Vice -Versa

Por ChieroCurissu

I- Un deseo que no se debe desear

POV Jou

Mis manos tamborileaban por su cuenta, como si no pudieran conectar con las órdenes que daba mi cerebro. Estaban tan temblorosas que necesitaban un ancla, un alguien que me las sostuviera. Quizás por eso, Yamato atrapó mis manos entre las suyas y logró que el sacudimiento involuntario disminuyera.

Me gustó recordar que lo normal es que los seres humanos estén cálidos y no lo contrario.

—Lo siento. No debería quejarme contigo. Todo esto es la consecuencia misma de mis decisiones.

Yamato asintió, como si entendiera de lo que le estaba hablando. Por supuesto que no lo hacía, no tenía contexto de lo que me había pasado; aun así, sus ojos claros me mostraban esa mirada suya tan particular que infundía algo de sosiego.

Su mirada era parecida a la sonrisa de Taichi o a los argumentos interminables de Koushiro. Eran algo parecido a un consuelo, lo sabía perfectamente. Sin embargo, de alguna manera, para mí era más sencillo lidiar con la compasión de Yamato que con la del resto de mis amigos.

Por decirlo de otro modo, Yamato Ishida era más adecuado a mis gustos. A él no había que darle muchas explicaciones de nada. Podíamos quedarnos callados los dos y estaba bien. Podía quejarme un poco más y también estaba bien. Cuando tenía exabruptos, solía llamarlo por esas razones egoístas. En los momentos de crisis no necesitaba de los ánimos de Taichi, ni de las conjeturas de Koushiro.

Estaba muy agradecido de que hoy me hubiera recogido en el hospital y que me hubiera traído a mi casa. No es que hubiera sido el único amigo disponible, sino que había sido mi primera opción en la lista de contactos. Ni de pedo podía contarle lo que me había sucedido a mis padres o hermanos. Tampoco me apeteció acudir con Sora o Mimi. No me gustaba que las chicas me tuvieran lástima.

Con Yamato estaba bien dejarse caer, humillarse. Él conocía versiones de mi torpeza que nadie más sabía, como aquella vez que en el Digimundo habíamos estado en el restaurante de Digitamamon y había presenciado mi torpeza al desempeñarme como mesero o cocinero… En aquella ocasión, justo como ahora, no se había marchado, sino que permanecía a mi lado, lanzándome esas miradas de conmiseración que me ayudaban a superar una crisis, pero que desencadenaron otra clase de nervios ajenos a mi colapso de horas anteriores.

El ataque de pánico que había sufrido en las Urgencias del hospital donde hacía la residencia no se parecía al cosquilleo que ahora sentía por tener las manos de Yamato entre las mías. Me sentía más seguro, sí, pero también más excitable.

Eso me pasaba con los hombres atractivos. Aunque Yamato fuera mi amigo, me causaba una serie de extraños vértigos que cualquier otra persona habría calificado de mariposas revoloteando en el estómago. Yo le llamaba, a eso, náuseas.

Además, tener mariposas en el estómago está sobrevalorado. Sí, las cosquillas que te provocan las mariposas pueden hacerte sonreír, pero generalmente causan más martirio que otra cosa. Hasta duelen cuando te das cuenta de que sientes atracción por lo que no deberías sentir atracción.

Por eso, me esfuerzo para dejar atrás la excitación y volver a recordar la verdadera razón de mi colapso. Recuerdo que el paciente tenía las manos heladas y que nadie tuvo el tacto de cerrarle los ojos y la boca antes de que empezara el rigor mortis. Rememoro la sensación de culpa que me había hecho salir corriendo. Abrí puerta tras puerta, hasta encerrarme en los baños.

—No parece que estés mejor —. Las manos de Yamato dejaron de sostener las mías —¿No sería mejor que te tomaras un té relajante?

Se levantó y revisó los cajones de mi cocina. No pareció aprobar que la nevera estuviera casi vacía y que no tuviera ningún tipo de té en los estantes. La verdad era que pasaba poco tiempo en casa desde que estaba haciendo la pasantía en el hospital. En mis pocos ratos libres, cuando salía de las guardias, casi siempre decidía regresar a casa de mis padres en lugar de a mi departamento. En mi viejo hogar mamá me alimentaba y me ayudaba con la colada. Regresar a mi piso siempre significaba tener que ir de compras y limpiar.

Seguramente, Yamato tenía un departamento impecable, con todo tipo de ingredientes para comidas nutritivas (como debía ser). Imagino que tendría la ropa limpia y doblada en cajones ordenados (justo como yo solía tenerla). Después de todo, Yamato tuvo que aprender a ser adulto desde que sus padres se habían divorciado.

—No he ido a la compra. Solo hay cervezas de la última vez que vino Taichi y, por supuesto, tengo un sinnúmero de medicinas que pudieran calmarme, pero…

Yamato encogió los hombros y destapó dos cervezas que puso en la mesa cuando regresó conmigo.

—Sí, buena elección —dije, me escuché cansado —. Supongo que la cerveza es mejor que cualquier benzodiacepina.

—¿Tomas muchas de esas mierdas? —preguntó, dando un trago firme a la cerveza marca Asahi.

—No, no, no ayudan a trabajar, menos cuando tengo guardias de días enteros. Aunque admito que a veces las uso para dormir, digo, cuando tengo insomnio.

No preguntó por qué a veces no podía dormir, lo que hizo fue estirar uno de sus brazos hacia donde yo estaba. No supe por qué lo hizo, pero yo aproveché para volver a tomarle la mano. Sus dedos eran pálidos, largos y callosos. Supuse que todavía tocaba el bajo. Y, por enfermo mental que soy, me dio por pensar que alguien que toca tan bien el bajo —la guitarra o cualquiera de los instrumentos de cuerdas— seguramente también es alguien que sabe dar caricias.

A él no le desagradó el contacto. Me las arreglé para, con una mano, tomar cerveza, y con la otra, aferrarme a esos dedos pálidos y facheros.

Sus dedos entre mis cabellos seguramente me causarían escalofríos. Y sus dedos resbalando por mi pecho, adentrándose en mi ombligo, me enloquecerían.

Sacudí la cabeza. Me exigí rememorar al muerto. Se supone que estaba pasando por la resaca que viene tras un ataque de pánico. Otra vez se había muerto un paciente. Uno con manos frías, uno al que se me había olvidado cerrarle los ojos antes de que llegara el rigor mortis. La calidez de una mano amiga y una mirada compasiva no deberían hacerme dejar de lado los remordimientos.

Pero en cambio yo, en mi máxima expresión de perversión, lo que hacía era evocar lo mucho que me atraían los hombres vivos, calientitos, atractivos y con las manos callosas.

Soy el peor amigo de la vida mundial y el médico más incompetente del Japón. Debí llamar a Koushiro, que también es callado si no le preguntas nada. Debí llamarlo a él, porque dudo que nos hubiéramos tomado de las manos de este modo…

—Sé que no tienes que decirme lo que pasó, pero si te hace bien, suéltalo —dijo Yamato, como si, en el fondo, prefiriera que nadie dijera absolutamente nada.

Asentí. A pesar de que sé que parecía querer lo contrario, sí quise explicarle, confesarle todo, pero las palabras no me salieron de inmediato. Normalmente, cuando pedía la compañía de un amigo era porque necesitaba desahogar mis innumerables preocupaciones. No obstante, ahora mismo permea en mí un extraño deseo de ser consolado más por el tacto, por miradas, por suspiros.

Qué rarísimo es darte cuenta de que sientes atracción por un amigo, que ni siquiera es tu mejor amigo del mundo, pero que es, después de todo, uno que nunca va a fallarte. La culpa es de Yamato por ser tan guapo.

—Es que… si te soy sincero, no sé cómo empezar.

Yamato asintió, siguió bebiendo y desvió su mirada. Miró a través de la única ventana que había en mi piso y que, para mi mala suerte, no mostraba un paisaje interesante, sino solo la fachada del edificio de enfrente (una construcción horrible que tapaba el sol, la luna, las nubes y las estrellas).

Yamato había dejado sus actividades cotidianas para venir a verme, pero yo ni siquiera me sentía con ánimo de decirle que detestaba mi profesión más de lo que debería. «¿Por qué?», me preguntaría él, «¿Qué no querías salvar vidas?». Yo le diría que precisamente por eso a veces odiaba mi trabajo, porque había muchas vidas que se me escapaban de las manos. Todos los pacientes que iban a morir solían boquear, algo parecido a cuando sacas a los peces del agua. Todos ellos ponían una mirada desenfocada y de despedida. Entonces te dabas cuenta de que, aunque te esforzaras todo lo posible, el paciente expiraría y te quedaría una sensación de culpa que te llevaría a hiperventilar, a atravesar por múltiples crisis ansiosas, hasta que todo desembocaría en un ataque de pánico, por el cual tus colegas te tendrían lástima y te darían, no sé, alguna incapacidad de un par de días para que te recuperaras. Entonces, le llamarías a alguien, porque todavía sentirías culpa y buscarías consuelo en ese alguien, que curiosamente en esta ocasión era Yamato.

Ese es mi contexto. Eso debería decirle al amigo que ha logrado tranquilizarme un poco, pero que, para mis desgracias, también ha despertado en mí otras necesidades, unas que me esfuerzo muchísimo en esconder.

Siempre que me vienen esos impulsos los reprimo estudiando, evocando cosas traumáticas, recordando que mis decisiones deben ser las correctas porque así me lo han inculcado en mi familia y porque, de los elegidos, yo soy el responsable, el que debe poner el ejemplo porque es el mayor (pero que de líder no tiene ni la fachada).

Yamato sí tiene la fachada de líder. Puede que para algunos no lo sea, pero yo siempre he querido seguirlo, tomarlo como ejemplo. A pesar de tener a Taichi, sí que me he desviado muchas más veces para seguir el camino de Yamato, no solo por esa vez que me ayudó en el restaurante del Digimundo, sino como aquella vez que dejó al grupo para… para… no sé para qué mierdas.

Empiezo a sentir entumecimiento en la mano, pero no quiero soltarlo. Yamato luce melancólico. No sé si estar conmigo le parece un fastidio o si atesora el momento; tal vez piensa en el pasado.

Quisiera que me consolara de verdad, de manera más carnal, tan siquiera me gustaría que me diera un abrazo. Tal vez, para olvidarme de mis tonterías, lo que debería hacer es preguntarle cómo le va. ¿Qué dice la maestría? ¿De verdad es cierto que le interesa ir al espacio?

Ser astronauta debe ser mucho más complicado que ser médico. Y más riesgoso. Yamato es valiente, por lo menos más que yo, que no sé lidiar con la muerte.

—Se me murió un paciente otra vez, aunque siento que esta vez fue por mi negligencia. Llegó a urgencias, se quejó, lo revisé, le hice análisis y todo bien, pero a los 20 minutos estaba muerto. Todo fue tan rápido que ni las enfermeras ni yo pudimos cerrarle los ojos y la boca como debe ser.

—Entiendo.

—No, Yamato, no lo entiendes. En lugar de salir a informar a sus familiares de lo acontecido, me dio un ataque de pánico y me fui a encerrar a los sanitarios.

—…

—Y cuando pude calmarme, te llamé a ti —apreté con más fuerza su mano —. Te agradezco que hayas ido por mí.

Asintió, también puso fuerza en el agarre. Bebí lo que quedaba de la cerveza con voracidad, como sintiendo valentía.

—Tomarte de la mano me calma el pánico o quizás lo esconde.

—No tienes qué sentirte mal por ser vulnerable, todos lo somos.

—No, es que no entiendes nada —insistí, cavando mi propia tumba —. Puede que sí me hayas calmado el pánico de sentirme culpable por el paciente, de verdad que me ayudaste, eres solidario como pocos, pero también el contacto contigo me está estremeciendo, me hace desear cosas que alguien como yo no debería desear.

Yamato me suelta de jalón, su expresión muestra desconcierto, no sé si decepción. Es culpa de él que yo no sepa leer su cara hermética y atractiva a la vez. Comprendo perfectamente que sea popular a pesar de ser insufrible.

Y, lo peor de todo es que, si captó mis intenciones, es probable que acabe de echar a perder una amistad. Creo que, como Yamato entiende el doble sentido a la perfección, acaba de darse cuenta de que tengo deseos que no son apropiados.

Me gustaría hacerle entender que convivo con demasiada gente enferma, moribunda o con trabajadores de la salud empapados en todo tipo de suciedades. Aunque doctores y enfermeros son promiscuos entre ellos, yo de plano no me puedo poner cachondo en un hospital.

—Lo siento, ha pasado un largo tiempo desde que tuve contacto humano, la abstinencia llega a un límite para todos y no debí decir ese comentario… lo eché a perder ¿cierto?, ¿hay algo que pueda hacer para que te olvides que dije que, al tomarte la mano, deseé cosas que no debería desear?

Yamato también se empinó la cerveza. Lo escuché suspirar y de nuevo me tomó de la mano, sus dedos largos acariciaron mi muñeca. Fue como si con el toqueteo adherido, él también estuviera analizando las palabras.

—No entiendo bien a lo que te refieres, Jou —mintió, con una voz que aparentaba seguridad. Algo cambió en él, no supe identificar qué —. Necesitas explicármelo mejor.

—No, no, claro que no. Es al revés: necesito des-explicártelo. Los anhelos personales deben quedar bien sellados en el inconsciente para evitar imprudencias y la pérdida de amistades valiosas, imprescindibles desde la infancia, desde el incidente del restaurante del Digimundo, para ser precisos.

—Jou, tienes que tener claridad sobre si lo que deseas y no deberías desear, es contacto humano genérico, o si, por el contrario, lo que anhelas es mi contacto carnal en específico.

Esta vez fui yo quien retiró la mano de su carica. Me quité los lentes, me tallé los ojos. Volví a ponerme las gafas y me tapé la cara como pude. No entendí si se estaba burlando o si me estaba coqueteando. Su comentario podría ser reflejo de su nuevo odio hacia mí, aunque me quedaba el consuelo de que, en cierta medida, homofóbico no era, porque de serlo, ya se habría largado y me hubiera dado algún golpe, sobre todo tomando en cuenta que Yamato tenía un historial violento desde pequeño, ya que se la vivía peleando con Taichi.

En aquellas peleas, los dos se veían tan fieros que daban ternura, pero especialmente Yamato Ishida lucía siempre más vulnerable, como si tuviera todas las de perder.

—No puedo creer que echara a perder nuestra amistad con los deseos que no debería desear…

—Jou, no queriendo la cosa, le robé la chica que le gustaba a Taichi cuando tenía 14 años. Eso es peor que confesar un deseo que no debería desearse.

—Sora no era solo la chica que le gustaba a Taichi —dije por decir, contento de que la plática se estuviera desviando un poco.

—Me refiero a que al final no se jodió la amistad con Taichi, ni siquiera con Sora, ¿Por qué habría de arruinarse contigo solo porque estás caliente y quieres consuelo, aunque lo calificas como un deseo prohibido?

—¿Pero qué insensateces estás diciendo?

—Tengo amigas y amigos a los que podría llamar, si necesitas desfogarte…

Ante sus palabras, se me vino una tos nerviosa. ¿Cómo era que hablaba tan calmado de esos temas? Yo sentía que me había partido en dos, era como si navegara entre un extraño doble pánico: uno relacionado con estar excitado a pesar de haber tenido ese día tan terrible, otro se vinculaba a las sandeces que Yamato decía como si estuviera hablando del clima.

Tosí. Tosí otra vez. Yamato, en lugar de traerme un vaso de agua, me abrió otra cerveza y me dio golpecitos en la espalda. Luego se me pegó un hipo transitorio mientras seguía viendo con incredulidad los nuevos matices que mostraba mi amigo rubio. Era como si sus ojos tuvieran brillitos y como si le hubieran pintado una sonrisa chueca en la cara; todavía no estaba seguro de si todo lo que estaba pasando era una broma o algo más.

—Bien, me alegra que al menos esto no arruinará ninguna amistad —confesé lo más firme posible, tratando de superar este episodio tan falto de coherencia —. Y te agradezco la oferta, pero no hacen falta ni tus amigas ni tus amigos. Tengo autocontrol. Lo he entrenado por años. Cuando te vayas, sacaré del sistema cualquier deseo que no debería desear y, una vez que pase eso, me acordaré de mi paciente que murió y regresaré a ser miserable hasta que haga un análisis detallado de mis acciones y me quedé tranquilo al considerar que no hice nada mal y seguí los protocolos.

Yamato, que acababa de abrir su segunda cerveza, me miró achicando un poco los ojos.

—Entonces, ¿lo mejor es que me vaya?

Lo dijo un poco dolido, creo. Parecía herido, como si hubiera querido que le dijera que lo deseaba a él, con su dedos largos y callosos; su cabellera impecable, de bishonen; su boca de pocas palabras, pero carnosa; sus ojos azules, pero todavía un poquito asiáticos al menos en su forma.

—A estas alturas de la conversación, de seguro que tú ya sabes lo que en realidad quiero —. Lo dije con esas palabras porque me gusta escudarme en frases ambiguas que pueden tener distintas interpretaciones. De esa manera, Yamato puede darle el significado que le plazca a mis palabras.

Sin embargo, yo no tenía idea de si él sabía que, de poder desear en voz alta, diría que prefiero desearlo a él… confesaría que la verdad era que me atraían los hombres, pero en esos momentos especialmente él, quien me ha acariciado la mano y siempre había tenido en mi vida una presencia profunda.

—No es así —respondió, muy serio —. Si la persona más sincera y con más sentido común que conozco no puede verbalizar sus verdaderos deseos, no puedo saber qué es lo que realmente quiere.

—Yamato, le tengo miedo al rechazo.

—Esa no es excusa para ti, que yo sepa siempre le eres fiel a tus ideas, aunque no le gusten a los demás terminas diciéndolas.

Yamato se encogió de hombros. Dejó la cerveza en la mesa y se puso de pie. Yo lo imité con apremio. Al ver que iba a marcharse, lo agarré de la ropa.

—Pero tengo miedo.

—No sabía que alguna vez el miedo te hubiera detenido a ti de sincerarte o de hacer algo que desearas.

Agarró mi mano, pero solo para soltarse del agarre que tenía en su camisa. Dio media vuelta, revisó el celular antes de guardarlo en el bolsillo y caminó hasta el genkan, para ponerse los zapatos y el abrigo.

Y yo, al ver que se iba, me quebré, sí, pero inmediatamente pegué mis piezas recién rotas y me convertí en otro Jou, uno más deseoso y egoísta. Todo eso pasó en menos de un minuto.

—Lo que deseo pero que no debería desear es a ti —. Traté de ir hacia él, pero me tropecé, al parecer había tirado cerveza sin darme cuenta. Yamato ni se inmutó. Me miró sin mirar, mientras se abrochaba el abrigo.

—Maldición, Yamato, no seas cruel, ¡¿qué más quieres de mí?! —solté, cuando sentí que su desprecio venía contra mí en forma de balazos imaginarios —¿Que te diga que me atraen los hombres y me lo reprimo lo más que puedo? ¿Que te diga que me gustas o que eres mi tipo? ¿Que te diga que siempre te he admirado y he querido ser como tú?, ¡te juro que normalmente casi no pienso en eso!, ya sé que no debimos tomarnos de las manos, pero estaba en shock y me temblaban demasiado desde lo que pasó en emergencias… La verdad es que soy tan dramático como a los 12, ¡y desde los 12 entraba en pánico cuando estábamos en los baños públicos y Taichi y tú andaban desnudos como si fuera lo más natural del mundo! Y… ¿Qué más quieres que te diga?!

Me callé para tomar aire. Había estado mirando al piso todo este tiempo. Tomé aire de nueva cuenta, lo más profundo que pude. Lo retuve, como si estuviera bajo el agua. Me mentalicé para escuchar la puerta cerrándose, Yamato seguramente ya se había ido y quizás, aunque él dijera que no, lo había perdido para siempre porque no sabía qué era lo que debí haber dicho.

Aguanté la respiración más y más. Imaginé que estaba sobre mi digimon y nos zambullíamos los dos en el océano. Cuando estaba bajo el agua, de alguna manera, sentía que se podían borrar los problemas, las peleas y hasta las tonterías que podía decir después de los ataques de pánico…

Antes de soltar el aire, sin embargo, sentí unos dedos enmarañándose en mi cabello negro y corto. Abrí la boca, mi respiración y un poco de saliva salieron de mí. Mi mirada escaló hacia arriba conforme mis párpados se abrieron, totalmente asustados por el cambio de los acontecimientos.

Yamato estaba frente a mí, su mano acariciándome el cuero cabelludo, su abrigo con la mitad de los botones abrochados.

Parecía satisfecho. Sus ojos de nuevo habían mutado a otro tono de azul que no conocía en él, la sonrisa ya no la tenía mueca, sino deslumbrante como la de los galanes de televisión o de las series maratónicas que ofrecían los servicios de streaming.

Era casi como si de verdad quisiera que confesara todo eso, como si se sintiera satisfecho, como si lo disfrutara.

—Estoy muy confundido —dije.

—¿Me ayudas a desabotonarlo? —se refería a su abrigo. Yo le obedecí por el tono de voz con el que habló, había sonado persuasivo, seductor, como haciendo gala de su fachada de líder.

—Sigo muy confundido —. Yamato dejó de acariciarme el cabello, bajó sus dedos delineando mi perfil hasta que sujetó mi mandíbula con… ¿con afecto?

—Será mejor que vayamos a tu habitación —susurró.

Asentí, tragué con fuerza mientras me levantaba y lo seguía.

—No entiendo nada. ¿Lo vas a hacer conmigo?

—Sí, algo así.

—Pero quien se siente atraído por ti soy yo y no al revés —dije.

Ya en la habitación, nos echamos en el futón, yo debajo de él. Me quitó las gafas y las puso en el buró.

Mhh… —fue su comentario. Yamato se sentía como el rumor del mar, pero era más bien su aliento en mi cuello. Coló sus manos bajo mi uniforme del hospital y toqueteó todo lo que estuvo a su alcance.

Las mariposas en el estómago todavía se alborotaron más. Fue doloroso, pero a la vez excitante. La contradicción del deseo y la culpa coexistieron en una caricia que también cargaba dudas.

—¡Verbaliza también, Yamato! —exigí—. No puede ser que yo te atraiga si de puberto le quitaste la chica a Taichi.

—Quedamos con que Sora no solo era la chica que le gustaba a Taichi y eso está en el pasado — reclamó, alzándose hasta sentarse a hojarasca sobre mis caderas.

—Sabes muy bien a lo que me refiero —agregué.

—No sé por qué piensas que no me puedo sentir atraído por ti —dijo a regañadientes, cruzando los brazos.

—Bueno, no sé, ¿quizás porque te he visto salir con puras mujeres?

—¿Te conformarías, no sé, con que te dijera que eso es lo de menos?

—¡Te entendería todavía menos!

—Me gusta fluir, Jou-senpai —que Yamato me dijera senpai, situación inédita, me estremeció. Malditos fetiches ocultos que se carga uno sin saber —. Puede que no sea suficiente para ti, que pretendes entender siempre todo, no obstante, creo que sé lo que sientes. Tienes esa necesidad de ser sostenido, de querer un afecto que te desarme y que te descontrole hasta que dejes ir todo eso que te atormenta. Quiero que lo sueltes todo, quiero verte saciado, eso es lo que, ahora mismo, me atrae de ti.

Ya no pude decir nada más ante tales palabras. Habían retumbado dentro mío. La idea de soltarme, de dejarme ir —con alguien más sujetándome para que en realidad no me cayera— me pareció lo más seductor que hubiese escuchado jamás.

Pero soltarme no fue tan fácil, requirió de un esfuerzo descomunal por parte mía y también por parte de Yamato. Él mismo me confesó que le representé un reto.

Caricias, succiones, gemidos. Un dolor punzante dentro mío o quizás dentro de él. El ardor de las mordidas, los rasguños en una piel casi hervida, la presión en las sienes de cuando te jalan el cabello, hasta desprenderlo. Una lucha instintiva por la dominación de algo no tangible… y mi propia lucha de querer ceder, pero tener remordimientos. El miedo de cruzar un puente del que no se podrá regresar. Comprobar una hipótesis nula a la que siempre se le tuvo más fe que a la oficial. Comprender que mi voz se podía degenerar de esa forma y que me gustaba el consuelo a base de dolor. Las ganas de querer huir y que te detengan. De entender que ese par de «no», significan «sí». La sensación de percibir que tu cuerpo se revuelve, se tuerce y se talla contra otro. No llegar al final, pero explotar ante la estimulación… dejando ir todo lo malo, todo lo bueno, todo menos la languidez. Besos en todo el proceso, el agarre de las manos entumecidas cuando todo cesa.

.

.

Yamato, con el cuerpo lleno de gotitas de sudor, se recostó a mi lado con ojos cerrados. Su respiración seguía exaltada. Aun estando tan oscuro, la piel de su espalda parecía del color de la luna. Intenté rebuscar el estrés en mí. Me hice recordar a mi paciente que murió, me acordé de los regaños que me hacía el jefe de residentes… enumeré lo que había hecho bien y lo que había hecho mal en la guardia. Vinieron todas esas imágenes, sin embargo, el estrés había disminuido; la desazón también. Me pareció una locura lo que un orgasmo podía sanar en mí. Sin duda alguna, sí que había experimentado algo de desahogo. Algo de lo que sentía se había ido por el desagüe. No todo, de verdad que no todo, pero gran parte sí.

—A pesar de todo, no te dejaste ir por completo, pero no me extraña —. Yamato se sentó cuando agarró fuerzas. A gatas se fue a buscar nuestras bebidas.

La tranquilidad que me había acogido unos momentos anteriores, se estaba desvaneciendo por culpa de las emociones, que llegaban a mí como los ventarrones de los huracanes.

Después del momento de intimidad, empezaba a acechar la incertidumbre. Parecía que esa sensación iba a ser mi nueva preocupación recurrente.

¿Pero qué estaba pensando?, No sabía cómo y por qué me había dejado llevar así. Era verdad que hacer realidad un deseo que no se debe desear era algo espléndido, pero no tener la seguridad de que será un evento continuo, era escalofriante.

—Estaba nervioso, no puedo soltarme del todo si estoy nervioso —justifiqué, tomando la cerveza que me ofreció. No tenía ganas de volver a beber. Estaba sudoroso, pegajoso, hasta se me resbalaban un par de lágrimas por las mejillas. Lo que me apetecía era darme un baño. No quería pensar mucho en lo que acababa de acontecer, había sido torpe, extremadamente torpe; seguramente Yamato había notado mi inexperiencia por la cantidad de cosas que intenté negarle cuando más debía haberme dejado llevar por el estímulo —. Bien, lo lamento, ha sido la primera vez, sé que te diste cuenta y eso me avergüenza, pero no teníamos siquiera la logística adecuada y bueno, en realidad, yo no esperaba nada de esto, te juro que mi ataque de pánico fue por motivos laborales.

Tras dar un trago a su cerveza, Yamato se recostó, me acercó a él y me envolvió en sus brazos. Pensé, de manera inconexa, que era extraño tocar a alguien con deseo sexual, al menos era demasiado diferente a cuando hacía una evaluación de rutina en la clínica… El matiz del tacto era tan diferente que me pesaba mucho no haber experimentado algo así con anterioridad.

Shhhh —intentó callarme Yamato. Al enterrarme en su cuerpo, le olí las axilas y me impresioné de no sentir disgusto, sino deseo.

Yamato Ishida dijo que le gustaba fluir junto con su sexualidad y puedo darme cuenta de que dijo la verdad. A mí, la verdad, me incomodó que me envolviera en sus brazos, porque sentí que, en cualquier momento, me iba a dejar y encontraría a más víctimas con quienes fluir.

—Yamato, no creo que me pueda callar, ni dormir, en todo caso me gustaría ducharme—dije con fastidio.

—No lo hagas. Está haciendo mucho frío —dijo. Sonó raro, ajeno. Yo no sabía dónde había quedado mi versión de Yamato tsundere y con tendencias de emo.

—Es que me estoy poniendo más nervioso todavía. O sea, lo pasé bien, traté de dejarme ir y parte de mí se fue, de verdad, pero ya regresé, y tú sigues fluyendo.

—¿Dices que yo sigo fluyendo?

—Como un torrente sanguíneo… o como río, o no sé. Me da un no sé qué que termines desembocando en alguien más.

Yamato me clavó las uñas que hacía poco solo me acariciaban. Su voz se volvió pesada.

—O sea que, para ti, es como si fuera a salir de tu cama para meterme en la de alguien más, ¿tienes candidatos?

—… no sé, viendo que te atraen tipos como yo podría ser cualquiera.

Yamato me respondió con una mordida que hizo que soltara un gemido.

—Tú y yo, desde siempre, estuvimos reprimidos. Tú eras muy sincero con unas cosas, yo simplemente no era sincero. Pero que lo supieras no significa que lo aceptaras o que lo experimentaras —gruñó, la voz todavía oscura, enronquecida —. Yo en cambio, sin saberlo, mentí, experimenté, me expuse, me equivoqué y hasta me quemé hasta llegar a esto.

—¿Estás hablando de nuestra sexualidad? —pregunté, porque no lo entendía. Lo que tenía en claro era que de un momento a otro Yamato me iba a soltar, iba a abotonar otra vez ese abrigo de tan buen gusto y se iba a ir a fluir a otra parte, se sentiría atraído por alguien más o lo que era peor, se metería en las sábanas de algún otro de mis amigos.

Yo era demasiado común, obsesivo e inseguro. Y él, tan atractivo, podía tener a cualquiera. Sin embargo, no era solo eso. Yamato solía irse a pernoctar con su soledad, en busca de cosas que yo no comprendía. Así lo había hecho varias veces durante nuestras aventuras. A veces era porque se peleaba con el liderazgo en turno. A veces se iba nada más porque era una faceta suya. Lo único que solía retenerlo, en su infancia, era su hermano menor. Ahora, de adulto, no había retención alguna.

—No digas nada más, Jou, yo sé que sabes perfectamente a lo que me refiero —susurró en mis oídos, estremeciéndome.

—Estoy muerto de miedo, Yamato, la atracción es tan pasajera, que sé me soltarás —confesé. Mis manos temblorosas dejaron de tocarle el pecho, las hice puños, como si eso fuera a detener el temblor o si eso me ayudara a protegerme.

Era mejor que, si no iba a durar, se acabara de una sola vez. Con la profesión que tenía, no estaba yo para sufrir por atracciones que podían ser pasajeras. Alguien con mi corazón no tenía la capacidad de enamorarse para luego soportar el desamor. Más valía acabar con los deseos que se hicieron realidad, pero nunca debieron ser.

Yamato suspiró, se separó un poco de mí. Me dio la impresión de que sabía perfectamente lo que sentía. ¿Le habría pasado así con Sora y sus exnovias? Yo era una persona muy exigente a estas alturas de mi vida. No me gustaba para nada sufrir y prefería reprimir cualquier deseo que pudiera convertirse en pesadilla.

—De verdad, vas a ser un reto, senpai —dijo un poco molesto, llevando sus dedos otra vez a mis cabellos, los cuales no acarició, sino que jaló. Movió mi cabeza hasta que su boca se encajó en mi barbilla, la cual mordió y lamió.

—Te lo ruego, no me digas senpai.

—¿Por qué no?, ¿porque te excitas? —preguntó, regresando a su faceta seductora, esa que daba más miedo que sus tendencias violentas —. Escúchame bien, Jou, puede que no me gustes desde la niñez y que me atraigas desde hace poco, pero no deja de ser real…

—Ya, sí, pero ¿y si me sueltas el pelito?, me duele.

—Es real y entiendo que dudes, más que nada por lo de Tai y Sora, pero esto no tiene nada que ver con aquello.

—¿No?

—No, no tiene nada que ver. Te lo dije: mentí, experimenté, me expuse y hasta hoy mismo me quemé. Me equivoqué y la pagué caro, tengo derecho a resarcirme —sus palabras no tenían la coherencia que él creía, pero asentí, porque su respingo me incomodaba, hacía que se me acumulara vértigo en el estómago. En estos momentos, las mariposas se habían convertido en las abejas de un panal al que estaban apedreado.

—Sigo sin entenderlo; ojalá tan siquiera pudiéramos echarle la culpa al alcohol… quizás yo pueda echarle la culpa a mi ataque de pánico.

—Es que no logramos saciarnos de verdad —consideró Yamato—. Ni logré hacerte ver que no sólo hay atracción, sino que hay necesidad y algo más...

La voz se le quebró un poquito mientras hablaba. Yo estiré los brazos hasta abrazarlo. El temblor de las manos fue in crescendo hasta que mi cuerpo se sacudió en el de él. De la nada, Yamato soltó un gemido y se volvió frágil, volvió a llamarme senpai y me volví a encender.

«Yamato, yo necesito…», «yo quiero…». No pude vocalizar esos anhelos que volvieron con más fuerza en esa especie de exabrupto o ronda dos de intimidad. Y esta vez la necesidad fue más explícita, o más mutua. Él no fue precisamente complaciente, como la primera vez, que susurró palabras cándidas a mis oídos. Yamato más bien exigió cosas, se aferró a mí. Trencé su cuerpo con el mío lo mejor que pude, aunque la fricción me desbarató con torpeza otra vez, sin poder evitarlo. Los tocamientos bruscos y necesitados de él hicieron que yo mismo me desdibujara y contrarrestara también con demandas. «Yamato, yo necesito…», «quiero que, con tus dedos…».

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.

Recuperé el sentido y todavía era de noche. Me había despertado el frío. No abrí los ojos, solo espié a través de uno de ellos. Yamato pasaba un paño de agua tibia por mi vientre, quitándome lo pegajoso. Se me hicieron bolas el estómago. Todas las mariposas muertas ya habían revivido o al menos eran orugas saliendo de los capullos.

—Ya sé que estás despierto —renegó. No llevaba ni ropa interior, ni pantalones, ni su camiseta, pero se había encimado su abrigo. La calefacción probablemente estaba dañada, hacía frío a pesar de que nunca (ni con fiebre) había estado tan caliente. —Entre sueños no dejabas de joder con que querías ducharte para quitarte el semen.

—Me duele todo —me quejé. Aunque, en el fondo, quería darle las gracias porque estaba intentando cuidar de mí.

—Te quejas de todo, Jou, pero por como eres y porque no teníamos lubricante, no es que hayamos hecho mucho en realidad.

Fruncí el ceño, entre indignado y expectante. Lo que para él no había sido mucho, a mí me representaba un todo: el camino sin retorno, la construcción del clóset del que iba a salir, la aceptación de que iba en reversa, la atracción convirtiéndose en cariño. No quería pensar en la serie de perversiones que alguien como Yamato podría haber experimentado con vaya a saber cuántas personas (pero esperaba que con Sora no, porque lo de aquella vez había sido cuando ambos eran demasiado jóvenes).

Me dio un escalofrío cuando el paño calientito dejó mi piel y observé cómo él se limpiaba a sí mismo con desinterés, sin dejar de mirarme con intensidad.

—Ya, pues lamento no cumplir con las expectativas —dije.

Me quise acomodar los lentes en el puente de la nariz, pero recordé que no los llevaba puestos. Le volteé la cara a Yamato, esté soltó una risita; no parecía molesto por mi comentario, lo que me hizo sentir más inseguro.

—No te preocupes. Ya pedí lubricante y condones por internet. Será mejor la próxima vez.

Sin quitarse su abrigo, se volvió a meter conmigo en el futón y me cubrió con su prenda, antes de echarnos encima la cobija. Como estaba de ladito, sentí el tacto de sus pezones y sus genitales en mi espalda y mis caderas, respectivamente. De tener frío, me abochorné, seguramente me puse rojo, pero por suerte Yamato comentó nada al respecto.

—Voy a morir de la vergüenza.

Mhh.

—Debiste haberme preguntado.

—¿Te refieres a las compras?, ¿es que tienes marca favorita de lubricante?... tras tantearte, dudo que me haya equivocado con los preservativos.

—No hables de esas cosas con cotidianidad, me pones los nervios de punta… con saber que se repetirá es suficiente.

—Quiero que entiendas que seré todo lo cotidiano posible porque creo que esto va a durar y necesito que evites caer en pánico cada vez que despiertes conmigo en brazos—dijo Yamato en bajito, todavía cerca de la oreja, con su frente pegada a mi nuca.

—¿Que qué?

—Por favor, Jou, duérmete, no quiero lidiar contigo más por hoy.

Esto se seguía descontrolando más y más, pero era verdad que estaba cansado. Aunque mis emociones no estaban para nada en calma, en mi cuerpo sí se extendía cierta saciedad, como si hubiera ganado un campeonato deportivo y se hubieran entrelazado la satisfacción de saberte ganador a pesar del agotamiento de haber hecho ejercicio.

Cerré los ojos. Traté de no pensar en nada. Normalmente, no pensar era impensable e imposible para mí, pero esta vez me enfoqué en sentir la respiración de Yamato estrellándose en mi cuello, en sus brazos rodeando mi torso, sus manos callosas, arremolinadas en mis vellos del abdomen. Una de sus piernas estaba encima de las mías. Los cabellos rubios, más largos que los míos, haciéndome cosquillas en la quijada. Las mariposas alzando el vuelo desde mi vientre hacia el resto de mi cuerpo.

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No me despertó la alarma. Me despertó Yamato, llamando mi nombre con fuerza.

Había hecho café y algo de desayunar. No tenía idea de dónde había sacado los víveres, me dio pena pensar que los había comprado, pero ya nada podía hacer. Llevaba puesta ropa mía, una que yo nunca me ponía pero que se le veía bien a él. Su abrigo elegante estaba colgado en el perchero. Había puesto música, creo que sonaba desde su celular. Era música instrumental, como las que ponían en las conferencias médicas o en los Lobby de los hoteles. Estaba leyendo algo, creo que eran notas de un cuaderno suyo.

Se había duchado, su cabello todavía estaba húmedo. Desprendía un olor parecido al de mi champú.

Me levanté algo asustado, con miedo de atravesar más pánico por la situación. No obstante, en cuanto mis ojos cruzaron mirada con los de él, me tranquilicé. Me sonrió levemente y me indicó que desayunara antes de que la comida se enfriara.

—Pero tú te bañaste antes —renegué.

—Porque parece ser que soy más diurno que tú.

—Si hicieras guardias de 48 horas no podrías decir eso…

—Por eso mismo, porque no hago guardias de 48 horas, me puedo levantar temprano y hacerte el desayuno, así que come.

Le obedecí, agarré una tostada y la mastiqué. Estaba maravillado de lo que estaba pasando con mi vida… conmigo y con mi amigo. Tal vez no lo perdería para siempre, tal vez esta situación podría desarrollarse sin más rarezas.

—¿Todavía estás adolorido?

Olvídenlo. Sin rarezas nunca.

—No, tú mismo dijiste que no hicimos casi nada —mencioné con rencor, viendo con incomodidad cómo le goteaba el cabello. Había hecho la compra, el desayuno y hasta había puesto música, sin embargo, era incapaz de secarse el cabello como lo pedía la ocasión.

—Y yo mismo te dije que ya lo haremos mejor cuando llegue el lub… —corrí hasta donde estaba y le cubrí la boca.

—¡No lo digas!, esto ya es suficientemente raro.

Hasta entonces caí en cuenta que seguía desnudo, por lo que agarré su abrigo y me lo puse. Regresé adonde estaba y le di otra mordida a la tostada, que estaba bastante rica… pero no pude más con la ansiedad y fui hasta el baño por la secadora de cabello, que conecté en el enchufe cercano al comedor para secarle el cabello a ese Yamato irresponsable que se dejaba el pelo goteando de agua en enero con una calefacción sospechosamente defectuosa.

—Jou, lo que es rarísimo es que en lugar de desayunar te pongas a secarme el pelo.

—Es para que no te enfermes, ¿tienes idea del brote de resfriados que hay en esta temporada?... no tienes idea de lo frágil que somos los humanos, incluso alguien como tú, con tu físico y excelente condición, puede caer enfermo… y lo peor, muerto.

—Como tu paciente de ayer… —dijo en voz apenas audible para mí, por el ruido de la secadora.

Tragué saliva y, para mi desgracia, recordé a mi paciente que murió. No era tan guapo, ni tan joven, ni tan especial como Yamato Ishida. Pero era una vida que se me había escapado o más bien, resbalado, de las manos.

—Sí, como mi paciente de ayer —respondí, dejando de pulsar el botón de encendido de la secadora.

—Desde ayer quiero decirte que no fue tu culpa —comentó de espaldas a mí, su cabello rubio se había esponjado, lo oí sorber su café.

—Yo sé que no….

—No, no te engañes. Muy en el fondo crees que pudo haber sido tu culpa por alguna omisión —recalcó —. Cuando me llamaste y te recogí, eso dijeron las enfermeras, que te culpabas y que solías hacer eso con frecuencia.

—Es que…

—No fue tu culpa. Hiciste lo humanamente posible. Desde que te conozco siempre haces lo mejor que puedes y muchas veces eres torpe, como cuando intentas hacerla de mesero o cuando intentas gestionar tus nervios, pero para cuidar de la salud de los demás no conozco a nadie mejor que Jou Kido, una prueba de ello es que me estás secando el cabello para que no me agripe.

Me quedé sin habla.

—… ¿Te lo dejaste húmedo a propósito?

—Por supuesto que no —se defendió. Le dio la vuelta a su cuaderno y fingió estar concentrado en sus apuntes.

—… ¿Gracias? —apenas pude decir, pero no tuve fuerzas para seguirle secando nada, solo acaté a sentarme, a suspirar, a tratar de atar cabos, piezas de ideas, de situaciones, de emociones… de presentes y pasados y futuros.

Empezaba a pensar que todo esto quizás era real y serio y desbordante. Con sentimientos que crecían, como enredadera, en mis entrañas y esperaba que en las de Yamato también.

Si esto era real y serio y desbordante iría bien hasta que, de repente, podría ir mal, en picada, al abismo, al punto de quiebre.

Y, entonces, me volvieron a temblar las manos, justo como la noche anterior cuando comenzó todo y me envolvía un pánico que mutó del terror de la muerte a la bizarra atracción. La vida sin dudas era un círculo lleno de repeticiones. Dejé salir un bufido de queja, de desencanto. Yamato, sin decir nada, con una mano siguió bebiendo su café y con la otra atrapó el temblor de mis dedos.

—Lo siento. Todo esto es la consecuencia misma de mis decisiones —dije.

—Esta vez, yo diría, que también han tenido cabida mis decisiones.

Nos quedamos callados hasta que me solté las manos e hice amago de querer servirme café.

Yamato Ishida puso los ojos en blanco y sin ningún tipo de tacto, me arrebató la cafetera y, como si se tratara de un trueque, me devolvió un sobrecito que decía Relax Tea.

Senpai, desde ayer debí darte el té en lugar de las cervezas —confesó Yamato, todavía súper fluido mientras a mí se me contraía el pecho por el afecto.

Por lo que intuía y —a pesar de que Yamato Ishida era un deseo que nunca debí desear— su destino todavía seguiría amarrándose con el mío, hasta que —quizás otro día— las cosas estallarían —para bien o para mal—... aunque, para ser sincero, al menos me quedaba el consuelo de que seguirían existiendo mariposas en mi estómago. O como es más correcto señalar, al parecer tendría náuseas de por vida.

Fin de la parte I

Notas: Gracias por leer este escrito tan raro. Quizás tiene errores y es atípico, pero al menos cumplí mi meta de publicar un fic este 2024.