— ZORRO —
Renuncia de responsabilidad legal: esta obra, que no me aporta ninguna remuneración económica o beneficio alguno de ningún tipo, está destinada al entretenimiento de los lectores. No poseo los derechos de autor ni copyright de los personajes de la serie "Zorro". Sólo juego con ellos para pasar el rato, mostrando mi apreciación por esta serie.
El ungüento del elegido
1
Estaba jodido. Pero que bien jodido.
Justo cuando pensaba que le iba a dejar marchar, esa loca vengativa de Nah-Lin le había apuñalado a traición en la hacienda de Ramírez, hundiendo la hoja roñosa de un cuchillo tribal justo en el centro de su abdomen, a dos dedos del ombligo, rasgando músculo, vísceras y Dios sabía qué más, y luego le había dejado allí tirado a esperar la muerte. Sin esperanza, y sufriendo una terrible agonía.
No había otra manera de describirlo: se estaba muriendo. Ese sería el final del único Zorro no indígena de la historia de Los Ángeles. Y también, lamentablemente, el fin de la estirpe De la Vega en California.
Rodeado de cadáveres, desangrándose y demasiado débil como para poder moverse, por más que se esforzaba, no veía una forma de salir de allí con vida. Pero al cabo de un rato, ya al borde del delirio, recordó el ungüento, ese que Kiyoché le había dado para que no muriese en su lucha. Para que no muriese nunca, al contrario que su predecesor, Pomanh-Kwakurr, el hermano de Nah-Lin, o que tantos otros Zorros antes que él, que no pudieron sobrevivir a sus heridas de guerra.
Pero quizá no lo había entendido bien. Después de todo, recibió las instrucciones de un zorro en un encuentro surrealista. ¿Tenía acaso que llevar ese apestoso ungüento siempre consigo, en un bolsillo, por si lo necesitaba alguna vez con urgencia? Porque ahora, esa pasta maloliente estaba en su hacienda, olvidada en algún rincón, y totalmente fuera de su alcance inmediato. Ojalá Bernardo supiese dónde la dejó, ya que él ni se acordaba.
El bueno de Bernardo… Al pensar en él, dibujó un atisbo de sonrisa. Ojalá su fiel mayoral pudiese venir a ayudarle, con o sin el potingue milagroso ese.
Para distraerse un poco del dolor y de la agonía, su mente repasó aquella extravagante escena en el bosque, cuando tras desvelarse una noche y salir a pasear, había seguido a un extraño zorro rojinegro hasta el santuario de un chamán.
"Soy Cuervo Nocturno, la voz de los espíritus," le había dicho el misterioso indio. "Si estás aquí es porque ellos te han elegido para que seas el nuevo defensor de estas tierras."
Todo ese rollo de los espíritus indígenas, en ese momento le había sonado a cuento para niños, y como la situación le parecía un tanto absurda, pensó que solo se trataba de un mal sueño. Sin embargo, como pudo comprobar al día siguiente cuando se encontró un caballo negro en el establo, todo había sido real.
Tras esa breve introducción, ignorando su indiferencia y su actitud bastante desdeñosa, el imperturbable indio continuó con su charla, largándole un discurso motivacional sobre su notable e ineludible destino: convertirse en Zorro.
"Nadie puede escapar a su destino, Diego. Y el tuyo es ser el nuevo Zorro. No fui yo quien lo eligió. Fue él, Kiyoché."
Cuervo Nocturno señaló entonces al pequeño zorro negro que esperaba pacientemente a su lado, mirando a su visitante con interés a través de sus astutos ojillos, asintiendo como si aprobase las palabras del chamán.
"Mi misión es entregarte su legado."
El chamán le ofreció entonces la espada y las ropas de Zorro, y después le presentó a su imponente caballo negro, Tornado.
"He cumplido mi misión, Diego. Lo que hagas tú con el legado de Zorro es cosa tuya."
Pero en ese momento, cuando Cuervo Nocturno ya se volvía para encaminarse de vuelta a su cueva, dando por terminado el extraño encuentro, Kiyoché dejó escapar una especie de agudo chillido, casi como la risa de un niño.
"Espera. Kiyoché quiere entregarte algo."
El zorro se le acercó entonces, llevando un pequeño recipiente de barro en la boca, que depositó a sus pies.
"¿Qué demonios es esto? Apesta peor que una mofeta," había dicho él tras recogerlo, bastante asqueado con el regalo.
"Es el ungüento del elegido. Kiyoché no se lo entrega a todos los Zorros que encarnarán su espíritu, sino solo a los más dignos, a los que su inquebrantable búsqueda de la justicia pondrá en mayor peligro. Tu predecesor, por ejemplo, no tuvo el privilegio."
"¿Para qué sirve?"
"Para curar las heridas de batalla."
"Aún no he aceptado el cargo, y lo que me estás contando, hablándome de heridas y de muerte, desde luego que no ayuda en nada."
"Si alguna vez lo necesitas, solo tienes que aplicarlo en la herida, sea cual sea, desde lo más profundo hasta la superficie, y dejarlo actuar."
Esas fueron las parcas instrucciones que había recibido acerca de ese, supuestamente, mágico ungüento. Y ahora, por más que le gustaría poder seguirlas, no iba a ser posible. Se iba a morir antes de que pudiese usarlo.
A pesar de ese lúgubre pensamiento, y aunque tampoco tenía muy claro que esa porquería pudiese obrar el milagro de sanar tan horrible puñalada, tuvo un atisbo de esperanza cuando Mei le encontró allí tirado.
ZZZ
Cuando Nah-Lin y los indios se fueron, Mei salió de su escondite debajo de la cama. Todavía muy alterada, inspeccionó en silencio la casa, que estaba plagada de cuerpos tirados por todas partes. Cuando entró en la sala, vio que uno de esos hombres caídos en el suelo vestía de negro.
"¡Zorro!"
Corrió a arrodillarse a su lado, y con gran alivio, comprobó que estaba vivo. Pero esa herida sangrante en medio de su abdomen tenía muy mala pinta.
"¿Mei?" susurró él mientras parpadeaba, como si no creyese a sus propios ojos, que le miraban angustiados a través de las aperturas de la máscara.
Mei siseó, llevándose el índice a los labios, instándole a no hablar.
"No hables, reserva las fuerzas," le dijo en su idioma.
"Sí. Lo sé," contestó él, probablemente sin saber siquiera lo que le había dicho.
Intentó echarle un vistazo a la herida, pero cuando le tocó suavemente, él se quejó.
"Me estoy muriendo," anunció con voz entrecortada, por si no era obvio. Pero Mei no aceptó esa afirmación, agarrando un trapo para hacer presión en la herida y detener la hemorragia. Zorro se quejó aún más cuando apretó, ahogando un grito, jadeando sin aliento.
"Tú me salvaste. Ahora me toca a mí," le dijo ella entonces con determinación, de nuevo en su idioma. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo. De alguna manera, tenía que ayudarle.
Miró a ambos lados, indecisa, deseando poder tranquilizar a ese hombre con palabras, pero no era posible, porque ella no sabía cómo expresarse en español, y él no entendía el mandarín.
Con cuidado, le encajó el trapo bajo el chaleco, sobre la herida, y luego le cogió por los tobillos para arrastrarle hacia la puerta, pero era demasiado pesado para ella, y tuvo que desistir antes de llegar.
"Espera aquí. Buscaré ayuda."
Mei se dirigió rápidamente a los establos, cogió un caballo, y salió a galope.
ZZZ
"No te vayas. No me dejes aquí," suplicó Zorro entre jadeos.
Pero Mei ya se había ido. La pobre chica había intentado ayudarle, pero solo había conseguido arrastrarle unos metros antes de desistir en su empeño.
Una vez más, se había quedado solo en esa sala. Bueno, no del todo. Estaba solo, sí, pero en la compañía de un puñado de cadáveres. Y muy pronto, él sería uno más del montón.
Allí tumbado, incapaz de moverse, quería gritar con la frustración y la impotencia que sentía, pero ni siquiera tenía fuerzas para eso. Entonces, se preguntó si la muerte de su padre habría sucedido de forma similar. Si el disparo que recibió le habría matado inmediatamente, o si habría quedado tendido en el suelo, agonizando durante horas antes de morir, maldiciendo su mala suerte. Y maldiciendo a su asesino, si es que, como él, también sabía quién le había traicionado.
"Lo siento, padre," susurró entonces, cerrando los ojos. Si moría ahora, sin esclarecer las circunstancias de la muerte de don Alejandro, y sin vengarle, nadie más lo haría. Aunque, por otra parte, si Mei no encontraba ayuda, pronto podría disculparse con su padre en persona, reuniéndose con él en el más allá.
ZZZZZ
