Milo

Milo se apoyó contra la pared de roca mientras Hyoga cerraba los ojos y descansaba. El crío parecía agotado; llevaba día y medio sangrando como un surtidor, y el griego se había visto obligado a practicarle un masaje cardiorrespiratorio tras la última crisis. No se atrevía a invertir su ataque para aplicarlo como cura porque había muchos factores en juego que podrían salir mal, pero tampoco tenía una maldita idea de cómo iba a evitar que las cicatrices de las Quince se abrieran en su presencia.

"Me muero por un cigarro".

Al problema del sangrado se añadía el del veneno en sí. Hyoga debía aprender a vivir con el veneno. Necesitaba seguir una serie de consejos para evitar una trombosis o un infarto. Se vería en la necesidad de aumentar la actividad física para acelerar la velocidad de movimiento del flujo de cristales y tendría que ser cuidadoso con la subida de su temperatura; Milo no sabía si algún caballero de los Hielos había adquirido la habilidad de producir veneno, pero si lo hubiera, estaría escrito en los anales de la Casa de Acuario. Si así fuera, Hyoga tendría acceso al conocimiento necesario para paliar los efectos adversos.

"Lo que nos lleva a ese jodido templito de los cojones. Una y otra vez".

—Parece que se te han terminado las bravatas —dijo Milo mientras observaba las heridas, que se habían cerrado por completo.

—La lengua se suelta cuando se ve de cerca el final —replicó Hyoga, con los ojos cerrados.

—No vas a morir —el griego esbozó una sonrisa amplia—. Eres el tío más duro que conozco.

—Lo dice el que me ha practicado una RCP —contestó Hyoga, tratando de incorporarse.

—Si sobreviviste a un enfrentamiento con los propios dioses, no será mi veneno lo que te mate.

—La muerte me es esquiva —dijo el Cisne—. He coqueteado muchas veces con ella, pero parece que no tiene interés en reclamarme. Al menos, de momento.

El griego se levantó y lo ayudó a incorporarse. Como imaginó, las piernas de Hyoga flaquearon y lo obligaron a tomar asiento. Milo se sintió poderoso de nuevo: tenía al Cisne en sus manos y dependía de él hasta para los movimientos más básicos. Con Hyoga conseguía lo que jamás había logrado con Camus: sentirse dueño y señor, sentirse…

"¡Basta, Milo, joder!"

¿Por qué su mente repetía con insistencia esa maldita línea de pensamientos? Durante semanas deseó tener a Hyoga en su Casa para hacerle la vida imposible. Ahora, mientras lo ayudaba a sentarse y se preocupaba por su estado físico entendió lo equivocado que estaba, y eso lo asustaba.

Milo utilizaba el dolor para retroalimentarse. Aumentaba la velocidad y violencia de su cosmos y se volvía casi invulnerable, pero pagaba esa invulnerabilidad con sangre, la misma sangre que manaba de la herida que él mismo le había infligido en el corazón a Hyoga. ¿Qué clase de trampa había tejido el ruso a su alrededor para que Milo bajara sus defensas? El espartano estaba seguro de que el Cisne solía utilizar sus lágrimas y su inseguridad para excitar su empatía, su piedad y su misericordia, manipulando por completo las emociones de sus oponentes.

No debía olvidar que era el discípulo de Camus. Su heredero.

—Yo… te agradezco que me dejaras despedirme del Maestro en el Castillo Heinstein, Milo —dijo el Cisne con la voz enronquecida, mirando al frente—. A pesar de todo lo que sucedió entre nosotros, la batalla, su… caída —se miró los brazos y los acarició—, significó mucho para mí estar con él una vez más.

El Escorpión cerró los ojos y sintió como si le hubieran caído cincuenta años encima. Cada vez que exponía su vulnerabilidad, Hyoga volvía a tocar el tema de la Casa Circular y del bastardo de su morador, hiriéndolo hasta extremos intolerables. Lanzó un profundo suspiro que retumbó contra la piedra desnuda.

"No sigas hablando de ello, por favor".

—Me has protegido desde que te conozco, aunque no quieras darme la razón —prosiguió el ruso. Milo maldijo lo prosaico de la situación y el dolor que le producía escuchar todo aquello—. Tu sangre fue la que convirtió mi armadura en dorada. Te opusiste a que Seiya y los demás participáramos en la Técnica Prohibida, por todo lo que significaba. Sabías que el Maestro estaba solo frente al enemigo y tú te quedaste en la retaguardia. Gra…

—Basta —Milo se levantó y se estiró la túnica. Estaba cansado de tanta verborrea—. Era algo que debía hacer. Mis compañeros me necesitaban para detener al Wyvern. El que portaba la armadura negra no era Camus, sino un impostor —masculló entre dientes—. Sólo ante el Muro de las Lamentaciones limpió su acto de traición.

Milo notó la garganta en carne viva. Se maldijo por no haber metido un paquete de tabaco en la bolsa que reposaba a sus pies. Hyoga estiró las piernas y se recolocó de forma casual el bulto bajo la túnica. Sus heridas palpitaban enrojecidas, pero no sangraban.

El griego lo vio apoyarse contra un pequeño promontorio y sumergir los pies en el agua. Cuando sus miradas se encontraron, el Cisne sonrió y dejó a Milo completamente perplejo

—¿Te apetece un baño? —dijo el ruso—. Temo resbalar y ahogarme… sería degradante, debe llegarme el agua a las rodillas.

Milo alzó las cejas, perplejo. El Cisne se las había ingeniado para romper la espiral de dolor en la que se había sumergido. Lo miró a los ojos, reconociendo su valor.

—No hay problema para mí —respondió Milo mientras le desataba las sandalias—. Me parece una idea cojonuda, pequeño suicida.

Hyoga se sentó y dejó que el griego lo descalzara. El ruso sonrió con suavidad, en agradecimiento.

—¿Sabes lo que decía mi madre? —le preguntó mientras contemplaba la delicadeza con la que Milo lo estaba tratando—. Que yo era un ángel —le confesó señalando su propio pecho—. Pero no uno común. El capitán de las tropas de Dios, nada menos.

—Cualquiera que te viera con la armadura, no lo dudaría —aseguró el espartano.

—Echaré de menos volar. Surcar el cielo es una experiencia inigualable. Antes de entregar a Cygnus, me despediré de ella así, en un último vuelo. Sí, eso haré. Se lo debo.

Milo lo observó durante unos instantes. Dudó en proponérselo; sabía que Hyoga se iba a oponer a su idea, pero a aquellas alturas del día ya le daba igual lo que el Cisne dijera. Estaban en su Casa. Si tenía que apelar a su rango como maestro putativo, lo haría.

—Quítate la túnica —le ordenó—. Te ayudaré a meterte en el agua.

—No —replicó Hyoga, agarrándose a la tela con fuerza—. Yo no he dicho nada que quitarme la rop…

—¡No me jodas! —protestó el griego—. ¿A qué cojones viene ahora tanto remilgo? ¡Estamos solos! ¿O es que pretendes meterte en la terma con la túnica puesta?

—¡Pues sí! —replicó Hyoga con fuerzas renovadas—. ¡Sabes que no me siento cómodo cuando…!

—Por Atenea, niño. ¡Voy a tener que comprar un camión de paciencia para lidiar contigo!

Milo suspiró cansado, se quitó el cinturón y lo dejó sobre la roca. Luego, se sacó la túnica por la cabeza y la hizo un ovillo. Por último, se descalzó y tiró las sandalias al lado del resto de la ropa. Al meterse en el agua lanzó un gemido de satisfacción. Hyoga continuaba en su lugar, quieto como una jodida esfinge.

—¡Despelótate ya, cojones! —bufó el espartano—. ¡Eres lo más terco del Zodíaco, joder!

Hyoga meneó la cabeza, con la tela de la túnica estrangulada entre los dedos. Milo lanzó un gruñido amenazador.

—O te la quitas tú o te la quito yo —le dijo el griego desde el agua.

El ruso suspiró vencido, tragó saliva y obedeció. Se despojó de la ropa, la dejó con cuidado en el suelo y se tapó la entrepierna mientras reptaba hasta sentarse en uno de los escalones de la terma.

—Está caliente —se sorprendió al tomar asiento.

—Sí, es una reproducción personal de las Termópilas —le explicó Milo sentándose a su lado. Los escalones excavados en la roca le daban la profundidad necesaria para que ambos estuvieran cubiertos de agua hasta el pecho—. Existen unas fuentes de aguas termales en esa zona, de ellas le viene el nombre: Thermopylae —pronunció estirando las sílabas.

—¿Has estado alguna vez allí? —Hyoga jugueteó con el agua, creando pequeños trocitos de hielo y haciéndolos navegar.

—Sí. Hace años. Yo aún era cadete.

Milo contempló la técnica del Cisne, depurada, hermosa. La misma que años atrás había visto realizar a su mentor. La misma que lo había fascinado. Un detalle más en un mar de detalles, que lo dejarían rendido a sus pies.

—¿Fuiste con el Maestro? —la voz del ruso lo sacó de sus recuerdos.

El guerrero de la Octava Casa tomó aire y miró al cielo despejado.

—No. Me llevó mi Maestra, antes de la prueba de la Casa. No tengo ni idea de si su Maestro lo llevó al paso de las Termópilas. Sé que Camus amaba Grecia tanto como yo, pero Aristeo estaba más interesado en las ruinas de Ilión que en mi patria. Tras su… —ignoró la palabra, sustituyéndola por otra— caída, encontré sobre la cama de Acuario un libro sobre historia que leyó antes del combate —su voz se tornó melancólica—. Había dibujado una lambda roja en un papel, y rodeó con un círculo la frase de Leónidas, en griego antiguo.

—¿Qué frase? —se interesó el otro.

—"Venid a por ellas" —recitó Milo—. Jamás comprendí qué quiso decir con eso.

Hyoga se estrechó entre sus propios brazos, como si de repente sintiera mucho frío.

—En Siberia —relató el ruso— tras la vuelta de su entrevista con el Patriarca para informarle de lo de Isaak —bajó la cabeza y apretó los labios, con el rostro ensombrecido—, comenzó a aumentar los periodos de aislamiento en el Glaciar. Se iba durante días, dormía a la intemperie, y cuando regresaba ni siquiera me preguntaba qué tal estaba o si necesitaba algo. Me hacía una seña y salíamos al exterior, vestidos únicamente con los uniformes, y me entrenaba hasta que uno de los dos caía agotado. La situación se mantuvo hasta que lo llamaron a filas. Aquel suceso lo convirtió en un ser completamente hermético.

Milo carraspeó. Tenía la mirada perdida en algún punto frente a él, en un pasado al que se había negado a retornar y que ahora se presentaba ante sus ojos vívido y lleno de dolor.

—Recuerdo que aquella noche se presentó en mi Casa fuera de sí —susurró Milo—. Me dijo que no estaba listo para informar al Patriarca de lo de su pupilo, y que le diera cobijo en Escorpio. Yo le pedí que no se marchara, que se quedara a mi lado. Le supliqué que no me abandonara —sonrió con una gran tristeza—. Se entregó a mí como sólo él sabía hacerlo, dejándome aturdido, necesitado de su calor. Al amanecer, él ya no estaba y al volver, él…

Hyoga bajó la cabeza y hundió las manos en el agua. Ambos guardaron silencio, angustiados.

—No sabía hacer el amor —Milo rehuyó los ojos brillantes del ruso, el dolor que se veía a través de ellos—. Estar con él era una pugna continua, era ver quién era más fuerte, quién más indómito. Quién era más… visceral.

—Supongo que no siempre ganarías —musitó el Cisne.

—No gané ni una puta vez —le replicó con amargura—. El muy cabrón se las ingenió para humillarme y mantenerme bajo su célibe y pervertido zapato.

Hyoga se llevó la mano al pectoral y masajeó con suavidad, tratando de disimular su desazón.

—Luego, al verlo vestido con la armadura negra, quise matarlo, a pesar de que sabía que ya estaba muerto. Caí frente a él, de rodillas, rogándole por una explicación, algo que me hiciera comprender el porqué de su traición —suspiró, con los ojos vidriosos—. Pero él siempre antepuso el deber a todo lo demás. Sólo había algo que fuera más importante que Acuario.

El ruso apretó los labios, tratando de aguantar las ganas de llorar.

—Sí, Hyoga. Vosotros. Sus discípulos. Isaak y tú. Sus herederos.

El Cisne alzó sus manos para tapar su boca. Jadeó, tomó aire y luego lo expulsó.

—Si te encuentras mal, podemos dejar la conversación para otro momento —le dijo el espartano.

—No, no es necesario —respondió el ruso.

—¿Estás seguro? —Milo se giró para mirarlo y comprobar por sí mismo que no estaba sangrando de nuevo.

—Continuemos —le animó Hyoga—. Es como sacarse una muela. Dolerá hasta que nos acostumbremos a la ausencia de la pieza.

Milo arqueó las cejas de puro asombro.

—Qué pragmático eres, joder.

—Sí —se encogió de hombros—. Lo da el maldito signo. ¿No lo sabías?

Milo meneó la cabeza y salió del agua. Las gotas resbalaban por su piel sin imperfecciones hasta evaporarse. El griego mantenía su cosmos explosionado, porque en cualquier momento podría necesitar la capacidad recuperadora de Kalb al Akrab y su inyección de adrenalina. Al volver, Hyoga miraba hacia otro lado con una expresión de acaloramiento que lo hizo sonreír. En ese aspecto, el Cisne no era distinto a los demás, porque reaccionaba igual que el resto ante la desnudez del griego: con turbación y con un deseo emergente entre sus piernas.

"En esto no te diferencias de tu Maestro. Es lo que tiene el veneno".

—Toma, come. Manzanas —le enseñó la pieza mientras se sentaba a su lado—. Milos —tradujo.

—La fruta del pecado —respondió Hyoga, cerrando las piernas.

—Sandeces —replicó, dejándole una en la mano—. Come y calla.

El espartano le dio un gran mordisco a la manzana, de color rojo brillante, y dejó que el jugo le resbalara por el mentón. Clavó los ojos en los del ruso, que lo miraba fascinado.

—Milo…

—¿No está lo suficientemente apetitosa? —El griego sonrió, belicoso.

—¿Por qué te gusta tanto provocarme? —preguntó el Cisne con tono lastimero—. ¿Es una especie de promesa? ¿Un tributo que tengo que pagar?

—¿Por qué lo dices? —ironizó mientras se lamía los labios frente al ruso, que iba poniéndose cada vez más enrojecido. Como había supuesto, una gotita surcó atrevida el pecho lampiño del joven.

—Oh. Pero mira qué tenemos aquí…

Milo se arrodilló frente a él y le separó las piernas. Hyoga lanzó un gemido de sorpresa y su cosmos se alzó con violencia. Milo utilizó la Restricción para contrarrestar el Koliso y obligar al ruso a enfrentarse a sí mismo y a la realidad de lo que significaba el veneno, su adicción y su síndrome de abstinencia.

—¡Para! —gritó Hyoga enfurecido—. ¿Qué estás haciendo? —trató de empujarlo pero el griego no se movió de su lugar—. ¡Deja de tocarme ahí, joder! ¡Esto no tiene maldita gracia, Milo!

El Escorpión se mantenía quieto entre sus piernas, con una mano apoyada en el escalón de piedra y la otra rodeando la erección magnífica, que Hyoga intentaba esconder con manotazos y empujones.

—¡Detente, joder! —gritó—. ¡Por Atenea! ¡No me toques!

Milo buscaba demostrarle que él tenía razón. Que ante determinadas provocaciones, el veneno alteraba todo su torrente sanguíneo y que debía aprender a contrarrestar ese efecto. Cuánto más empujaba y se quejaba el Cisne, más empeño ponía Milo en continuar con su labor. Sus dedos envolvieron la erección y tiraron suavemente de la piel, en un movimiento mecánico y preciso, producto de la práctica. Apretó con el pulgar la cabeza del pene mientras se inclinaba hacia Hyoga, que estaba, literalmente, encajado en los escalones de la terma.

—¿Lo ves? —le espetó, muy cerca de su rostro mientras su mano lo acariciaba con maestría—. Toda la culpa la tiene el puto veneno.

Durante unos instantes, solo se oyó el sonido de los chapoteos del agua y los insultos en ruso del Cisne. Hyoga tenía el rostro encendido y sujetaba el brazo de Milo mientras bajaba varios grados la temperatura de sus manos. Sin embargo, el griego ya estaba acostumbrado a esas tretas, por lo que aumentó la velocidad de las caricias. Sabía cómo desconcentrarlo: solo necesitaba apretar y tirar hasta un punto cercano al dolor para soltarlo a continuación y volver a empezar. Cuando comenzara a sangrar por las Quince, pararía.

Sonrió victorioso cuando vio abrirse el resto de las cicatrices, pero se quedó helado cuando el ruso lo rodeó con una de sus piernas mientras cerraba los ojos, abría la boca y alzaba la cadera, dándole más acceso a su erección. Era una imagen tan deseable que el griego retrocedió, aterrorizado.

—¿Qué cojones estás haciendo? —Milo retiró la mano como si le hubiera sacudido una descarga de cien mil voltios—. ¡No es así como tienes que reaccionar, joder! —se irguió, pero la pierna de Hyoga alrededor de su cintura apenas lo dejaba moverse—. ¡Deberías seguir protestando y atacarme, maldito cabrón!

Hyoga abrió los ojos y lo miró con intensidad febril. Su boca se curvó en una sonrisa suave mientras lo liberaba. Abrió por completo las piernas y se acarició lento y sensual, con el pecho untado en sangre y sudor.

—No me parezco a él en absoluto —susurró sin cambiar de posición. Se masturbaba con tal erotismo que dejó al griego desconcertado—. Si quieres joderme, follarme o hacerme la vida imposible, por mí puedes empezar ya. Pero te advierto, Milo, que me la harás a mí, no a su recuerdo —tomó aire y lo expulsó con lentitud, mezclándose con el vapor que emergía del agua—. Es curioso —musitó para sí mismo mientras se daba placer, absorto en sus pensamientos—. Siempre se quejó de mi sentimentalismo, y lo que estoy descubriendo es que él no odiaba que yo fuera como soy, si no que eso era lo que él deseaba ser y por las circunstancias de su vida, su pasado o todo lo que le ocurrió en su trayecto hacia la armadura, perdió la capacidad de demostrar que bajo su superficie perfecta, latía un corazón tan humano como el mío —hilvanó los pensamientos ignorando que a medida que lo hacía, sus heridas habían dejado de sangrar—. Qué idiota he sido.

El espartano salió del agua y se alejó del Cisne, temeroso de sentir cómo sus propias trampas se volvían en su contra. El ruso continuaba tumbado sobre los escalones de la terma, con las piernas flexionadas y la mano moviéndose bajo el agua. Milo sabía que estaba muy cerca del orgasmo; su cara revelaba el placer intenso que estaba experimentando en ese momento.

—Deja de exhibirte, cabrón —gruñó, buscando la túnica—. Si quieres pajearte, por mí adelante. No voy a ponerte la mano encima.

Hyoga apretó los dientes pero no dijo absolutamente nada. El griego ahogó las ganas de agarrarlo por los pelos y sacarlo a rastras del agua, para evitar caer en la tentación de aquel cuerpo virginal que se movía lascivo y provocador.

—Eres un puto pervertido —escupió sin acercarse—. Niñato cabrón, tanto taparte las pelotas en la ducha, y mírate ahora.

Hyoga dirigió una mirada llena de odio hacia Milo, con el rostro sonrojado y los miembros en tensión. Su pecho oscilaba y la cruz cristiana brillaba bajo los rayos del sol de abril. Cerró las piernas y se cubrió con la mano. A su alrededor, el Polvo de Diamante lo rodeaba como un aura espectral.

—Llevas toda la tarde lanzándome pullas y calentándome como una perra, hasta que ya no he podido aguantarlo más —le dijo Hyoga con un tono de voz distinto al que había mantenido durante todo el día—. Ya sé que todo lo que me pasa es por culpa del veneno. Me curarás, me dejarás en Acuario, te alejarás de mí, nadie sufrirá —enumeró—, ahórrate la perorata.

—¡Puto manipulador! —Milo cortó la conversación, hastiado y dolido—. ¡No sigas imitando mis palabras!

Hyoga se incorporó y salió de la terma, totalmente enfurecido. Le temblaba el labio inferior y sus ojos destilaban una furia ingobernable.

—Querías destrozarme pero llevo roto tanto tiempo como tú. A ti te hizo pedazos cuando erais aprendices, a mí cuando me atreví a apartarle de su alumno predilecto. Y sin embargo, aquí estamos los dos, dando vueltas alrededor de su sombra —lo apuntó con el dedo, imitando su pose a la perfección—, ¡una sombra que refleja algo que jamás existió! ¿Quieres continuar perdiendo el tiempo en excitarme y haciéndome ver cómo te deseo? ¡Pues métete la cura por el culo y que te aproveche, Milo! ¡Quédate ahí con tus artimañas y escóndete en tu jodida cueva! —le gritó de forma desgarrada, con una violencia inusual que dejó mudo al Escorpión—. ¡Me nacieron alas para volar, no para arrastrarme por el suelo aunque seas lo que más ame en el mundo!

Milo explosionó su cosmos con violencia, subiendo puntos de velocidad hasta alcanzar el Séptimo Sentido. Le iba a enseñar la primera de las lecciones a su alumno putativo: que a un escorpión no se le ataca en su propia cueva.

Y lo haría de la peor forma: con su aguijón.