A veces no pensamos en qué tan afortunados somos solo por el hecho de vivir, pero no valoramos algo hasta que lo perdemos. No hay sentido en la vida; para encontrarlo, primero hay que morir.
Era una noche oscura en una habitación solitaria. Un chico de unos catorce años yacía dormido en su cama. De repente, un ruido rompió el silencio: gritos desgarradores seguidos por el sonido de algo que se rompía. Se escuchaba como si todo se estuviera desmoronando.
El chico se despertó sobresaltado, confundido, sin entender por qué abría los ojos en medio de la noche. Miró el reloj: marcaban las tres de la madrugada. Justo entonces, un grito penetrante resonó en la noche:
-¡Papá, no!
Poco después, el llanto de un bebé llenó el aire, mezclado con el desgarrador sollozo de una joven que parecía suplicar por su vida.
-¡Por favor, no! -gritaba con desesperación. Su voz era un eco de agonía y culpa-. ¡Todo es mi culpa!
Desde su cama, el chico podía escuchar claramente que los gritos provenían de afuera. Algo terrible estaba ocurriendo más allá de las paredes de su hogar.
Pronto, las sirenas comenzaron a sonar a lo lejos, primero una, posiblemente de una ambulancia, luego varias, probablemente patrullas policiales. La confusión y la tragedia parecían aumentar con cada segundo. Entre el caos, una voz joven, de una chica que no debía tener más de quince años, se alzó sobre las demás.
-¡No, mamá! ¡No te mueras! -clamaba, con el dolor crudo y desgarrador que solo la pérdida puede provocar.
El chico, sin embargo, permaneció inmóvil. A pesar del caos y los gritos que llenaban la noche, no sintió miedo ni preocupación. Simplemente se dio la vuelta en la cama y volvió a cerrar los ojos. Pronto, el sueño lo envolvió de nuevo.
Dentro de su sueño, el chico se encontró de nuevo en su habitación, pero algo no estaba bien. Las luces estaban encendidas, y la habitación parecía estar atrapada en el pasado. Había objetos que no deberían estar allí, reliquias de un tiempo que él no recordaba. Afuera, sombras inquietantes se deslizaban bajo la puerta, proyectando figuras amenazantes en las paredes.
Quiso abrir la puerta, pero estaba sellada. Un sentimiento de asfixia lo inundó. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba soñando.
Al momento de tomar conciencia, la habitación comenzó a distorsionarse. Las paredes se curvaron y la gravedad parecía perder su sentido. El chico se encontró atrapado en un campo de fuerza invisible. De pronto, se halló en una nueva habitación, un espacio que desafiaba toda lógica. No había distinción entre el suelo y el techo. Todo era redondo y, a la vez, cuadrado, una paradoja visual que desafiaba su mente.
La habitación se parecía a una mansión abandonada, de esas que solo existen en las películas de terror. Sin embargo, a pesar de lo perturbador del escenario, el chico se mantuvo impasible. No había miedo, solo curiosidad.
En el extremo de la sala, una figura femenina se materializó en la penumbra. Era imposible distinguir sus rasgos; su presencia estaba envuelta en un aura de misterio. La oscuridad parecía emanar de ella, absorbiendo toda la luz y esperanza en la habitación.
El chico sintió un escalofrío. Por primera vez, el miedo comenzó a apoderarse de él. La figura femenina no se movía, pero el entorno parecía cerrarse cada vez más. Sin previo aviso, el espacio comenzó a comprimirse. El chico sintió como si el mundo entero fuera tragado por la figura oscura.
De pronto, el chico se encontró atado a una silla en medio de la nada. Todo estaba cubierto por una oscuridad impenetrable. No podía oír ni ver nada. Su respiración se aceleró, y la ansiedad comenzó a consumirlo.
Entonces, un ruido ensordecedor de sirenas rompió el silencio, seguido por los gritos de una mujer. Los sonidos eran insoportables, un tormento que parecía no tener fin. El chico luchaba por liberarse, pero las ataduras no cedían. La sensación de estar atrapado en un ciclo interminable de dolor lo atormentaba.
Aunque su cuerpo parecía inmóvil, sentía que su mente flotaba en un vacío. De repente, tuvo la sensación de que estaba cayendo. Con un sobresalto, despertó.
Se sentó en la cama, respirando con dificultad, intentando calmar su corazón acelerado. Pero algo no estaba bien. La habitación era diferente. Miró a su alrededor, desorientado. Cerró los ojos, esperando que al abrirlos todo volviera a la normalidad.
Y así fue. Al abrir los ojos de nuevo, la familiaridad de su habitación lo tranquilizó. Todo parecía ser solo un sueño... o eso quería creer.
El chico se levantó y se preparó para ir a la escuela. Sin embargo, los eventos de la noche anterior seguían rondando en su mente. ¿Había sido solo un sueño, o había algo más?
Mientras caminaba hacia la escuela, la pregunta surgió en su mente con una fuerza abrumadora:
¿Cuál es el sentido de la vida?
La pregunta lo perseguía. Durante las clases, mientras sus compañeros hablaban y el maestro explicaba, su mente divagaba. No podía concentrarse en nada más. ¿Qué significaba todo lo que había visto y oído?
A lo largo del día, intentó encontrar respuestas. Observó a sus compañeros de clase: algunos reían, otros se veían aburridos. Parecía que todos tenían un propósito, aunque fuera pequeño. Pero para él, todo parecía vacío.
La noche trajo nuevas pesadillas, pero también una resolución. Si la vida no tiene un sentido inherente, tal vez debía encontrarlo por sí mismo. Tal vez la clave no estaba en las respuestas externas, sino en las preguntas que decidiera hacerse y en las experiencias que eligiera vivir.
El chico, ahora más decidido, comprendió que el sentido de la vida no se encontraba esperando en algún rincón oscuro. Debía crearlo, enfrentar sus miedos y descubrir su propio camino. Y aunque la sombra de la noche anterior seguía acechándolo, algo dentro de él había cambiado.
La vida, pensó, tal vez no tenía un sentido único, pero eso no significaba que no valiera la pena vivirla.
