo miedo a olvidarme de su rostro, porque con él se irá una parte de mi mismo. Y sin él, temo perder mi propia identidad.