La felicidad y el dolor son emociones curiosas, tan opuestas como complementarias. Entre más profundo es el dolor, más intensa es la felicidad que surge cuando, por fin, logramos salir de él. Y cuando estamos rodeados de felicidad, la pérdida puede dejarnos un dolor inexplicable, tan devastador que parece arrebatarnos incluso nuestra capacidad de comprenderlo.

El niño estaba jugando una partida de ajedrez. Para él, este juego era más que un simple tablero y piezas: era su único vínculo con el mundo. Siempre parecía desconectado, perdido en sus propios pensamientos, como si el resto de las personas y las cosas fueran parte de un mundo lejano, que él apenas observaba desde la distancia. Pero cuando se sentaba frente a un tablero, algo cambiaba. Su atención se agudizaba, sus ojos brillaban, y por un breve momento parecía realmente presente, como si ese juego fuera la única forma de sentirse parte de algo.

Era peculiar que la única conexión auténtica que tenía con otros fuera a través de un juego. Otros niños de su edad encontraban alegría en los juegos al aire libre, las amistades, los logros académicos, pero él, sin embargo, no veía ningún atractivo en esos aspectos. Las calificaciones, por ejemplo, eran simplemente números que los maestros le asignaban. No los veía como un reflejo de su esfuerzo ni de su verdadero valor; para él, eran insignificantes. Lo único que realmente importaba era el ajedrez.

Jugaba a diario, y cada partida era para él una fuente de felicidad auténtica. Le brillaban los ojos al enfrentarse al tablero, y no importaba quién fuera su oponente; él siempre se entregaba por completo, y nunca perdía. La victoria constante lo llenaba de satisfacción, aunque también de algo más profundo, una sensación de plenitud que, para su corta edad, parecía inexplicable. Un día, alguien le dijo que tenía talento. Esa palabra lo llenó de un orgullo nuevo, un sentimiento desconocido. "Talento", pensó. "Es algo especial, único". Y en ese momento, el niño sintió que había encontrado un rasgo que lo definía, algo que lo hacía destacar, algo raro y valioso.

Pero el talento puede ser una carga si no se entiende. El niño, sin comprender realmente lo que significaba, empezó a construir sus expectativas alrededor de esa idea. Se dedicó al ajedrez con más determinación, creyendo que ese talento lo llevaría a algún lugar especial, aunque no supiera bien hacia dónde. Cada partida ganada, cada movimiento acertado lo llenaba de satisfacción. Pero también estaba sembrando, sin saberlo, una semilla de expectativas.

Con el tiempo, el ajedrez dejó de ser emocionante. A pesar de sus constantes victorias, el juego comenzó a parecerle repetitivo, y la alegría inicial empezó a desvanecerse. Había logrado dominarlo a tal grado que ya no representaba un desafío real. Y así, poco a poco, la satisfacción dio paso al aburrimiento, una emoción que hasta entonces desconocía. El niño comenzó a preguntarse: "¿Es esto todo lo que el ajedrez tiene para ofrecer?" Aquella pasión que antes lo llenaba ahora parecía una sombra. Quería algo nuevo, un desafío, algo que pudiera retarlo de verdad.

Entonces, en su mente infantil, empezaron a emerger tres sensaciones que lo acompañarían durante mucho tiempo: el aburrimiento, la decepción y la necesidad de buscar algo nuevo. Se sintió decepcionado, no solo del juego, sino de las expectativas que había construido alrededor de él. Había puesto su felicidad en el ajedrez, esperando que le ofreciera algo infinito, algo que nunca pudiera aburrirlo. Pero en lugar de eso, sentía que lo había defraudado.

Esta decepción lo llevó a una nueva comprensión, aunque aún era muy joven para articularlo. Comprendió, de manera intuitiva, que tanto la felicidad como el dolor están ligados a nuestras expectativas. Había sido feliz porque tenía un objetivo, algo en lo que invertir su esfuerzo y su tiempo. Pero al alcanzar esa meta, al darse cuenta de que el ajedrez ya no podía ofrecerle más, la felicidad se convirtió en insatisfacción. Y esa insatisfacción lo dejó con una extraña necesidad de encontrar algo más, algo que, quizás, nunca llegaría a saciar por completo.

Aquel niño todavía no lo entendía, pero en ese momento se dio cuenta de algo fundamental: todo lo que aporta felicidad puede, en algún momento, traer también decepción. Y en ese equilibrio entre el deseo y la insatisfacción, entre el talento y la búsqueda de un desafío, encontraría gran parte del sentido de su vida.