El ama de llaves de los Mendoza nunca supo disimular muy bien lo poco que pensaba de Daniel Valencia. Probablemente, algo tenía que ver que lo conocía de toda la vida. Mucho antes de que pudiera confeccionar todo la indumentaria de buenas costumbres, detrás de la cual camuflaba con maestría su grosería y cinismo.
Otro motivo más obvio era, que a los quince años, Daniel poca sutileza había tenido en profesar a los cuatro vientos su repudio contra Armando. Lo que no le había hecho ningún favor con la mujer, que desde muy muchachita había llegado a trabajar junto con el papá, a la residencia de los Mendozas. Daniel, con sus escasos años, no había podido comprender, que la convivencia y benevolencia del matrimonio, hacía mucho que habían convertido a la servidumbre en un apéndice más de la familia. Y si bien, el muy conocido desdén hacia Armandito, le habían ganado la indiferencia de la mayoría en esa casa, lo que realmente lo había matado con los empleados fue la evidente predilección de Roberto para con él. Caso que era especialmente cierto con el ama de llaves, que como es muy natural en estos escenarios, se había enamorado desde el primer momento de ambos hijos de sus patrones. Y que también, como era muy natural de Armando Mendoza en tema de damas, la mujer siempre lo favoreció por encima de todos en la casa.
Para cuando Daniel había tenido madurez suficiente para reparar en lo impertinente que era despotricar en contra del menor de los Mendozas, siendo apenás huésped en aquella casa, ya Margarita y Roberto hablaban de enviar a Armando a terminar los estudios a Estados Unidos. No es que Daniel hubiese tenido planes de hacer las pases con Armando, pero si hubo un momento, de seguro fue aquel, cuando aún tenía frescas las amonestaciones de su mamá en la cabeza—Más vale ganar amigos que ganar dinero, Daniel. Y claro, mucho antes que Marcela empezara con aquella descabellada cruzada sobre conquistar a Armando.
Pero el momento se fue y pasó, Armando viajó, Camila se fue y Margarita mandó a remodelar un anexo para él y Marcela. Uno que precisamente reutilizó las habitaciones de sus hijos exiliados. No hubo que hacer muchos cálculos para saber que el gesto no cuadró del todo bien. Y tampoco hubo que ser telépata para vaticinar lo que todos los mozos pensaron de aquello. Los Valencia eran una adición incómoda para la familia.
A pesar de las súplicas de Margarita y Marcela, y del silencio cabizbajo de Roberto, cuando cumplió la mayoría de edad, puso fin a toda esa situación. Y aunque su veneno en contra de Armando raramente era ya de naturaleza tan descarada, los ojos de la vieja moza nunca se apaciguaron con él.
Daniel muchas veces pensó que quizá poco importaba que había dicho o hecho en contra de Armando. Tal vez, desde el mismo momento que bajó del carro de Roberto—con su maleta en una mano y en la otra el agarre desesperado de una pequeña Marcela—, fue juzgado y condenado por la servidumbre de aquella casa. La sentencia, un servicio lleno de silenciosos desplantes y tibias cortesías.
Algo que sería desmoralizador para muchos, pero que Daniel, siempre de espíritu contrario, con el tiempo aprendió a tratar como un juego de provocación. Su deliberada altivez e impertinencia versus la subordinación y el sentido del decoro de los empleados. Un juego que Marcela llamaba aterrorizar a los criados, pero que por lo demás era muy entretenido para Daniel.
Por eso, cuando aquella tarde tocó la puerta de los Mendozas, y el ama de llaves lo recibió con animosidad apenas disimulada en el envejecido rostro, Daniel sonrió un poco con los ojos brillantes por la malicia.
—Buenas tardes, señor Valencia. El doctor Mendoza lo espera en la terraza. —dijo ella mientras se arrinconaba discretamente hacia un lado esperando a que Daniel le alcanzara el maletín y la gabardina. Supo que se refería a Roberto, porque la forma con la que pronunciaba doctor cuando se trataba de Armando era completamente más cálida. A pesar de las incontables veces que Daniel le había aclarado, que Armando no tenía los méritos académicos para tal título. Se deshizo de la vestimenta apenas asintiendo para dejarle en claro que había escuchado y cuando le pasó el maletín, intencionalmente lo tiró poco fuera de su alcance, lo justo como para que hiciera un esfuerzo por no dejarlo caer.
—¿Ya vino alguien más?—preguntó él, simulando una mirada al fondo del salón para esconder la sonrisa. La mujer, de espaldas y acomodando el encargo en el guardarropas de entrada, resopló por lo bajo murmurando alguna cosa que no se logró escuchar pero que igual prolongó el humor del visitante.
—Usted es el primero que llega, señor. —informó la moza cuando se giró nuevamente, ya con la careta de cordialidad otra vez recompuesta.
Daniel levantó una ceja al escucharla. Cuando Marcela y Armando habían anunciado su compromiso, por alguna razón la mujer lo había empezado a llamar doctor, de la misma forma que hacía con los Mendoza, hijo y padre. Quizá había vaticinado una convivencia más íntima, en la que su nueva patrona—Marcela—, no encontraría favorable la forma que ninguneaba los méritos de su hermano. Aparentemente, ese barco había zarpado. El ama de llaves, nuevamente lo había democionado a señor.
Daniel a penas podía contener las ganas de reír.
Se aclaró un poco la garganta antes de hablar. Aquello era un poco parecido al poker, si los empleados notaban que su regocijo era muy evidente, rápidamente desistían el antagonismo.
—¿Aún queda algo del cognac que mandé a Roberto para Navidad? —preguntó tratando de serenar la expresión y vió a la mujer contestar con una ligera inclinación de cabeza. —Bien, tráigame una copa entonces
—Si…señor. —escuchó a la mujer decir, la última palabra cargada de sarcasmo, sin duda sintiéndose segura de cualquier peligro cuando ya desaparecía doblando a la cocina.
Daniel se permitió una pequeña carcajada.
Finalmente, cruzó el salón y através de los ventanales empañados por la ligera llovizna de toda la tarde, en la distancia vió a Roberto. Estaba sentado en las sillas del patio junto a la piscina. Pluto, un espléndido doberman pinscher color chocolate que Roberto había volado desde Londres, perseguía animadamente la brisa de una de las regaderas que giraba contra reloj. Daba vueltas e intermitentemente se detenía a ladrar al amo, que sostenía en una de sus manos una pelota de tenis, y en la otra su tan apreciada pipa. Quizá el animal esperaba alguno de los empalagosos halagos de Roberto o quizá esperaba a que el juego se reanudara en cualquier momento. Daniel vió aquella escena y pensó que ni una cosa o la otra eran muy probables. Por la expresión ausente de Roberto, la regadera hacía mejor compañero de juegos.
Daniel salió a encontrarse con el hombre.
—Roberto. —saludó acercándose, con una ligera inclinación de cabeza. Roberto salió de sus cavilaciones y se levantó un poco a estrechar la mano de Daniel haciendo un gesto para que tomara asiento. Como era su naturaleza, intentó una sonrisa de bienvenida, pero el gesto se deshizo muy rápido cuando la visita empezó a hablar nuevamente—¿Qué dicen los abogados? ¿Podemos frenar el proceso de embargo? —preguntó Daniel con su característicos pragmatismo, rápidamente entrando en materia.
Roberto, que tampoco era un hombre de trivialidades, aún así como a muchos otros le costaba trabajo lidiar con la forma expedita en que Daniel resolvía todo. Incluso siendo esa precisamente una de las cualidades que más valoraba en él. Tomó una respiración profunda y se llevó la pipa a la boca como si expulsar aquellas palabras requiriera un esfuerzo extra.
—Desafortunadamente, está fuera de nuestras manos. —dijo entre exhalaciones de tabaco. Mas que en sus palabras, Daniel leyó la derrota en sus ojos opacos y la postura encorvada. El hombre se veía apaleado por la fatiga.
Daniel sintió la necesidad de decir algo, pero cuando abrió la boca lo único que salió fue aire. Pluto regresó un segundo después y Roberto, recordando que aún sostenía la pelota, sin levantarse de la silla estiró el brazo y mandó la bola al otro extremo del patio.
Daniel silbó impresionado, aún con el brazo izquierdo el lanzamiento había sido tremendo. Pluto salió tras la bola de forma tan brusca, que las pezuñas desprendieron pequeños montículos de pasto. Le hizo a Daniel recordar porque nunca había sentido afición por las mascotas. Roberto, en cambio, rió por lo bajo. Aparentemente el ímpetu del animal lo complacía de sobremanera.
Cuando Daniel se giró para apreciar el humor del hombre, le pareció que siempre estaban así, perpetuamente en los extremos contrarios. La pregunta de siempre afloró.
«¿Habría sido lo mismo con papá?»
Recordaba a su padre, claro. Pero no podía decir con certeza que tipo de hombre era. En la mente de un adolescente todos los padres son iguales. Severos, inflexibles y autoritarios. Daniel no había sufrido aún las grandes atribulaciones de su vida, como para conocer el verdadero carácter de Julio Valencia. Si habría sido un padre compañero, benevolente, capaz de corregir sin castigar. O si habría sido uno injusto y excesivamente severo, de los que son sordos a las excusas e inconmovible ante las fallas.
Sabía del Julio Valencia empresario, por lo que decían los empleados de Ecomoda y algunos colegas; del Julio Valencia esposo, por los cuentos de Margarita; y del Julio amigo, del que Roberto nunca se cansaba de elogiar. Pero del Julio Valencia padre, ese si que era un misterio. Y la cosa con eso era, que llegados al punto Daniel realmente no lo extrañaba, más bien se perdía en imaginaciones, en quimeras. Y lo avergonzaba aceptar, que en su mente, su padre, no era más que una copia en carbón de lo que Daniel veía en Roberto.
El ama de llaves finalmente apareció con la bebida, rescatando a Daniel de sus penosas reflexiones. Roberto, liberando la pelota de las fauces de Pluto, si giró a la mujer con agradecimiento cuando esta le acercó un vaso con jugo de arándano.
—¿Ninguna llamada? —inquirió, mientras distraídamente lanzaba la pelota otra vez. El juguete cayó a la piscina y el perro se abalanzó al agua con excelente forma. Ni la empleada ni Roberto parpadeó con aquello. Daniel, aunque no solía hacerlo desde hace años, hizo una nota mental de restringirse en usarla de todos modos.
—Aún no, doctor. Pero estese tranquilo que estoy atenta. —aseguró la mujer antes de regresar a la casa.
—¿Alguien le ha informado a Camila lo que está pasando? —cuestionó Daniel asumiendo que la llamada que esperaban era precisamente esa. Roberto tomó un poco de jugo sin encontrar la vista de Daniel. Cuando volteó, era imposible leer que preocupaciones escondían el par de ojos cansados.
—Me imaginó que ya María Beatriz o el mismo Armando le habrá informado que la boda se canceló. —dijo apenas en un susurro, y las palabras descolocaron un poco a Daniel.
—Roberto, me refería a lo de Ecomoda, el estado de la empresa. Después de todo, ella también es accionista como todos nosotros. —aclaró Daniel y el hombre lo vió unos segundos en silencio con la confusión escrita en el rostro.
Era evidente que lo que más le estaba pesando de toda la catástrofe era la ruptura del compromiso. Daniel no se explicó por qué, si acaso eso había sido lo único beneficioso, pero tuvo la sensatez justa como para guardarse su opinión en ese momento.
Ante el prolongado silencio de Roberto, Daniel volvió a dirigirse a él.
—Por lo del viaje para la boda no deberías preocuparte, Armando hace rato le había confirmado a Marcela la ausencia de Camila a la ceremonia. Así que al menos, te puedo asegurar que no le tocó desempacar ninguna maleta.
Las palabras que en honestidad Daniel había concebido como un consuelo, parecieron atravesar a Roberto como una daga.
—Por supuesto. —fue todo lo que dijo el hombre en tono muy quedo, llevándose la pipa nuevamente a la boca. Daniel, que sólo en retrospectiva era capaz de reparar en su indolencia, ansioso, comenzó a tamborilear los dedos sobre una pierna. Un silencio incómodo se posó entre los dos.
—¿Y el representante que asignó la doctora? Nicolás Mora. —dijo apresuradamente tratando de romper la tensión—¿No hay nada que hacer con él? ¿Ni con los poderes que nos dejó?
Se removió en la silla, ajustándose el traje. Una ligera llovizna comenzó de nuevo. Al otro lado de la mesa, Roberto siguió con la mirada perdida hacia el fondo del patio.
—Son tan inútiles como papel mojado. —contestó sonriendo diminutamente, su atención momentáneamente secuestrada por el animal que daba brincos entre las jardineras.
Daniel rehuyendo a cualquier tema personal, mantuvo la conversación enfocada en negocios.
—¿Y los bancos, los proveedores, que dicen? ¿Están dispuestos a renegociar?
—No más de lo que ya lo han hecho. Aparentemente Armando ha estrechado al punto límite cualquier benevolencia de ellos con Ecomoda. —a pesar de lo crítico de la situación, Roberto suspiró con cierto humor. Daniel por un segundo temió que podía tratarse de los primeros síntomas de un colapso nervioso.
Se enderezó en la silla poniendo mas atención a la expresión del hombre. El golpe de Camila, había mandado a Roberto a una especia de serenidad abstraída, que perturbada a Daniel incluso más que los ataques de histeria que había visto en la junta.
—Muchos no quisieron ni recibir a nuestro cuerpo legal en sus instalaciones. No nos dejaron ni hablar. ¿Te imaginas eso, Daniel?—comentó por lo bajo. Estaba visiblemente incrédulo aún. La deshonra después de tantos años manejando impolutamente su patrimonio, era simplemente avasalladora.
Daniel se abstuvo de consolarlo, mejor que eso, se abstuvo de recordarle haberle dicho que Armando no estaba listo para competir por la presidencia. Para qué, seguro Roberto lo había sabido ya tiempo atrás en la votaciones. Después de todo nunca votó por él.
—¿Y los que sí? ¿Que dijeron? —continuó Daniel, a sabiendas que el hombre lo hubiese llamado inmediatamente si las noticias hubieran sido favorables. Probablemente incluso citado a una junta de emergencia para planear estrategias, y no lo hubiese encontrando jugando las atrapadas con su perro en el fondo del patio.
Roberto vió a Daniel y levantó la mano que sostenía la pipa, agitándola circularmente en un gesto que comunicaba que la respuesta era una cosa muy obvia.
—Sólo hablarán con la doctora Pinzón. —repitió el mensaje e inmediatamente repasó una mano por la frente. Sin duda todo aquello no podía ser más que absurdo para él. Pensar que el patrimonio de su vida había desaparecido frente a sus ojos, y que los socios de toda la vida lo trataran como si fuera un extraño. —Quieren a Beatriz, Daniel. Solo confían en ella. —terminó con cierta aceptación y finalidad que le erizaron la piel a Daniel. Realmente habían llegado al final del camino.
Daniel tomó un trago del cognac, más para digerir la discusión que para deleitarse con las sutiles notas acarameladas que originaron quisiera obsequiárselo a Roberto. Se tomó un momento para sopesar todo aquello mientras Roberto seguía haciendo pequeñas nubes de tabaco que apenas y sobrevivían unas cuantas milésimas de segundos en la húmeda tarde.
Ninguno de los dos se molestó en extender el parasol y Daniel empezó a sentir la ligera humedad a través del traje. Lo fastidió un poco pero no dijo nada. Roberto, que había notado su inquietud, le sonrió con conocimiento, de la misma forma en que siempre lo hacía cuando amonestaba su excesiva pulcritud. Daniel se aclaró la garganta disimulando un poco su vergüenza.
—Pues si no tenemos más opciones, hay que darles lo que piden. ¿Que pasó con la doctora? ¿Qué te ha dicho Armando, finalmente habló con ella? —cuestionó y vió a Roberto negar con la cabeza mucho antes de pronunciar palabra.
—No. Margarita dice que él no tiene idea de dónde está. Lo mismo que ha dicho el muchacho ese, Mora. Que no está en su casa y nadie sabe de su paradero. —Roberto suspiró, dando por sentado el asunto.
Dejó la pipa sobre la mesa y le hizo un silbido a Pluto para que regresara. El can, aparentemente satisfecho con la sesión de juego, se echó pesadamente sobre sus patas a la par del amo, mientras disfrutaba de las caricias sobre su lomo mojado.
Daniel esperó a que Roberto elaborara su respuesta, pero ante el prolongado silencio, elevó una ceja incrédulo.
—¿No estarás pensando que de verdad no sabe, o si?—dijo increpando al hombre, y vió a Roberto tomar del jugo, aparentemente sin más que agregar a la conversación. Daniel se inclinó hacia él con el entrecejo fruncido por la frustración— Roberto, esa mujer es su mano derecha. —aseveró puntualizando cada palabra con el retoque de dos de sus dedos sobre la mesa. Roberto lo miró de soslayo con una expresión que Daniel no pudo descifrar, pero aún así, no dijo nada. Daniel continuó con más vehemencia.
—Quizá tu no lo habrás notado por cómo vives más en Londres que acá, pero la doctora es la sombra de Armando. —explicó tratando de hacer pies y cabezas de la evasividad de Roberto. Después de todo no era secreto de nadie la relación entre Armando y el computador que tenía por asistente.—Estoy seguro que no quiere soltar su paradero si acaso para protegerla. Aunque después de cómo lo entregó a la junta, no puedo decir que entiendo por qué.
Las palabras de Daniel quedaron en el aire un segundo, mientras Roberto se acariciaba el rostro con semblante pensativo. Retomó la pipa, y la espolvoreó sobre un cenicero que había en la mesa, la sesión de tabaco decididamente terminada. Cuando se volteó a Daniel, lo hizo con una de esas sonrisas conmiserativas que Daniel había aprendido a asociar con las cosas que el hombre encontraba profundamente decepcionantes o inevitablemente lamentables.
—No, no. No lo creo Daniel. Yo sí pienso que Armando no sabe el paradero de esa muchacha.
Daniel se reacomodó en la silla, un tanto perturbado.
—¿Confías tanto en la palabra de Armando, aún después de la montaña de mentiras que nos ha dicho? —a Roberto se le escaparon unas cuántas risas sin humor.
—No es confianza, no. Es una corazonada.
—¿Sobre Armando?
—Sobre Betty.
—¿Cómo así? ¿Qué estas pensando, Roberto?
—Armando…—empezó Roberto pero no terminó de concluir la idea. Daniel lo vió ponerse de pie y pasarse la mano nuevamente por la barbilla. —Más bien, esa muchacha Daniel, quizá estará odiando a Armando más que cualquiera de nosotros. Incluso más que tú. —dijo al final, soltando un suspiro. La sonrisa acongojada que mandó en su dirección, sorprendió a Daniel quizá un poco más que sus palabras.
Roberto tomó la pipa, el cenicero y el vaso de jugo y comenzó a caminar. Daniel, en total confusión, apenas reparó en ponerse de pie cuando ya el pequeño hombre se encaminaba a la casa. Pasmado por lo enigmático de la respuesta de Roberto, tomó un momento para seguirlo, hasta que Pluto le pasó al lado, mojando la pierna derecha del pantalón. Lo húmedo del roce casi distrayéndole de las palabras de Roberto, que camino al salón se lamentaba que solo un milagro haría regresar a la doctora.
Las mañanas en la oficina del Ministerio, se habían vuelto un juego de escondidas. Daniel, que realmente nunca acostumbró a socializar con sus colegas los servidores públicos, tampoco estuvo nunca en el hábito de evadirlos. Quizá por su apariencia severa o la franqueza abrasiva cuando conversaba en los pasillos, siempre todos lo habían tratado con cierto margen y diligencia. Y había sido lo ideal para él. Lo cómodo. Lo rutinario. La predictibilidad que lo confortaba cuando reflexionaba sobre el poco valor social que le aportaba ser un servidor público. Podía sobrevivir a la mediocridad del sistema, si solo no tenía que fraternizar con ella.
Claro, hasta que la entropía se había aglutinado y explotado en dos cosas que tenían en caos la vida de Daniel.
El embargo de Ecomoda, y la reestructuración del gabinete de gobierno.
Todos los días al llegar, mientras bandeaba las miles y una facciones internas que se habían creado por la inestabilidad del gobierno, Daniel agregaba otra línea más a su mantra mañanero.
«Maldito sea Armando Mendoza. Maldito sea el Presidente»
Solo esta mañana le había tocado padecer a un grupo en el vestíbulo que estaba convencido que algún atentado iba a llevarse a cabo en el edificio. En los elevadores, otros hacían apuestas a si el presidente era obligado a dimitir en una semana o en un mes, y ya de camino a la puerta de su oficina, una colega que le solicitaba desesperadamente un puesto en su compañía de telas, convencida que todo su departamento administrativo dejaría de existir el trimestre entrante.
«Por favor, doctor, aunque sea de operaria»
No hizo falta que le dijera a su secretaria que no iba a aceptar visitas. El portazo que había dado al atrincherarse en su despacho fue lo suficientemente claro. Se sentó en frente del ordenador por horas antes de que la pobre mujer tuviera suficiente valor para interrumpirlo. Daniel calculó que ya pasaba por mucho la hora del almuerzo cuando finalmente la vió asomar cabeza.
—Doctor, la correspondencia. —anunció entrando tentativamente a la sala y Daniel levantó una mano para señalarle que la dejara en su escritorio.
Siguió leyendo la pantalla del ordenador.
Las circulares administrativas sobre la reestructuración se contradecían unas con otras. Una representación muy fidedigna de lo que habían sido las últimas asambleas ministeriales. Hace meses que en los pasillos la zozobra reinaba campante y que para trabajar, no quedaba más opción que encerrarse en lo oficina para no volverse loco con los cuchicheos que todos los días pasaban de dramáticos a competir casi que con ficción.
Daniel no tenía la paciencia que requería desenmarañar todo aquello. Desafortunadamente, otra cosa que tampoco tenía en el horizonte era el sueldo mensual de Ecomoda, así que siguió leyendo y renegando internamente, hasta que los ojos se le cerraron por la frustración.
La mujer, que insospechadamente había permanecido en la oficina luego de haber dejado la mensajería, le alcanzó un vaso con agua del jarrón que mantenía en el aparador. Daniel lo tomó distraídamente pero no bebió. El agua estaba apenas templada.
—Nelsi, resumen. —ordenó a la secretaria mientras con una mano se aflojaba un poco la corbata y con la otra alcanzaba la pila en el escritorio. Las circulares no iban a ningún lado.
—Han llegado unos cuantos boletines ministeriales, turismo y salud. Nada que no haya sido enviado a su correo institucional. Están sus recibos de servicios pagos, suscripciones a revistas económicas y algunas solicitudes de universidades para foros de economía. —Daniel apenas si ojeaba el contenido de los sobres a medida que iba escuchando.
Tiró los boletines y las revistas sin ningún reparo al librero de atrás. No tenían más valor para él que el de complementar la imagen de su oficina, todo lo que necesitaba saber de ellos bien se enteraba en reuniones oficiales o en los cocteles jet set a los que asistía habitualmente.
Se detuvo un poco en las universidades, pero no reconoció ninguna de prestigio, por lo que al final descartó esas también. Pretendió tirarlas a una de las gavetas del escritorio que reservaba para los compromisos que posponía, pero se percató que quizá abusaba mucho del hábito, cuando intentó abrir el compartimento y sintió el cajoncillo atascado. Estaba ya inundado de sobres.
Fastidiado por la falta de atención de su secretaria al no haberse hecho cargo del asunto, tiró bruscamente de la manigueta haciendo desparramar un fajo de papeles al suelo.
A Daniel, aquello le trajo la imagen del buzón de Marcela a la cabeza y le sacó una carcajada con genuino humor. Justo hasta que se inclinó a recoger el desastre y lo primero que alcanzaron sus manos fue la invitación al matrimonio.
Un escalofrío lo estremeció. No era un hombre supersticioso, pero quizá se había excedido un poco tirando la invitación en ese cajón.
Levantó la pila de envoltorios y sin mucha delicadeza les dió vueltas en la papelera que guardaba bajo el escritorio.
—Doctor, ¿se encuentra bien? —preguntó la mujer del otro lado de la mesa, mientras veía el semblante rígido de Daniel un poco más pálido que un segundo atrás. Terminando de organizar la gaveta, él se reacomodó en la silla y se aclaró un poco la garganta.
—¿Algo más? ¿Nada de presidencia? ¿O del grupo de inversión? —preguntó Daniel a su vez, obviando las inquietudes de ella. La mujer lo miró con aturdimiento, alcanzando a penas a negar con la cabeza. —¿Entonces?—increpó groseramente chasqueando los dedos—¿Que hace ahí? Salga de una vez.
—¡Si, doctor! —contestó ella con voz estrangulada y apresurándose a la salida. Sin embargo antes de cruzar la puerta, se giró nuevamente a su jefe, que observó el regreso con cejas enmarcadas. —Perdone, doctor Valencia, pero también llegaron estas cartas. —dijo atrayendo la atención al manojo que aún llevaba entre manos.
—¿Qué son?
—El doctor Vásquez le mandó una postal, —Daniel la interrumpió haciendo un gesto apresurado para que le pasara el sobre y la mujer solícitamente le alcanzó el papel. Mientras Daniel sacaba la tarjetilla de la envoltura, ella continuó en un tono de voz quedo—El resto son cartas de condolencias sobre la cancelación del matrimonio.
—Bótelas.
—¿Perdón?
Daniel, que ojeaba de un lado a otro el papelillo, metió una mano bajo el escritorio y a ciegas tanteó hasta dar con el borde metálico de la papelera. Ante los ojos atónitos de su secretaria, toscamente plantó el cubo sobre la mesa. Todavía más interesado con lo que tenía entre manos, cabeceó hacia el depósito hasta que la mujer finalmente tiró la pila de papeles en la basura.
Se sacó el móvil de la chaqueta y marcó un número de memoria.
Mientras al otro lado de la línea el tono de la llamada repicaba, Daniel vió a su secretaria por segunda vez intentar regresar a su puesto de trabajo.
—Nelsi.
—Si, doctor.
—La basura.
—¡Ah, claro!. Disculpe. —ella tomó el cubo viendo como su jefe negaba con la cabeza. Esa expresión que nunca fallaba en hacerla querer salir de su vista con prisa. Cruzó el despacho con pies ligeros y cerró la puerta tras de sí, justo en el momento que la llamada de Daniel finalmente conectaba.
—¡Danny boy! Bienaventurado los que tienen la dicha que les marques primero. ¿Para que soy bueno? —la forma en la que Vásquez había acuñado el hábito de ponerle apodos cada vez que hablaban, hacía que se le olvidara momentáneamente que el tipo trabajaba para uno de los fondos de capital privado más grandes de la región.
Para Daniel, la mayoría del tiempo era simplemente un payaso. Uno que venía padeciendo desde sus años de estudiante, y con el que inesperadamente había terminado montando negocios.
Sosteniendo el teléfono entre el hombro y la mejilla, Daniel se giró al ordenador buscando en su agenda digital el compromiso marcado con Vásquez. Confirmó que efectivamente, la información no cuadraba.
—La invitación al cóctel. ¿No habías dicho que iba a ser en Bogotá? ¿Qué es esto de Cartagena? ¿Del Buque Gloria? ¿Por qué el cambio a última hora? —preguntó ya fastidiado por la inconsistencia y al escuchar la carcajada del otro lado, el sentimiento aumentó.
—Tranquilo, Valencia. Es un pequeño cambio de ambiente, mejores aires, nada más.
En la línea de Vásquez se filtraban los pitidos de como quién conduce por una intersección. Daniel ojeó su reloj. Aún eran horas de oficina. Bueno, supuso que los corredores de bolsa habrían de tener sus propios horarios.
—¿Por qué el cambio? —volvió a cuestionar, esperando una respuesta más seria.
—Para mover más la cosa, hombre. —explicó Vásquez y la línea se lleno de interferencia por un segundo mientras suspiraba como invocando paciencia. —Mira Daniel, este asunto de las inversiones, es muy delicado, muy sensible. Tal vez no lo sabrás tú, que nunca has tenido que preocuparte con una capital tan solido como el de tu empresa.
Daniel apretó la quijada mientras se llevaba una mano al puente de la nariz. No hacía falta ni que imaginara lo que iba a salir de la boca de Fernando. Era lo mismo que no había dejado de escuchar en cada conversación desde hacia un par de días.
—Bueno, como el que fue de tu empresa. Por qué ahora según dicen, Ecomoda no es tan tuya ¿o sí? Por que Ignacio dijo-
—Fernando, Ecomoda no es tema de discusión. —lo cortó Daniel bruscamente, y escuchó al hombre reírse al otro lado del teléfono.
—Si, si, si. No buscaba mortificarte, Danny boy. A mí eso me tiene sin cuidado.—se excusó Vasquez, y no por ser honestas aquellas palabras eran consuelo. Asertivamente adivinando el mal humor detrás del silencio de Daniel, continuó en un tono conspirador—Lo que pasa es que la gente aquí es cabeza chiquita hombre, si trabajaran en wall street una semana, se quedan sin hígado antes de llegar a miércoles.—se lamentó con humor, dejando que las carcajadas llenaran el mutismo fastidiado de Daniel, que lo escuchaba con el entrecejo fruncido. —Es que allá esas tragedias no son tan inusuales. Hombre, si yo te contara cuantos emporios he visto caer—confesó y Daniel escuchó su silbido apreciativo al otro lado del teléfono—millones de los grandes, Daniel. De los que se comenzaron a acumular cuando la gente todavía andaba en carreta. No, hermano, eso si es tragedia.
Daniel suspiró frotándose con más vigor el entrecejo y lo volvió a interrumpir, esta vez, con menos severidad, el hombre siempre fue así.
«No se le puede regañar a un perro porque ladre»
—Fernando, Cartagena. ¿Qué pasó con eso?
—¡Ah, sí! Cartagena. Bueno, precisamente eso, que más hay que explicar. Sol, playa, arena, hermosas niñas por todas partes. Y lo más importante, el Reinado. —Daniel parpadeó desconcertado. El Reinado señorita Colombia. La fecha se le había pasado volando por la cabeza.
—¿Qué tiene que ver el reinado con nosotros? —preguntó aún no atando cabos.
—Danny, danny, danny boy. —canturreó Fernando y se imaginó que si lo tuviera enfrente, habría acompañado el corillo con pequeñas palmaditas sobre su hombro—La inversión, es un tema de confianza. ¿Y cómo uno inspira confianza? ¡Con la imagen, hombre! Con la ilusión. Y dime una cosa, no crees que no hay mejor paisaje que una estrellada noche en Cartagena, con un coctel de temporada en una mano y en la otra las mujeres más lindas de este país. —terminó Fernando, y una cacofonía de pitidos secuestraron por un segundo la conexión.
Daniel incluso creyó haber escuchado algunos improperios, pero el hombre soltó una carcajada y le indicó que continuara con tranquilidad.
—No te lo discuto Fernando, lo que pasa es que yo no tengo ni disposición ni tiempo para irme de juerga con la situación en la que estoy. —
—A ver Daniel, que yo no estoy contando chistes. Mira hombre, tu más que nadie sabe que este proyecto es una cosa muy ambiciosa. Un equity fund en colombia, es algo muy arriesgado. Mucho de lo que pensamos iba a pasar cuando primero invertimos en esto, no está pasando. Los acuerdos de paz se fueron al despeñadero, tenemos empresas cerrando operaciones a diestra y siniestra, las transnacionales ya nos están viendo con ojos chiquitos.
¡Y los muertos, hombre! Que te digo, si la pila nos está llegando hasta las orejas sólo en Bogotá. Los blanquitos se nos están poniendo nerviosos, Valencia. Ya están echándole ojitos a Venezuela. En otras palabras hombre, como que quedarse en Colombia, les está pareciendo tener que bailar con la fea.
—Así que por favor, déjame hacer lo que sé hacer y yo te dejo a tí en lo que sabes hacer. Y así cada quién haciendo lo suyo ve si logramos hacer que está cosa no se nos muera antes de empezar. ¿Si? Bueno, entonces, ¿qué me dice hombre? ¿Lo espero en el coctel?
Daniel suspiró con cansancio antes de responder, sabiendo muy en el fondo que terminaría aceptando. Fernando no mentía, incluso dejando fuera su problema con Ecomoda, el proyecto había dependido mucho de la situación política del país. Y bueno, eso estaba pasando de castaño a oscuro.
—Mira, voy a hacer todo lo posible, pero no me comprometo. No sé si pueda viajar. Tengo muchas cosas que resolver aquí.
—Es apenas una noche. En todo caso, tu habitación de hotel ya está reservada y también tu vuelo. Excusas no te he dejado, Valencia.
—Ecomoda-
—Será igual de embargada a tu regreso. —atajó Vásquez de raíz, para luego soltar una carcajada con la osadía. A Daniel lo puso de nervios, estaba a segundos de de dejarlo hablando solo. El hombre en el teléfono continuó con humor—¿A parte, qué es lo peor que te puede pasar? ¿Estrellarte con una belleza arriba del buque? Ya como que viene siendo tiempo, no te nos vayas a quedar sol-
Daniel desconectó la llamada.
