divinum carmen

Saga, Santos de oro

Pre-Saga del Santuario

Hubo un momento

En que los golpes sobre la forja

Se transformaron en música


Eventos como aquél eran inusuales. Quizás se daban dos veces al año, quizás tres. De vez en cuando el firmamento pronosticaba calamidades y el santuario organizaba contiendas de enfrentamiento entre aspirantes a santo y santos en activo que no demostraban el mejor rendimiento.

Todos allí profesaban el credo de la sabiduría y, hasta la ascensión de Arles, se priorizaba la experiencia por sobre el talento. Mas desde su asunción, la fuerza era más admirada que la practicidad. Al punto en que creían, sin fundamento, que un novato saldría mejor parado de una guerra que un sobreviviente de cien contiendas.

Por supuesto, no todos opinaban igual y era por su intervención que aquellos eventos dejaron de ser infinitos torneos de desgaste para el caballero veterano. Se impuso un límite de aspirantes y, si todos estos se veían derrotados, el veterano podía continuar en su posición, pues habría reivindicado su valía.

Lo realmente interesante de aquellas peleas, de cualquier modo, era que los caballeros de oro se hallaban presentes, como espectadores entorno al patriarca Arles. Los santos que nunca se dejaban ver fuera de las Doce Casas, verdaderas leyendas vivientes, estaban allí para custodiar el orden de las peleas y la seguridad del regente. Algo inusitado, pues ni siquiera se presentaban en las ceremonias de sucesión de armaduras.

Una cosa más. Como se trataban de eventos espontáneos, de urgencia preventiva, no se convocaba a un público sino a los participantes de antemano. La mayoría de los espectadores llegaban al coliseo tras oír las voces en alza de los santos de oro entonando los himnos atenienses.

El silencio que todos procuraban al trasladarse, como si temieran enfadar a los intérpretes, denotaba mayor respeto que la manera en que permanecían de pie frente a sus asientos hasta que el canto acabase. Aunque todos hablaran griego, unos mejor y otros peor, el arcaico vocablo de aquellos cantos les hacía ni siquiera molestarse en intentar entenderlos.

Para la mayoría eran un recordatorio de que ésos serían los capitanes que los liderarían en una guerra de despliegue; esas serían las voces que los llevarían a la victoria o la muerte.

El coro dorado mantenía rostros serenos y posturas impecables. Sería ilusorio que hubieran doce voces en él, incluso diez, mas los nueve tonos retumbaban en el aire como el bramido del propio viento y parecían ser muchos más. No se hallaban en el orden elíptico, sino de rango vocal; Tauro y Piscis en el frente, Cáncer y Virgo en la última fila; Acuario junto a Leo, Escorpio junto a Aries y el leal Capricornio siempre a un lado del patriarca.

Los presentes, sus aliados, sentían algún temor innato al verlos reunidos así. Eran como estatuas vivientes, hijos de Galatea, residuos de un pasado que nadie tenía permitido ensuciar ni alcanzar… se decía que las voces extrañas que se mezclaban en el viento eran aquellas de las armaduras, de sus recuerdos de eras antiguas.

Algunos creían que así se les debió enseñar a arrullar el sueño de su infanta diosa Atenea, quien desde su templo en las altura debía ser capaz, tambièn, de oír todo el espectáculo.

Y cuando al fin callaban, nadie volvía en sí hasta que el patriarca se levantaba de su asiento y su órden de inicio hacía sentar a todos los espectadores en tanto los primeros contendientes dejaban de arrodillarse en la arena para adoptar poses de combate.

Aunque el coliseo estuviera vacío al iniciar los himnos, a aquella altura siempre se encontraba a reventar, con gente reunida en las galerías de entrada esperando que alguno de los escalones se liberase y los más atrevidos haciéndose asientos de bloques y huecos que no se originaran con tal intención. Era permitido, pues además del posible nuevo compañero y la advertencia tácita de una calamidad, nadie quería desaprovechar la oportunidad de contemplar las armaduras de oro, por lo general tan recelosas a la plebe.

Dicho de otro modo:

Una o dos veces por año, así el patriarca se deshacía de los que consideraba «poco aptos» para servirle, o se resignaba a disculpar sus errores hasta que el público olvidase todo el asunto y uno de sus sicarios pudiera terminar el trabajo.

Aquellos veteranos rebeldes luchaban, en verdad, por un par de meses de vida más. Incluso si no lo sabían o tan sólo lo sospechaban.

Bajo el mando de Arles, la redención no existía.

Toda aquella farsa era, también, una advertencia para que sus santos de oro permanecieran dóciles en la palma de su mano. Incluso si no lo sabían o no les importaba.