Aceptar que todos somos hipócritas no es tarea sencilla. Cada uno de nosotros, en algún momento, critica lo que otros hacen mientras caemos en las mismas actitudes que condenamos. Pero, ¿qué significa esto realmente? ¿Es la hipocresía una señal de disgusto hacia los demás o, más profundamente, hacia nosotros mismos?

El joven estaba sentado, desolado, envuelto en un torbellino de pensamientos y emociones. Sentía una mezcla de ansiedad y frustración. Había pasado tanto tiempo tratando de mostrarse tal como era, luchando por cumplir con las expectativas que otros habían depositado en él. Sin embargo, esas mismas expectativas lo habían aplastado. Ahora se encontraba preguntándose: ¿Qué me decepcionó más? ¿El hecho de que las cosas no salieran como esperaba o que las personas no se comportaran como yo quería? Cualquiera que fuera la respuesta, el resultado era el mismo: estaba defraudado.

Hace poco había hecho algunos amigos, un pequeño círculo que le brindaba cierta sensación de pertenencia. Quizá, pensó, sería buena idea hablar con ellos. Necesitaba liberar esa carga que llevaba encima, aunque fuera por un momento.

Lo que lo tenía más enfurecido era algo reciente: había descubierto que sus padres lo habían estado criticando a sus espaldas. Se sentía traicionado. Lo que más le dolía no era tanto lo que dijeron, sino que esas críticas estaban alimentadas por la decepción de que él no había cumplido con sus expectativas. ¿Por qué tienen que esperar algo de mí? pensaba con rabia. ¿Por qué no pueden aceptarme tal como soy?

Decidido, buscó a sus amigos y comenzó a hablarles. No tardó en descargar su frustración, relatando todo lo que había descubierto sobre sus padres y lo mucho que eso lo había afectado. Pero, mientras hablaba, había algo curioso en su tono y en la forma en que expresaba sus pensamientos. Sus palabras estaban impregnadas de una mezcla extraña: desesperación, condescendencia, e incluso un dejo de indiferencia. De vez en cuando, su voz se teñía de ira, como si estuviera intentando encontrar culpables para aliviar su propia angustia.

Sin embargo, lo más interesante no era solo cómo hablaba, sino lo que decía. Cada pocos minutos, insistía en dejar claro que nada de lo ocurrido era su culpa. El mundo es el problema, no yo, decía con convicción. Y tal vez, en parte, tuviera razón. Sin embargo, mientras arremetía contra sus padres por sus críticas, estaba haciendo exactamente lo mismo que ellos: juzgarlos, descalificarlos, acusarlos de ser incapaces de comprenderlo.

Ahí estaba la ironía: criticaba la actitud crítica de sus padres, mientras él mismo caía en el mismo patrón. Una contradicción evidente que, sin embargo, no parecía notar. Sus amigos, aunque lo escuchaban con atención, intercambiaban miradas de complicidad, conscientes de la paradoja en la que el joven se encontraba.

La hipocresía, pensó más tarde, es como un espejo deformante: nos refleja aspectos de nosotros mismos que no queremos admitir. ¿Significa esto que realmente no nos agradamos a nosotros mismos? Se preguntaba mientras caminaba solo de regreso a casa. Quizás, cuando criticamos a otros, lo hacemos porque vemos en ellos aspectos que nos disgustan de nosotros mismos, características que preferiríamos no enfrentar.

Esa noche, mientras intentaba dormir, la idea seguía rondando su cabeza. ¿Qué significaba ser hipócrita? ¿Era un defecto inherente a todos los seres humanos? Pensó en cómo todos, en algún momento, actuamos de maneras contrarias a lo que predicamos. Sus padres querían que él fuera un modelo perfecto de sus propias expectativas, pero no se daban cuenta de que ellos mismos estaban lejos de ser perfectos. De la misma manera, él quería que lo aceptaran sin juzgarlo, mientras seguía juzgándolos a ellos con dureza.

La hipocresía, concluyó, es un recordatorio incómodo de nuestra humanidad. Nos muestra que no somos tan coherentes como nos gustaría creer. Pero, ¿es siempre algo negativo? Tal vez, en cierta medida, es un mecanismo de autodefensa. Criticar a otros nos permite proyectar nuestras inseguridades hacia el exterior, aliviando temporalmente la carga de enfrentarnos a nuestros propios defectos.

Sin embargo, esa proyección tiene un precio. Cuanto más criticamos a los demás, más nos alejamos de la posibilidad de entendernos a nosotros mismos. El joven comenzó a darse cuenta de que, si bien era doloroso admitir sus propias fallas, era un paso necesario para dejar de depender de las expectativas ajenas. Reconocer su hipocresía no lo hacía menos humano; por el contrario, lo acercaba un poco más a la autenticidad.

Al final, no podía cambiar el hecho de que sus padres tuvieran expectativas sobre él. Tampoco podía controlar cómo lo percibían o qué esperaban. Pero sí podía decidir cómo reaccionar ante ello. Podía seguir criticándolos, perpetuando el ciclo, o podía intentar comprenderlos y, al mismo tiempo, comprenderse a sí mismo.

Con ese pensamiento, el joven finalmente cerró los ojos. No tenía todas las respuestas, pero había dado un pequeño paso hacia la aceptación. Sabía que la lucha interna continuaría, pero ahora tenía una nueva perspectiva: la hipocresía no era un enemigo, sino una oportunidad para crecer.